Ananáis salió a caballo de la ciudad al anochecer, ansioso por alejarse del bullicio. Hubo un tiempo en que le encantaban la vida urbana y su interminable trajín; las fiestas y las partidas de caza. Había hermosas mujeres que amar, y rivales a los que vencer en duelos y peleas. Se solapaban las competiciones de cetrería, los torneos y los bailes, y la diversión reinaba en la más civilizada de las naciones de occidente.
En aquella época había sido el Dorado, y había creado leyendas.
Se alzó la máscara negra, y la brisa le refrescó las cicatrices. Cabalgó a una colina cercana coronada de serbales, desmontó y contempló las montañas. Tenaka tenía razón: no había necesidad de matar a los soldados de la Legión. No tenía nada de malo que desearan marcharse; era su obligación. Pero el odio era una fuerza poderosa, y Ananáis lo llevaba grabado a fuego en el corazón. Odiaba a Ceska por lo que les había hecho al país y a la gente, y odiaba a la gente por habérselo permitido. Odiaba a las flores por su belleza, e incluso odiaba al aire que lo rodeaba, por permitirle respirar.
Pero sobre todo, se odiaba por no tener valor para acabar con su propio sufrimiento.
Los montañeses de Skoda no tenían ni idea de cuáles eran los motivos por los que Ananáis luchaba a su lado. Lo habían vitoreado tras la batalla, y de nuevo cuando regresaron a la ciudad. Habían comenzado a llamarlo Máscara Negra; un héroe surgido del pasado y hecho a imagen y semejanza del inmortal Druss.
Pero no sabían nada de él.
Observó la máscara. No era más que otra muestra de vanidad; el cuero había sido repujado dando forma, en el centro, a una nariz. Pero lo mismo le habría servido hacer un par de agujeros en la superficie lisa.
Era un hombre sin rostro ni futuro. Sólo el recuerdo del pasado le proporcionaba alguna alegría, y ni siquiera esta estaba libre de dolor. Lo único que le quedaba era su fuerza prodigiosa, pero también comenzaba a flaquear. Tenía ya cuarenta y seis años, y se le acababa el tiempo.
Rememoró por enésima vez el combate en la arena contra el mezclado. Se preguntó si habría habido otra forma de acabar con la bestia, una forma en que se hubiera evitado el sufrimiento posterior. Repasó los detalles del combate y concluyó que no; hizo lo único que podía hacer. La bestia era el doble de fuerte y rápida que él. De hecho, fue un milagro el que lograse acabar con ella.
Su montura relinchó, alzó las orejas y giró la cabeza. Ananáis se volvió a poner la máscara y aguardó. Poco después oyó los cascos de un caballo.
—Ananáis —la voz de Valtaya surgió de las sombras—. ¿Estás ahí?
Ananáis maldijo en voz baja; no estaba de humor para tener compañía.
—¡Aquí! A este lado de la colina.
La joven cabalgó hasta donde se encontraba Ananáis y desmontó, dejando las riendas colgadas del cuello del animal. El pelo rubio de la joven parecía plateado a la luz de la luna, y sus ojos reflejaban las estrellas.
—¿Qué quieres? —preguntó Ananáis, sentándose en la hierba.
La joven se quitó la capa, la extendió en el suelo y se sentó encima.
—¿Por qué te has marchado solo?
—Para estar solo, precisamente. Tengo cosas en las que pensar.
—Basta con que me lo ordenes, y me marcharé —dijo la joven.
—Creo que deberías —replicó Ananáis, pero Valtaya no se movió, como él sabía que ocurriría.
—Yo también me siento sola —dijo ella, en un susurro—. No quiero estar sola, pero lo estoy, y no tengo ningún sitio adonde ir.
—No tengo nada que ofrecerte —masculló Ananáis con voz ronca.
—Puedes ofrecerme compañía, por lo menos —dijo ella. Y fue como si se abriera la compuerta de un dique; las lágrimas brotaron de sus ojos, bajó la cabeza y se puso a sollozar.
—¿Quieres callarte? No sé a qué vienen esas lágrimas. ¿Por qué diablos tienes que llorar? No necesitas estar sola; eres atractiva, y a Galand, que no es mal tipo, le interesas.
