Cafas se alejó de las tiendas y extendió en el suelo reseco la capa negra, como si fuera una manta. Se quitó el yelmo negro y lo dejó a un lado. Las estrellas brillaban, pero Cafas no disfrutaba mirándolas. La noche era fresca, y el aire, limpio, pero el templario odiaba estar en campo abierto. Echaba de menos el santuario del Templo y las orgías aliñadas con drogas; la música de la sala de tortura y el melodioso sonido de los lamentos de las víctimas. En aquel territorio desolado no podía disfrutar de tales placeres.
Se echó a reír.
Entre el torturador y la víctima se creaba una relación especial. Comenzaba con odio y desafío. Luego llegaban las lágrimas y los gritos; después, los ruegos. Y por último, cuando el espíritu se había quebrado, surgía algo parecido al amor. Cafas maldijo en voz alta y se levantó; el anhelo no hacía más que enfurecerlo.
Abrió un pequeño estuche que llevaba colgado del cinturón y extrajo una larga hoja de lorasio. La enrolló, se la metió en la boca y se puso a masticar lentamente. Cuando el jugo empezó a hacerle efecto, su mente pareció flotar; fue consciente de los sueños de los soldados dormidos y de los pensamientos lentos y ávidos de un tejón que se ocultaba en la maleza, a su derecha.
Bloqueó los pensamientos ajenos y rememoró una escena reciente, cuando habían llevado a una chiquilla a la sala de tortura…
Lo rodeó una sensación de incomodidad, y obligó a sus pensamientos a regresar el presente. Sus ojos escudriñaron las oscuras sombras de los árboles.
Una luz intensa fue creciendo ante él y acabó tomando la forma de un guerrero de armadura plateada. Una capa blanca le cubría los hombros, y su extremo oscilaba empujado por los vientos del Espíritu.
Cafas cerró los ojos y abandonó su cuerpo, empuñando una etérea espada negra y con un escudo oscuro en la otra mano. El guerrero desvió el golpe del templario y retrocedió un paso.
—Ven y muere —dijo Cafas—. Doce de los tuyos han muerto ya. ¡Ven a hacerles compañía!
El guerrero guardó silencio. A través de la rendija del casco sólo se podían distinguir unos ojos azules de mirada tranquila. La seguridad que emanaba del guerrero hizo mella en el corazón de Cafas; su escudo comenzó a empequeñecerse.
—¡No puedes tocarme! —gritó el templario—. El Espíritu es más poderoso que la Fuente. ¡Tus poderes no sirven de nada contra mí! —El guerrero meneó la cabeza—. ¡Maldito seas!
El escudo desapareció. El templario se lanzó hacia delante y golpeó fuertemente.
Acuas desvió la estocada con facilidad y clavó profundamente la espada en el pecho del templario. Cafas jadeó al sentir el toque helado en su cuerpo astral. Su alma se consumió y murió, y su cuerpo cayó al suelo.
Acuas se desvaneció. En el interior del bosque, a unos doscientos pasos, abrió los ojos y estuvo a punto de caer. Decado y Katán lo sostuvieron.
—Todos los centinelas templarios han muerto —dijo.
—¡Buen trabajo! —lo felicitó Decado.
—Su maldad me ha agotado. Basta con tocarlos para sentirse bajo el efecto de una maldición.
Decado regresó silenciosamente al lugar en que aguardaba Ananáis junto con un centenar de guerreros. Thorn estaba agazapado a la izquierda del general, y Galand, a su derecha. Cincuenta de los guerreros eran hombres de la Legión, y Ananáis albergaba dudas sobre su lealtad.
Aunque confiaba en el instinto de Decado, seguía siendo escéptico en cuanto al Talento de los Treinta. Aquella noche averiguaría si los legionarios estaban de su parte, y era incómodamente consciente de las espadas empuñadas a su alrededor.
Ananáis guió al grupo hasta el lindero del bosque. Al otro lado se alzaban las tiendas del ejército de Delnoch; un centenar, cada una de las cuales daba cobijo a seis soldados. Más allá de la zona de acampada estaban amarrados los caballos.
—Quiero a Breich vivo, y quiero esos caballos —susurró Ananáis—. Galand, coge a cincuenta hombres y encárgate de las monturas. Los demás, seguidme.
Comenzó a avanzar, agazapado, y los guerreros de armadura oscura se desplegaron tras él.
Cuando llegaron al pie de las primeras tiendas se dispersaron; los guerreros alzaban las lonas en silencio y se deslizaban sigilosamente al interior. Puñales afilados cortaban los cuellos de los soldados dormidos, que morían sin emitir ni un gemido.
En un extremo del campamento, un soldado se despertó a causa de las ganas de orinar; apartó la manta y salió de la tienda. Alcanzó a ver a un gigante con el rostro cubierto por una máscara negra que se dirigía hacia él, seguido por una veintena de soldados. Lanzó un grito… y murió.
Se desató el caos. Los soldados salían de las tiendas espada en mano. Ananáis liquidó a dos que le bloqueaban el paso y lanzó una maldición. La tienda de Breich, de seda azul con el emblema del caballo blanco que identificaba al heraldo de Drenai, se alzaba justo delante de él.
—¡A mí la Legión! —gritó, y echó a correr hacia la tienda.
