DIECISÉIS

Trepador, Belder y Pagano, cuerpo a tierra, observaban el campamento drenai. Había veinte soldados alrededor de cinco hogueras. Los prisioneros se hallaban sentados espalda contra espalda en el centro del campamento, y los centinelas patrullaban cerca de ellos.

—¿Estás seguro de que esto es necesario? —preguntó Belder.

—Lo es —respondió Trepador—. Si rescatamos a esos dos guerreros sathuli, estaremos en mejores condiciones para pedir la ayuda de las tribus.

—Están demasiado bien vigilados —musitó el anciano.

—Estoy de acuerdo —dijo Pagano—. Hay un centinela a diez pasos de los prisioneros; otros dos patrullan junto al lindero, y hay uno más oculto en el bosque.

—¿Puedes dar con él?

—Por supuesto. —Pagano sonrió—. Pero ¿qué hacemos con los otros tres?

—Encuentra al que está en el bosque y tráeme su armadura —dijo Trepador.

Pagano se marchó, y Belder se arrastró hasta llegar junto a Trepador.

—No pensarás bajar ahí.

—Por supuesto. Es un ardid, y eso es algo que se me da bien.

—No saldrá bien, y nos atraparán a todos.

—Por favor, Belder, basta de discursos para levantar la moral. Harás que se me suban a la cabeza.

—Bueno, yo no pienso meterme ahí.

—No te lo he pedido.

Pasó casi media hora antes de que regresara Pagano con la ropa del centinela, envuelta en la capa roja.

—He ocultado el cadáver lo mejor que he podido —dijo—. ¿Cuánto falta para el relevo de la guardia?

—Una hora, quizá menos —dijo Belder—. No es bastante tiempo.

Trepador deshizo el hatillo, examinó el contenido y se puso la coraza. No le quedaba muy bien, pero pensó que era mejor demasiado grande que demasiado pequeña.

—¿Qué tal estoy? —preguntó, poniéndose el casco.

—Ridículo —dijo Belder—. No los engañarás ni por asomo.

—Eres un tormento, viejo —siseó Pagano—. Sólo llevamos tres días juntos y ya estoy harto de aguantarte. Cierra la boca.

Belder estuvo a punto de responder, pero la mirada del hombre negro lo cortó en seco. Aquel tipo estaba dispuesto a matarlo. Se le heló la sangre, y optó por alejarse.

—¿Qué plan tienes? —le preguntó Pagano a Trepador.

—Hay tres guardias, pero sólo uno de ellos está cerca de los prisioneros. Iré a relevarlo.

—¿Y los otros dos?

—De momento no he planeado nada más.

—Es un comienzo —dijo Pagano—. Si funciona la primera parte y el centinela va a acostarse, dirígete hacia los otros dos. Ten el cuchillo listo, y actúa a la vez que yo.

Trepador se humedeció los labios. ¿Tener listo el cuchillo? No estaba seguro de tener el valor suficiente para hundir la hoja en el cuerpo de otra persona.

Los dos hombres se abrieron paso sigilosamente a través de la maleza que rodeaba el campamento. La luna brillaba, aunque a veces quedaba cubierta por las nubes y el claro se sumía en la oscuridad. Las hogueras se habían ido apagando, y los guerreros roncaban ruidosamente.

—Hay unos diez pasos desde aquí hasta el soldado dormido más cercano —susurró Pagano al oído de Trepador—. La próxima vez que una nube oculte la luna, acércate y túmbate. Cuando el cielo vuelva a despejarse, siéntate y estírate, y asegúrate de que te ve el centinela.

Trepador asintió.

Pasaron un largo rato en silenciosa tensión hasta que la oscuridad cubrió el claro. Trepador se movió con rapidez y se tendió justo en el momento en que la luna volvía a brillar.

Se sentó y se desperezó ostensiblemente, y saludó al centinela con un gesto. Después se levantó, miró a su alrededor y cogió la lanza del soldado que dormía a sus pies. Inspiró profundamente y cruzó el claro, bostezando.

—No puedo dormir —le dijo al centinela—. El suelo está demasiado húmedo.

—Pues deberías pasar un rato aquí —gruñó el centinela.

—¿Por qué no? Anda, vete a dormir. Montaré guardia.

—Qué generoso —dijo el guerrero—. Me van a relevar pronto.

—Tú verás —dijo Trepador, bostezando de nuevo.