Pero los sollozos no cesaron. Ananáis se puso a su lado, le pasó un musculoso brazo por los hombros y la apretó contra sí. Valtaya hundió el rostro en el pecho del hombre, y los sollozos se convirtieron en un llanto ahogado. Ananáis le palmeó la espalda y le acarició el pelo. Lo invadió una terrible ola de deseo, y en aquel momento anheló a la joven más que a ninguna otra cosa en el mundo. El cuerpo femenino se apretaba contra el suyo, y pudo sentir la calidez de sus pechos en la piel.
Valtaya tendió una mano hacia la máscara, pero Ananáis le sujetó la muñeca con una velocidad que la dejó aturdida.
—¡No! —rogó él, pero la soltó.
Valtaya le alzó la máscara lentamente, y Ananáis cerró los ojos cuando sintió la brisa en las cicatrices. Los labios de la joven se posaron en su frente, en sus párpados, en las dos mejillas destrozadas. Ananáis no tenía labios con que devolver los besos, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Valtaya lo abrazó hasta que dejó de llorar.
—Juré que me mataría antes que permitir que una mujer me viera así —dijo al fin Ananáis.
—Una mujer ama a un hombre. Pero un rostro no es un hombre, igual que no lo es una pierna o una mano. ¡Te quiero, Ananáis! Tus cicatrices forman parte de ti, ¿no lo entiendes?
—Hay una diferencia entre el amor y el agradecimiento. Te rescaté, pero no me debes nada.
—Tienes razón; me siento agradecida. Pero no me entrego a ti a causa de ello. No soy ninguna chiquilla, y sé que no me amas. ¿Por qué deberías? Disfrutaste con las mujeres más hermosas de Drenan, y las rechazaste. Pero yo te quiero, y quiero estar a tu lado el poco tiempo que nos queda.
—¿Lo sabes?
—¡Por supuesto! No podremos derrotar a Ceska; jamás tuvimos una oportunidad. Pero eso no importa. Morirá. Todos los hombres mueren.
—¿Crees que todo esto es una estupidez?
—No. Siempre existirá… Es necesario que exista… alguien que se alce contra los Ceskas del mundo. De ese modo, en los tiempos venideros, la gente sabrá que hubo héroes que hicieron frente a la oscuridad. Necesitamos hombres como Druss y el Conde de Bronce, como Egel y Karnak, como Bild y Puño de Hierro. Hacen que nos sintamos orgullosos y determinados. Y necesitamos hombres como Ananáis y Tenaka Jan. Da igual que el Portador de la Antorcha no pueda vencer; lo importante es que la luz brille, aunque sea durante unos instantes.
—Eres sabia, Val.
—No soy tonta, Ananáis.
Valtaya se inclinó hacia él y lo besó de nuevo, suavemente. Ananáis la rodeó con sus enormes brazos.
Rayvan no podía dormir; la atmósfera era agobiante y presagiaba tormenta. Apartó la manta, salió de la cama y cubrió con una túnica de lana su robusta figura. Abrió la ventana, pero de las montañas no llegaba ni la más leve brisa.
La noche era oscura como el terciopelo negro. Pequeños murciélagos revoloteaban alrededor de la torre y sobre los frutales del jardín. Un tejón, alumbrado por un rayo de luna, miró en dirección a la ventana y desapareció velozmente entre las plantas. Rayvan suspiró; la noche era hermosa.
Un movimiento atrajo su atención, y distinguió la figura de un guerrero cubierto con una capa blanca, arrodillado frente a un rosal. El hombre se levantó, y la fluidez del movimiento le hizo reconocer a Decado.
Rayvan abandonó la habitación, recorrió los largos pasillos, bajó las escaleras y salió al jardín. Decado estaba recostado en un murete, contemplando las montañas iluminadas por la luna. Cuando la oyó acercarse, se giró hacia ella, con la sombra de una sonrisa en los finos labios.
—¿Disfrutando la soledad? —le preguntó Rayvan.
—Pensando un poco.
—Este es un buen lugar para eso. Pacífico.
—Así es.
—Yo nací allí —dijo la mujer, señalando al este—. Mi padre tenía una pequeña granja junto al lindero del bosque. Criaba ganado y caballos, sobre todo. Fueron buenos tiempos.
—No podremos preservarlo todo, Rayvan.
—Lo sé. Cuando llegue el momento nos concentraremos en la alta montaña, donde los pasos se estrechan.
—Creo que Tenaka no volverá.
—No lo subestimes. Es astuto.
—No hace falta que me lo digas; estuve a sus órdenes durante seis años.
—¿Te cae bien?