Un soldado intentó ensartarlo con una lanza, pero Ananáis la esquivó, y su espada trazó un arco, golpeó con violencia al soldado y le hizo añicos las costillas. Ananáis siguió corriendo, apartó la lona que cubría la entrada de la tienda y entró en ella. Breich intentaba esconderse debajo del catre, pero Ananáis lo agarró del pelo y lo sacó a rastras.
El viejo Thorn corrió hacia Ananáis cuando lo vio salir.
—Tenemos un problemilla, Máscara Negra —dijo.
Los cincuenta guerreros de la Legión habían cerrado filas en torno a la tienda de Breich, pero estaban rodeados por los soldados de Delnoch, que sólo esperaban a recibir la orden para lanzarse contra ellos. Ananáis cogió a Breich por el cuello y se abrió camino hasta el frente de la línea.
—Ordénales que depongan las armas, o te liquido aquí mismo —siseó.
—¡Sí! ¡Sí! —gimió el hombrecillo, alzando las manos—. Soldados de Ceska, soltad las armas. Mi vida es demasiado valiosa para arriesgarla así. ¡Os ordeno que los dejéis marchar!
—¡Tu vida no vale una mierda, viejo! —dijo un templario oscuro que se había adelantado—. Tu misión consistía en convencer a estos perros para que abandonaran las montañas, y has fracasado.
El templario sacudió el brazo, y un puñal negro se hundió en el cuello de Breich. El anciano se tambaleó y cayó.
—¡Acabad con ellos! —gritó el templario, y los hombres de Delnoch cargaron.
Ananáis luchaba enconadamente, bloqueando golpes y contraatacando, atrayendo al enemigo hacia sí como la luz a las polillas. Sus espadas se movían más deprisa que la vista. Junto a él, los soldados de la Legión combatían con fiereza, y el viejo Thorn esquivaba ataques y clavaba su hoja con habilidad.
De repente, el retumbar de los cascos de los caballos se superpuso al entrechocar del acero, y la línea de Delnoch cedió al descubrir que unos refuerzos se sumaban a la refriega.
El grupo de Galand cayó sobre la retaguardia de Delnoch como un mazo, dispersando al enemigo. Ananáis había echado a correr, ordenando a los legionarios que lo siguieran, cuando una lanza se hundió en su costado. Soltó un gruñido y replicó con un tajo de revés que derribó a su atacante. Decado hizo que su montura corriese hacia Ananáis y tendió el brazo izquierdo; Ananáis se aferró a él y saltó a la grupa del caballo. Los legionarios los siguieron y abandonaron el campamento junto a los montañeses de Skoda. Ananáis miró hacia atrás, buscando a Thorn, y lo vio montado a caballo con Galand.
—¡Es un tipo duro! —dijo.
Decado guardó silencio. Acababa de recibir un informe de Balán, el encargado de la exploración en torno a Drenan para descubrir cómo iban los preparativos de la fuerza principal de Ceska. No llevaba buenas nuevas.
Ceska no había perdido el tiempo.
Los mezclados ya estaban en marcha, y era imposible que Tenaka Jan pudiera llegar con el ejército nadir a tiempo para interceptarlos.
Según el informe de Balán, el ejército llegaría a los valles de Skoda en cuatro días.
Lo único que podría hacer Tenaka sería vengarlos, pues no había ejército en la Tierra que pudiera resistir contra los hombres bestia de Ceska.
Ananáis entró cabalgando en la ciudad, manteniéndose erguido en la silla a pesar de que el agotamiento lo aplastaba como una losa. Había pasado un día y dos noches departiendo con los comandantes y los suboficiales, y los había informado sobre la marcha relámpago del ejército de Ceska. Muchos generales habrían ocultado aquella información, para evitar deserciones y descensos de la moral, pero Ananáis nunca había sido seguidor de esa escuela de pensamiento. Aquellos que se enfrentaban a la muerte tenían todo el derecho de saber cómo estaban las cosas.
Pero estaba agotado.
La ciudad aún estaba en calma, pues había amanecido apenas un par de horas antes, pero los chiquillos ya jugaban en las calles, y se interrumpían para ver pasar a Máscara Negra. El caballo estuvo a punto de tropezar en los lustrosos adoquines, y Ananáis le hizo alzar la cabeza y le palmeó el cuello.
—Casi tan cansado como yo, ¿eh, chico?
Un anciano enjuto y calvo salió de un huerto, a su derecha. Tenía el rostro enrojecido y la expresión airada.
—¡Tú! —gritó, señalando al jinete.
Ananáis hizo detenerse a su montura, y el anciano se acercó. Varios chiquillos se arremolinaron tras él.
—¿Quieres decirme algo, amigo?
—¡No soy amigo tuyo, carnicero! Sólo quiero que veas a estos críos.
—Bueno, pues ya los he visto. Parecen estar bien.
—Bien, ¿eh? Sus padres estaban bien, y ahora se pudren en la Sonrisa del Diablo. ¿Y para qué? ¡Para que puedas jugar con una espada reluciente!
—¿Has terminado?
—¡No, maldita sea! ¿Qué será de estos chicos cuando lleguen los mezclados? Yo fui soldado y sé que no podemos hacer frente a esas bestias infernales; que vendrán a la ciudad y acabarán con todos. ¿Qué les pasará a estos chicos entonces?
Ananáis golpeó suavemente los flancos de su caballo con los talones, y siguió avanzando.
