DIECISIETE

El hombre estaba enterrado hasta el cuello, y la tierra reseca que lo cubría había sido apisonada firmemente. Las hormigas le correteaban por el rostro y el sol golpeaba implacable su cabeza afeitada. Oyó los caballos que se acercaban, pero no podía girarse a mirar.

—¡Así se te lleve la peste! ¡A ti y a tu familia! —gritó.

Oyó que alguien desmontaba, y una sombra lo cubrió, aliviándolo. Alzó la mirada y vio ante él a un tipo alto con una túnica de cuero negro y botas de montar. No alcanzaba a verle el rostro. Una mujer que llevaba a los caballos de las riendas entró en su campo visual. El hombre de negro se agachó.

—Buscamos el campamento de los lobos —dijo.

El hombre enterrado escupió una hormiga que se le había metido en la boca.

—Me parece estupendo. ¿Y a mí qué me cuentas? ¿Crees que me han dejado aquí para que haga de poste indicador?

—Estaba pensando si desenterrarte o no.

—Yo no me molestaría. Las colinas de ahí atrás están llenas de urracas; no se tomarían bien que te metas en sus asuntos.

Urracas era el nombre que se daba a los miembros de la tribu del Mono Verde desde hacía unos doscientos años, tras una batalla en la que se habían quedado sin caballos y se habían visto obligados a transportar sus posesiones a la espalda. Las otras tribus no habían olvidado aquella humillación, ni permitían que los monos la olvidasen.

—¿Cuántos son? —preguntó Tenaka.

—¿Quién sabe? Todos me parecen iguales.

Tenaka acercó la cantimplora a los labios del nadir, que bebió con avidez.

—¿Cuál es tu tribu? —dijo Tenaka.

—Me alegro de que me lo hayas preguntado después de darme de beber. Soy Subodái, de la tribu de las Lanzas.

Tenaka asintió. Los lanzas y los cabezas de lobo se odiaban mutuamente a causa de la grave circunstancia de que los guerreros de ambas tribus eran igual de fieros y eficaces.

Los nadir no solían respetar a sus enemigos. Los débiles eran tratados con desprecio; los más fuertes, con odio. La tribu de las Lanzas, aunque no fuera de las más importantes, entraba en la segunda categoría.

—¿Cómo ha podido caer un lanza en manos de las urracas?

—Casualidad —respondió Subodái, escupiendo más hormigas—. Mi caballo se rompió una pata, y cuatro de ellos me cayeron encima.

—¿Sólo cuatro?

—No había dormido bien.

—Creo que te desenterraré.

—No es muy inteligente por tu parte, cabeza de lobo. Quizá tenga que matarte.

—Alguien que se ha dejado capturar por cuatro urracas no me preocupa demasiado. Renia, sácalo de ahí.

Tenaka se alejó y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, mirando hacia las colinas. No observó ningún movimiento, pero sabía que lo estaban vigilando. Se estiró; en los cinco últimos días, su espalda había mejorado bastante.

Renia excavó la tierra reseca hasta alcanzar las manos del nadir, atadas a la espalda. Cuando se las soltó, el hombre la apartó y forcejeó hasta que logró salir del agujero. Sin dirigir una palabra a Renia, se acercó a Tenaka y se agachó a su lado.

—He decidido que no te mataré —anunció.

—Eres sabio para ser un lanza —dijo Tenaka, sin apartar la mirada de las colinas.

—Es cierto. Me he fijado en que tu mujer es drenai. ¡Son blandas!

—Me gustan las mujeres así.

—Supongo que tienen sus ventajas —aceptó Subodái—. ¿Me venderías una espada?

—¿Y cómo me la ibas a pagar?

—Te traeré el caballo de una urraca.

—Tu generosidad sólo es superada por tu confianza —comentó Tenaka.

—Te conozco. Eres el Danzarín de las Espadas, el mestizo drenai. —Se quitó la zamarra de cuero y se sacudió las hormigas del cuerpo rechoncho y musculoso.

Tenaka no respondió. Observaba la nubecilla de polvo que se alzaba en las colinas; quienes los estuvieran vigilando habían montado.

—Son más de cuatro —dijo Subodái—. ¿Qué hay de esa espada?

—Se marchan —dijo Tenaka—. Regresarán con refuerzos. —Se levantó, se acercó al caballo y montó—. ¡Adiós, Subodái!