—No te había visto hasta ahora. ¿Con quién estás?

Trepador sonrió.

—Imagínate a un tipo con la cara de un jabalí verrugoso y el cerebro de un palomo idiota.

—Dun Gideus —dijo el centinela—. Mala suerte.

—Los he conocido peores —dijo Trepador.

—Yo no —le respondió el guerrero—. Creo que hay un lugar especial donde se dedican a criar idiotas. Quiero decir… ¿Para qué atacar a los sathuli? Como si no hubiera bastantes putos problemas en Skoda. ¡No lo entiendo!

—Yo tampoco —dijo Trepador—. Pero mientras llegue la paga…

—¿Has recibido la soldada? Yo llevo meses esperando —dijo el guerrero, ofendido.

—Era una broma —dijo Trepador—. ¡Claro que no me han pagado!

—No bromees con eso. Ya tenemos bastantes problemas.

Otro centinela se les unió.

—¿Es el relevo, Cal?

—No; es uno que no puede dormir.

—Bueno, pues voy a despertarlos; estoy harto de dar vueltas por aquí.

—No seas idiota —dijo el primer centinela—. Si despiertas a Gideus, nos azotarán a todos.

—¿Por qué no vais a descansar un rato? —dijo Trepador—. Me quedaré aquí; estoy desvelado de todas formas…

—Maldita sea, creo que te haré caso —dijo el primer centinela—. Me estoy quedando dormido de pie. Gracias, compañero. —Le dio una palmada en el hombro y se fue a acostar junto a los demás.

—Si quieres, puedes echar una cabezada en el bosque; te despertaré cuando vea que se prepara el relevo.

—No, pero gracias de todas formas. La última vez que pillaron dormido a un centinela, Gideus lo mandó ahorcar, el cabrón. Prefiero no arriesgarme.

—Como quieras —dijo Trepador, aparentando indiferencia. El corazón le latía aceleradamente.

—Los muy jodidos han vuelto a cancelar los permisos —dijo el centinela—. Hace cuatro meses que no veo a mi mujer ni a mis hijos. La granja no va muy bien, y la culpa es de los impuestos. En fin, al menos estoy vivo.

—Algo es algo —dijo Trepador. Fue sacando el cuchillo.

—La vida es jodida, ¿verdad? En cualquier momento pueden mandarnos a Skoda, y allí podríamos morir. La vida es jodida, no te quepa duda.

—Así es. —Había ocultado el cuchillo a su espalda. Sujetó la empuñadura con fuerza, dispuesto a hundir la hoja en el cuello de aquel hombre.

De repente, el soldado lanzó una maldición.

—Creo que voy a aceptar tu oferta —dijo—. Es la tercera noche seguida que me ponen de guardia. Pero prométeme que me despertarás.

—Te lo prometo —le aseguró Trepador, inundado de alivio.

Pero en aquel instante, Pagano surgió de las sombras y degolló al otro centinela. Trepador reaccionó instintivamente, y su cuchillo saltó hacia delante y se hundió en el cuello del hombre que tenía ante sí, justo debajo de la mandíbula. La hoja penetró hasta el cerebro del centinela, que se derrumbó sin emitir un sonido. Pero Trepador contempló la expresión de los ojos del hombre mientras moría, y apartó la vista.

Pagano corrió hacia él.

—Buen trabajo. Vamos a soltar a los prisioneros y largamos de aquí.

—Era un buen hombre —susurró Trepador.

—Muchos hombres buenos están muriendo en Skoda —dijo Pagano mientras lo agarraba por los hombros—. Reacciona, que hay que moverse.

Los dos prisioneros habían observado las muertes en silencio. Ambos vestían los ropajes de las tribus sathuli, y tenían el rostro cubierto parcialmente por el turbante. Pagano se acercó y cortó las cuerdas que los amarraban. Trepador se les unió y se arrodilló junto a uno de ellos. El sathuli se aflojó el turbante, descubriéndose la boca, y respiró profundamente. Tenía la piel oscura y los rasgos marcados: una nariz aquilina, una espesa barba negra y unos ojos hundidos que, a la luz de la luna, parecían completamente negros.

—¿Por qué? —dijo.

—Hablaremos luego —respondió Trepador—. Nuestros caballos están por allí. No hagáis ruido.

Los dos sathuli los siguieron, y el grupo desapareció en el bosque. Al cabo de poco tiempo encontraron a Belder con las monturas.

