Tenaka, Subodái y Renia llevaban una hora de ventaja a los nadir, pero los perseguidores fueron ganando terreno poco a poco, pues a pesar del vigor de los caballos drenai, la montura de Tenaka tenía que cargar con el doble de peso. Tenaka se detuvo en lo alto de un cerro e intentó calcular cuántos jinetes los perseguían, pero la nube de polvo que levantaban al galopar le dificultaba la tarea.
—Una docena, no más —dijo Tenaka al fin.
—Podrían ser bastantes menos —comentó Subodái, encogiéndose de hombros.
Tenaka observó los alrededores en busca de un sitio en el que pudieran preparar una emboscada. Al final ascendieron por una colina hasta llegar a un promontorio rocoso que se abría junto al camino como una mano extendida. En aquel punto, el camino torcía hacia la izquierda; Tenaka se alzó en la silla y saltó a una peña. Subodái, sobresaltado, se adelantó sobre la grupa del caballo y cogió las riendas.
—Cabalgad hacia aquella colina oscura y regresad trazando un círculo —dijo Tenaka.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Renia.
—Conseguir un caballo para mi siervo —dijo Tenaka, sonriendo.
—¡Vamos, mujer! —espetó Subodái, emprendiendo la marcha.
Renia y Tenaka intercambiaron una mirada.
—Creo que no se me dará bien comportarme como una dócil mujer de las estepas —dijo Renia en voz baja.
—No tienes por qué —replicó Tenaka, sonriendo.
Renia asintió e hizo que su montura fuese en pos de Subodái.
Tenaka se tendió boca abajo en la peña, observando a los jinetes que se acercaban; alcanzarían aquel lugar en tres vueltas de reloj. Ya más de cerca, los estudió: eran nueve guerreros, vestidos con los jubones de piel de cabra de los jinetes de las estepas y con la cabeza cubierta con cascos forrados de cuero con el borde ribeteado de piel. Tenían rostros chatos y planos, ojos negros como la noche y expresión fríamente cruel. Empuñaban lanzas, y de sus cinturones colgaban espadas y cuchillos. Tenaka aguardó a que llegasen.
Los nadir avanzaron al galope por el estrecho sendero, reduciendo la velocidad al llegar a la curva que trazaba al pie de la peña. Cuando comenzaron a pasar a su altura, Tenaka se giró y dejó colgar las piernas y, al llegar el último jinete, saltó con los pies por delante. Cayó como una piedra, y los tacones de sus botas golpearon el rostro del nadir, que salió despedido de la silla. Tenaka cayó al suelo, rodó, se levantó y cogió las riendas del caballo. El sorprendido animal se quedó inmóvil, resoplando por los ollares. Tenaka le palmeó el cuello y se dirigió hacia el guerrero caído. Estaba muerto.
Le quitó el jubón y se lo puso sobre el suyo; después cogió el casco y la lanza del nadir, montó de un salto y galopó detrás de los otros.
La senda avanzaba serpenteando, con giros a derecha e izquierda, y el grupo de jinetes se fue separando. Tenaka azuzó a su montura y alcanzó al jinete que iba delante de él justo antes de llegar a otra curva.
—¡Oye! —gritó—. ¡Espera!
El guerrero tiró de las riendas, y sus compañeros desaparecieron de la vista.
—¿Qué pasa?
Tenaka se situó a su lado y señaló hacia arriba. Cuando el otro hombre levantó la mirada, el puño de Tenaka se estrelló en su cuello, y el guerrero cayó sin emitir ni un sonido.
Desde algún lugar, más adelante, se oyeron unos gritos triunfantes. Tenaka maldijo en voz baja y clavó los talones en los costados del caballo. A la vuelta de la curva pudo contemplar a Subodái y Renia, que espada en mano, hacían frente a los siete jinetes.
Tenaka cargó contra los nadir y cayó sobre ellos como un rayo. La lanza que empuñaba arrancó a uno de la silla. Después, su espada hizo caer gritando a otro.
Subodái lanzó un grito de guerra y cargó a su vez. Detuvo un tajo, hizo girar la espada y hundió la hoja en la clavícula de su adversario. El nadir gruñó, pero no estaba malherido, y atacó de nuevo. Subodái esquivó el golpe y, mientras la espada del nadir surcaba el aire, le clavó la suya en el vientre con destreza.