—¡Espera! —dijo el nadir—. ¡La espada!

—No me has dado ese caballo.

—Te lo daré. Dame tiempo.

—No puedo esperar. ¿Qué más puedes ofrecerme?

Subodái estaba atrapado. Si lo abandonaban en aquel lugar sin un arma, pronto estaría muerto. Consideró la posibilidad de saltar sobre Tenaka, pero abandonó la idea; aquellos ojos violeta no le inspiraban tranquilidad.

—No tengo nada más, pero si se te ocurre algo, proponlo.

—Asísteme durante diez días y guíame hasta los lobos.

—Suena sólo ligeramente mejor que morir aquí. —Subodái carraspeó y escupió—. ¿Diez días, dices?

—Diez días.

—¿El de hoy está incluido?

—Sí.

—De acuerdo. —Tendió una mano, y Tenaka lo agarró y lo ayudó a saltar a la grupa del caballo—. Me alegro de que mi padre no esté vivo para ser testigo de este día —añadió entre dientes.

Mientras cabalgaban hacia el norte, Subodái pensó en su padre. Había sido un guerrero fuerte y un jinete excelente, pero con muy mal genio.

Y fue su mal carácter lo que acabó con él. Tras una carrera de caballos que había ganado Subodái, lo acusó de aflojar la cincha de la yegua que él montaba. La discusión había subido de tono hasta estallar en una pelea en toda regla, con puños y cuchillos.

Subodái aún recordaba la expresión sorprendida que apareció en el rostro de su padre cuando su puñal se le hundió en el pecho. Todo hombre debería saber cuándo controlar el mal genio.

El nadir miró hacia atrás y se fijó en Renia. Pensó que era una buena hembra; quizá no mucho para la vida en las estepas, pero sí para todo lo demás.

Pasaría nueve días más al servicio del Danzarín de las Espadas. Después lo mataría y se quedaría con la mujer.

Observó a los caballos. Buenos animales. Sonrió y sintió que lo llenaba la alegría de vivir.

La mujer que tomaría.

Los caballos que se quedaría.

Todos merecían que los montara más de una vez.

Lago sudaba copiosamente mientras hacía girar la manivela de madera que tensaba un grueso arco; después tomó la cuerda de cuero trenzado que lo sostenía y la enganchó en una sujeción. Un joven con un mandil de cuero le pasó un carcaj con cincuenta flechas, y Lago las desató y las colocó en la máquina, en una especie de cuenco. A unos diez pasos, dos ayudantes levantaron una gruesa puerta de madera y la dejaron contra la pared más apartada.

Ananáis estaba sentado en una esquina, con la espalda apoyada en las piedras grises de la pared del viejo establo. Estaban tardando bastante en preparar la máquina. Alzó ligeramente la máscara y se rascó el mentón. ¡Tanto tiempo para cincuenta flechas! Un buen arquero tardaría la mitad en dispararlas. Pero Lago se estaba esforzando mucho, y no veía motivos para desmoralizarlo.

—¿Listos? —les preguntó Lago a sus ayudantes. Los dos hombres asintieron y corrieron a esconderse tras una pila de sacos de avena y trigo.

Lago miró a Ananáis, que asintió, y tiró de la cuerda que liberaba el mecanismo. Cuando la imponente arma disparó, cincuenta flechas golpearon la puerta de roble; algunas la atravesaron y arrancaron chispas de la pared. Ananáis se adelantó, impresionado ante semejante capacidad destructiva. La puerta estaba destrozada, y en el centro mostraba un imponente agujero, en el lugar donde había golpeado al menos un tercio de las flechas.

—¿Qué opinas? —le preguntó Lago con ansiedad.

—El tiro necesita dispersarse más —dijo Ananáis—. Si hubiésemos disparado contra un grupo de mezclados a la carga, la mayoría de las flechas se habría centrado en un par de las bestias. Han de dispersarse hacia los lados. ¿Puedes conseguirlo?

—Creo que sí. Pero ¿te gusta?

—¿Tienes proyectiles de honda?

—Sí.

—Carga el cuenco con ellos.

—Pero lo estropearán —protestó Lago—. Está ideado para disparar flechas.