—Explícame ahora por qué —insistió el sathuli.

—Quiero que me guiéis a vuestro campamento. Debo hablar con los sathuli.

—No tienes nada que decirnos que nos interese escuchar.

—Eso no lo sabes —dijo Trepador.

—Sé que eres drenai, y eso es suficiente.

—No tienes ni idea —dijo Trepador, quitándose el casco y tirándolo al suelo—. Pero no quiero discutir ahora. Sube a un caballo y llévame con tu gente.

—¿Por qué?

—Por ser quien soy. Estás en deuda conmigo.

—No te debo nada. No te he pedido que me liberases.

—No me refiero a esa deuda. ¡Escúchame, hijo de hombre! He regresado de las Montañas de los Muertos, atravesando la niebla de los siglos. Mírame a los ojos. ¿Puedes ver en ellos los horrores de Sheol? Allí cené con Joachim, el más grande de los príncipes sathuli. Me llevarás a las montañas, y que sea tu jefe quien decida. ¡Por el alma de Joachim, me lo debes!

—Es fácil hablar del gran Joachim —dijo el sathuli, incómodo—. Lleva más de cien años muerto.

—No está muerto —dijo Trepador—. Su espíritu vive, y lo enferma la cobardía de los sathuli. Me ha pedido que os dé la oportunidad de redimiros. Pero tú decides.

—¿Y quién eres tú?

—¿No has visto mi rostro en vuestras cámaras funerarias, junto al de Joachim? Mírame y dime quién soy.

El sathuli se humedeció los labios, inseguro y lleno de un temor supersticioso.

—¿Eres el Conde de Bronce?

—Soy Regnak, el Conde de Bronce. Y ahora, ¡llévame a las montañas!

Cabalgaron toda la noche. Se desviaron hacia la izquierda por la cordillera de Delnoch y cruzaron numerosos pasos que los llevaron hasta el corazón de las montañas. En cuatro ocasiones fueron interceptados por patrullas sathuli, y en todas les permitieron pasar. Al fin, cuando el sol fue acercándose al mediodía, entraron en la ciudad interior: un millar de edificios de piedra blanca que cubrían por completo un valle escondido. Sólo una construcción tenía más de una planta: el palacio de Sathuli.

Trepador no había estado nunca allí; pocos drenai habían estado. Los chiquillos se amontonaron para verlos pasar y, cuando se acercaban al palacio, unos cincuenta guerreros vestidos de blanco y armados con cimitarras se unieron a la comitiva y avanzaron flanqueándolos.

En la entrada del palacio aguardaba un hombre con los brazos cruzados. Era alto y ancho de hombros, y mostraba una expresión altiva.

Trepador detuvo a su montura ante las puertas y aguardó. El hombre descruzó los brazos y se acercó; los ojos de color marrón oscuro estaban fijos en el drenai.

—¿Dices que eres un hombre muerto? —le preguntó el sathuli. Trepador siguió esperando en silencio—. En tal caso, supongo que no te importará que te atraviese con mi espada.

—Puedo morir como cualquier otro hombre —respondió Trepador—. Ya morí una vez. Pero no vas a matarme, así que dejemos los juegos. Obedece las leyes de la hospitalidad y danos de comer.

—Conoces tu papel, Conde de Bronce. Desmonta y sígueme.

Los guió al ala oeste del palacio y los dejó para que se bañaran en una gran pileta de mármol, atendidos por dos criados que derramaban perfumes en el agua. Belder no dijo nada.

—No podemos demoramos mucho aquí, señor conde —dijo Pagano—. ¿Cuánto tiempo piensas darles?

—No lo he decidido aún.

Pagano relajó su corpachón en el agua caliente y hundió la cabeza bajo la superficie. Trepador llamó a un criado y le pidió jabón. El criado hizo una reverencia, se marchó y regresó con una jarra de vidrio. Trepador se vertió parte del contenido sobre la cabeza y se lavó el pelo; después solicitó una cuchilla y un espejo, y se afeitó. Estaba cansado, pero se sintió mejor tras el baño. Cuando subió los escalones de mármol, un criado corrió hacia él con un albornoz y se lo echó por los hombros; después lo guió a un vestidor, en el que Trepador encontró su ropa. Sacó una camisa limpia de la silla de montar; se vistió con rapidez, se peinó y se ató la cinta en torno a la frente. Luego, impulsivamente, se quitó la tira de cuero y sacó de las alforjas la diadema plateada con el ópalo en el centro. Se la colocó, y otro criado le llevó un espejo. Trepador le dio las gracias, observando complacido la expresión de asombro en los ojos del hombre de las tribus.