Dos jinetes se lanzaron sobre Renia, decididos a hacerse con una presa, pero la joven los recibió lanzando un feroz rugido y saltando sobre el primero de ellos; el ataque hizo que jinete y montura rodasen por el suelo. La daga de Renia cortó el cuello del nadir tan rápidamente que él no llegó a sentir dolor y se quedó inmóvil, sin entender por qué se sentía cada vez más débil. Renia se levantó con rapidez y lanzó el fiero rugido con que había aterrorizado a los bandidos que los habían atacado en Drenai. Los caballos se encabritaron, aterrorizados, y el guerrero que estaba más cerca dejó caer la lanza para sujetar las riendas con las dos manos. Renia saltó sobre él y le dio un puñetazo en la sien; el nadir cayó de la silla y, durante un momento, intentó levantarse, pero acabó cayendo al suelo, inconsciente.
Los dos nadir restantes hicieron girar a sus monturas y huyeron al galope.
Subodái se acercó a Tenaka.
—Tu mujer… —susurró, dándose unos golpecitos en la sien—. ¡Está loca como una hiena!
—Me gustan así —dijo Tenaka.
—Peleas bien, Danzarín de las Espadas. Creo que eres más nadir que drenai.
—Eso a algunos no les parecería un elogio.
—Siempre hay idiotas. ¿Cuántos caballos me puedo quedar? —preguntó el nadir, observando a los seis pintos.
—Todos.
—¿A qué viene tanta generosidad?
—Así me ahorro tener que matarte.
Aquellas palabras fueron calando en Subodái como cuchillos de hielo, pero se obligó a sonreír y a devolver la mirada a los ojos violeta de Tenaka. Supo que el guerrero conocía sus intenciones, y aquello lo asustó. Tenaka sabía que tenía intención de saquearlo y matarlo; tan cierto como que las cabras tenían cuernos.
—Habría esperado a haber pagado mi deuda —dijo Subodái al fin, encogiéndose de hombros.
—Ya lo sé. Vamos, tenemos que ponernos en marcha.
Subodái se estremeció. Aquel tipo no era humano.
Miró a los caballos. Humano o no, le había dado suerte.
Cabalgaron hacia el norte durante cuatro días, esquivando los campamentos que encontraban, pero al quinto día se habían quedado sin provisiones y se dirigieron a un poblado de tiendas alzado junto a un arroyo de montaña. Se trataba de un grupo pequeño, de no más de cuarenta guerreros. Tiempo atrás habían pertenecido a la tribu de las Dos Crines, pero se había producido una disensión y se habían convertido en notás, hombres sin tribu, y eran presa fácil para todas las demás.
Los notás recibieron a los viajeros con cautela, al no saber si formaban parte de un grupo más grande. Tenaka sabía qué pensaban: las leyes de la hospitalidad nadir les impedían hacerles daño mientras estuvieran en su campamento, pero en cuanto se marchasen a las estepas…
—¿Estáis lejos de los vuestros? —preguntó el jefe, un guerrero fornido con una cicatriz en la cara.
—Nunca estoy lejos de mi gente —le respondió Tenaka, aceptando un cuenco de pasas y frutos secos.
—El hombre que te acompaña es de los lanzas —dijo el jefe.
—Nos perseguían unas urracas —dijo Tenaka—. Los hemos matado y nos hemos quedado con sus caballos. Es una lástima que los nadir maten a los nadir.
—Así va el mundo —respondió el jefe.
—En los tiempos de Ulric, no.
—Hace mucho que murió.
—Hay quien dice que se alzará de nuevo —señaló Tenaka.
—Siempre se dice eso de los grandes reyes, pero Ulric ha sido olvidado, y sus huesos están cubiertos de polvo.
—¿Quién está al mando de los lobos? —preguntó Tenaka.
—¿Eres cabeza de lobo?
—Soy lo que soy. ¿Quién los dirige?
—Eres el Danzarín de las Espadas.
—En efecto.
—¿Por qué has vuelto a las estepas?
—¿Por qué nada el salmón río arriba?
—Para morir —dijo el jefe, sonriendo por primera vez.