—Está ideado para matar —dijo Ananáis, apoyándole una mano en el hombro—. Vamos a probarlo.

Un ayudante les llevó un saco de proyectiles, y Lago echó al cuenco de cobre varios centenares de bolas de plomo del tamaño de guijarros. Ananáis se ocupó de la manivela de la máquina, y en poco tiempo engancharon la cuerda de cuero en el disparador.

Ananáis se echó a un lado y cogió la cuerda que liberaba el mecanismo.

—Apartaos —ordenó a los ayudantes—. Y olvidaos de los sacos; salid de ahí.

Los ayudantes corrieron a situarse en un lugar seguro y Ananáis tiró de la cuerda. El grueso brazo de madera se disparó hacia delante, y los proyectiles cayeron como una tormenta sobre la puerta de roble. El estruendo fue ensordecedor, y la puerta estalló en pedazos que rebotaron en el suelo. Ananáis echó un vistazo a la cubierta de cuero del brazo de madera; estaba desgarrada por completo.

—Esto funciona mejor que las flechas —le dijo a Lago, que se acercaba corriendo a la máquina para comprobar su estado.

—Fabricaré una cubierta de bronce —dijo— y haré que los proyectiles se dispersen más. Será conveniente poner dos manivelas, una a cada lado. Y haré que fabriquen proyectiles con bordes afilados.

—¿Cuánto tardarás en tener otra máquina preparada? —le preguntó Ananáis.

—¿Una? Ya tengo tres. Los arreglos no me llevarán más de un día, y con esta serán cuatro.

—¡Buen trabajo, chico!

—Lo que me preocupa es la forma de llevarlas a los valles.

—Olvídate de eso; no quiero tenerlas en la primera línea de defensa. Las usaremos en la montaña; Galand te dirá dónde situarlas.

—Pero nos ayudarían a mantener la línea… —empezó a protestar. Ananáis lo cogió por un brazo y lo sacó del establo. Respiraron el aire fresco de la noche.

—Quiero que tengas clara una cosa: nada nos podrá ayudar a mantener la primera línea. No tenemos hombres suficientes, y hay demasiados pasos y senderos. Si esperamos demasiado, nos rodearán y nos cortarán la retirada. Las armas son buenas, y las usaremos, pero en el interior.

La irritación de Lago se fue desvaneciendo, sustituida por una resignación cansada. Había trabajado sin descanso durante varios días, en busca de algo, lo que fuese, que pudiera cambiar las tornas. Pero no era idiota, y en el fondo siempre había sabido la verdad.

—No podremos proteger la ciudad —dijo.

—Las ciudades pueden reconstruirse —señaló Ananáis.

—Pero mucha gente se negará a marcharse. La mayoría, me temo.

—Los que se queden morirán.

El joven se quitó el delantal de cuero y se sentó en un barril. Retorció la prenda y la dejó caer a sus pies. Ananáis sintió pena por él; estaba haciendo frente a sus esperanzas rotas.

—Maldita sea, Lago; me gustaría poder decirte algo que te animara. Sé cómo te sientes… Yo también me siento así; resulta ofensivo para nuestro sentido de la justicia que el enemigo tenga todas las ventajas. Recuerdo a un viejo maestro que tuve, que decía que tras cada nube oscura aguardaba el sol… dispuesto a hacernos arder hasta los huesos.

—Yo tuve un maestro parecido. —Lago sonrió—. Un extraño anciano que vivía en una choza, cerca de las colinas del oeste. Decía que había tres clases de personas: vencedores, perdedores y luchadores. Los vencedores lo sacaban de quicio a causa de su arrogancia; los perdedores, también, porque no paraban de lamentarse; y los luchadores, más que nadie, a causa de su estupidez.

—¿En qué categoría se incluía él?

—Decía que había intentado adherirse a las tres, pero que en ninguna le había ido bien.

—Bueno, al menos lo intentó. En el fondo no se puede hacer nada más que intentarlo. Los golpearemos y les haremos daño; los enredaremos en una guerra de guerrillas. A golpes, con acero, con fuego… Y si hay suerte, cuando vuelva Tenaka los machacaremos con ayuda de los jinetes nadir.

—No parece que estemos teniendo demasiada suerte —dijo Lago.