—¡Eso es! —gritó el anciano—. ¡Aléjate del problema! Pero recuerda sus rostros, ¿me oyes?
Ananáis recorrió las calles hasta llegar al edificio del ayuntamiento. Salió un joven para hacerse cargo del caballo, y Ananáis subió los escalones de mármol.
Rayvan estaba sentada a solas en la sala del consejo, contemplando, como hacía a menudo, el desvaído mural. Había perdido peso últimamente. Volvía a llevar la cota de malla y el cinturón ancho, y tenía el pelo oscuro recogido en una coleta. Sonrió al ver entrar a Ananáis, y le hizo un gesto para que se sentase con ella.
—Bienvenido, Máscara Negra —dijo—. Si traes malas noticias, guárdatelas un rato; ya tengo bastantes por mi cuenta.
—¿Qué ha pasado?
Rayvan agitó una mano y cerró los ojos, incapaz de hablar. Después inspiró profundamente y soltó el aire muy despacio.
—¿Ya es de día? —preguntó.
—Sí, mi señora.
—¡Bien! Me apetece ver las montañas iluminadas por el sol; son una promesa de vida. ¿Has comido?
—No.
—Vamos a la cocina a buscar algo. Comeremos en el jardín de la torre.
Se sentaron a la sombra de un arbusto cubierto de flores. Rayvan había cogido una hogaza de pan negro y un trozo de queso, pero ninguno de los dos comía. Se sentían cómodos en silencio.
—Me he enterado de que tuviste suerte de salir con vida —dijo Rayvan al fin—. ¿Cómo tienes el costado?
—Me curo deprisa, mi señora. La herida no era profunda, y la sutura ha aguantado bien.
—Mi hijo Lucas… murió anoche. Hubo que cortarle una pierna, y la gangrena…
—Lo siento mucho —dijo Ananáis con voz apagada.
—Fue muy valiente. Ahora sólo me quedan Lago y Ravenna. Y pronto los perderé también a ellos. ¿Cómo hemos llegado a esto, Máscara Negra?
—No lo sé. Permitimos que un loco se hiciera poderoso.
—¿De verdad? Creo que ningún hombre puede disponer de más poder del que queramos darle. ¿Ceska puede mover montañas? ¿Puede apagar las estrellas? ¿Puede ordenar que caiga la lluvia? Sólo es un hombre, y si todo el mundo se negara a obedecerlo, caería. Pero nadie se niega, ¿no es cierto? Dicen que su ejército está formado por cuarenta mil hombres. Hombres. ¡Drenais! Y se disponen a marchar contra otros drenais. Al menos, en las guerras nadir sabíamos quién era el enemigo. Pero ahora no hay enemigos, sólo amigos que nos han dado la espalda.
—No sé qué decir —replicó Ananáis—. No tengo las respuestas. Deberías haberle preguntado a Tenaka; yo soy un simple guerrero. Un maestro que tuve me explicó que todos los cazadores tienen los ojos dirigidos al frente: leones, halcones, lobos, hombres… Y que todas las presas los tienen apuntando a los lados para tener más posibilidades de ver acercarse a los cazadores. Me dijo que un hombre no es distinto de un tigre: somos asesinos natos, y seguimos los dictados del instinto. Incluso nuestros héroes son una muestra de nuestro amor por la guerra. Druss fue la mayor máquina de matar de todos los tiempos, y es su retrato el que contemplas en la sala del consejo.
—Es cierto —dijo Rayvan—. Pero hay una diferencia entre Druss y Ceska. El Legendario siempre luchó por la libertad de los demás.
—No te engañes, Rayvan. Druss peleaba porque le gustaba pelear; era lo que mejor se le daba. Estudia su historia. Viajó al este y combatió a las órdenes de Gorben el tirano; el ejército de Gorben arrasó pueblos, ciudades y países. Druss tomó parte en todo eso, y no intentó ampararse con excusas. Tú tampoco deberías.
—¿Estás diciendo que nunca han existido los héroes auténticos?
—No sabría reconocer a un héroe ni aunque me patease el culo. Escúchame, Rayvan: la bestia anida en el interior de todos nosotros. Intentamos comportamos lo mejor que podemos, pero a menudo somos malvados, mezquinos o crueles sin necesidad. No tenemos esa intención, pero… La mayoría de los héroes a los que recordamos son recordados, precisamente, porque salieron victoriosos. Para vencer hay que ser implacable y decidido. Druss era así, y por eso no tenía amigos; sólo admiradores.
—¿Podremos vencer, Ananáis?
—No, pero podemos dejar las fuerzas de Ceska suficientemente maltrechas para que a otro que llegue después le resulte posible derrotarlas. No viviremos para ver el regreso de Tenaka; Ceska ya se ha puesto en marcha. Pero podemos frenarlo, hacer que sufra pérdidas, romper el aura de invulnerabilidad que rodea a los mezclados.
—Pero ni siquiera el Dragón fue capaz de plantar cara a las bestias.
—El Dragón fue traicionado y atrapado en campo abierto, y muchos de sus integrantes eran ancianos; quince años son mucho tiempo. No eran el auténtico Dragón. Nosotros lo somos y, por los dioses, ¡lo vamos a demostrar!
—Lago ha creado unas cuantas armas que desea mostrarte.
—¿Dónde está?
