CATORCE

Pasaron seis días sin que hubiera señales de actividad enemiga en el límite oriental de Skoda. Los refugiados fueron llegando a las montañas, con relatos de torturas, hambrunas y otros horrores. Los Treinta examinaban a los recién llegados lo mejor que podían, y rechazaban a los que mentían o simpatizaban en secreto con Ceska.

El número de refugiados creció día a día, mientras que los territorios circundantes iban quedando abandonados. Se levantaron campamentos en varios valles, y Ananáis comenzó a verse desbordado por los problemas relativos a las provisiones y las condiciones de salubridad. Rayvan se hizo cargo de parte de la tarea; organizó a los refugiados en cuadrillas de trabajo y les ordenó cavar letrinas y construir refugios para los más ancianos y los enfermos.

Casi todos los jóvenes se presentaron voluntarios para unirse al ejército, y Galand, Parsal y Lago los seleccionaron y distribuyeron entre la milicia de Skoda.

Pero todo el mundo solicitaba la atención de Máscara Negra, el gigante vestido de oscuro. Lo llamaban el Terror de Ceska, y entre los recién llegados había juglares que crearon sagas que comenzaron a extenderse, por las noches, en torno a las hogueras de campamento. A Ananáis le resultaba irritante, pero no lo dejó ver, pues sabía cuán valiosas serían esas historias para mantener la moral en los días venideros.

Todas las mañanas, el guerrero recorría las montañas a caballo, estudiando los valles y las laderas, comprobando la situación de los pasos, y calculando distancias y posibles direcciones de ataque. Hizo que los montañeses cavaran trincheras y construyeran parapetos, y que desplazasen rocas para mejorar la defensa. En distintos lugares se ocultaron reservas de flechas y lanzas, y se colgaron sacos de comida de las ramas de los árboles, ocultos por el follaje. Cada comandante conocía al menos la posición de tres de aquellas reservas.

Al anochecer, Ananáis llamaba a los comandantes. En torno al fuego, escuchaba sus informes sobre el entrenamiento del día y los animaba a exponer ideas, estrategias y planes. Tomaba nota cuidadosamente de quiénes eran los que participaban y se quedaba un rato con ellos después de haber despedido al resto. Lago, pese a su fervor idealista, había resultado ser un buen táctico, y sus ideas eran prácticas. Conocía a la perfección el territorio, lo que resultaba muy útil para Ananáis. Galand era un guerrero hábil, y los hombres lo respetaban; era firme, digno de confianza y leal. Parsal, el hermano de Galand, no era tan inteligente, pero su valor estaba más allá de toda duda. A aquellos tres, que formaban su círculo interno, añadió a dos montañeses: Turs y Thorn. Eran tipos solitarios y taciturnos que se habían ganado la vida dirigiendo ataques al otro lado de la frontera vagriana, robando ganado y caballos que intercambiaban por otros bienes en los valles del este. Turs era joven y lleno de ardor; su hermano y dos de sus hermanas habían muerto en el ataque que provocó la rebelión de Rayvan. Thorn era un individuo de mediana edad, de piel curtida y enjuto como un lobo. Los montañeses de Skoda los respetaban, y guardaban silencio cuando hablaban.

Fue Thorn quien le llevó a Ananáis la noticia de la aparición del heraldo, siete días después de la partida de Tenaka. Ananáis estaba recorriendo la ladera oriental del monte Carduil cuando Thorn lo encontró. Ambos galoparon hacia el este, y sus caballos estaban cubiertos de sudor cuando por fin llegaron al valle del Alba, donde los aguardaban Decado y seis de los monjes. Los acompañaban unos doscientos montañeses.

Desde la posición que ocupaban escrutaron la llanura. Ananáis trepó a una peña rocosa. Ante él, en la pradera, se hallaban seiscientos guerreros que vestían la capa roja de Delnoch. En el centro, montado en un caballo blanco, avanzaba un anciano que lucía una larga barba blanca e iba vestido con ropajes azul claro. Ananáis lo reconoció y sonrió agriamente.

—¿Quién es? —le preguntó Thorn.

—Se llama Breich. Lo apodan el Superviviente. No me sorprende que esté aquí; ha sido consejero durante más de cuarenta años.

—Debe de ser leal a Ceska —dijo Thorn.