Alzó el espejo y contempló su imagen, preguntándose si podría hacerse pasar por Rek, el conde guerrero.

Pagano le había dado la idea al decirle que los hombres siempre estaban dispuestos a creer que los demás eran más fuertes, más seguros y más hábiles que ellos. Era una cuestión de apariencias. Le había dicho que podría pasar por un príncipe, un asesino o un general. Entonces, ¿por qué no hacerse pasar por un héroe muerto?

A fin de cuentas, nadie podría demostrar que no lo fuera.

Trepador abandonó la habitación. Un sathuli armado con una alabarda le hizo una reverencia, le pidió que lo siguiera y lo guió hasta una sala en la que se encontraban el joven que los había recibido en la entrada, los dos sathuli a los que había rescatado y un anciano vestido con una túnica de color pardo desvaído.

—Bienvenido —dijo el jefe sathuli—. Aquí hay alguien que tiene muchas ganas de verte. —Señaló al anciano—. Es Rafir, un hombre santo que desciende del linaje de Joachim Sathuli, y es un erudito en lo que concierne a la historia. Tiene ciertas dudas relativas al asedio de Dros Delnoch.

—Responderé con mucho gusto a sus preguntas.

—Seguro que sí. También tiene otro talento que nos parece útil: es capaz de hablar con los espíritus de los muertos. Esta noche entrará en trance, y estoy seguro de que te encantará presenciarlo.

—Por supuesto.

—Por mi parte —dijo el sathuli—, espero con impaciencia. He escuchado muchas veces la voz del espíritu de Rafir, y en ocasiones le he preguntado cosas. Pero tener el privilegio de reunir a dos grandes amigos… Bien, me siento orgulloso.

—¡Habla claro, sathuli! —dijo Trepador—. No estoy de humor para juegos.

—Mil disculpas, noble huésped. Sólo intentaba decir que el espíritu guía de Rafir es ni más ni menos que tu amigo, el gran Joachim. Me fascina la idea de asistir a vuestra conversación.

—¡No te dejes llevar por el pánico! —dijo Pagano mientras Trepador recorría la estancia de un lado a otro. Habían despedido a los criados, y Belder, consternado ante la noticia, había salido a pasear por la rosaleda.

—Hay un momento para el pánico: cuando falla todo lo demás —dijo Trepador—. Bien, todo se ha venido abajo, así que me dejo llevar.

—¿Estás seguro de que ese viejo no es un farsante?

—¿Qué más da? En caso afirmativo, el príncipe le habrá dado instrucciones para que niegue mis palabras, y de lo contrario será el espíritu de Joachim quien me desenmascare. ¡No hay escapatoria!

—Puedes acusar de mentiroso al viejo —sugirió Pagano sin mucha convicción.

—¿Llamar embustero a un hombre santo en su propio templo? No creo. Sería forzar las leyes de la hospitalidad más allá de lo que tolerarían los sathuli.

—Odio sonar como Belder, pero todo esto ha sido idea tuya. Deberías haberlo pensado mejor.

—Odio que suenes como Belder.

—¿Quieres estarte quieto? Toma, come un poco de fruta. —Le arrojó una manzana, pero Trepador la dejó caer.

Se abrió la puerta y entró Belder.

—Nos hemos metido en un buen lío, desde luego —dijo con desánimo.

—Menuda noche nos espera. —Trepador se dejó caer en un sillón de cuero.

—¿Se nos permite ir armados? —dijo Pagano.

—Si quieres… —dijo Belder—. Pero creo que ni siquiera tú serás capaz de abrirte paso a través de un millar de sathuli.

—No quiero morir sin un arma en la mano.

—¡Bien dicho! —dijo Trepador—. Creo que cogeré la manzana; no quiero morir sin una fruta en la mano. ¿Queréis dejar de hablar de morirse? ¡Es descorazonador!

Siguieron discutiendo inútilmente hasta que un criado llamó a la puerta, entró y les pidió que lo acompañaran. Trepador lo hizo esperar unos instantes mientras comprobaba su aspecto en el espejo de cuerpo entero colgado al otro lado de la estancia; se sorprendió al verse sonriendo. Se echó la capa por un hombro con un gesto teatral y se ajustó la diadema del ópalo.