—En los viejos establos del barrio sur. Pero descansa un poco antes de ir a verlo; pareces agotado.
—De acuerdo. —Se levantó y se tambaleó ligeramente. Se echó a reír—. Me hago viejo, Rayvan.
Comenzó a alejarse, pero se detuvo, regresó junto a la mujer y le puso una mano en el hombro.
—No se me dan bien las condolencias, mi señora, pero siento lo de Lucas. Era un buen hombre, y digno hijo de su madre.
—Vete a descansar. Cada vez queda menos tiempo, y necesitarás hacer acopio de fuerzas. Dependo de ti… Todos dependemos de ti.
Cuando el guerrero se marchó, Rayvan se acercó al parapeto y contempló las montañas.
Sentía la muerte muy cerca.
Y no le importaba.
Tenaka Jan estaba ciego de cólera. Tenía las manos sujetas con tiras de cuero, y lo habían atado al tronco de un olmo. Ante él había cinco hombres sentados en torno a una hoguera, registrando sus alforjas. Habían encontrado el oro que llevaba, y en aquel momento estaba a los pies del jefe, un bandido tuerto, enjuto y huraño. Tenaka parpadeó para limpiarse la sangre que le entraba en el ojo derecho, e intentó no hacer caso del dolor de las heridas.
Mientras cabalgaba por un bosque, concentrado en sus pensamientos, una piedra lanzada con honda le había golpeado la cabeza y lo había hecho caer del caballo, casi inconsciente. Se las había apañado para desenvainar la espada cuando los forajidos cayeron sobre él, y había logrado matar a uno antes de que los demás lo derribaran a golpes. Las últimas palabras que oyó antes de perder el sentido fueron: «Mató a mi hermano. No lo matéis, lo quiero vivo».
Y allí estaba, a menos de cuatro días de Skoda, atado a un árbol y a punto de tener una muerte horrible. Sacudió las ataduras, enfermo de frustración, pero las cuerdas habían sido amarradas con pericia. Le dolían las piernas y le ardía la espalda.
El bandido tuerto se levantó y se acercó al árbol con expresión sombría.
—¡Mataste a mi hermano, sucio bárbaro!
Tenaka guardó silencio.
—Pagarás por ello —prosiguió el bandido—. Te cortaré en pedazos, los asaré en el fuego y te los haré comer. ¿Qué te parece?
Tenaka siguió sin hacer caso, y el otro hombre disparó un puño. Tenaka tensó los músculos del vientre al ver llegar el golpe, pero a pesar de ello, el dolor fue terrible. Inclinó la cabeza y recibió un puñetazo en la cara.
—¡Habla, basura nadir! —siseó el forajido.
Tenaka escupió una flema sanguinolenta y se lamió el labio magullado.
—Hablarás; vaya si hablarás. Antes de que amanezca haré que cantes.
—¡Arráncale los ojos, Baldur! —dijo un bandido.
—No. Quiero que lo vea todo.
—Pues sólo uno, entonces —aconsejó el otro.
—Sí —dijo Baldur—. Quizá uno sí. —Desenvainó el cuchillo y se acercó a Tenaka—. ¿Te apetece tener un ojo colgando por la mejilla, nadir?
Un aullido fantasmal perforó el silencio nocturno.
—Por los siete infiernos, ¿qué ha sido eso? —dijo Baldur, girando en redondo. Varios bandidos hicieron el gesto del cuerno protector y echaron mano a las armas.
—Ha sonado cerca —dijo un tipo bajo de barba pelirroja.
—Un puma, quizá. Por el sonido, podría ser un puma —dijo Baldur—. Echad más leña al fuego.
Dos bandidos comenzaron a recoger ramas secas.
—¿Has oído ese sonido alguna vez, nadir? —preguntó Baldur, volviéndose hacia Tenaka, que asintió—. ¿Qué es?
—Un demonio del bosque —dijo Tenaka.
—¡No digas estupideces! He pasado toda mi vida en los bosques.
Tenaka se encogió de hombros.
—Sea lo que sea, no me gusta —continuó Baldur—, así que quizá no mueras tan despacio como planeaba. Te rajaré las tripas y dejaré que te desangres. Quizá se encargue de ti el demonio del bosque.
El brazo del bandido se echó hacia atrás…
Una flecha con plumas negras le atravesó el cuello y, durante un instante, Baldur se quedó inmóvil, estupefacto. Dejó caer el cuchillo y alzó la mano lentamente hasta tocar el astil. Abrió los ojos desmesuradamente mientras le cedían las rodillas, y cayó. Otra flecha atravesó el claro y se hundió en el ojo derecho del bandido de la barba roja, que cayó al suelo, gritando. Los tres supervivientes echaron a correr hacia el bosque, buscando refugio y abandonando las armas.
Durante un rato reinó el silencio, hasta que una figura salió de entre los árboles empuñando un arco. Vestía una túnica corta y calzas de cuero marrón claro, y una capucha verde le cubría el pelo. Una espada corta y ligera le colgaba de un costado.
—¿Qué tal estás, Tenaka? —dijo Renia con delicadeza.
—Me alegro de verte, la verdad —dijo Tenaka—. Suéltame.
—¿Que te suelte? —Se agachó ante la hoguera—. Por favor, seguro que un hombretón como tú no necesita la ayuda de una mujer.
—No es buen momento para discutir, Renia. Desátame.