—Es leal a cualquiera que mande, pero ha sido una buena elección; es un patricio y un diplomático. Si quiere convencerte de que los lobos ponen huevos, acabarás creyéndolo.

—¿Llamamos a Rayvan?

—No. Yo hablaré con él.

En aquel instante, seis guerreros se adelantaron y flanquearon al anciano consejero. Llevaban capa y armadura negra. Ananáis los vio alzar la mirada y, cuando los ojos de aquellos hombres se clavaron en él, sintió que se le helaba la sangre.

—¡Decado! —gritó al notar el golpe del miedo. De inmediato sintió que lo envolvía una amistosa calidez, mientras Decado y los seis monjes usaban sus poderes para escudarlo.

Ananáis, furioso, le gritó a Breich que se acercase. El anciano vaciló, pero un templario se inclinó hacia él, e hizo avanzar a su montura para subir torpemente la empinada cuesta.

—¡Es suficiente! —dijo Ananáis, adelantándose.

—¿Eres tú, Dorado? —preguntó Breich con voz grave y sonora. Tenía los ojos marrones y una mirada amistosa. Quizá demasiado.

—Así es. Di lo que hayas venido a decir.

—No es necesario que nos tratemos con aspereza, Ananáis. ¿No fui el primero en alabarte cuando te concedieron honores por tus victorias? ¿No fui quien procuró tu incorporación al Dragón? ¿No fui el padrino de tu madre?

—Fuiste todo eso y más, viejo. Pero ahora eres el lacayo servil de un tirano, y el pasado está muerto.

—Juzgas mal a mi señor Ceska; sólo desea el bien de los drenai. Son tiempos duros, Ananáis; muy duros. Nuestros enemigos nos hacen la guerra subrepticiamente, y la gente pasa hambre. Ni uno solo de los reinos que nos rodean desea que prospere Drenai, pues ello significaría el fin de su corrupción.

—¡Ahórrame esas tonterías, Breich! No me apetece perder el tiempo discutiendo contigo. ¿Qué quieres?

—Me doy cuenta de que las terribles heridas que sufriste te han amargado, y lo lamento. ¡Traigo el indulto real! Mi señor se siente profundamente dolido ante las acciones que has realizado en su contra, pero tus méritos pasados te han granjeado un lugar en su corazón. En tu honor, ha extendido el indulto a todos aquellos que hayan luchado en Skoda. Más aún: ha prometido estudiar personalmente todas las quejas que tengas, reales o imaginarias. ¿Acaso podría ser más justo?

Breich había alzado la voz para que los montañeses pudieran oírlo, y su mirada recorrió la línea de defensores, vigilando sus reacciones.

—Ceska no reconocería la justicia ni aunque le mordiese el culo —dijo Ananáis—. ¡Es una víbora!

—Comprendo tu odio, Ananáis. Basta con mirarte. Cubierto de cicatrices, deforme… Inhumano. Pero aún debe de quedar un resto de humanidad en ti. ¿Por qué vas a permitir que tu odio arrastre a miles de inocentes a una muerte horrible? ¡No puedes vencer! Los mezclados se están reuniendo, y no hay un ejército sobre la faz de la tierra que pueda hacerles frente. ¿Quieres que la desolación caiga sobre las cabezas de esta gente? ¡Mira en tu corazón!

—No voy a discutir contigo, viejo. Hay guerreros detrás de ti, y entre ellos están los templarios… que se alimentan de carne de niños. Tus bestias semihumanas se amontonan en Drenan, y cada día, miles de inocentes acuden a este bastión de libertad. Todo ello demuestra que tus palabras son embustes. Ni siquiera estoy enfadado contigo, Breich. Has vendido tu alma por un lecho cubierto de sedas. Pero te comprendo; eres un viejo asustado que nunca ha vivido, porque nunca te has atrevido a vivir.

»En estas montañas hay vida, y el aire sabe dulce como el vino. Tienes razón: no podremos hacer frente a los mezclados. Y lo sabemos; no somos idiotas. No nos espera la gloria, pero somos hombres e hijos de hombres, y no nos arrodillaremos ante nadie. ¿Por qué no te unes a nosotros y averiguas en qué consiste la libertad?