—La suerte se la fabrica uno mismo. No tengo fe en los dioses; nunca la he tenido. Si existen, no se preocupan mucho por los simples mortales, y eso si se dignan a prestarnos atención. Tengo fe en mí mismo, y ¿sabes por qué? ¡Porque nunca he sido derrotado! He recibido lanzadas y estocadas; me han envenenado; he sido arrastrado por un caballo salvaje, embestido por un toro y mordido por un oso, pero nunca he sido derrotado. Incluso me enfrenté a un mezclado que me arrancó la cara, pero aquí estoy. Y vencer crea hábito.

—Es difícil igualarse contigo, Máscara Negra. Yo gané una carrera una vez, y quedé tercero en un torneo de lucha. Oh… y una vez, cuando era pequeño, me picó una abeja y estuve llorando varios días.

—Te las arreglarás bien en cuanto te enseñe a ser un buen mentiroso. Por ahora, vuelve ahí adentro y trabaja en esas armas.

Durante tres días, desde el amanecer hasta la puesta de sol, Rayvan y varias docenas de montañeses recorrieron la ciudad preparando la evacuación y el traslado de la gente a las montañas. Fue una labor ingrata; muchos se negaron a plantearse siquiera la posibilidad de irse, e incluso hubo quien se burló de la amenaza descrita por Rayvan. ¿Por qué iba Ceska a atacar la ciudad? Se había construido sin murallas; no había necesidad de saquearla. Rayvan argumentaba, pero le cerraban la puerta en las narices. Soportó los insultos y las burlas, y siguió recorriendo las calles.

El cuarto día por la mañana, aquellos dispuestos a marcharse se reunieron en la pradera al oeste de la ciudad; habían cargado sus posesiones en carromatos tirados por mulas, caballos y bueyes. Los menos afortunados llevaban a la espalda cuanto eran capaces de cargar. El total no superaba las dos mil personas; más del doble había optado por quedarse en la ciudad.

Galand y Lago los guiaron durante el largo camino hasta las tierras altas, a las que ya se habían adelantado trescientos montañeses que habían comenzado a construir refugios rudimentarios en los valles más recónditos.

Las máquinas de guerra de Lago, cubiertas con lonas engrasadas, habían sido cargadas en seis carros que encabezaban la marcha.

Rayvan, Decado y Ananáis contemplaron la columna de refugiados. Rayvan meneó la cabeza, lanzó una maldición y regresó a la sala del consejo sin decir nada. Los dos guerreros la siguieron. Una vez entre paredes, la mujer dio rienda suelta a su ira.

—En nombre del Caos, ¿qué diablos tienen en la cabeza? ¿Acaso no han sido testigos de lo que es capaz de hacer Ceska? Algunos son amigos míos desde hace años; son gente sensata, inteligente y capaz de razonar. ¿Es que quieren morir?

—No es tan sencillo, Rayvan —dijo Decado—. No están acostumbrados a los artificios del mal, y no pueden concebir la idea de que Ceska quiera masacrar a los habitantes de la ciudad; no tiene ningún sentido para ellos. Acabas de preguntar si no han sido testigos del terror de Ceska. En realidad, no. Han visto a hombres mutilados, pero siempre pueden preguntarse si no habrán hecho algo para merecerlo. Han oído hablar de hambrunas y enfermedades que se han cebado sobre otras zonas, pero Ceska siempre ha tenido una explicación para todo ello; tiene una extraordinaria habilidad para echar la culpa a otros. Y la verdad es que la gente prefiere no saber. Para la mayoría, lo importante es el hogar y la familia; ver crecer a sus hijos y confiar en que las cosas mejoren.

»Al sur de Ventria hay comunidades que viven en islas volcánicas. Cada diez años, más o menos, los volcanes arrojan cenizas, brasas y rocas ardientes, y matan a millares de personas. Pero los supervivientes se quedan, pensando que lo peor ya ha pasado.

»No te atormentes, Rayvan. Has hecho cuanto has podido, y más de lo que estabas obligada a hacer.

—Podría haber tenido más éxito. —Rayvan se dejó caer en un sillón y sacudió la cabeza—. Alrededor de cuatro mil personas van a sufrir una muerte horrible, aquí, y todo porque emprendí una guerra que no podía ganar.