—Quédate a mi lado, Rek —susurró—. Necesitaré toda la ayuda que me puedas prestar.

El trío siguió al criado por los pasillos del palacio hasta llegar a la puerta que daba paso al templo; el criado hizo una reverencia y se marchó. Trepador cruzó la entrada y se adentró en la fresca oscuridad del lugar. Había asientos dispuestos a lo largo de las paredes, y todos estaban ocupados por sathuli silenciosos; el príncipe y Rafir estaban sentados uno junto al otro en un estrado. A la diestra de Rafir habían dispuesto otro asiento; Trepador se irguió y recorrió el pasillo, entre los bancos, se quitó la capa y la colgó cuidadosamente del respaldo del asiento libre.

El príncipe se levantó y lo saludó con una inclinación. El drenai captó un brillo malévolo en sus ojos oscuros.

—Doy la bienvenida a nuestro noble huésped. Ningún drenai había pisado hasta ahora el suelo de este templo, pero este hombre afirma ser el Terror de los Nadir, el espíritu encarnado del Conde de Bronce, hermano de sangre del gran Joachim. Resulta apropiado que se reúna con Joachim en el lugar sagrado.

»Que la paz reine en vuestras almas, hermanos, y abrid vuestros corazones a la música del Vacío. Que Rafir comulgue con la oscuridad…

Trepador sintió un escalofrío cuando los congregados inclinaron la cabeza. Rafir se recostó en su asiento y puso los ojos en blanco. Trepador empezó a sentirse mareado.

—¡Te invoco, espíritu amigo! —gritó Rafir con voz aguda y trémula—. Acude a nosotros al lugar sagrado. Comparte con nosotros tu sabiduría.

La llama de las velas parpadeó como si una brisa hubiera cruzado el interior del edificio.

—¡Acude a nosotros, espíritu! Guíanos.

Las llamas oscilaron de nuevo, y muchas se apagaron. Trepador se humedeció los labios; Rafir no era ningún farsante.

—¿Quién llama a Joachim Sathuli? —atronó una voz, grave y resonante. Trepador se sobresaltó; la voz surgía de la escuálida garganta de Rafir.

—La sangre de tu sangre es quien te invoca, gran Joachim —dijo el príncipe—. Me acompaña un hombre que dice ser amigo tuyo.

—Que hable, pues —dijo el espíritu—. Tu voz plañidera ya la he oído demasiado.

—¡Habla! —dijo el príncipe, dirigiéndose a Trepador—. Te lo ordeno.

—¡Tú no me ordenas nada, desgraciado! —espetó Trepador—. Soy Rek, el Conde de Bronce, y viví los días en los que los sathuli eran hombres de verdad. Joachim era uno de ellos… y mi hermano. Dime, Joachim, ¿qué opinas de los hijos de tus hijos?

—¿Rek? No te veo… ¿Eres tú?

—En efecto, hermano. Aquí estoy, entre estos que son sombras de lo que fuiste. ¿Por qué no me has acompañado?

—No lo sé… Ha pasado mucho tiempo. ¡Rek! La primera vez que nos vimos… ¿Recuerdas qué me dijiste?

—Lo recuerdo. «¿Cuánto vale tu vida, Joachim?». Y tú me respondiste: «Una espada rota».

—Sí, sí. Recuerdo aquello. Pero lo que dijiste después, las palabras importantes… Las palabras que me llevaron a Dros Delnoch.

—Yo cabalgaba hacia la fortaleza al encuentro de la muerte, y así te lo dije. Y después te dije: «Ante mí no tengo nada más que enemigos y guerra, y ya que no voy a encontrar nada más en esta vida, me gustaría creer que al menos he dejado algunos amigos en ella», y te pedí que me estrecharas la mano como un amigo.

—¡Rek, eres tú! ¡Hermano! ¿Cómo es que estás disfrutando de la vida una vez más?

—El mundo no ha cambiado, Joachim. El mal sigue brotando, como el pus de una herida infectada. Estoy librando una guerra sin aliados, aunque con algunos amigos nuevos. He acudido a los sathuli como acudí en el pasado.

—¿Qué necesitas, hermano?

—Hombres.