—¿Libertad? Estás en una jaula, Ananáis. Los vagrianos no os permitirán ir hacia el este, y nosotros esperamos al oeste. Te engañas. ¿Cuál es el precio de esa libertad? Los ejércitos del emperador llegarán en cuestión de días y cubrirán toda la llanura. Y ya conoces a los mezclados de Ceska… Y también vendrán. Son bestias enormes, creadas con los grandes simios del este, los osos del norte y los lobos del sur. Son rápidos como el rayo y se alimentan de carne humana. Tu lamentable cuadrilla será arrastrada como el polvo en la tormenta. Entonces me hablarás de libertad, Ananáis. No te deseo la libertad que da una tumba.

—¿Y eso me lo dices tú, Breich? En cada uno de tus cabellos blancos, en cada arruga, la muerte te acecha y acerca sus frías manos hacia ti. ¡No puedes escapar! Lárgate, hombrecillo; has cumplido tu tarea.

—¡No dejéis que este hombre os engañe! —gritó Breich mirando a los montañeses, con las manos extendidas—. Mi señor Ceska es honorable, y cumplirá sus promesas.

—¡Vuelve a tu casa y muérete! —dijo Ananáis. Dio media vuelta y regresó junto a sus guerreros.

—La muerte te alcanzará a ti antes que a mí —le dijo Breich—. Y será una muerte horrible.

Dicho aquello, el anciano hizo girar a su montura y descendió por la ladera.

—Creo que la guerra empezará mañana —dijo Thorn.

Ananáis asintió y le hizo un gesto a Decado para que se acercase.

—¿Qué opinas?

—No podemos atravesar la barrera que han alzado los templarios. —Decado se encogió de hombros.

—¿Han cruzado ellos la nuestra?

—No.

—Entonces estamos igualados —dijo Ananáis—. De momento han intentado derrotamos con palabras. Ahora es el turno del acero, e intentarán desmoralizamos con un ataque relámpago. La pregunta es: ¿qué vamos a hacer?

—Bueno —respondió Decado—, al gran Tertuliano le preguntaron en cierta ocasión qué haría si fuera atacado por alguien que afirmase ser más fuerte, más rápido e infinitamente más hábil que él.

—¿Qué respondió?

—Que le cortaría la cabeza por mentiroso.

—No suena mal —dijo Thorn—, pero ahora mismo, las palabras no valen más que la bosta de cerdo.

—No te falta razón —dijo Ananáis, sonriendo—. ¿Qué sugieres que hagamos, montañés?

—Cortarles la puta cabeza.

El interior de la choza estaba bañado por el resplandor rojizo de las brasas. Ananáis estaba tendido boca abajo, con la cabeza apoyada en un brazo. Valtaya, sentada a su lado, le masajeaba los hombros y la espalda, eliminando la tensión de sus músculos. La joven tenía dedos fuertes, y los suaves movimientos de sus manos acabaron por relajarlo. Ananáis dejó escapar un suspiro y se quedó dormido. Soñó con tiempos mejores.

Valtaya empezó a sentir los dedos cansados, de modo que los apartó de la ancha espalda de Ananáis y durante un rato se limitó a presionar con la palma de las manos. La respiración de Ananáis se hizo más profunda, y Valtaya lo tapó con una manta antes de sentarse en una silla, junto al lecho. Contempló el rostro destrozado. La enorme cicatriz que pasaba bajo un ojo tenía aspecto reseco; Valtaya se vertió un poco de aceite en la mano y masajeó la herida. La respiración de Ananáis producía un sonido levemente jadeante cuando el aire atravesaba los orificios ovalados que ocupaban el lugar donde debería encontrarse la nariz. Valtaya se recostó en la silla, embargada por una pena que casi parecía un dolor físico. Ananáis era un buen hombre, y no merecía lo que le había deparado el destino. Para besarlo había tenido que hacer un considerable acopio de valor, y ni siquiera en aquel momento era capaz de contemplarlo sin cierta repugnancia. Y aun así, lo amaba.

La vida era increíblemente cruel.

