DIECINUEVE

Tenaka aguardó en la oscuridad hasta que cesaron los sonidos. Después alzó la lona que cubría la entrada de la tienda y observó a los centinelas. Los guerreros tenían la vista fija en la arboleda que rodeaba el campamento y no prestaban atención a lo que ocurría en él. Tenaka salió de la tienda, se desplazó entre las sombras que la luz de la luna arrancaba de los árboles retorcidos y desapareció silenciosamente en la oscuridad del bosque.

Avanzó con cautela, durante casi una legua, por el terreno que se elevaba en dirección a las colinas. Alcanzó el límite del bosque bastante tiempo antes del amanecer, y comenzó a escalar lentamente. A su derecha, muy abajo, se hallaba la tumba de mármol de Ulric… así como los ejércitos del Cráneo y del Cuchillero.

Una guerra civil parecía inevitable. Tenaka había albergado la esperanza convencer a quienquiera que fuese el jan de que sería provechoso para los nadir ayudar a los rebeldes de Drenai, pues el oro escaseaba en las estepas. Pero tendría que actuar de otra forma.

Prosiguió el ascenso hasta que llegó a la pared de un precipicio, salpicada de cuevas. Había estado en aquel lugar muchos años antes, en una ocasión en que Jongir Jan había asistido a un consejo de chamanes. Tenaka se había quedado junto a los hijos y nietos de Jongir, fuera de las cuevas, mientras el jan se adentraba en la oscuridad. Se decía que en aquellas viejas cuevas se llevaban a cabo ritos atroces, y que nadie podía entrar en ellas sin ser invitado. Los chamanes afirmaban que las cuevas eran bocas del infierno, en las que los demonios acechaban en cada recodo.

Tenaka alcanzó la entrada de la cueva principal y se detuvo, intentando tranquilizarse.

«No hay más remedio», se dijo.

Y entró.

La oscuridad era absoluta. Tenaka tropezó, recobró el equilibrio y siguió avanzando con las manos extendidas. La cueva se hizo más y más profunda, y se llenó de vueltas, recodos, bifurcaciones y accesos, y Tenaka sintió que el pánico comenzaba a invadirlo. Aquello era un laberinto; podría acabar vagando, perdido en la oscuridad, hasta morir de hambre y sed.

Siguió avanzando a tientas, bordeando una pared fría. De repente, su mano quedó en el aire; el pasadizo se ensanchaba. Siguió adelante hasta que un soplo de aire frío le acarició el rostro.

Se detuvo y escuchó. Tenía la sensación de estar rodeado de espacio abierto, pero sobre todo, notaba la presencia de gente.

—Busco a Asta Jan —dijo. Su voz despertó ecos en la cueva.

Silencio.

De su izquierda llegó un sonido de pasos que se arrastraban, y aguardó inmóvil con los brazos cruzados. Sintió el contacto de manos; docenas de manos. Notó que extraían su espada de la funda y le arrebataban el cuchillo. Tras ello, las manos se retiraron.

—¡Di tu nombre! —ordenó una voz seca y hostil como el viento del desierto.

—Tenaka Jan.

—Nos abandonaste hace muchos años.

—He vuelto.

—Es evidente.

—No me marché a propósito; me lo ordenaron.

—Por tu propia protección. De haberte quedado, habrías sido asesinado.

—Quizá.

—¿Por qué has regresado?

—No es una pregunta fácil de responder.

—No tenemos prisa.

—He venido para ayudar a un amigo. He venido a reunir un ejército.

—¿Tu amigo es drenai?

—Sí.

—¿Y qué ha ocurrido?

—La tierra me habló.

—¿Qué te dijo?

—No habló con palabras. Habló en silencio, a mi corazón y a mi alma. Me dio la bienvenida como a un hijo.

—Entrar aquí sin haber sido convocado significa la muerte.

—¿Quién decide qué es una convocatoria? —preguntó Tenaka.

—Yo.

—Entonces dime, Asta Jan, ¿he sido convocado?

La oscuridad dejó de cubrir los ojos de Tenaka, y descubrió que se encontraba en el centro de una inmensa sala rodeada de antorchas. Las paredes eran lisas y estaban cubiertas de cristales de todos los colores. De la elevada bóveda colgaban estalactitas que semejaban relucientes puntas de lanza. La caverna estaba llena de gente: chamanes de todas las tribus nadir.

Tenaka parpadeó mientras sus ojos se acostumbraban a la luz. Las antorchas no se habían encendido en aquel instante; habían iluminado el lugar todo el tiempo… Pero él había estado cegado.

—Voy a enseñarte una cosa, Tenaka —dijo Asta Jan mientras lo guiaba a la salida de la caverna—. Este es el camino por el que has venido.