—¿Y después podré ir contigo?
—Por supuesto —respondió Tenaka, consciente de que no tenía elección.
—¿Seguro que no seré una molestia?
Tenaka apretó los dientes, esforzándose por contener la irritación. Renia se acercó al árbol y cortó las ataduras con la espada. Tenaka se tambaleó y cayó al librarse de la sujeción de las cuerdas, y Renia lo ayudó a acercarse al fuego.
—¿Cómo me has encontrado?
—No ha sido muy difícil. ¿Cómo estás?
—Vivo. ¡Por los pelos! Debería haber sido más cuidadoso.
Renia alzó la cabeza, y las aletas de su nariz se agitaron.
—Vuelven —dijo.
—¡Maldita sea! Pásame la espada.
Pero no hubo respuesta. Tenaka miró a su alrededor, pero la joven se había desvanecido entre las sombras. Tenaka maldijo y se puso en pie. Se dirigió con paso inseguro al otro lado de la hoguera, donde tenía la espada. No estaba en condiciones de pelear.
Se volvió a oír aquel aullido terrorífico, y a Tenaka se le heló la sangre. Entonces, Renia apareció de nuevo en el claro, sonriendo alegremente.
—Han echado a correr tan deprisa que no creo que se detengan antes de llegar al mar —dijo—. ¿Por qué no duermes un poco?
—¿Cómo has hecho eso?
—Nada, un truquillo.
—Te había subestimado —dijo Tenaka, tendiéndose junto al fuego.
—Como todos los hombres desde el principio de los tiempos.
Al día siguiente, hacia el anochecer, Renia y Tenaka avistaron la fortaleza abandonada de Dros Corteswain, cubierta parcialmente por la sombra de las montañas de Delnoch. Construida como defensa ante una posible invasión vagriana en los tiempos de Egel, el primer Conde de Bronce, el lugar había estado abandonado durante los últimos cuarenta años. La ciudad que se había levantado a su alrededor estaba igualmente desierta.
—Inquietante, ¿verdad? —dijo Renia, adelantando a su yegua gris hasta situarse junto a Tenaka.
—Corteswain siempre fue una estupidez —respondió Tenaka, recorriendo con la mirada los parapetos sombríos—. Fue el único error de Egel; es la única fortaleza de Drenai que jamás ha presenciado una batalla.
Los cascos de los caballos resonaron en la noche mientras cruzaban la entrada principal. La madera de los portones había desaparecido hacía mucho tiempo, y el hueco abierto en la piedra semejaba una boca desdentada.
—¿No podemos acampar fuera? —preguntó Renia.
—Hay demasiados demonios del bosque —dijo Tenaka sonriendo; se inclinó para esquivar el golpe que le lanzó Renia.
—¡Alto! —dijo una voz temblorosa.
Tenaka entrecerró los ojos. En el centro de la entrada había aparecido un anciano cubierto con una cota de malla oxidada. Empuñaba una alabarda con la punta rota. Tenaka tiró de las riendas y detuvo al caballo.
—¡Dime tu nombre, jinete! —dijo el anciano.
—Soy el Danzarín de las Espadas. Esta es mi mujer.
—¿Amigo o enemigo?
—No soy una amenaza para ningún hombre que no nos amenace a nosotros.
—Entra, pues —dijo el anciano—. El gan dice que está bien.
—¿Eres el gan de Dros Corteswain?
—No. Este es el gan —dijo el anciano, señalando el espacio vacío que había a su lado—. ¿No lo ves?
—¡Por supuesto! Discúlpame. Transmítele mis saludos a tu comandante.
Tenaka cruzó la puerta y desmontó, y el anciano se le acercó cojeando. Aparentaba unos ochenta años o más, y el pelo ralo y fino le cubría como una niebla el amarillento cuero cabelludo. Tenía las mejillas hundidas, y unas ojeras azuladas se extendían bajo los ojos llorosos.
—¡No hagas movimientos bruscos! —advirtió—. Observa los parapetos. Los arqueros vigilan cada paso que das.
Tenaka alzó la mirada. La muralla estaba desierta, con excepción de unas cuantas palomas dormidas.
—Muy eficientes —dijo—. ¿Hay algo de comer?
—Oh, sí. Para aquellos que son bienvenidos.
—¿Nosotros lo somos?
—El gan dice que tienes aspecto de nadir.
—Lo soy, es cierto, pero tengo el honor de servir en el ejército de Drenai. Soy Tenaka Jan, miembro del Dragón. ¿Tendrías la amabilidad de presentarme al gan?
—Hay dos —dijo el anciano—. Este es el gan Orrin; es el primer gan. Hogun es nuestro explorador.
Tenaka se inclinó respetuosamente.
—He oído hablar del gan Orrin —dijo—. Os felicito por vuestra defensa de Dros Delnoch.
—El gan dice que eres bienvenido, y puedes reunirte con él en sus aposentos. Yo soy su ayudante. Me llamo Ciall; dun Ciall.
El anciano dejó a un lado la alabarda rota y se alejó en dirección a la torre sumida en sombras. Tenaka aflojó la cincha del caballo y le permitió vagar en busca de pasto. Renia lo imitó, y ambos marcharon en pos del dun Ciall.
—¡Está loco! —dijo Renia—. Aquí no hay nadie.