—Todo muere —observó Tenaka—. El desierto en el que estamos fue antaño un océano, e incluso el océano murió cuando cayó el mundo. ¿Quién guía a los lobos?
—El Cráneo es su jan, o eso dice. Pero el Cuchillero tiene ocho mil guerreros a sus órdenes. La tribu se ha dividido.
—Entonces, ¿no sólo los nadir matan a los nadir, sino que los lobos matan a los lobos?
—Así va el mundo —repitió el jefe de los notás.
—¿Quién está más cerca?
—El Cráneo. Está acampado a dos días de viaje hacia el nordeste.
—Descansaremos aquí esta noche; mañana iré a su encuentro.
—Te matará, Danzarín.
—Soy duro de matar. Díselo a tus guerreros.
—Tomo nota. —El jefe se levantó y se encaminó hacia la salida de la tienda, pero se detuvo en el umbral—. ¿Has vuelto para ponerte al mando?
—He vuelto a casa.
—Estoy cansado de ser notás —dijo el guerrero.
—Mi viaje va a ser peligroso —le dijo Tenaka—. Como dices, es probable que el Cráneo quiera verme muerto, y tú no tienes muchos hombres.
—En la guerra que se avecina seremos aniquilados por una u otra facción. Pero tú… tienes la mirada de las águilas. Te seguiremos si lo deseas.
Una ola de calma invadió a Tenaka; una paz interior que brotaba del suelo que pisaba, de las montañas que azuleaban por la distancia, de la hierba de las estepas. Cerró los ojos y escuchó la música del silencio. La llamada de aquella tierra le recorría todos y cada uno de los nervios.
¡El hogar!
Después de cuarenta años, Tenaka Jan había aprendido el significado de aquella palabra.
Abrió los ojos. El jefe de los notás seguía en la entrada de la tienda, inmóvil, observándolo. No era la primera vez que veía a alguien entrar en trance, y ello le causaba siempre un respeto reverencial, salpicado por un dejo de tristeza por no ser capaz de experimentarlo él mismo.
—Sígueme —le dijo Tenaka con una sonrisa—, y te entregaré el mundo.
—¿Seremos cabezas de lobo?
—No. Es la hora del ascenso de los nadir. Seremos Dragón.
Al amanecer, los cuarenta guerreros notás, a excepción de tres centinelas, estaban sentados en dos hileras en el exterior de la tienda de Tenaka. Tras ellos se amontonaban los chiquillos: dieciocho niños y tres niñas. Al fondo había cincuenta y dos mujeres.
Subodái se encontraba ligeramente apartado del grupo, desconcertado por el rumbo que habían tomado los acontecimientos. Aquello era una insensatez; ¿quién querría crear otra tribu en la víspera de una guerra civil?, y ¿qué podría obtener Tenaka de aquella lamentable pandilla de pastores de cabras? Era más de lo que podía asimilar un guerrero de los lanzas. Entró en una tienda vacía y encontró queso tierno y una hogaza de pan negro.
Se preguntó qué importancia tenía todo aquello.
Cuando el sol hubiera salido del todo, le pediría a Tenaka que lo liberase de su compromiso, cogería los seis caballos y se marcharía a casa. Cuatro caballos le bastarían para comprar una esposa, y se pasaría una temporada descansando en las colinas occidentales.
Se rascó el mentón, preguntándose qué pasaría con Tenaka Jan.
Se sentía ligeramente incómodo ante la idea de marcharse. No solía pasar nada interesante en las áridas estepas. Luchar, amar, criar niños, comer… Había un límite para la emoción que podían provocar aquellas cuatro actividades. Subodái tenía treinta y cuatro años, y había abandonado a los lanzas por un motivo que ninguno de sus compañeros era capaz de entender: se aburría.
Salió de la tienda. A un lado del campamento, cerca del lugar en el que estaban atados los caballos, pastaba un rebaño de cabras. Un gavilán volaba en círculos en lo alto del cielo.
Tenaka Jan abandonó su tienda y se detuvo frente a los notás, con los brazos cruzados y el rostro impávido.
El jefe de la tribu se le acercó, se arrodilló ante él, se inclinó y le besó los pies. Uno a uno, los guerreros notás siguieron su ejemplo.
Renia observaba la escena desde el interior de la tienda. Aquella ceremonia la perturbaba, al igual que el sutil cambio que había percibido en su amante.