Justo delante de Tenaka se abría un abismo que parecía no tener fondo; lo atravesaba un estrecho puente de piedra.

—Has cruzado este puente a oscuras. De modo que, sí, habías sido convocado. ¡Sígueme!

El anciano chamán cruzó el puente. Tenaka lo siguió, y ambos llegaron a una pequeña estancia excavada cerca de la boca de la cueva. Entraron en ella y se sentaron en una alfombra de piel de cabra.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Asta Jan.

—Que ordenes ejecutar la Ordalía de los Chamanes.

—El Cráneo no la necesita. Supera ampliamente a su rival, y puede derrotarlo en la batalla.

—Pero morirán miles de nuestros hermanos.

—Es la costumbre nadir, Tenaka.

—La Ordalía sólo causaría la muerte de dos.

—¡No me tomes por idiota, joven! Sin la Ordalía no tienes la menor oportunidad de gobernar; con ella tendrás una posibilidad entre tres. No me digas que lo que te preocupa es una guerra civil.

—Pues sí, me preocupa. Mi sueño es el de Ulric; quiero crear una nación.

—¿Y qué pasa con tus amigos drenai?

—Siguen siendo mis amigos.

—No soy estúpido, Tenaka Jan. He vivido muchos, muchos años, y puedo leer el corazón de los hombres. Dame la mano y leeré el tuyo. Pero ten clara una cosa: si no hablas con sinceridad, te mataré.

Tenaka tendió la mano, y el anciano la cogió.

Guardaron silencio durante un rato, hasta que Asta Jan lo soltó.

—El poder de los chamanes se mantiene de muchas formas. Normalmente no interferimos directamente en los asuntos tribales. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—Voy a aceptar tu petición, pero cuando se entere el Cráneo, enviará a su verdugo. Habrá un desafío. No puedo hacer nada más.

—Comprendo.

—¿Quieres saber algo de él?

—No. Es irrelevante.

—Estás muy seguro de ti mismo.

—Soy Tenaka Jan.

El Valle de la Tumba corría entre dos crestas de rocas del color del acero, conocidas como los Dos Gigantes. El propio Ulric había dictaminado que se lo enterrase allí. Al señor de la guerra lo divertía la idea de que aquellos centinelas eternos vigilasen sus restos mortales. La tumba había sido construida con piedra arenisca y cubierta de mármol. En la tarea habían perdido la vida cuarenta mil esclavos, y se le había dado la forma de la corona que Ulric nunca se puso. Seis torres rematadas en punta rodeaban una cúpula blanca cuya superficie estaba totalmente cubierta de runas grabadas, que les decían al mundo y a las generaciones venideras que allí yacía Ulric el Conquistador, el mayor señor de la guerra nadir de todos los tiempos.

Y aquella colosal construcción demostraba también del sentido del humor de Ulric. Su única representación era una estatua situada a diez varas de la base y al fondo de una arcada de piedra, y mostraba a Ulric montado a caballo y con la corona de rey, aguardando ante las murallas de Dros Delnoch: la única derrota que había sufrido. Los escultores ventrianos lo habían coronado sin caer en la cuenta de que un hombre podía comandar un ejército de millones de guerreros sin ser rey. Era un detalle sutilmente irónico, pero sólo Ulric lo habría sabido apreciar.

Al este y al oeste de la tumba estaban acampados los ejércitos de los dos hermanos y enemigos: Shirrat, el Cuchillero, y Subói, el Cráneo. Más de ciento cincuenta mil guerreros aguardaban el desenlace de la Ordalía de los Chamanes.

Tenaka guió a los suyos al interior del valle. Cabalgaba muy erguido y, a su lado, Gitasi avanzaba lleno de orgullo: ya no era un notás; volvía a ser un hombre.

Tenaka avanzó hasta un lugar situado al sur de la tumba y desmontó. La noticia de su llegada había recorrido los dos campamentos, y cientos de guerreros comenzaron a acercarse al lugar donde se había instalado. Las mujeres de Gitasi se afanaban levantando las tiendas, mientras los guerreros atendían a los caballos y se iban situando en torno a Tenaka Jan. Este se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, contemplando la tumba con expresión distante y la mirada perdida, sin prestar atención a los curiosos.

Una sombra lo cubrió. Dejó pasar el tiempo suficiente para que la espera representara un insulto, y después se levantó lentamente. Había llegado el momento de hacer el movimiento de apertura en aquel juego no demasiado sutil.