—Parece inofensivo, y debe de tener comida. Nos conviene ahorrar cuanto podamos de las provisiones que llevamos. Escucha: ese hombre ha mencionado a los gans que estaban en Dros Delnoch cuando mi antepasado luchó contra Ulric. Orrin y Hogun estuvieron al mando antes de que Rek se convirtiera en el Conde de Bronce. Síguele la corriente; es lo mínimo que podemos hacer por él.
En los aposentos del gan, Ciall había preparado una mesa para los tres. Había dejado una jarra de vino tinto en el centro, y una olla burbujeaba en el fuego. El anciano llenó los platos con manos temblorosas, dirigió una oración a la Fuente y comenzó a comer con una cuchara de madera. Tenaka probó el guiso; un poco amargo, pero no estaba mal.
—Todos están muertos —dijo Ciall—. No estoy loco. Sé que murieron, pero siguen aquí.
—Si tú los ves, es que están —dijo Renia.
—¡No me hables como si fuera idiota! Los veo, y me cuentan historias… Historias maravillosas. Y me perdonaron. La gente no, pero los fantasmas son mejores personas. Saben más. Saben que un hombre no puede ser fuerte todo el tiempo… Saben que hay ocasiones en que no se puede evitar echar a correr. Me perdonaron, y dijeron que podía ser soldado. Confiaron en mí para que guardara la fortaleza.
De repente, apretó los párpados y se llevó la mano al costado. Renia lo miró y vio que la sangre goteaba sobre el banco de madera.
—Estás herido —dijo.
—No es nada. No lo noto… Ahora soy un buen soldado; me lo han dicho.
—Quítate la cota —dijo Tenaka.
—No. Estoy de servicio.
—¡Quítatela, te digo! —estalló Tenaka—. ¡Soy gan, y no toleraré faltas de disciplina mientras esté aquí!
—Sí, mi señor —dijo Ciall, e intentó desabrochar las viejas correas. Renia lo ayudó, y por fin consiguieron quitar la cota. El anciano guardó silencio. Tenía la espalda en carne viva, cubierta de marcas de latigazos. Renia rebuscó en los cajones y encontró una camisa vieja.
—Voy a por agua —dijo.
—¿Quién te ha hecho eso, Ciall? —preguntó Tenaka.
—Jinetes… ayer. Buscaban a alguien. —Los ojos del anciano brillaron—. Te buscaban, príncipe nadir.
—Imagino que sí.
Renia regresó con un cazo de cobre lleno de agua. Limpió con delicadeza la espalda del anciano, y después hizo tiras con la camisa y vendó las heridas más profundas.
—¿Por qué te azotaron? ¿Creían que sabías algo de mí?
—No —respondió Ciall con tristeza—. Creo que lo hicieron sólo para divertirse. Los fantasmas no pudieron hacer nada, pero sufrieron por mí. Me dijeron que me comporté valerosamente.
—¿Por qué estás aquí, Ciall? —le preguntó Renia.
—Huí, mi señora. Cuando atacaron los nadir, huí. Y no había ningún otro lugar adonde ir.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Mucho, mucho tiempo. Años, seguramente. Aquí estoy bien; hay mucha gente con la que puedo hablar. Me perdonaron, ¿sabéis? Y mi tarea es importante.
—¿Cuál es esa tarea? —preguntó Tenaka.
—Custodio la piedra de Egel. Está junto a la entrada, y se dice que el imperio Drenai caerá cuando se abandone la guardia de Corteswain. Egel sabía cosas… Estuvo aquí, pero no se me permitió verlo. Hacía poco que había llegado, y los fantasmas aún no confiaban en mí.
—Vete a dormir, Ciall —dijo Tenaka—. Necesitas descansar.
—Antes debo ocultar vuestros caballos —dijo Ciall—. Los jinetes regresarán.
—Yo me encargaré —le aseguró Tenaka—. Renia, mételo en la cama.
—No puedo dormir aquí; es el lecho del gan.
—Orrin dice que puedes; ha ido a ver a Hogun y se quedará en sus aposentos esta noche.
—Es un buen hombre —dijo Ciall—. Estoy orgulloso de servir a sus órdenes. Todos son buenos hombres, a pesar de estar muertos.
—Descansa, Ciall. Hablaremos por la mañana.
—¿Eres el príncipe nadir que dirigió el ataque contra los ventrianos en Purdol?
—Sí.
—¿Me perdonas?
—Te perdono, Ciall. Duerme.
El ruido de cascos de caballos contra las losas del patio de armas despertó a Tenaka. Apartó la manta, despertó a Renia, y ambos se acercaron con cautela a la ventana. En el patio había una veintena de jinetes que lucían la capa roja de Delnoch y llevaban la cabeza cubierta con un casco de bronce reluciente, rematado con crines negras. Los comandaba un individuo alto con la barba recortada en forma de tridente, y junto a él se hallaba uno de los bandidos que habían asaltado a Tenaka.
Ciall salió al patio cojeando, empuñando la alabarda rota.
—¡Alto! —dijo. Su llegada rompió la tensión, y los jinetes se echaron a reír.
El jefe alzó una mano para ordenar silencio y se inclinó sobre el cuello del caballo.
—Buscamos a dos jinetes, viejo. ¿Están aquí?
—No sois bienvenidos a esta fortaleza. El gan ordena que os marchéis.
—¿No aprendiste la lección el otro día, idiota?
