Parsal seguía avanzando a rastras por la espesa hierba. El dolor de la pierna mutilada había disminuido desde la tarde anterior, y el tormento insoportable se había reducido a un dolor agudo que, en ocasiones, se intensificaba y le hacía perder el conocimiento. La noche era fría, pero Parsal sudaba a mares. Ya no sabía adonde se dirigía; lo único que intentaba era separarse del horror lo máximo posible.
Pasó por una zona cubierta de guijarros, y una roca afilada le rozó la pierna. Lanzó un gemido y giró.
El día anterior, Ananáis le había dicho que resistieran tanto como pudieran, y que después retrocedieran y se reagruparan en Magadón. El general había ido a otro valle, acompañado por Galand. Los acontecimientos de aquella misma tarde se reprodujeron en su memoria, sin que pudiera apartarlos. Había aguardado junto a cuatrocientos guerreros en un paso estrecho. La caballería había llegado en primer lugar, galopando pendiente arriba con las lanzas en ristre. Los arqueros de Parsal los habían hecho pedazos. Había costado un poco más rechazar a la infantería, que portaba buenas armaduras y se cubría con escudos de bronce, pero aunque Parsal nunca había llegado a ser tan buen espadachín como su hermano, los dioses eran testigos de que se había batido bien, y los montañeses de Skoda peleaban como tigres; la infantería fue obligada a retroceder. En aquel momento debería haber dado la orden de retirada.
Pero fue terriblemente estúpido.
Las victorias se le habían subido a la cabeza, y lo cegó el orgullo. Nunca había encabezado un cuerpo de guerreros, e incluso había sido rechazado en el Dragón, que sí aceptó a su hermano… Y acababa de hacer retirarse a un poderoso enemigo.
De modo que esperó el siguiente ataque.
Los mezclados parecieron brotar de la nada, como demonios salidos del infierno. Aunque Parsal llegase a vivir cien años, jamás olvidaría lo que ocurrió a continuación. Las bestias fueron precedidas por un sonido terrorífico que casi parecía un muro, formado por los aullidos que proclamaban su sed de sangre. Monstruos gigantescos cuyas fauces chorreaban, con los ojos inyectados en sangre, garras afiladas y espadas relucientes.
Las flechas apenas les hicieron mella, y barrieron a los guerreros de Skoda con tanta facilidad como un hombre podía apartar de su camino a un chiquillo revoltoso.
Parsal no dio la orden de retirarse; no era necesario. El valor de los montañeses desapareció como agua derramada en la arena, y los guerreros se dispersaron. En medio de la confusión, Parsal corrió hacia un mezclado y le lanzó un fortísimo tajo a la cabeza, pero su espada rebotó en el grueso cráneo, y la criatura se volvió hacia él, lo arrojó a un lado y le saltó encima. Las fauces de la bestia se le hundieron en la pierna izquierda y le arrancaron la carne hasta el mismísimo hueso. Un montañés saltó sobre la bestia y le hundió un puñal en el cuello; el mezclado abandonó a Parsal, se giró y, de un mordisco, desgarró el cuello de su atacante. Parsal se arrastró hasta superar un pequeño risco y bajó rodando hasta el valle, al otro lado. Allí comenzó su largo periplo.
Fue entonces cuando supo que los guerreros de Skoda no podrían vencer. Ya era una locura pensar que tenían una posibilidad, pues nada podría hacer frente a los mezclados. Deseó haberse quedado en Vagria, en la granja, muy lejos de aquella guerra insensata.
Algo le tocó la pierna, y se incorporó agitando un cuchillo. Una garra se lo arrancó de la mano, y tres mezclados se agacharon a su alrededor, con los ojos brillantes y la saliva goteando de las fauces abiertas.
Afortunadamente, Parsal se desmayó.
Comenzó el festín.
Pagano se acercó hasta quedar a menos de cien pasos del barrio oeste de la ciudad. Había dejado el caballo escondido en el bosque. El humo de los edificios incendiados se extendía como una niebla, impidiéndole ver desde lejos con claridad. Los grupos de mezclados sacaban los cadáveres a rastras y se ponían a comer en el prado que se extendía ante la ciudad. Era la primera vez que Pagano veía a aquellas bestias, y las observaba con fascinación morbosa. Casi todas medían más de tres varas, y poseían una musculatura colosal.