—¿Eres el mestizo? —le preguntó el guerrero. Era un tipo joven, veinteañero, y alto para ser nadir. Tenaka Jan lo observó con frialdad, tomando nota de la postura bien equilibrada, las caderas estrechas, los hombros anchos, los brazos musculosos y el pecho poderoso. Su adversario era un espadachín e irradiaba seguridad. Debía de tratarse del verdugo.

—¿Y tú quién eres, chico? —dijo Tenaka Jan.

—Un guerrero nadir, hijo de un guerrero nadir. Me resulta ofensivo ver que un mestizo se atreve a presentarse ante la tumba de Ulric.

—Pues vete a ladrar a otra parte y no me verás —replicó Tenaka Jan. El guerrero sonrió.

—Vamos a acabar con esta estupidez —dijo con voz suave—. He venido a matarte, es evidente. ¿Empezamos?

—Eres demasiado joven para ansiar la muerte —dijo Tenaka—. Pero yo no soy demasiado viejo para rechazar el reto. ¿Cómo te llamas?

—Pursái. ¿Para qué lo quieres saber?

—Si tengo que matar a un hermano, me gusta saber cómo se llama; así, alguien se acordará de él. Saca la espada, chico.

Los guerreros que los rodeaban se apartaron, formando un amplio círculo en torno a los dos contendientes. Pursái desenvainó un sable y un cuchillo. Tenaka Jan desenfundó la espada corta y atrapó hábilmente al vuelo el cuchillo que le arrojó Subodái.

Comenzó el duelo.

Pursái era bueno, más hábil que la mayoría de los hombres de las tribus. Tenía un excelente juego de pies y una flexibilidad poco corriente entre los rechonchos y corpulentos guerreros nadir. Se movía con una velocidad cegadora, pero conservando la calma y sin precipitarse.

En menos de una vuelta de reloj había muerto.

Subodái se adelantó, se puso en jarras y miró el cadáver. Le dio una patada y escupió sobre él. Después se volvió sonriente hacia los guerreros que contemplaban la escena, y escupió de nuevo. Empujó el cadáver con un pie para dejarlo boca arriba.

—¿Esto era lo mejor que teníais? —preguntó a la multitud. Meneó la cabeza, con lástima fingida—. ¿No dais para más?

Tenaka Jan regresó a su tienda y entró. Ingis lo estaba esperando, sentado con las piernas cruzadas en una alfombra de piel y bebiendo una copa de nyis, un licor de leche fermentada de cabra. Tenaka se sentó frente a él.

—No has tardado mucho —dijo Ingis.

—Era joven; tenía mucho que aprender.

—Le advertí al Cráneo que era mejor que no lo enviase —dijo Ingis, asintiendo.

—No tenía más remedio.

—No… Así que aquí estás.

—¿Lo dudabas?

Ingis negó con la cabeza, se quitó el casco de bronce y se rascó el cuero cabelludo, apenas cubierto por el ralo pelo canoso.

—La cuestión es, Danzarín, ¿qué voy a hacer contigo?

—¿Te preocupa?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque estoy en un apuro. Me gustaría seguirte; creo que eres el futuro. Pero no puedo, pues prometí apoyar al Cráneo.

—Es un problema espinoso, sí —reconoció Tenaka Jan, sirviéndose una copa de nyis.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Ingis.

Tenaka estudió la expresión honrada del guerrero. Sabía que le bastaría con pedírselo para que rompiera el juramento prestado al Cráneo y uniera sus fuerzas a las de Tenaka Jan. Se sentía tentado, pero se contuvo. Ingis no volvería a ser el mismo si faltaba a su palabra; aquello lo atormentaría el resto de su vida.

—Esta noche comienza la Ordalía de los Chamanes —dijo Tenaka—. Los aspirantes al liderazgo serán puestos a prueba, y Asta Jan nombrará al elegido, a quien tendrás que jurar lealtad. Hasta ese momento, estás ligado al Cráneo.

—¿Y si me ordena que te mate?

—Entonces tendrás que matarme, Ingis.

—Somos idiotas —dijo el general nadir con amargura—. Intentamos actuar de forma honorable, pero el Cráneo no sabe nada sobre el honor. Maldigo el día en que se me ocurrió prestarle juramento de obediencia.

—Será mejor que te marches. No pienses en eso —le dijo Tenaka—. Todos cometemos errores, pero hemos de vivir con ellos. Quizá sea una estupidez, pero en el fondo es la única forma de comportarse. Sólo somos lo que decimos ser mientras nuestra palabra sea firme como el acero.

Ingis se levantó e hizo una reverencia. Después de que se marchase el general, Tenaka volvió a llenarse la copa y se recostó en los cojines amontonados en la alfombra.

—Sal, Renia —dijo. La joven salió de entre las sombras de la sección del dormitorio, se sentó al lado de Tenaka y le cogió una mano.