—No te seguirán, ni deben. Siempre te he apreciado, Rek, pues eres un gran hombre, pero sería una aberración que un drenai diera órdenes a la tribu elegida. Debes de estar desesperado para solicitar nuestra ayuda.

»Pero en tu momento de necesidad te ofrezco a los cheiam para que los uses a tu voluntad. Rek, hermano, ¡cuánto me gustaría marchar a tu lado, empuñando la cimitarra! Aún puedo oír la respiración de los nadir al otro lado de las murallas y oír sus gritos de odio. Fuimos hombres, ¿no es cierto?

—Lo fuimos —dijo Trepador—. Incluso herido en un costado eras más poderoso que nadie.

—Mi gente ha decaído, Rek. Son ovejas guiadas por cabras. Da buen uso a los cheiam, y que el Señor de Todo te colme de bendiciones.

Trepador tragó saliva.

—¿Te ha bendecido a ti, amigo mío?

—Tengo lo que me merezco. Adiós, hermano.

Una inmensa sensación de tristeza inundó a Trepador, que cayó de rodillas; las lágrimas rodaban por sus mejillas. Intentó en vano contener los sollozos. Pagano corrió hacia él y lo ayudó a levantarse.

—Tanta tristeza en su voz… —dijo Trepador—. Sácame de aquí.

—¡Esperad! —ordenó el príncipe—. La ceremonia no ha terminado.

Pagano no le hizo caso y acompañó a Trepador, casi llevándolo a rastras, a la salida del templo. Ningún sathuli les cerró el paso mientras regresaban a sus aposentos. Cuando llegaron, Pagano acostó a Trepador en un amplio lecho cubierto de raso y le dio un vaso de agua servida de una jarra de arcilla; el agua era fresca y agradable.

—¿Habías presenciado alguna vez tanta tristeza? —le preguntó Trepador.

—No —reconoció Pagano—. Me ha hecho apreciar más la vida. ¿Cómo te las has arreglado? Por los dioses, ha sido una actuación sin par.

—Sólo ha sido otro engaño. ¡Me siento enfermo! ¿Qué clase de don sirve para engañar a un espíritu ciego y atormentado? Dioses, Pagano; Joachim lleva cien años muerto. Rek y él se vieron pocas veces después de la batalla… Pertenecían a mundos diferentes.

—Pero sabías qué decir…

—He citado los diarios del Conde, ni más ni menos. Había estudiado su historia; se conocieron cuando los sathuli le tendieron una emboscada a mi ancestro y Rek venció a Joachim en combate singular. Lucharon durante una eternidad, hasta que a Joachim se le rompió la espada. Pero Rek le perdonó la vida, y aquel fue el comienzo de su amistad.

—Elegiste un papel difícil; no eres ningún espadachín.

—No, y tampoco me hace falta; con fingir es suficiente. Creo que voy a dormir un rato. Por los dioses, estoy agotado… y me muero de vergüenza.

—No tienes por qué avergonzarte. Pero dime una cosa: ¿quiénes son los cheiam?

—Los hijos de Joachim. Una especie de secta, creo; no estoy seguro. Déjame dormir.

—Descansa, Rek. Te lo has ganado.

—No hace falta que me llames así cuando estemos a solas.

—Hace toda la falta del mundo. A partir de ahora debes vivir ese papel. No sé nada sobre tu antepasado, pero creo que habría estado orgulloso de ti. Hay que tener nervios de acero para actuar así.

Pero Trepador no oyó el cumplido, pues ya se había quedado dormido.

Pagano salió a la antesala.

—¿Cómo está? —le preguntó Belder.

—Bien, pero te voy a dar un consejo, viejo: ¡no vuelvas a criticarlo! A partir de ahora es el Conde de Bronce y te dirigirás a él como tal.

—¡Qué poco sabes, negro! —espetó Belder—. No está representando un papel; realmente es el Conde de Bronce, por derecho de sangre. Si cree que está actuando, que lo crea, pero lo que has presenciado es real. Es algo que siempre ha estado en su interior, y yo lo sabía; por eso estaba enfadado con él. ¿Críticas? Estoy orgulloso del muchacho; tan orgulloso que me pondría a cantar.

—Ni se te ocurra —dijo Pagano, sonriendo—. Tienes la voz de una hiena resfriada.

Una mano áspera que le tapaba la boca despertó a Trepador. No fue un despertar agradable. Un rayo plateado de luz de luna cruzaba la ventana abierta, y la brisa agitaba los cortinajes bordados, pero él sólo podía distinguir la silueta del hombre que se inclinaba sobre la cama.