Pagano no sabía qué hacer. Tenía un mensaje de Trepador para Ananáis, pero ¿dónde se lo iba a entregar? Se preguntó si el guerrero de la máscara negra seguiría con vida, y si la guerra había terminado. En tal caso, tendría que cambiar de planes: había jurado matar a Ceska, y no se tomaba los juramentos a la ligera. En algún lugar, en medio del ejército, se alzaba el pabellón del emperador. Lo único que tenía que hacer era encontrar al hijo de puta y destriparlo.
Casi nada.
Sentía en sus espaldas la muerte de su pueblo, y estaba decidido a vengarla. Cuando matase a Ceska, la sombra del emperador iría a parar a la tierra de los muertos y tendría que servir a sus víctimas. Un castigo justo.
Pagano observó a las bestias durante un rato, prestando atención a sus movimientos y averiguando cuanto podía, con vistas al día en que tuviera que enfrentarse a ellas. No se hacía ilusiones: aquel día llegaría. Hombre contra bestia, frente a frente. La bestia podría ser más fuerte, rápida y letal, pero el rey Kataskicana se había ganado el título de Señor de la Guerra por ser fuerte, rápido y letal. Y además era inteligente.
Regresó al bosque, pero al llegar se detuvo en seco y ensanchó las aletas de la nariz. Estrechó los ojos y empuñó el hacha.
Su caballo seguía donde lo había dejado, pero estaba temblando de miedo, con las orejas gachas y los ojos muy abiertos.
Pagano rebuscó en un bolsillo de la túnica de cuero y sacó un puñal arrojadizo corto y pesado. Se humedeció los labios y escudriñó la maleza.
Había pocos sitios cercanos donde pudiera haber alguien escondido; él estaba en uno de ellos, lo que dejaba tres más. Dedujo que, como máximo, se enfrentaba a tres adversarios. Se preguntó si llevarían arco e imaginó que no, ya que para usarlo tendrían que levantarse, tensarlo y disparar a un blanco móvil. Era poco probable que fuesen humanos; el caballo estaba aterrorizado, lo que no habría ocurrido de tratarse de simples hombres escondidos.
De modo que era posible que hubiera hasta tres mezclados ocultos en la maleza, delante de él.
Tomó una decisión; se levantó y caminó hacia el caballo.
Un mezclado surgió de la maleza, a la derecha, y otro, a la izquierda. Se movieron a una velocidad increíble. Pagano giró en redondo y sacudió el brazo derecho; el puñal se hundió en el ojo de una de las bestias. La segunda estaba prácticamente encima de él; el guerrero negro se agachó y se lanzó contra las piernas de la criatura, que tropezó, y Pagano rodó por el suelo mientras lanzaba un violento hachazo en dirección a una pierna de la bestia. Se levantó de inmediato y corrió hacia el caballo, desató las riendas de la rama y montó de un salto. Un mezclado corría hacia él.
Pagano tiró de las riendas. El caballo se encabritó, aterrorizado, y sus cascos golpearon brutalmente el rostro de la criatura. El mezclado perdió el equilibrio, y Pagano aprovechó aquel instante para espolear a su montura y lanzarse al galope a través del bosque, pegándose al cuello del animal para esquivar las ramas. Una vez en campo abierto cabalgó hacia el oeste.
Los dioses lo habían acompañado, pues estaba claro que había calculado mal. De haber sido tres los mezclados, en aquel momento estaría muerto. Había apuntado con el puñal al cuello de la criatura, pero esta había cargado con tanta rapidez que el guerrero había estado a punto de fallar el blanco.
Pagano hizo que su montura refrenara el paso a medida que iba alejándose de la ciudad incendiada. Las montañas estarían infestadas de exploradores de Ceska, y no tenía la menor intención de meterse al galope en brazos de un peligro mayor del que acababa de esquivar. Se inclinó hacia delante y dio unas palmadas en el cuello del caballo.