La noche anterior, mientras yacían juntos bajo las mantas, Tenaka le había hecho el amor. Fue en aquel momento cuando unas leves punzadas de temor habían hecho presa en ella. La pasión seguía allí, y la emoción del contacto, y también aquella excitación que la dejaba sin aliento. Pero Renia sintió algo nuevo en Tenaka, algo que no era capaz de identificar. En el interior del guerrero se había abierto una puerta y se había cerrado otra. Y el amor había quedado fuera, sustituido por… ¿qué?
Contempló al hombre al que amaba mientras proseguía la ceremonia. No podía verle la cara, pero podía ver a sus nuevos seguidores: resplandecían.
Cuando se alejó la última mujer, Tenaka se giró sin decir nada y entró de nuevo en la tienda. En aquel instante, las punzadas que sentía Renia en el interior se convirtieron en una llama; el rostro de Tenaka reflejaba aquello en que se había convertido. Ya no era el guerrero atrapado entre dos mundos; la sangre drenai había sido absorbida por las estepas áridas, y lo que quedaba era puro nadir.
Apartó la mirada.
A mediodía, las mujeres de la tribu ya habían desmontado las tiendas y las habían empacado en carromatos. También habían recogido a las cabras, y la nueva tribu emprendió el camino hacia el nordeste. Subodái no había solicitado la liberación y cabalgaba junto a Tenaka y Gitasi, el jefe de los notás.
Aquella noche acamparon en la linde sur de un grupo de colinas boscosas. A medianoche, mientras Gitasi y Tenaka conversaban junto a una hoguera, el sonido de unos cascos hizo que los hombres de la tribu salieran de entre las mantas y empuñasen espadas y arcos. Tenaka se quedó sentado ante la hoguera con las piernas cruzadas. Le dijo algo en voz baja a Gitasi, que se acercó a los guerreros y los tranquilizó. El sonido de los cascos se hizo más intenso, y más de un centenar de jinetes entró en el campamento y se dirigió a la hoguera. Tenaka hizo caso omiso de ellos y siguió masticando tranquilamente un trozo de tasajo.
Los jinetes tiraron de las riendas.
—Estáis en las tierras de los cabezas de lobo —dijo un guerrero, desmontando. Llevaba un casco de bronce con el borde ribeteado de piel y una coraza negra con remaches dorados.
Tenaka Jan lo miró. Aquel guerrero tendría unos cincuenta años, y sus musculosos brazos estaban cubiertos de cicatrices. Hizo un gesto, señalando un lugar junto al fuego.
—Bienvenido a mi campamento —dijo en voz baja—. Siéntate y come.
—No como en compañía de notás —dijo el guerrero—. Estás en el territorio de los lobos.
—Siéntate y come —dijo Tenaka—, o te mato aquí mismo.
—¿Estás loco? —dijo el guerrero, llevando la mano a la empuñadura de la espada.
Tenaka Jan no le hizo caso, y el guerrero, furioso, desenvainó el arma. Tenaka disparó la pierna izquierda, le puso la zancadilla y lo hizo caer estrepitosamente; después saltó sobre él empuñando un cuchillo y le apoyó la punta en el cuello.
Un gruñido airado surgió del grupo de jinetes.
—¡Guardad silencio ante vuestros superiores! —les gritó Tenaka.
Y ahora, Ingis, ¿te sentarás a comer?
Ingis lo miró mientras le apartaba el cuchillo del cuello. Se sentó y recuperó la espada.
—¿Danzarín?
—Ordena a tus hombres que desmonten y se tranquilicen —le dijo Tenaka—. Hoy no habrá derramamiento de sangre.
—¿Qué haces aquí? Estás loco.
—¿Dónde iba a estar, si no?
Ingis meneó la cabeza y ordenó a los jinetes que desmontasen; después se volvió a Tenaka.
—El Cráneo se va a hacer un lío. No sabrá si matarte o nombrarte general.
—Siempre ha estado hecho un lío —dijo Tenaka—. Me sorprende que lo sigas.
—Es un guerrero, a fin de cuentas. —Ingis se encogió de hombros—. ¿No has venido a ponerte a sus órdenes?
—No.