Valtaya había dormido con muchos hombres en su vida. Primero por placer; después, por trabajo. En el segundo caso había tenido que atender a clientes desagradables, y había aprendido a ocultar sus sentimientos. En aquel momento agradecía la práctica acumulada, pues cuando alzó la máscara de Ananáis, dos sensaciones la golpearon simultáneamente. Una fue el horror ante la visión del rostro mutilado; la otra, la terrible angustia que le contagió la mirada del guerrero. Pese a lo fuerte que era, en aquel instante se mostró tan frágil como el vidrio.

Valtaya desvió la mirada hacia el pelo de Ananáis; era rizado y rubio, con algunas hebras plateadas, y explicaba el apodo de Dorado. La joven pensó que debió de haber sido divinamente atractivo. Le pasó una mano por el pelo, apartándoselo de los ojos.

Estaba muy cansada. Se puso en pie y se estiró. La ventana estaba entrecerrada; se acercó a ella y la abrió de par en par. El valle estaba silencioso, iluminado por una luna con forma de cimitarra.

—Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo —musitó—. Debería haberme casado con aquel poeta.

El espíritu de Katán sobrevoló las montañas, y el monje deseó que su cuerpo pudiera volar de la misma forma. Le habría gustado saborear el aire puro y sentir el roce del viento en la piel. Bajo él, las montañas de Skoda se alzaban como puntas de lanza. Se elevó más aún, y las montañas adquirieron otro aspecto. Sonrió.

Skoda semejaba, desde aquella altura, una rosa de piedra cuyos pétalos destacaran sobre el fondo verde de las praderas. Los imponentes círculos rocosos se entrecruzaban, creando la forma de una flor descomunal.

Alcanzaba a distinguir la fortaleza de Delnoch, al nordeste, mientras que al sudeste se alzaban las relumbrantes ciudades de Drenai. La vista era hermosa; desde su posición no se distinguían la crueldad, la tortura ni el terror. Ahí arriba no había lugar para los hombres de mente cerrada y ambición sin tasa.

Volvió a observar la rosa que era Skoda. Los pétalos exteriores ocultaban nueve valles, a través de los cuales podía avanzar un ejército. Los estudió, fijándose en los límites y en las pendientes, visualizando las líneas de soldados, la carga de los jinetes, la marcha de la infantería. Grabó la información en su memoria y pasó a estudiar el segundo círculo de montañas; sólo había cuatro valles, pero tres pasos traicioneros permitían el acceso a los pastizales y los bosques del interior.

En el centro de la rosa, las montañas se elevaban, y los plintos de acceso desde el este se reducían a dos: los valles de Tarsk y Magadón.

Katán dio por finalizada su misión y regresó a su cuerpo para informar a Decado. No tenía buenas noticias.

—Hay nueve valles y un puñado de pasos en el límite exterior. Incluso en el círculo más interno que rodea Carduil existen dos vías de ataque. Nuestras fuerzas ni siquiera pueden bloquear una de ellas. Es imposible planear una defensa que tenga al menos una posibilidad entre veinte de tener éxito. Y por tener éxito me refiero a resistir un único ataque.

—No se lo comentes a nadie —le ordenó Decado—. Voy a hablar con Ananáis.

—Como ordenes —dijo Katán fríamente.

—Lo siento, Katán. —Decado le sonrió con amabilidad.

—¿Qué sientes?

—Ser lo que soy —respondió el guerrero.

Decado subió por la ladera hasta que alcanzó un terreno elevado desde el cual podía observar varios valles. Aquella zona era un buen lugar, abrigado y pacífico. La tierra no era tan fértil como en la llanura de Sentran, al nordeste, pero si la atendían adecuadamente, los cultivos podían prosperar, y el ganado podía encontrar pasto de sobra en las zonas boscosas.

La familia de Decado había poseído granjas, lejos, al este, y el guerrero estaba seguro de que desde el momento en que lo engendraron se había introducido en él el amor por las cosas que se cultivaban y crecían. Se agachó y hundió los dedos en la tierra arcillosa y blanda. La hierba crecía fuerte y vigorosa.

—¿Puedo acompañarte? —le preguntó Katán.

—Por supuesto.

Se quedaron sentados en silencio durante un rato, contemplando a lo lejos los rebaños que pastaban en las fértiles laderas.

—Echo de menos a Abadón —dijo Katán de repente.

—Era un buen hombre.

—Era un hombre con un ideal. Pero no tenía paciencia, y su fe estaba salpicada de dudas.