Había dejado a Trepador con los cheiam. El nuevo Conde de Bronce había adquirido más confianza, y los planes para tomar Dros Delnoch se encontraban bastante avanzados. Que funcionasen o no era otra cuestión, pero al menos, Trepador había emprendido la tarea lleno de seguridad. Pagano rió entre dientes; el joven drenai resultaba más que convincente en su papel, y Pagano casi podía creer que se trataba realmente del legendario Conde.
Casi. Volvió a reír.
A la puesta de sol, el guerrero se dirigió a una arboleda cercana a un arroyo. Había estudiado la zona cuidadosamente y no había visto señales de enemigos, pero cuando llegó a una hondonada lo aguardaba una sorpresa.
Había cerca de veinte chiquillos alrededor de un cadáver.
Pagano desmontó y ató al caballo. Un niño larguirucho se interpuso ante él, empuñando un cuchillo.
—Si lo tocas, te mataré —dijo el chiquillo.
—No voy a tocarlo —dijo Pagano—. Guarda eso.
—¿Eres un mezclado?
—No, sólo un hombre.
—No lo pareces; eres negro.
—En efecto. —Pagano asintió con expresión solemne—. Tú, por otra parte, eres muy blanco y muy pequeño. No dudo de tu valor, pero ¿realmente crees que puedes enfrentarte a mí?
El chiquillo se humedeció los labios, pero no se movió.
—Si yo fuera tu enemigo, chico, ya te habría matado —prosiguió Pagano—. Apártate.
Dejó de prestar atención al chiquillo y se arrodilló junto al cadáver. Era un hombre robusto y calvo; tenía las grandes manos apretadas sobre el pecho.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó a una niña que estaba sentada al lado. La niña apartó la mirada, y fue el chico del cuchillo quien habló.
—Nos trajo aquí ayer. Nos dijo que nos esconderíamos hasta que se marchasen las bestias, pero esta mañana, mientras jugaba con Melisa, se apretó el pecho y cayó.
—¡Yo no fui! —dijo la niña—. ¡Yo no hice nada!
—Por supuesto que no. —Pagano le revolvió el pelo rubio—. ¿Habéis traído comida?
—Sí —dijo el chico—. Está en esa cueva.
—Me llamo Pagano y soy amigo de Máscara Negra.
—¿Cuidarás de nosotros? —le preguntó Melisa.
Pagano le sonrió, se levantó y se estiró. Los mezclados debían de ir tras él, y no tenía la menor oportunidad de evitarlos yendo a pie con veinte chiquillos detrás. Fue hasta lo alto de una pequeña colina y observó las montañas. Tardarían al menos dos días en llegar hasta ellas; dos días por campo abierto. Se volvió y vio que el chico del cuchillo se había sentado en una roca. Era alto y debería de rondar los once años.
—No has respondido a la pregunta de Melisa —dijo el joven.
—¿Cómo te llamas?
—Ceorl. ¿Vas a ayudamos?
—No sé si puedo —respondió Pagano.
—Yo solo no puedo encargarme de todo —dijo Ceorl, con los ojos grises fijos en el rostro del guerrero.
—Intenta comprender. —Pagano se sentó en la hierba—. Es imposible que logremos alcanzar las montañas. Los mezclados son como las fieras de la jungla; siguen los rastros guiados por el olfato, y recorren el terreno con gran rapidez. Tengo que entregar un mensaje a Máscara negra. Estoy metido en esta guerra; tengo una misión y he jurado cumplirla.
—¡Excusas! —dijo Ceorl—. Siempre excusas. De acuerdo, yo los llevaré a las montañas, tenlo por seguro.
—Os acompañaré durante un trecho —dijo Pagano—, pero te aviso: no me gusta que los críos armen jaleo a mi alrededor. Me pone de mal humor.
—Es imposible evitar que Melisa se esté quieta; es demasiado pequeña y está demasiado asustada.
—¿Y tú no estás asustado?
—Yo soy un hombre —dijo Ceorl—. Hace años que dejé de llorar.