—Pues tendré que matarte, Danzarín de las Espadas. Eres demasiado poderoso para tenerte como enemigo.
—Tampoco he venido para ponerme a las órdenes del Cuchillero.
—Entonces, ¿a qué has venido?
—¿Tú qué crees?
El guerrero miró a Tenaka a los ojos.
—Sin lugar a dudas, te has vuelto loco. ¿De verdad crees que podrías ponerte al mando? El Cráneo tiene ochenta mil guerreros. El Cuchillero es más débil, pero dispone de seis mil. ¿Cuántos tienes tú?
—Los que ves.
—¿Cuántos son? ¿Cincuenta? ¿Sesenta?
—Cuarenta.
—¿Y con eso vas a conquistar la tribu?
—¿Tengo aspecto de loco? Me conoces, Ingis; me viste crecer. ¿Parecía loco entonces?
—No. Podrías haber sido… —Maldijo y escupió en el fuego—. Pero te marchaste y te convertiste en un jefe de los drenai.
—¿Se han reunido los chamanes? —preguntó Tenaka.
—No. Asta Jan ha convocado un consejo para mañana a la puesta de sol.
—¿Dónde?
—Junto a la tumba de Ulric.
—Allí estaré.
—No lo entiendes —susurró Ingis, inclinándose hacia él—. Tengo el deber de matarte.
—¿Por qué? —le preguntó Tenaka tranquilamente.
—¿Por qué? Porque estoy a las órdenes del Cráneo. Incluso estar aquí, sentado contigo, es un acto de traición.
—Como bien has dicho, mis fuerzas son muy reducidas. No estás traicionando a nadie. Pero piensa en esto: tu obligación es servir al jan de los cabezas de lobo, y no será elegido hasta mañana.
—No me vengas con juegos de palabras. Me he comprometido a apoyar al Cráneo frente al Cuchillero, y no voy a faltar a mi palabra.
—Y no deberías —dijo Tenaka—; eso te deshonraría. Pero yo también me opongo al Cuchillero, lo que nos convierte en aliados.
—¡No, no, no! Te opones a ambos, lo que nos hace enemigos.
—Tengo un sueño, Ingis: el sueño de Ulric. Los guerreros que me acompañan pertenecieron a la tribu de las Dos Crines, y ahora me pertenecen a mí. Aquel tipo corpulento era de los lanzas, y ahora me acompaña. Somos sólo cuarenta, pero representamos a tres tribus. Unidos, el mundo es nuestro. No soy enemigo de nadie, al menos por el momento.
—Siempre has tenido buena cabeza y mejor habilidad. Si hubiera sabido que venías, habría esperado antes de comprometer a mis guerreros.
—Ya hablaremos de eso mañana. De momento, come y descansa.
—No puedo comer a tu lado —dijo Ingis, levantándose—, pero no te mataré, por lo menos hoy.
Fue hasta su caballo y montó. Alzó un brazo; los jinetes hicieron girar a sus monturas, y todos desaparecieron en la oscuridad.
Subodái y Gitasi se acercaron corriendo a la hoguera, donde Tenaka terminaba de cenar tranquilamente.
—¿Por qué no nos han matado? —preguntó Subodái.
Tenaka sonrió y bostezó exageradamente.
—Estoy cansado. Me voy a dormir.
En el valle, Sember, el hijo de Ingis, le estaba haciendo a su padre la misma pregunta.
—No puedo explicarlo —respondió Ingis—. No lo entenderías.
—¡Pues ayúdame a entenderlo! Es un mestizo con una caterva de seguidores que no son más que basura notás, y ni siquiera te ha pedido que te unas a él.
—¡Enhorabuena, Sember! La mayor parte del tiempo eres incapaz de notar la menor de las sutilezas, pero esta vez te has superado.
—¿Qué quieres decir?
—Es muy sencillo: acabas de enunciar las auténticas razones por las que no lo he matado. Ahí tienes a un hombre que no tiene la menor posibilidad de triunfar, y al que se le opone un señor de la guerra con veinte mil guerreros a sus órdenes. Y no me ha pedido ayuda. Pregúntate por qué.
—Porque está loco.
—En ocasiones, Sember, creo que tu madre tenía un amante. Y cuando te miro me pregunto si no sería una de mis cabras.