—He temido por ti cuando te ha desafiado ese guerrero.

—Aún no ha llegado mi hora.

—Él habría dicho lo mismo —señaló Renia.

—En efecto, pero él se habría equivocado.

—¿Tanto has cambiado? ¿Ahora eres infalible?

—Estoy en casa, Renia. Me siento distinto; no puedo explicarlo ni he intentado comprenderlo, pero es una sensación maravillosa. Antes de venir me sentía incompleto, solitario. Aquí estoy entero.

—Ya veo.

—No, creo que no. Crees que te estoy criticando. Me oyes hablar de soledad y te sientes insegura… Pero no me interpretes mal: te quiero, y eres una fuente constante de felicidad. Pero carecía de un objetivo claro, y por ello, sólo era lo que me llamaban los chamanes cuando era pequeño: el Príncipe de las Sombras. Era una sombra en el mundo real. Pero ya no; tengo un objetivo.

—Quieres ser rey —dijo Renia con tristeza.

—Sí.

—Quieres conquistar el mundo. —Tenaka no respondió—. Has presenciado el terror de Ceska y la locura de su ambición. Has visto el horror de la guerra. Y ahora vas a despertar horrores mayores que ni Ceska habría sido capaz de imaginar.

—No tiene por qué ser horrible.

—No te engañes, Tenaka Jan. Te basta con echar un vistazo fuera de esta tienda. Son salvajes que viven para luchar… Para matar. Aunque no sé por qué te hablo así; mis palabras no pueden alcanzarte. A fin de cuentas, sólo soy una mujer.

—Eres mi mujer.

—Lo fui, pero he dejado de serlo. Ahora tienes otra… Sus pechos son montañas, y su fruto aguarda ahí fuera para dispersarse por el mundo. ¡Menudo héroe estás hecho, gran jan! Tu amigo te está esperando. En la ceguera causada por su lealtad espera verte llegar a lomos de un caballo blanco al frente de tus nadir. Entonces destruirás el mal y Drenai será libre. ¡Figúrate cómo se va a sorprender cuando te vea arrasar su país!

—Te has pasado de la raya, Renia. No voy a traicionar a Ananáis, y tampoco voy a invadir Drenai.

—No por ahora, quizá, pero llegará un día en que no tengas elección: cuando no quede nada más.

—Aún no soy el jan.

—¿Crees en las oraciones? —le preguntó Renia de repente, con lágrimas en los ojos.

—A veces.

—Pues ten esto presente: rezaré por que seas derrotado esta noche, incluso si significa tu muerte.

—Si pierdo, así será —le contestó Tenaka.

Pero la joven ya se había apartado de él.

El anciano chamán se agachó y observó atentamente las llamas que oscilaban en el brasero de hierro. A su alrededor se hallaban los jefes nadir; los señores de la guerra, comandantes de la Horda.

Algo apartados de la multitud, en el interior de un círculo de piedras, estaban los tres guerreros unidos por lazos de sangre: Subói, el Cráneo; Shirrat, el Cuchillero, y Tenaka Jan.

Se observaban con atención extrema. El Cráneo tenía un aspecto robusto y poderoso, llevaba el pelo sujeto en una trenza y lucía una barba rematada en dos puntas. Tenía el pecho descubierto, y sus músculos aceitados brillaban.

El Cuchillero era más delgado, y su pelo largo, que mostraba hebras plateadas, estaba atado en una coleta. Tenía el rostro ovalado, acentuado por el bigote oriental, y mostraba una expresión triste, pero su mirada era aguda y despierta.

Tenaka Jan estaba sentado en silencio junto a los otros dos, mirando fijamente la tumba iluminada por la luna.

El Cráneo hizo crujir los nudillos y tensó los músculos de la espalda. Estaba nervioso. Había planeado durante años su ascenso al mando de la tribu Cabeza de Lobo, y allí se encontraba, con un ejército muy superior al de su hermano, obligado a jugarse el futuro a una sola carta. Tal era el poder de los chamanes. Había intentado hacer caso omiso de Asta Jan, pero incluso sus propios comandantes, guerreros respetados como Ingis, habían insistido en que les prestase atención. Nadie deseaba ver como el lobo se enfrentaba contra el lobo, pero justo en aquel momento le había dado al mestizo Tenaka por aparecer. El Cráneo maldijo para sus adentros.

Asta Jan se levantó. El chamán era viejo, más que ningún otro hombre de las tribus, y su sabiduría era legendaria. Se acercó lentamente a los tres guerreros; los conocía bien, al igual que había conocido a sus padres y a sus abuelos, y podía ver el parecido. Alzó el brazo derecho.