—Vamos a coger la comida y ponernos en marcha. —Pagano se puso en pie lentamente.
Reunieron a los chiquillos. Cada uno cargó un pequeño morral con comida y una cantimplora. Pagano subió al caballo a Melisa y a otros dos de los más pequeños, y emprendieron el camino a través de la pradera. Tenían el viento de espalda, lo que era bueno… a menos que hubiera mezclados por delante del grupo. Ceorl tenía razón sobre Melisa: hablaba sin parar y narraba historias que el guerrero apenas era capaz de seguir. A la caída de la tarde, la niña empezó a resbalarse de la silla, y Pagano la levantó y la cogió en brazos.
Habían avanzado casi una legua cuando Ceorl se acercó corriendo a Pagano y le tiró de la manga.
—¿Qué pasa?
—Están muy cansados. Ariana se acaba de sentar al borde del camino, y creo que se va a quedar dormida.
—Está bien; vete a por ella y tráela. Acamparemos aquí.
Los niños se amontonaron en torno a Pagano mientras este dejaba a Melisa en la hierba. La noche era fresca, pero no demasiado fría.
—¿Vas a contarnos un cuento? —preguntó la niña.
En voz baja, Pagano les contó la historia de la diosa de la Luna, que bajó a la Tierra por una escalera de plata para vivir como una mortal. La diosa conoció a un atractivo príncipe guerrero que se llamaba Anidigo, que la amó como ningún hombre había amado jamás a una mujer, pero ella era tímida y huyó al cielo, montada en un carro de plata totalmente esférico. El príncipe no podía seguirla, de modo que fue a ver a un mago que le construyó un carro de oro puro. Anidigo juró que no regresaría hasta haber conquistado el corazón de la diosa de la Luna. El carro de oro, también redondo, cruzó el cielo como una bola de fuego. Corrió y corrió en torno a la Tierra, pero ella siempre le llevaba ventaja. Y así hasta aquel día.
—¡Mirad! —dijo Pagano—. Por ahí va la diosa… Y pronto aparecerá Anidigo, y ella seguirá huyendo por el cielo.
Cuando los chiquillos se quedaron dormidos, Pagano pasó entre ellos y llamó a Ceorl. Ambos se alejaron unos pasos.
—Se te da bien contar cuentos.
—Tengo muchos hijos —dijo Pagano.
—Si te molestan, ¿por qué tienes tantos? —le preguntó el chico.
—Es difícil de explicar —respondió sonriendo.
—Oh, ya estamos —dijo Ceorl, enfadado—. No soy tan pequeño.
—Por mucho que alguien quiera a sus hijos, puede encontrarlos molestos —intentó explicar Pagano—. Siempre me alegraba cuando nacía alguno, y uno de ellos está ahora en mi palacio y gobierna a mi gente. Pero siempre he necesitado la soledad. Los niños no pueden entender eso.
—¿Por qué eres negro?
—¡Poco ha durado la conversación filosófica! Soy negro porque en mi país hace mucho calor. La piel oscura protege del sol; ¿acaso tu piel no se oscurece durante el verano?
—¿Y por qué tienes el pelo tan rizado?
—No lo sé, muchacho. Tampoco sé por qué tengo la nariz más ancha y los labios más gruesos que tú. Sencillamente, es así.
—¿En tu país son todos iguales que tú?
—No para mí.
—¿Sabes luchar?
—¡Haces demasiadas preguntas, Ceorl!
—Me gusta saber cosas. ¿Sabes luchar?
—Como un tigre.
—Eso es una especie de gato, ¿no?
—Sí. Un gato muy grande y, desde luego, nada manso.
—Yo sé luchar —dijo Ceorl—. Soy un buen luchador.
—Estoy seguro de que así es, pero esperemos que no tengas que demostrarlo. Vete a dormir.
—No estoy cansado; montaré guardia.
—Haz lo que te digo, Ceorl. Ya montarás guardia mañana.