—¿Debo obligaros a marchar? —replicó Ciall.
El bandido dijo algo al oído del comandante, que asintió y se giró en la silla.
—El rastreador dice que están aquí. Coged al viejo y hacedlo hablar.
Dos jinetes empezaron a desmontar. Ciall lanzó un grito de guerra y corrió hacia el comandante, que aún estaba mirando hacia atrás cuando la alabarda rota se hundió en su costado. Soltó un aullido y estuvo a punto de caer. Ciall liberó el arma y la clavó de nuevo, pero un jinete bajó la lanza y espoleó a su montura, y el anciano fue levantado en vilo por la punta de acero que se hundió en su pecho. La lanza se rompió, y el anciano cayó sobre las losas.
El comandante se acomodó en la silla como pudo.
—Sacadme de aquí, ¡me estoy desangrando!
—¿Y los jinetes? —preguntó el rastreador.
—¡Al infierno con ellos! Tenemos soldados en todo el camino de aquí a Delnoch, y no podrán escapar. ¡Sacadme de aquí!
El rastreador cogió las riendas del caballo del comandante, y el grupo cruzó la puerta. Tenaka bajó corriendo al patio y se arrodilló ante Ciall. El anciano estaba herido de muerte.
—Lo has hecho muy bien, dun Ciall —le dijo, sujetándole la cabeza.
Ciall sonrió.
—Ha ocurrido —dijo—. La Piedra…
—Pero tú seguirás aquí, con el gan y los demás.
—Sí. El gan tiene un mensaje para ti, pero no lo comprendo.
—¿Cuál es el mensaje?
—Dice que busques al Rey Oculto. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—En otros tiempos tuve una esposa… —susurró Ciall. Y murió.
Tenaka cerró los ojos del anciano, cogió en brazos el frágil cuerpo, lo llevó al pie de la torre de la entrada, lo dejó junto a la Piedra de Egel y le colocó la alabarda rota en las manos.
—Anoche rezó a la Fuente —dijo Tenaka—. No soy suficientemente sabio para creer en ningún dios, pero si estás ahí, te ruego que tomes su alma a tu servicio. Era un hombre bueno.
Renia aguardaba en el patio.
—Pobre hombre —dijo. Tenaka la abrazó y la besó en la frente.
—Es hora de irse —dijo.
—Ya lo has oído: hay jinetes por todas partes.
—Primero tendrían que vernos, y después tendrían que atrapamos. Estamos a una hora de las montañas, y no van a seguirme adonde pienso ir.
Cabalgaron durante toda la mañana, siguiendo los linderos de los bosques cuando podían y avanzando con cautela cuando tenían que ir por terreno abierto, evitando destacar en el paisaje. En dos ocasiones vieron grupos de jinetes a lo lejos. A mediodía habían alcanzado las estribaciones de los montes de Delnoch, y Tenaka abrió la marcha a través de la montaña. A la puesta de sol, los caballos estaban agotados. Desmontaron y buscaron un lugar donde acampar.
—¿Estás seguro de que podremos pasar por aquí? —preguntó Renia, envolviéndose en la capa.
—Sí, pero puede que no podamos cruzar con los caballos.
—Hace frío.
—Hará más aún. Todavía tenemos que superar casi mil varas de desnivel.
Pasaron la noche abrazados bajo las mantas. Tenaka tuvo un sueño inquieto; había emprendido una tarea abrumadora. No sabía por qué iban a seguirlo los nadir; lo odiaban más aún que los drenai. Era un guerrero entre dos mundos.
Abrió los ojos violeta y contempló las estrellas, esperando al amanecer, que llegó en todo su esplendor bañando el cielo de tintes carmesí, como si fuera una gigantesca herida que se fuera abriendo desde el este.
Tras un desayuno frugal, Tenaka y Renia se pusieron en marcha y ascendieron cada vez más.
Aquella mañana tuvieron que desmontar en tres ocasiones y llevar a los caballos de las riendas por la senda cubierta de nieve. Muy por debajo de ellos, Renia alcanzó a ver las capas rojas de los jinetes de Delnoch.
—¡Nos han encontrado! —gritó.
Tenaka se giró.
—Están demasiado lejos. No te preocupes por ellos.
Una hora antes de la puesta de sol coronaron un risco. Ante ellos, el terreno se convertía en una peligrosa bajada. A la izquierda distinguieron una senda estrecha que descendía pegada a una pared escarpada de roca helada. El tramo más ancho no alcanzaría ni dos pasos.
—¿Vamos a ir por ahí? —preguntó Renia.
—Sí.
Tenaka hizo avanzar a su montura. En una ocasión, el caballo resbaló, pero consiguió recuperar el equilibrio. Tenaka le hizo alzar la cabeza y comenzó a hablarle en voz baja, para tranquilizarlo. La pierna izquierda de Tenaka rozaba la pared de roca; la derecha, prácticamente colgaba sobre el abismo. No se atrevió a girar para ver si lo seguía Renia, para no desequilibrar al caballo, que siguió avanzando lentamente, con las orejas pegadas al cráneo y los ojos muy abiertos a causa del miedo. A diferencia de los caballos nadir y sathuli, no estaba habituado a las montañas.