—No hagas ruido —advirtió una voz—. ¡Estás en peligro!

El hombre le quitó la mano de la boca y se sentó en la cama. Trepador se incorporó, aún soñoliento.

—¿Peligro? —susurró.

—El príncipe ha ordenado tu muerte.

—¡Maravilloso!

—He venido a ayudarte.

—Bueno es saberlo.

—No es ninguna broma, Conde. Soy Magir, el jefe de los cheiam, y si no te vas de inmediato, volverás muy pronto a los Salones de los Muertos.

—¿Ir adonde?

—Fuera de la ciudad. Esta noche. Tenemos un campamento en lo alto de la montaña, y allí estarás a salvo.

De la ventana llegó el sonido de una cuerda que rozaba la piedra.

—¡Demasiado tarde! —susurró Magir—. Ya están aquí. ¡Coge la espada!

Trepador salió de la cama y desenvainó el arma. Una sombra oscura entró por la ventana, pero Magir la interceptó, y su puñal curvo lanzó un destello. Un grito espantoso rompió el silencio de la noche.

Otros dos asesinos entraron en la habitación; Trepador lanzó un grito y saltó hacia delante, agitando la espada. La hoja golpeó la carne, y el asesino cayó sin hacer ruido. Trepador tropezó con el cadáver cuando un puñal se dirigía hacia él; el drenai rodó al caer y acto seguido hundió la espada en el vientre de su atacante.

Se levantó, gruñendo dolorido, y se apartó de la ventana.

—¡Magnífico! —dijo Magir—. Nunca había visto una voltereta con estocada ejecutada con tanta habilidad. Serías digno de pertenecer a los cheiam.

Trepador se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, y el arma se le escurrió de entre los dedos.

Pagano abrió la puerta de un empujón.

—¿Estás bien, Rek? —dijo. Trepador se volvió y vio que el gigante se alzaba en la entrada como una estatua de ébano; la puerta colgaba de los goznes destrozados.

—Podrías haberte limitado a abrirla —le dijo Trepador—. ¡Todo este teatro va a acabar conmigo!

—Hablando de eso —dijo Pagano—, acabo de liquidar a dos hombres en mi habitación. Belder ha muerto; le han cortado el cuello.

—¿Lo han matado? —Trepador se levantó—. ¿Por qué?

—Avergonzaste al príncipe —dijo Magir—. Debe matarte; no tiene elección.

—¿Y qué hay del espíritu de Joachim? ¿Para qué lo invocó?

—No tengo respuesta para eso, pero debes marcharte ahora mismo.

—¿Marcharme? Ha matado a mi amigo… Probablemente el único amigo que he tenido. Era como un padre para mí. ¡Largaos y dejadme en paz!

—No hagas ninguna estupidez —le advirtió Pagano.

—Todo esto es una estupidez. La vida es una farsa… Una farsa estúpida y enfermiza representada por idiotas. Pues bien, este idiota ya ha tenido bastante. ¡Largaos!

Trepador se vistió con rapidez, se abrochó el cinto de la espada y enfundó el arma. Se acercó a la ventana y se asomó con precaución. Una cuerda oscilaba bajo la brisa nocturna. La sujetó, salió por la ventana y descendió a pulso hasta el patio.

Cuatro guardias lo observaron en silencio mientras aterrizaba con agilidad en las losas de mármol. Avanzó hasta el centro del patio y dirigió la mirada a la ventana de los aposentos del príncipe.

—¡Príncipe de cobardes, ven aquí! —gritó—. Muéstrate, príncipe de las mentiras y los engaños. Joachim dijo que eras una oveja. ¡Sal!

Los centinelas cruzaron una mirada, pero no se movieron.

—Estoy vivo, príncipe. ¡El Conde de Bronce está vivo! Tus asesinos han muerto, y tú te vas a reunir con ellos. Sal, o te machacaré hasta el alma allá donde te escondas. ¡Sal!

Las cortinas de la ventana se abrieron, y el príncipe se asomó con el rostro desencajado de ira. Se inclinó sobre el alféizar de piedra y lanzó un grito dirigido a los centinelas.

—¡Matadlo!