El chiquillo asintió y regresó con los demás. Poco después dormía profundamente. Pagano se sentó durante un rato y pensó en su hogar; después se acercó adonde dormían los niños. Melisa estaba abrazada a una muñeca ajada; no tenía ojos y apenas le quedaba un par de mechones de hilo amarillo en la cabeza.
Trepador le había hablado de sus extrañas creencias religiosas. Según él, los dioses ya eran tan viejos que habían empezado a chochear, y dedicaban su inmenso poder a gastarles bromas estúpidas a los humanos, confundiéndolos y metiéndolos en líos terribles.
Pagano empezaba a convertirse a esa fe.
Un aullido distante rasgó el silencio de la noche. Se le unió otro, y luego otro más. Pagano maldijo en voz baja y desenvainó la espada. Sacó de un bolsillo una piedra de amolar, escupió en ella y comenzó a repasar el filo. Después desató el hacha de la silla de montar y la afiló también.
El viento cambió de dirección y llevó el olor del grupo hacia el este. Pagano aguardó, contando lentamente. Había llegado a ochocientos cuando aumentó la intensidad de los aullidos. Según la velocidad del viento, los mezclados estarían a tres o cuatro leguas. Demasiado cerca.
Lo más misericordioso sería cortarles el cuello a los chiquillos mientras dormían, y así evitarles el horror que estaba a punto de caer sobre ellos. Sabía que al menos podría llevar a caballo a tres de los más pequeños.
Sacó el cuchillo y se acercó a los niños.
Podía salvar a tres, pero… ¿cómo elegir?
Maldijo entre dientes, enfundó el cuchillo y despertó a Ceorl.
—Los mezclados están cerca —le dijo—. Despierta a los demás; nos vamos.
—¿Cómo de cerca? —preguntó Ceorl, asustado.
—A cosa de una hora, si estamos de suerte.
Ceorl se levantó y se acercó a los chiquillos. Pagano cargó a Melisa en un hombro; la niña dejó caer la muñeca, y Pagano la recogió y se la guardó en la túnica. Los chiquillos se apelotonaron a su alrededor.
—¿Ves aquel pico? —le dijo a Ceorl—. ¡Llévalos allí! Volveré.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo. —Pagano montó a caballo—. Sube a la grupa a dos de los más pequeños. —Ceorl obedeció—. Agarraos fuerte, niños; vamos a cabalgar.
Pagano clavó los talones en los lomos del animal, y el caballo corrió en la noche, devorando la distancia que separaba las montañas. Melisa se despertó y empezó a llorar, y Pagano sacó la muñeca y se la puso en los brazos. Después de avanzar un rato al galope, el guerrero vio un afloramiento rocoso a la derecha. Tiró de las riendas e hizo que el caballo fuese en aquella dirección y avanzase entre las peñas. El sendero era estrecho, de menos de cinco palmos de ancho, y al final se ensanchaba formando un círculo entre las rocas. No había más salida que el camino por el que habían llegado.
Pagano ayudó a bajar a los chiquillos.
—Esperadme aquí —les dijo, y cabalgó de nuevo hacia la llanura. Repitió el trayecto cinco veces, y la última de ellas, Ceorl y los cuatro niños mayores casi habían alcanzado las rocas. Pagano desmontó y le pasó las riendas al chiquillo.
—Lleva al caballo al círculo de rocas y aguardadme allí.
—¿Qué vas a hacer?
—¡Obedece!
—Sólo quería ayudar. —Ceorl retrocedió un paso.
—Lo siento, chico. Ten el cuchillo preparado. Intentaré detenerlos aquí, pero si me superan, usa el cuchillo con los más pequeños. ¿Comprendido?
—No creo que pueda —dijo Ceorl con la voz entrecortada.
—Entonces haz lo que te dicte el corazón. ¡Suerte!
—No… No quiero morir.
—Lo sé. Ahora sube ahí e intenta tranquilizarlos.
Pagano descolgó el hacha de la silla y desató el arco y un carcaj. Se trataba de un arco vagriano de cuerno, y sólo los arqueros más fuertes eran capaces de tensarlo. Pagano se instaló en la parte baja del sendero y miró hacia el este.
Se decía que los soberanos del trono de Opal sabían cuándo había llegado su día.