—¡Nadir somos! —gritó, y su voz contrastó con su edad. Era una voz sonora y potente, que cubrió todo el espacio ocupado por los guerreros, y estos repitieron el grito solemnemente.

—Cuando comience la Ordalía no habrá vuelta atrás —dijo el chamán, dirigiéndose al trío—. Os unen lazos de sangre, y los tres pertenecéis a la estirpe del gran Jan. ¿No podéis poneros de acuerdo en quién debe gobernar?

Esperó un momento, pero los tres guerreros guardaron silencio.

—Entonces escuchad las palabras de Asta Jan. Tendréis que luchar entre vosotros, y ya veo que tenéis el cuerpo y las armas preparados, pero no habrá lucha en el mundo de la sangre. Os enviaré a un lugar que no pertenece a este mundo; el que regrese será el jan, pues será quien traiga el yelmo de Ulric. Estaréis cerca de la muerte, pues vais a caminar por sus dominios. Veréis escenas terribles y oiréis los gritos de los condenados. ¿Aún deseáis participar en la Ordalía?

—¡Empecemos! —dijo el Cráneo—. Y prepárate para morir, mestizo —le susurró a Tenaka.

El chamán se acercó y puso una mano en la cabeza del Cráneo. El señor de la guerra cerró los ojos e inclinó la cabeza. A continuación llegó el turno del Cuchillero, y por último, el de Tenaka Jan.

Asta Jan se agachó ante los tres guerreros dormidos y cerró los ojos.

—¡Alzaos! —ordenó.

Los tres guerreros abrieron los ojos y se levantaron, sorprendidos. Seguían ante la tumba de Ulric, pero estaban solos. Los guerreros, las carpas y las hogueras habían desaparecido.

—¿Qué significa esto? —dijo el Cuchillero.

—Esta es la tumba de Ulric —dijo Asta Jan—. Lo único que tenéis que hacer es coger el yelmo del jan dormido.

El Cuchillero y el Cráneo se dirigieron hacia la tumba. No había ninguna entrada visible, ninguna puerta; sólo una superficie lisa y continua de mármol blanco.

Tenaka se sentó, y el chamán se agachó a su lado.

—¿Por qué no buscas con tus primos? —preguntó.

—Sé dónde mirar.

—Sabía que regresarías. —Asta Jan asintió.

—¿Cómo?

—Estaba escrito.

Tenaka observó a sus primos mientras rodeaban la tumba, esperando a que desaparecieran de la vista. Después se levantó y se dirigió rápidamente a la cúpula. El ascenso no fue difícil, pues las losas de mármol estaban sujetas a la arenisca y había multitud de asideros en las junturas. Se hallaba a medio camino del lugar donde se erigía la estatua de Ulric cuando los otros lo vieron. Oyó maldecir al Cráneo y supo que iban tras él.

Tenaka alcanzó la arcada de piedra. Tendría unas cuatro varas de profundidad y, al fondo se encontraba la estatua de Ulric. ¡El Rey Oculto!

Tenaka Jan avanzó cautelosamente. La puerta estaba escondida detrás de la arcada. La empujó, y se abrió con un chirrido.

El Cráneo y el Cuchillero llegaron casi a la vez, olvidando momentáneamente su enemistad ante el temor de que se les adelantase Tenaka. Al ver la puerta abierta se lanzaron hacia ella, pero justo antes de cruzarla, el Cráneo se detuvo. El Cuchillero entró; en cuanto traspasó el umbral se oyó un chasquido, y tres lanzas lo golpearon en el pecho y lo atravesaron. Las puntas aceradas asomaron por su espalda, y cayó hacia delante.

El Cráneo rodeó el cadáver con cuidado y observó que las lanzas estaban sujetas a una tabla, y esta, a una serie de cuerdas. Contuvo la respiración, escuchó con atención y alcanzó a oír el sonido de la arena que caía sobre la piedra. Se arrodilló y descubrió un cristal roto; la arena fluía de su interior.

Al romper el cristal, el Cuchillero había desequilibrado algo, y la trampa mortal se había disparado. Pero ¿qué había hecho Tenaka para esquivar la muerte? El Cráneo maldijo y cruzó la entrada; si el mestizo podía pasar, él no iba a ser menos.

En cuanto el Cráneo desapareció en la oscuridad, Tenaka salió de su escondite, tras la fantasmagórica estatua del jan, y se detuvo para examinar la trampa que había acabado con el Cuchillero. Después, en silencio, entró en la tumba.

Ante él se extendía un pasillo que debería estar sumido en una oscuridad total, pero las paredes desprendían una extraña luz verdosa. Tenaka se puso a gatas y avanzó lentamente, observando las paredes. Debía de haber más trampas, pero ¿dónde estarían?