—Tonterías —dijo Ananáis—. ¿Por qué te haces esto? La guerra comenzó porque los hombres de Ceska vinieron a las montañas y mataron a inocentes. Tú te limitaste a defenderte. ¿Dónde diablos estaríamos si permitiésemos sin más que ocurrieran semejantes atrocidades? No me gusta la situación; el asunto huele peor que un cerdo que lleve diez días muerto en pleno verano, pero no es culpa mía. Y tampoco es culpa tuya. ¿Quieres echarle la culpa a alguien? Échasela a la gente que lo ayudó a hacerse con el poder. Culpa a los soldados que aún lo siguen. Culpa al Dragón por no haberlo derrocado cuando tuvo oportunidad. Culpa a su madre por haberlo traído al mundo…

»Basta de esto. Todos los habitantes de la ciudad han podido elegir libremente. Su destino está en sus propias manos; tú no eres responsable.

—No quiero discutir contigo, Máscara Negra, pero alguien, en esa atroz cadena de acontecimientos, ha de aceptar la responsabilidad. Dices que la guerra no es culpa mía, pero yo elegí encabezar a esta gente, y cada una de las muertes pesará sobre mi conciencia. No puede ser de otro modo, porque me importan. ¿Lo entiendes?

—No —dijo Ananáis secamente—. Pero lo aceptaré.

—Yo sí lo entiendo —dijo Decado—, pero por quien debes preocuparte es por la gente que ha confiado en ti y se dirige a las montañas. Contando a los refugiados que llegaron de fuera de Skoda y a la gente de la ciudad, allá arriba tendremos cerca de siete mil personas. Habrá obstáculos: falta de provisiones, problemas de salubridad, enfermedades… Hemos de crear líneas de comunicación y organizar el suministro de herramientas, provisiones y medicinas. Hacen falta organización y mano de obra. Y cada hombre que se dedique a ello será un guerrero menos a la hora de hacer frente a Ceska.

—Me ocuparé de organizarlo todo —dijo Rayvan—. Hay una veintena de mujeres en las que puedo confiar.

—Dicho sea con respeto —dijo Ananáis—, también serán necesarios hombres. Amontonados como van a estar, el ambiente se va a deteriorar entre los refugiados, y siempre habrá gente que crea que recibe menos de lo que le corresponde. Muchos de los refugiados son cobardes, y se acabarían convirtiendo en matones. Habrá robos. Y teniendo en cuenta el gran número de mujeres, no faltará quien intente aprovecharse.

—Puedo ocuparme de todo eso, Máscara Negra. —Los ojos de Rayvan brillaron de cólera—. ¡Créelo! Nadie cuestionará mi autoridad.

Ananáis sonrió bajo la máscara. La voz de Rayvan se había alzado como un trueno, y su barbilla cuadrada se había adelantado en un gesto amenazante. Pensó que seguramente tenía razón; muy valiente tendría que ser un hombre para oponerse a ella. Y los hombres valientes ya se iban a enfrentar a otro enemigo bastante temible.

En los días que siguieron, Ananáis repartió el tiempo entre el pequeño ejército que guarnecía el límite exterior de las montañas y la creación de una fortaleza en el círculo interior. Las vías de acceso más estrechas de los valles fueron bloqueadas, y las entradas principales, los valles de Tarsk y Magadón, amuralladas toscamente. Durante los largos días, los duros montañeses de Skoda alzaron las fortificaciones, llevaron enormes rocas de las colinas y las encajaron a lo largo de las entradas de los valles. Poco a poco, las murallas fueron creciendo. Los constructores más hábiles levantaron torres de madera y, a base de poleas, alzaron las piedras y las colocaron en su lugar, afirmándolas con una mezcla de arcilla y polvo de roca.

El principal constructor y arquitecto de la muralla era un inmigrante vagriano llamado Lepoe. Era alto, de piel oscura, calvo e infatigable. Los hombres lo trataban con cierto recelo, pues tenía la desquiciante costumbre de no prestar atención a nadie que tuviera delante, como si su mente estuviera ocupada con algún problema de reparto de pesos o de estructuras. Después, con el problema resuelto, sonreía de repente y se mostraba amistoso y cordial. Pocos trabajadores podían seguir su ritmo, y muy a menudo seguía trabajando durante la noche, planeando mejoras o haciéndose cargo de una cuadrilla a la que hacía esforzarse a la luz de la luna.