Pagano lo sabía.
Le puso la cuerda al arco y se quitó la túnica, dejando que la brisa nocturna lo refrescase.
Comenzó a cantar la canción de la muerte con voz grave.
En el lugar de reunión que habían acordado, Ananáis y sus comandantes se sentaron a debatir los planes del día. Después de haber sido expulsado del primer círculo montañoso, el ejército de Skoda se había dividido en siete secciones, que se habían desplazado a las tierras altas y emboscaban a las fuerzas invasoras que llegaban hasta allí. Acosaban a las tropas de Ceska con una guerra de guerrillas, obstaculizando su avance, y las bajas en el bando de Skoda habían sido sorprendentemente escasas, a excepción del batallón de Parsal, que había sido aniquilado.
—Avanzan más deprisa de lo que esperábamos —dijo Katán—, y han recibido refuerzos de Delnoch.
—Yo diría que ese ejército tiene unos cincuenta mil soldados —dijo Thorn—. Podemos olvidamos de mantener los pasos, excepto Tarsk y Magadón.
—Seguiremos acosándolos —dijo Ananáis—. ¿Durante cuánto tiempo podréis mantener a raya el poder de esos putos templarios, Katán?
—Creo que hasta en este momento están encontrando formas de esquivamos.
—En cuanto lo consigan, atacar será un suicidio.
—Lo sé, Máscara Negra. Pero nuestra labor no es una ciencia exacta. La batalla en el Vacío se libra sin tregua, y nos están haciendo retroceder.
—Haced lo que podáis —dijo Ananáis—. De acuerdo: seguiremos acosándolos durante un día; después nos retiraremos tras las murallas.
—¿No tienes la impresión de que estamos intentando vaciar el mar con un cubo? —le preguntó Thorn.
—Es posible. —Ananáis sonrió—. ¡Pero aún no hemos sido derrotados! Katán, ¿es seguro cabalgar?
El monje cerró los ojos, y los demás aguardaron un rato. De repente, Katán se incorporó de un salto y abrió los ojos.
—Al norte —dijo—. ¡Debemos ir ahora mismo!
El monje se levantó, trastabilló y estuvo a punto de caer, pero recuperó el equilibrio y corrió hacia su caballo. Ananáis lo siguió.
—¡Thorn! —gritó—. Reúne a los tuyos con el grupo principal. Los demás, ¡seguidme!
Katán galopó hacia el norte, seguido por Ananáis y veinte guerreros. Estaba a punto de amanecer, y las cumbres de las montañas estaban teñidas de rojo. El monje fustigó a su montura.
—¡Vas a matar al animal, estúpido! —le gritó Ananáis, que lo seguía de cerca.
Katán le hizo caso omiso y se inclinó sobre el cuello del caballo. Ante él se alzaba un grupo de rocas. Katán tiró de las riendas, desmontó de un salto y echó a correr hacia un paso estrecho. Ananáis desenvainó la espada y fue tras él.
En el interior del paso había dos mezclados muertos, con sendas flechas con plumas negras clavadas en el cuello. Ananáis siguió avanzando y encontró otra bestia muerta, con una flecha en el corazón. Al doblar un recodo oyó un gruñido inhumano y el entrechocar de los aceros. Pasó por encima de otros tres cadáveres, sujetó bien la espada y dobló otra esquina rocosa. Dos mezclados yacían muertos ante él; otra bestia atacaba a Katán, y otras dos se enfrentaban a alguien que Ananáis no alcanzaba a ver.
—¡A mí el Dragón! —gritó Ananáis.
Uno de los mezclados que atacaban al hombre misterioso se giró hacia él, pero Ananáis bloqueó el tajo que le lanzó y le hundió la espada en el vientre. La criatura lanzó un zarpazo, y Ananáis saltó hacia atrás; sus hombres se lanzaron sobre el mezclado dando tajos y estocadas, y la bestia cayó con una veintena de heridas. Katán se libró de su adversario con gran habilidad y corrió en ayuda del otro guerrero, pero ya no era necesario. Pagano había hundido el hacha en el cuello del mezclado y se había arrastrado hasta el camino.