El pasillo terminaba en una escalera de caracol que se hundía en las profundidades de la tumba. Tenaka tanteó los primeros escalones; parecían firmes. La pared que circundaba la escalera estaba cubierta de tablones de cedro. Tenaka se sentó en el primer escalón. ¿Qué sentido tenía forrar las paredes de una escalera?

Arrancó una tabla y comenzó a bajar, tanteando cada escalón. A mitad de camino sintió un leve movimiento bajo el pie derecho, y lo levantó. Retrocedió un poco, colocó la tabla de cedro contra el borde de los escalones, se tendió encima y levantó los pies. La tabla comenzó a deslizarse. Cuando pasó por el escalón que se movía, Tenaka oyó el silbido de una hoja de acero que surcaba el aire sobre su cabeza. La velocidad de la tabla aumentó, y Tenaka prosiguió el descenso en tobogán. En tres ocasiones más sintió que se disparaban otras tantas trampas, pero ya bajaba con tal rapidez que salió incólume de ellas. A veces rozaba la pared con las botas, para controlar la velocidad del descenso, pero no se libró de sufrir magulladuras en los brazos y las piernas.

La tabla alcanzó el final de la escalera y Tenaka salió despedido. Relajó el cuerpo y rodó, pero se quedó sin aliento cuando chocó con la pared del fondo. Lanzó un gruñido, se arrodilló y se tanteó las costillas con cuidado; tuvo la impresión de que se había roto una como mínimo.

Echó un vistazo a la estancia donde se encontraba, y se preguntó dónde se habría metido el Cráneo. La respuesta le llegó poco después, cuando oyó un traqueteo procedente de más arriba. Tenaka sonrió y se apartó de la escalera. El Cráneo pasó volando a su lado y se estrelló contra la pared. La tabla en la que había bajado se hizo astillas, y Tenaka hizo un gesto de dolor al percibir la fuerza del golpe.

El Cráneo gimió y se puso en pie, tambaleándose. Al ver a Tenaka se irguió.

—¡No he tardado mucho en descubrir tu plan, mestizo!

—Me sorprendes. ¿Cómo te las has apañado para quedarte detrás de mí?

—Ocultándome tras el cadáver.

—Bueno, aquí estamos —dijo Tenaka, señalando el sarcófago que presidía una tarima, en el centro de la cámara funeraria—. Lo único que hay que hacer es coger el yelmo.

—Sí —dijo el Cráneo con tono de desconfianza.

—Abre el ataúd —dijo Tenaka, sonriendo.

—Ábrelo tú.

—Vamos, primo, no podemos pasamos aquí toda la vida. Lo abriremos entre los dos.

El Cráneo entrecerró los ojos. Estaba seguro de que el ataúd ocultaría alguna trampa, y no tenía ganas de morir, pero si permitía que lo abriera Tenaka, no sólo podría coger el yelmo, sino, lo que era más importante, la espada de Ulric.

—Está bien —dijo el Cráneo con una sonrisa—. Lo abriremos entre los dos.

Se acercaron al sarcófago y alzaron la tapa de mármol, que crujió al moverse. Cuando los dos guerreros dieron el último empujón, la tapa cayó al suelo y se rompió en tres pedazos. El Cráneo se apresuró a coger la espada que reposaba en la caja torácica del esqueleto de Ulric; Tenaka cogió el yelmo y saltó al otro lado. El Cráneo rió entre dientes.

—Bueno, primo, ¿qué hacemos ahora?

—Yo tengo el yelmo —dijo Tenaka.

El Cráneo saltó hacia delante, lanzando un violento tajo, pero Tenaka lo esquivó y mantuvo el ataúd entre los dos.

—¿Cuánto tiempo vamos a estar jugando? —dijo Tenaka—. Podemos pasarnos la eternidad dando vueltas.

El Cráneo escupió en el suelo. Tenaka tenía razón: la espada era inútil a menos que pudiera acortar la distancia.

—Dame el yelmo —dijo—. Los dos saldremos con vida; sólo tienes que jurarme lealtad, y te nombraré mi comandante.

—No. No pienso estar a tu servicio —replicó Tenaka—. Pero te daré el yelmo con una condición.

—Habla.

—Que me permitas llevar treinta mil jinetes a Drenai.

—¿Qué? ¿Para qué?

—Eso te lo puedo explicar luego. ¿Tengo tu palabra?

—La tienes. Dame el yelmo.

Tenaka lo arrojó por encima del ataúd. El Cráneo lo cogió al vuelo y se lo puso; un borde afilado de metal le rozó la sien.