—¿Cómo puedes afirmar eso? —dijo Decado—. Tuvo suficiente fe para volver a reunir a los Treinta.

—¡Precisamente! Decidió que el mal debía ser combatido por la fuerza. Pero nuestra fe afirma que el mal sólo puede ser derrotado por el amor.

—Parece una forma un tanto insensata de tratar con los enemigos.

—¿Qué forma puede ser mejor que convertirlos en amigos? —replicó Katán.

—Suena muy bonito, pero el argumento no se sostiene. No puedes hacerte amigo de Ceska: o eres su esclavo, o mueres.

—¿Y qué importa? —Katán sonrió—. La Fuente gobierna todas las cosas, y la eternidad se burla de nuestra vida.

—¿Crees que no importa que muramos?

—Por supuesto. La Fuente nos acogerá, y viviremos eternamente.

—¿Y si no existe?

—Entonces, la muerte es más deseable aún. No odio a Ceska; siento lástima por él. Ha levantado un imperio de terror, y ¿de qué le sirve? Cada día que pasa lo acerca más a la tumba. ¿Estará satisfecho? ¿Será capaz de contemplar algo con amor? Se rodea de guerreros para protegerse de quienes intentan asesinarlo, y convoca a más guerreros para que vigilen a los primeros, por si acaso hay algún traidor entre ellos. Y ¿quién vigila a los vigilantes? Es una existencia lamentable.

—¿Pero acaso los Treinta no son los guerreros de la Fuente?

—Lo son, si creen en ella.

—No puedes nadar y guardar la ropa, Katán.

El joven rió entre dientes.

—Quizá. ¿Cómo te convertiste en guerrero?

—Todos lo somos, pues la vida es una batalla. El agricultor lucha contra las sequías, las inundaciones, las plagas y las enfermedades. El marino lucha contra el mar y las tormentas. Yo no tenía la fuerza necesaria para ello, así que me limito a luchar contra otros hombres.

—¿Y contra qué luchan los monjes?

—Contra sí mismos. —Decado observó al joven—. No pueden mirar a una mujer con deseo sin que los invada la culpa. No pueden emborracharse y olvidarse de ello al día siguiente. No pueden dedicar un día a saborear perezosamente las bellezas del mundo sin preguntarse si no deberían estar cumpliendo alguna tarea.

—Para ser monje, no tienes muy buena opinión de tus hermanos.

—Al contrario; los admiro —dijo Decado.

—Fuiste muy duro con Acuas. Realmente creía que debíamos liberar el alma de Abadón.

—Lo sé, y lo admiro por su intento; a todos vosotros, de hecho. Estaba enfadado conmigo. Para mí no fue fácil, pues no poseo vuestra fe. Para mí, la Fuente es un enigma que no soy capaz de desentrañar.

»De todas formas, le prometí a Abadón que cumpliría la misión que nos ha encomendado. Vosotros sois jóvenes y dignos de admiración. Yo sólo soy un viejo guerrero enamorado de la muerte.

—No seas tan duro contigo mismo. Fuiste elegido, y es un gran honor.

—Pura casualidad. Llegué al monasterio, y Abadón vio en mí más de lo que había.

—No —dijo Katán—. Piensa en ello: llegaste el día en que murió uno de nuestros hermanos. No eres un simple guerrero, sino el mejor espadachín de esta era. Derrotaste a los templarios con las manos vacías. Y lo que es más, has desarrollado un Talento con el que nosotros ya habíamos nacido. Acudiste en nuestro rescate en el Castillo del Vacío… ¿Cómo puedes no ser nuestro jefe? Y si lo eres… ¿Qué puedes aportamos?

—Creo que va a llover. —Decado se recostó y observó las nubes.

—¿Has probado a rezar?

—Eso no impedirá que llueva.

—¿Lo has intentado? —insistió Katán.

—Sí; lo he intentado. —Se sentó y dejó escapar un suspiro—. Pero no he obtenido respuestas. Lo intenté la noche en que viajasteis al Vacío… Pero la Fuente no me contestó.

—¿Estás seguro? Aquella noche aprendiste a volar. Y nos encontraste a través de las nieblas del lugar sin tiempo. ¿Crees que lo hiciste sólo con tus propias fuerzas?

—Sí.

—Entonces, ¿tú mismo respondiste a tus oraciones?