Ananáis corrió hacia Pagano. El cuerpo del guerrero negro era un amasijo de heridas; tenía el pecho desgarrado, y la sangre goteaba de las tiras de carne ensangrentadas. Tenía el brazo izquierdo casi arrancado, y el rostro, hecho pedazos.
El guerrero respiraba con dificultad, pero los ojos le brillaban. Intentó sonreír mientras Ananáis le sostenía la cabeza en el regazo.
—Hay niños arriba —dijo Pagano con un hilo de voz.
—Iremos a buscarlos. No te muevas.
—¿Para qué, amigo mío?
—Simplemente quédate quieto.
—¿A cuántos he matado?
—A nueve.
—No está mal. Me alegro de que hayáis venido. Los otros dos me habrían costado… más.
Katán se arrodilló junto a Pagano y le apoyó la mano en la frente para bloquearle el dolor.
—He… fracasado —dijo el guerrero—. Debería haber ido en busca de Ceska.
—Yo me encargaré de él en tu nombre —le prometió Ananáis.
—¿Los niños están bien?
—Sí —le aseguró Katán—. Ahora los traemos.
—No dejes que me vean. No quiero que se asusten.
—No te preocupes —le dijo Katán.
—No perdáis la muñeca de Melisa… La chiquilla no sabría qué hacer sin ella.
—Descuida.
—¡Cuando era joven ordené que mis hombres se arrojaran al fuego! No debería haberlo hecho… Es lo único que lamento. Bien, Máscara Negra, ya no sabremos nunca si…
—Yo ya lo sé —dijo Ananáis—. Jamás habría podido acabar con nueve mezclados. Ni habría soñado que fuera posible.
—Nada es imposible —dijo Pagano con un hilo de voz—, excepto olvidar los remordimientos. —Hizo una pausa—. Trepador tiene un plan.
—¿Funcionará? —preguntó Ananáis.
—Todo es posible. —Pagano sonrió—. Me dio un mensaje para ti, pero ahora es inútil. Quería que supieras que se acercaban diez mil guerreros de Delnoch, pero llegaron antes de que pudiera avisarte.
Ceorl se abrió paso hasta Pagano, y se arrodilló a su lado con lágrimas en los ojos.
—¿Por qué? —le dijo—. ¿Por qué has hecho esto por nosotros?
Pero Pagano había muerto.
Ananáis cogió la mano del chiquillo.
—Lo hizo porque era un hombre. Un gran hombre.
—Ni siquiera le gustaban los niños.
—Creo que te equivocas, chico.
—Lo dijo él mismo. Le resultábamos irritantes, me dijo. ¿Por qué se ha dejado matar por nosotros?
Ananáis no tenía respuesta, pero Katán se acercó.
—Porque era un héroe, y eso es lo que hacen los héroes. ¿Lo entiendes?
Ceorl asintió.
—No sabía que fuera un héroe. No lo dijo.
—Quizá no lo supiera —dijo Katán.
Galand encajó mal la muerte de su hermano. Se volvió taciturno y ocultó sus sentimientos; sus ojos oscuros no mostraban el dolor que sentía. Guió a sus guerreros en diversos ataques a la caballería de Drenai, cayendo sobre esta con violencia y retirándose con rapidez. A pesar de sus deseos de venganza, era un soldado disciplinado; no dirigía ataques temerarios y sólo corría riesgos calculados. Su batallón de trescientos guerreros fue el que tuvo menos bajas, y cuando llegaron al valle de Magadón sólo habían dejado a treinta y siete de sus camaradas enterrados en las colinas.
No había puertas en Magadón, y los guerreros liberaron a los caballos y treparon por las escalas de cuerda que les arrojaron los defensores. Galand fue el último en subir a los parapetos y, una vez en lo alto, se giró y miró hacia el este. En algún lugar, en aquella dirección, el cadáver de Parsal se pudría entre la hierba. Sin tumba ni lápida.
La guerra se había llevado a su hija y, después, a su hermano.
Pensó que pronto se lo llevaría a él.