—Eres idiota, Tenaka. ¿No dijo Asta Jan que sólo regresaría uno de los tres? ¡Ahora lo tengo todo!

—No tienes nada, estúpido. ¡Estás muerto! —dijo Tenaka.

—Amenazas vacías —espetó el Cráneo.

—¿No sabes cuál fue la última broma de Ulric? —Tenaka se echó a reír—. Nadie puede ponerse su yelmo. Cuéntame, primo, ¿no has sentido un arañazo cuando la aguja envenenada te ha atravesado la piel?

La espada cayó de las manos del Cráneo, y las piernas dejaron de sostenerlo. Se esforzó por levantarse, pero la muerte lo hizo caer definitivamente.

Tenaka recogió el yelmo y volvió a dejar la espada en el sarcófago.

Subió la escalera lentamente, esquivando las hojas afiladas que brotaban de las paredes. Cuando llegó al exterior de la tumba se sentó en el suelo con el yelmo en el regazo. Era de bronce, con los bordes forrados de piel blanca y adornado con hebras de plata.

Debajo, Asta Jan aguardaba, contemplando la luna. Tenaka descendió de la cúpula y se acercó a él. El anciano no se volvió.

—Bienvenido, Tenaka Jan, señor de las Hordas —dijo.

—Llévame a casa —ordenó Tenaka.

—Todavía no.

—¿Por qué?

—Tienes que conocer a alguien.

Se levantó una niebla blanca que giró en torno a los dos hombres. De su interior surgió una figura imponente.

—Lo has hecho muy bien —dijo Ulric.

—Gracias, mi señor.

—¿Piensas mantener la palabra que les has dado a tus amigos?

—Sí.

—¿De modo que los nadir cabalgarán en ayuda de los drenai?

—En efecto.

—Así debe ser. Un hombre tiene que mantenerse fiel a sus amigos. Pero sabe que los drenai deberán caer ante ti; mientras sobrevivan, los nadir no podrán prosperar.

—Lo sé.

—¿Y estás dispuesto a conquistarlos… y a acabar con su imperio?

—Sí.

—Bien. Sígueme.

Tenaka se adentró en la niebla, como se le había ordenado, y el jan lo guió hasta un río de aguas oscuras. En la orilla había un anciano sentado, y se volvió cuando se aproximó Tenaka. Se trataba de Aulin, el sacerdote de la Fuente que había muerto en los barracones del Dragón.

—¿Cumpliste tu palabra? —le preguntó el anciano—. ¿Cuidaste de Renia?

—Sí.

—Entonces siéntate a mi lado, pues he de cumplir la mía.

Tenaka se sentó, y el anciano se echó hacia atrás, contemplando las aguas oscuras que burbujeaban y fluían.

—Descubrí muchas máquinas de los Antiguos, y leí sus libros. Hice experimentos y aprendí muchos de sus secretos. Sabían que la Caída era inminente y dejaron pistas para guiar a las futuras generaciones. El mundo es una esfera, ¿lo sabías?

—No —dijo Tenaka.

—Pues así es. En lo alto de esa esfera hay una amplísima extensión de hielo, y en la base, otra. Son los polos. Alrededor del centro, el calor es infernal. Y la esfera gira en torno al sol. ¿Lo sabías?

—Aulin, no tengo tiempo para esto. ¿Qué quieres decirme?

—Por favor, guerrero, escúchame. Debo compartir estos conocimientos; es importante para mí.

—Está bien. Prosigue.

—El mundo gira, y el hielo de los polos crece continuamente: millones de toneladas de hielo, día tras día, durante miles de años. Al final, la esfera comienza a balancearse mientras gira, hasta que se vuelca, y entonces, los mares crecen y cubren la tierra. El hielo se funde y cubre los continentes… Y aquello fue la Caída. Eso fue lo que destruyó a los Antiguos. ¿Te das cuenta? Algo así hace que los sueños de los hombres resulten insignificantes.

—Ya veo. ¿Qué querías decirme?

—Las máquinas de los Antiguos… no funcionan como cree Ceska. No se produce una fusión de bestias y hombres, sino que se unen sus fuerzas vitales, que se mantienen en un delicado equilibrio. Los Antiguos sabían que es esencial que el espíritu humano sea el dominante. El horror causado por los mezclados es consecuencia de permitir que emerjan las bestias.

—¿De qué me sirve saber eso? —preguntó Tenaka.

—Una vez vi descomponerse a un mezclado. Volvió a convertirse en hombre y murió.

—¿Cómo?

—Al ver algo que lo impresionó.

—¿Qué vio?

—A la mujer que había sido su esposa.

—¿Eso es todo?

—Sí. ¿Te sirve de algo?