Cuando la construcción de las murallas estaba a punto de finalizar, a Lepoe se le ocurrió otra idea. Hizo llevar tablones y los dispuso hábilmente para crear parapetos, y el exterior de las murallas fue cubierto de argamasa y se alisó, con el fin de dificultar la tarea de cualquier enemigo que pretendiese escalarlas.

Lepoe dispuso dos de los gigantescos arcos de Lago en el centro de cada muralla. Lago y los doce guerreros a los que había entrenado en el manejo de las máquinas realizaron pruebas para determinar el alcance y la extensión de los disparos. Junto a las máquinas se dispusieron sacos con munición de plomo y varios millares de flechas.

—Parece bastante resistente —le dijo Thorn a Ananáis, contemplando la muralla—, ¡pero no es Dros Delnoch!

Ananáis recorrió los parapetos de Magadón, analizando las posibles vías de ataque. Las murallas harían que la caballería de Ceska resultara inútil, pero los mezclados podrían superarlas sin problemas. Lepoe había hecho algo cercano a un milagro, y las murallas alcanzaban casi cuatro varas de altura, pero aquello no era suficiente. Las armas de Lago eran capaces de crear el caos a unos treinta pasos, pero a distancias inferiores no servían de gran cosa.

Ananáis le pidió a Thorn que cabalgase media legua, hasta el valle de Tarsk. Después les pidió a dos guerreros que recorriesen la misma distancia a pie. Thorn tardó algo menos de dos vueltas de reloj; los caminantes, cuatro completas.

El general se enfrentaba a un problema difícil. Ceska podría atacar simultáneamente ambos valles, y si superaba la defensa en uno de ellos, el otro estaría condenado, de modo que tendría que disponer un retén en algún lugar intermedio, listo para ponerse en marcha en el instante en que se abriera una brecha en la defensa. Pero una muralla podía ser sobrepasada en un abrir y cerrar de ojos; no disponían ni de una vuelta de reloj. Las señales de fuego serían inútiles, ya que la cordillera de Skoda impedía el contacto visual entre las entradas de los valles.

Lepoe resolvió el problema organizando un sistema de comunicación triangular. Durante el día podrían usar espejos, y por la noche, antorchas, para enviar un mensaje al fondo del valle, donde un grupo de centinelas estaría permanentemente alerta. Una vez recibieran el mensaje, lo reenviarían de la misma manera al otro valle. Un grupo de quinientos hombres acamparía entre los valles, y en el momento en que se recibiera la señal, cabalgarían como alma que lleva el diablo. El sistema fue ensayado numerosas veces, tanto a la luz del día como en la oscuridad, hasta que Ananáis estuvo seguro de que habían logrado lo máximo a que podían aspirar. Se podía enviar una llamada de auxilio, y los refuerzos llegarían en poco más de una vuelta de reloj; a Ananáis le habría gustado reducir el tiempo a la mitad, pero se conformó.

Valtaya había partido a las montañas con Rayvan y se había hecho cargo de los suministros médicos. Ananáis la echaba de menos terriblemente; tenía un extraño presentimiento, una sensación de desastre inminente que no se podía quitar de encima.

Nunca había pensado demasiado en la muerte, pero últimamente, la idea lo agobiaba. Cuando Valtaya se había despedido de él, la noche anterior, el guerrero se había sentido más desdichado que en toda su vida. Abrazó a la joven y se esforzó por expresar con palabras sus emociones, desesperado por hacerle saber hasta qué punto la amaba.

—Te… Te echaré de menos.

—No estaré lejos mucho tiempo —había contestado ella. Lo había besado en las mejillas, apartando la mirada de los labios destrozados.

—Eh… Bueno… Cuídate.

—Tú también.

La estaba ayudando a montar cuando un grupo de viajeros se acercó a caballo a la choza. Ananáis se giró rápidamente para ponerse la máscara, y cuando se volvió, vio que ella había empezado a alejarse. Se había quedado mirándola hasta que desapareció en la noche.

—Te amo —había dicho, ya demasiado tarde. Se había quitado la máscara y había gritado con toda la fuerza de sus pulmones—: ¡TE AMO!

Las palabras despertaron ecos en las montañas. Ananáis cayó de hinojos y golpeó el suelo con los puños.

—¡Maldita sea! ¡Te amo!