La senda continuaba bordeando la pared rocosa, ensanchándose en algunos puntos y estrechándose aterradoramente en otros. Al final llegaron a un lugar donde cortaba el paso una pendiente cubierta de hielo. Tenaka tenía el espacio justo para bajarse de la silla. Desmontó, se acercó muy despacio hasta el lugar donde comenzaba el hielo, se arrodilló y lo examinó. La superficie estaba cubierta de nieve recién caída, pero bajo aquella capa era dura y brillante.
—¿Podemos volver atrás? —dijo Renia.
—No. No hay espacio suficiente para que los caballos den la vuelta, y los jinetes de Delnoch habrán descubierto nuestro rastro. Debemos seguir.
—¿Por ahí?
—Llevaremos a los caballos de las riendas —dijo Tenaka—, pero si empiezan a resbalar, no intentes sujetarlos, ¿entendido?
—Esto es una estupidez —dijo Renia, mirando las rocas del fondo del precipicio.
—No puedo estar más de acuerdo —replicó Tenaka con un gesto de aprensión—. Mantente pegada a la pared y no te enrolles las riendas en la mano; sujétalas sin mucha fuerza. ¿Preparada?
Tenaka avanzó sobre el hielo resbaladizo, apoyando los pies con mucho cuidado en la nieve que lo cubría. Tiró suavemente de las riendas, pero el caballo se negó a avanzar. Tenía los ojos desorbitados de temor, y estaba al borde del pánico. Tenaka retrocedió, le pasó un brazo alrededor del cuello y le habló suavemente.
—No te costará trabajo —susurró—. Eres valiente. Es sólo un tramo difícil, pero estaré contigo. —Siguió diciéndole cosas por el estilo durante un rato, mientras lo acariciaba y le daba palmaditas en el cuello—. Confía en mí; avanza un poco más.
Tenaka volvió a avanzar pendiente abajo y tiró suavemente de las riendas. El caballo lo siguió. Lentamente, con mucho cuidado, abandonaron la seguridad del sendero.
El caballo de Renia resbaló ligeramente, pero consiguió afirmar los cascos. Tenaka oyó el raido que causaron, pero no podía mirar atrás. La piedra se hallaba a apenas un palmo, pero cuando Tenaka puso el pie en ella, su caballo resbaló y relinchó aterrorizado. Tenaka sujetó las riendas con fuerza con la mano derecha, y con la izquierda se aferró a un saliente rocoso.
El caballo comenzó a deslizarse hacia el precipicio; Tenaka sintió como se le tensaban los músculos de la espalda, y le pareció que se le iban a dislocar los dos brazos. Quería soltar las riendas, pero le resultaba imposible. Instintivamente se había enrollado la tira de cuero en torno a la muñeca, y si el caballo caía, lo arrastraría.
De repente, los cascos del caballo se afirmaron en una sección de roca firme, y con la ayuda de su amo, regresó a la senda. Tenaka se apoyó en la pared del precipicio. El caballo resopló, y el guerrero le palmeó el cuello. Le sangraba la muñeca en el lugar en el que la rienda le había rasgado la piel.
—¡Estúpido! —le dijo Renia cuando su montura y ella alcanzaron la seguridad del sendero.
—Tienes razón —aceptó Tenaka—, pero lo hemos conseguido. A partir de aquí, el camino se ensancha y deja de ser peligroso, y dudo mucho que los drenai se atrevan a seguimos.
—Creo que eres afortunado, Tenaka Jan, pero no agotes toda tu suerte antes de que encontremos a los nadir.
Acamparon en una oquedad y dieron de comer a los caballos antes de encender una hoguera con la leña que habían transportado. Tenaka se quitó el jubón de cuero y se tumbó en una manta, junto al fuego, mientras Renia le masajeaba la espalda. El esfuerzo realizado para evitar que el caballo se despeñase lo había dejado agotado, y apenas era capaz de mover el brazo derecho. Renia le tanteó con cuidado el omoplato y los músculos que lo rodeaban.
—Estás hecho polvo —dijo—. Tienes la espalda llena de magulladuras.
—Ya lo noto, no te creas.
—Te estás haciendo viejo para esto —dijo Renia con tono travieso.
—¡Nadie es mayor de lo que se siente! —protestó él.
—¿Y cómo te sientes?
—Como si tuviera noventa años —reconoció.
Renia lo tapó con una manta, se sentó mirando al exterior de la cueva y contempló la noche. El lugar era tranquilo, lejos de la guerra y de sus preparativos. La verdad era que no le importaba todo aquello sobre destronar a Ceska; simplemente quería estar junto a Tenaka Jan. Los hombres eran estúpidos; desconocían la realidad de la vida.
El amor era lo que importaba. El amor de una persona hacia otra; el contacto de las manos y los corazones; la sensación de pertenencia y la alegría de compartir. Siempre habría tiranos; la humanidad parecía incapaz de existir sin ellos, pues sin tiranos no habría héroes. Y la humanidad no podía vivir sin héroes.
Se abrigó con la capa y alimentó el fuego con la leña que quedaba. Tenaka dormía con la cabeza apoyada en la silla de montar.
—¿Dónde estarías sin Ceska, amor mío? —le preguntó, sabiendo que no podía oírla—. Creo que lo necesitas más que a mí.
Tenaka abrió los ojos y le dedicó una sonrisa somnolienta.
—No es verdad —dijo, y volvió a cerrar los ojos.
—Mentiroso —le dijo Renia, acostándose junto a él.