—No lo sé —dijo Tenaka—. Quizá.

—He de dejarte ya —dijo Aulin—. Debo regresar al Lugar Gris.

Tenaka vio al sacerdote desvanecerse entre la niebla. Se levantó, y se volvió cuando se le acercó Ulric.

—La guerra ha comenzado —dijo el jan—. No llegarás a tiempo de salvar a tus amigos.

—Entonces llegaré a tiempo para vengarlos.

—¿Qué decía el viejo sobre la Caída?

—No sé; algo sobre lo que le pasa al hielo cuando da vueltas. No tenía importancia.

El anciano chamán ordenó a Tenaka que se sentase, y el nuevo jan obedeció. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos estaba sentado ante la tumba, como antes, pero los generales nadir estaban allí, observándolo. A su izquierda yacía Shirrat, el Cuchillero, con el pecho destrozado; su sangre empapaba el suelo. A su derecha, el Cráneo estaba inmóvil y una gota de sangre le manchaba la sien. Ante Tenaka estaba el yelmo de Ulric.

Asta Jan se levantó y se volvió hacia los generales.

—Ha terminado, y ha comenzado. Tenaka Jan gobierna a los lobos.

El anciano cogió el yelmo, regresó junto al brasero, recogió la capa de piel raída y se alejó del campamento. Tenaka se quedó donde estaba, escrutando los rostros de los guerreros que lo rodeaban y sintiendo su hostilidad. Se trataba de hombres preparados para la guerra, partidarios del Cráneo o del Cuchillero. Ni uno solo de entre ellos habría considerado la idea de apoyar a Tenaka como jan… Y de repente era su nuevo jefe.

Tenaka sabía que tenía que manejar la situación con un cuidado exquisito. Su comida debería ser catada, y su carpa, puesta bajo guardia. Muchos de los guerreros que aguardaban ante él deseaban su muerte, y cuanto antes.

Convertirse en jan era fácil; el auténtico problema era mantenerse con vida después.

Un movimiento en las filas captó su atención. Ingis apareció y caminó hacia él. El general desenvainó la espada, la sujetó por la hoja y se la tendió por la empuñadura.

—Te seguiré —dijo Ingis arrodillándose.

—Sé bienvenido, guerrero. ¿Cuántos hermanos te acompañan?

—Veinte mil.

—Bien —dijo el jan.

Uno a uno, los generales se le fueron acercando. Ya había amanecido cuando se retiró el último, e Ingis volvió junto a Tenaka.

—Hemos apresado a las familias del Cráneo y el Cuchillero. Están bajo vigilancia, cerca de tu campamento.

Tenaka se levantó y se estiró. Estaba helado, y muy cansado. Se alejó de la tumba, acompañado por Ingis.

Una muchedumbre se había reunido para asistir a la ejecución de los prisioneros. Tenaka miró a los cautivos; estaban arrodillados en hileras, en silencio, con las manos atadas a la espalda. Había veintidós mujeres, seis hombres y una docena de chiquillos.

Subodái se acercó.

—¿Deseas matarlos tú mismo?

—No.

—Entonces nos encargaremos Gitasi y yo —dijo con satisfacción.

—No.

Tenaka siguió caminando, dejando atrás al estupefacto Subodái.

El nuevo jan se detuvo ante las mujeres, las viudas de los señores de la guerra.

—Yo no maté a vuestros maridos —les dijo—. No existen deudas de sangre entre nosotros. Pero heredaré sus propiedades, y vosotras formáis parte de ellas. Os declaro esposas de Tenaka Jan. ¡Liberadlas! —ordenó.

Subodái recorrió la línea de prisioneros mascullando entre dientes. Una joven echó a correr cuando la soltó, y se arrojó a los pies de Tenaka.

—Si soy tu esposa, ¿qué hay de mi hijo?

—Liberad también a los niños —dijo Tenaka.

Aún quedaban seis hombres, parientes cercanos de los fallecidos.

—Este es un nuevo día —les dijo Tenaka—. Os doy a elegir: juradme obediencia y viviréis; rehusad y seréis ejecutados.

—¡Escupo sobre ti, mestizo! —gritó un hombre. Tenaka se acercó a él y tendió una mano. Subodái le entregó la espada, y Tenaka decapitó al guerrero con un solo tajo.

Ninguno de los cinco prisioneros restantes dijo una palabra, y Tenaka recorrió la fila, matándolos a todos. Llamó a Ingis, y los dos fueron a la tienda de Tenaka y se sentaron a conversar. Durante tres horas estuvieron debatiendo los planes de Tenaka. Después, el jan se acostó.

Mientras dormía, veinte hombres velaron su sueño, espada en mano.