Era extraño; la idea no le causaba el menor temor.
Cuarenta de sus guerreros estaban heridos. Ordenó que los llevaran al hospital, donde los atendieron Valtaya y una docena de mujeres. Galand saludó a la joven rubia, y esta le sonrió antes de seguir suturando la herida del muslo de un guerrero.
Galand abandonó el hospital, y un soldado le llevó un pan y una jarra de vino. Galand le dio las gracias y se sentó a comer a la sombra de un árbol. El pan era fresco, y el vino, joven. Uno de sus comandantes, un joven granjero llamado Oranda, que llevaba vendado el brazo izquierdo, se sentó con él.
—Dicen que ha sido un corte limpio; me han puesto seis puntos. Pronto podré sostener un escudo.
—Bien —respondió Galand con expresión distraída—. ¿Quieres vino?
Oranda bebió un trago.
—No está muy fermentado —dijo.
—Si te parece, lo dejamos madurar un mes o dos —replicó Galand.
—Capto la idea —dijo Oranda, y bebió otro trago.
Durante un rato comieron en silencio. La tensión fue creciendo mientras Galand esperaba a que surgiera el comentario inevitable.
—Siento lo de tu hermano —dijo Oranda de repente.
—Todos los hombres mueren.
—Así es. He perdido amigos que iban con él. La muralla parece fuerte, ¿verdad? Es extraño ver una muralla que atraviesa el valle. De pequeño venía a jugar aquí, y miraba galopar a los caballos salvajes.
Galand no respondió. Oranda le pasó la jarra de vino, deseando levantarse y marcharse sin más, pero no quería ser descortés. Cuando Valtaya se reunió con ellos, Oranda aprovechó para saludarla con una sonrisa agradecida y alejarse.
—Tienes un aspecto encantador, mi dama. —Galand alzó la mirada y sonrió a la joven.
Valtaya se había quitado el delantal de cuero manchado de sangre y vestía una túnica de algodón azul claro que realzaba su figura.
—Debes de tener la vista muy cansada, Barbanegra. Tengo el pelo sucio, y ojeras. Estoy hecha polvo.
—La belleza está en los ojos del que mira —dijo Galand.
—Siento lo de Parsal, de verdad. —La joven se sentó a su lado y le apoyó una mano en el brazo.
—Todos los hombres mueren —volvió a decir Galand, cansado de repetirse.
—Pero me alegro de que tú sigas vivo.
—¿De verdad? —preguntó, mirándola fríamente—. ¿Por qué?
—¡Qué pregunta más rara para hacerle a un amigo!
—No soy tu amigo, Val; soy un hombre enamorado de ti. Hay una diferencia.
—Lo siento, Galand. Qué te puedo decir… Sabes que estoy con Ananáis.
—¿Eres feliz?
—Por supuesto. Tan feliz como es posible en mitad de una guerra.
—¿Por qué? ¿Por qué lo amas?
—No puedo responder a esa pregunta. Ninguna mujer puede. ¿Por qué me amas tú a mí?
—Lo que duele realmente es que ninguno de nosotros tiene futuro. —Galand bebió un trago de la jarra, pasando por alto el razonamiento—. Incluso si sobrevivimos a esta guerra. Ananáis nunca encajará en la vida de casado. No es granjero, ni comerciante… Te abandonará en alguna ciudad solitaria. Y yo regresaré a mi granja. Ninguno de nosotros será feliz.
—No bebas más; te vuelves pesimista.
—Mi hija era muy alegre, y una auténtica granuja. La senté muchas veces sobre mis rodillas, y muchas veces le limpié las lágrimas. Si hubiera sabido lo corta que sería su vida… Y ahora, Parsal. Espero que tuviese una muerte rápida. Lo echo de menos de una forma egoísta —dijo de repente—. Mi sangre no corre por ningún otro ser vivo. Cuando muera, será como si no hubiera existido nunca.
—Tus amigos lo sentirán —dijo Valtaya, tocándole el brazo de nuevo para intentar consolarlo.
—No tengo amigos. —Galand se apartó y la miró con enfado—. Nunca los he tenido.