—Así es.

—Entonces, sigue rezando. —Katán sonrió—. ¿Quién sabe hasta dónde podrás llegar?

—¡Te burlas de mí! —Fue el turno de Decado de dejar escapar una risa—. Pero no me enredarás. Y por haberlo intentado, te encargarás de dirigir las oraciones esta tarde. Acuas necesita un descanso.

—Será un placer.

En la pradera, Ananáis galopaba a lomos de su caballo negro. Se inclinó sobre el cuello del animal y lo espoleó. Los cascos resonaban en el suelo reseco. Durante unos instantes, el guerrero se olvidó de sus problemas y saboreó la sensación de libertad. Tras él, Galand y Thorn cabalgaban codo con codo, pero sus monturas no eran rivales para la de Ananáis, que alcanzó la orilla del río con veinte cuerpos de ventaja. Desmontó y palmeó el cuello del caballo, sin permitirle beber aún; antes lo hizo pasear un poco para que se enfriara. Galand y Thorn desmontaron.

—¡No es justo! —dijo Galand—. Tu caballo es más grande y viene de una estirpe de corredores.

—Pero peso más que vosotros dos juntos —dijo Ananáis.

Thorn no dijo nada; hizo una mueca parecida a una sonrisa y meneó la cabeza. Ananáis le caía bien, y agradecía el cambio de humor del guerrero después de que la chica rubia se hubiera mudado a su choza. Parecía más vivo, más en contacto con lo que lo rodeaba.

Cosas del amor. Thorn había estado enamorado muchas veces, y a sus sesenta y dos años aún confiaba en tener dos o tres romances por delante. Al norte, en las tierras altas, había una viuda que poseía una granja; a menudo se pasaba por allí para desayunar. La mujer aún no se mostraba demasiado afectuosa, pero acabaría cayendo; Thorn conocía a las mujeres. No tenía sentido meterles prisa; ser amable era la clave. Interesarse por ellas, hacerles preguntas… La mayoría de los hombres mostraba su intención de darse un revolcón cuanto antes. Idioteces. Era cosa de charlar primero, aprender; después un pequeño contacto, amable y atento, para mostrar interés; después, esperar algo más… Thorn había aprendido pronto, pues no era bien parecido. Sabía que caía mal a los demás por tener tanto éxito, pero no era su problema. ¡Que se hubieran tomado la molestia de aprender!

—Esta mañana ha llegado otra caravana de Vagria —dijo Galand, rascándose la barba—, pero nos estamos quedando sin oro. Los jodidos vagrianos han doblado los precios.

—Oferta y demanda —dijo Ananáis—. ¿Qué han traído?

—Flechas, hierro y unas cuantas espadas. Harina y azúcar, sobre todo. Ah, y pieles y cuero, por encargo de Lago. Creo que tenemos comida para un mes, pero no más. —La risilla de Thorn lo interrumpió—. ¿He dicho algo gracioso?

—Dentro de un mes me alegraré de tener hambre. ¡Significará que aún estamos vivos!

—¿Siguen llegando refugiados? —preguntó Ananáis.

—Sí —respondió Galand—. Pero su número ha disminuido. Creo que podremos mantenerlos. Disponemos de unos dos mil hombres capaces de empuñar armas; van a tener que emplearse a fondo. No me gusta esperar sentado para contraatacar cuando se mueva el enemigo. El Dragón seguía la máxima de que es mejor asestar el primer golpe.

—No nos queda más remedio —dijo Ananáis—. Tenemos que resistir formando un frente lo más amplio posible durante las próximas semanas. Si nos agrupamos, avanzarán. Por el momento no saben muy bien qué hacer.

—Los hombres se están poniendo nerviosos —dijo Thorn—. No es fácil limitarse a esperar; eso deja tiempo para pensar. Rayvan está haciendo milagros; va de un valle a otro, mantiene la moral alta y les dice que son héroes. Pero puede que no sea suficiente. La victoria que obtuvimos sirvió para animarlos; pero en este momento, el número de los que no participaron en la batalla supera al de los que lucharon. No se han puesto a prueba, y están inquietos.

—¿Tienes alguna idea?

—No soy general, Máscara Negra. —Thorn sonrió—. ¡Tendrás que pensar tú!