—¡Ven y mátame tú mismo, chacal! —gritó Trepador—. Joachim me llamó su amigo, y lo soy. ¡Lo oíste en tu propio templo, y aun así mandaste asesinos a mis aposentos, cerdo cobarde! Desafiaste a tu antepasado y rompiste las leyes de la hospitalidad, basura. ¡Baja ahora mismo!

—¡Ya me habéis oído! ¡Matadlo! —gritó el príncipe. Los centinelas se acercaron a Trepador, apuntándolo con las lanzas.

Trepador bajó la espada, y sus ojos azules miraron fijamente al guerrero que iba en cabeza.

—No voy a luchar contigo —le dijo—. ¿Qué quieres que le diga a Joachim cuando vuelva a verlo? Y ¿qué le vas a decir tú cuando camines por la senda de Sheol?

El sathuli vaciló. Pagano apareció en el patio y corrió hacia Trepador con una espada en cada mano. Magir iba a su lado.

Los centinelas se prepararon para atacar.

—¡Dejadlo! —gritó Magir—. Es el Conde de Bronce y ha lanzado su desafío.

—¡Baja, príncipe de cobardes! —gritó Trepador hacia la ventana—. ¡Ha llegado tu hora!

El príncipe cruzó de un salto el alféizar y aterrizó en el patio, cuatro varas más abajo. Sus ropajes blancos ondearon en la brisa. Se acercó a un centinela, le quitó la cimitarra y la movió, para comprobar su equilibrio.

—Ahora morirás, embustero —dijo el príncipe—. No eres ese conde muerto hace tanto tiempo; eres un impostor.

—¡Demuéstralo! Ven aquí. Soy el mejor espadachín que ha pisado el mundo, e hice retroceder a las hordas nadir. Rompí la espada de Joachim Sathuli. ¡Ven aquí y muere!

El príncipe se humedeció los labios y contempló los ojos llameantes del drenai. El sudor empezó a correrle por el rostro, y en aquel momento se supo condenado. De repente, la vida era demasiado valiosa, y él era demasiado importante para permitir que algún demonio infernal lo engañase para obligarlo a pelear. Su mano empezó a temblar. Sintió las miradas de los guerreros fijas en él. Echó una ojeada y vio que el patio estaba rodeado de sathuli, pero aun así, estaba solo. Ninguno acudiría en su ayuda. Tenía que atacar… Pero aquello significaba la muerte.

Lanzó un grito de furia y se lanzó hacia delante, alzando la cimitarra. Trepador le hundió la espada en el corazón. Después la sacó, y el cadáver cayó en las losas del patio.

—Ahora debes partir —dijo Magir, acercándose—. Te permitirán llegar a las montañas, pero después te seguirán para vengar esta muerte.

—Me da igual —dijo Trepador—. He venido a pedirles que me acompañen; si no me ayudan, estamos perdidos de todas formas.

—Tienes a los cheiam, amigo mío. Te seguiremos hasta el mismo infierno.

Trepador miró al príncipe muerto.

—Ni siquiera ha intentado pelear. Simplemente se ha precipitado hacia la muerte.

—Era un perro e hijo de un perro. —Magir escupió al cadáver—. No era digno de luchar contra ti, Conde, a pesar de ser el mejor espadachín de los sathuli.

—¿Eso es cierto? —dijo Trepador, estupefacto.

—Sí. Pero sabía que tú eres mejor, y eso lo venció antes de que se encargara tu espada.

—Era un idiota. Si sólo…

—Rek —le interrumpió Pagano—, es hora de partir. Voy a preparar los caballos.

—No. Quiero que enterremos a Belder antes de abandonar este lugar.

—Mis hombres se ocuparán —dijo Magir—. Pero tu amigo tiene razón. Pediré que nos traigan caballos; sólo hay una hora de camino de aquí a nuestro campamento. Allí descansaremos y debatiremos tus planes.

—¡Magir!

—¿Sí, mi señor?

—Gracias.

—Cumplo con mi deber, Conde. Pensé que no me gustaría tener que realizar esta misión, pues los cheiam no sentimos ningún aprecio por los guerreros drenai. Pero tú eres un hombre.

—Dime, ¿quiénes sois los cheiam?

—Somos los Bebedores de Sangre; los hijos de Joachim. Sólo adoramos a un dios: Shalli, el Espíritu de la Muerte.

—¿Cuántos sois?

—Sólo un centenar, Conde. Pero no te fijes en nuestro número, sino en el número de muertos que dejamos a nuestro paso.