—Por supuesto. —Decado sonrió, y pareció quitarse años de encima—. Es lo más cercano a un amigo que he tenido jamás.
—¿Y los Treinta?
—¿Qué pasa con ellos? —preguntó con cautela.
—¿No son tus amigos?
—No.
—Entonces, ¿por qué te acompañan?
—¿Quién sabe? Sueñan con el momento de morir; lo anhelan. No soy capaz de entenderlo… Háblame de tu granja. ¿Eras feliz?
—Sí. Tenía un buen marido, buenos hijos, y una tierra fértil bajo el cielo abierto. ¿Qué más puede desear una mujer a lo largo de su vida?
—¿Amabas a tu esposo?
—¿Qué clase de pregunta es esa? —dijo molesta.
—No tenía intención de ofenderte. Es sólo que nunca lo has llamado por su nombre.
—Eso no tiene nada que ver con que no lo amase. De hecho, es lo contrario; pronunciar su nombre me hace recordar todo lo que he perdido. Pero guardo su recuerdo en mi corazón, ¿me entiendes?
—Sí.
—¿Por qué no te casaste?
—Nunca me interesó, ni tuve el deseo de compartir mi vida con una mujer. No estoy a gusto entre la gente, salvo cuando soy yo quien pone las condiciones.
—Entonces eres sabio —dijo Rayvan.
—¿Eso crees?
—Sí. Tus amigos y tú sois muy parecidos. Os sentís incompletos… Tristes y muy, muy solos. ¡No es de extrañar que acabaseis por uniros! Los demás podemos compartir nuestra vida, bromear, contamos anécdotas, y reír y llorar juntos. Vivimos, amamos y crecemos. Nos ofrecemos mutuamente los pequeños consuelos que nos ayudan a sobrevivir. Pero vosotros no tenéis nada semejante que ofrecer… Así que ofrecéis vuestra vida. O vuestra muerte.
—No es tan sencillo.
—La vida rara vez lo es. Pero sólo soy una simple montañesa y pinto las cosas tal como las veo.
—Vamos, mi señora, ¡tienes bien poco de simple! Pero supongamos por un momento que tienes razón. ¿Crees que Tenaka, o Ananáis, o yo mismo, elegimos nuestra forma de ser? Mi abuelo tenía un perro, y deseaba que aprendiera a odiar a los nadir. Así que pagó a un hombre de las tribus, un anciano, para que todas las noches fuera a su granja y azotara al perro. El animal creció odiando a aquel viejo y a cualquiera que tuviera los ojos rasgados como él. ¿Dirías que fue culpa del perro?
»Tenaka Jan creció rodeado de odio, y aunque no reaccionó de la misma manera, la ausencia de cariño dejó su huella en él. Compró una esposa y se entregó a ella en cuerpo y alma. Ahora, aquella mujer está muerta, y Tenaka no tiene nada.
»En cuanto a Ananáis, sólo tienes que mirarlo para darte cuenta del dolor que soporta, e incluso eso es sólo una parte de la historia. Su padre perdió la razón y murió después de matar a su mujer ante los ojos de Ananáis. Antes de eso, había violado a la hermana de Ananáis… que murió de parto.
»Y mi historia es aún más sórdida. Así que ahórrame los sermones montañeses, Rayvan. Si cualquiera de nosotros hubiera crecido en estas colmas, sin duda sería mejor persona.
Rayvan sonrió, se apoyo en el muro y se giró para mirar de frente a Decado.
—¡Chiquillo estúpido! —le dijo—. Nunca dije que tuvierais que ser mejores personas. Sois los mejores hombres que conozco, y os aprecio a los tres. Tú no eres como el perro de tu abuelo; eres un hombre. Y un hombre puede superar su ascendencia, al igual que puede superar a un adversario hábil. Mira a tu alrededor más a menudo; observa cómo la gente se relaciona y comparte. Pero no mires fríamente, como un observador ajeno a lo que estudia. No mires la vida desde fuera; participa. Hay gente que desea mostrarte su afecto; no deberías darle la espalda así como así.
—Somos como somos; no pidas más. Yo soy espadachín. Ananáis es guerrero. Tenaka es un general incomparable. Nuestra vida nos ha hecho como somos, y vosotros nos necesitáis tal como somos.
—Quizá. Pero quizá pudierais ser más grandes aún.
—Este momento no es el mejor para hacer experimentos. Vamos, te acompañaré a tus aposentos.
Trepador se sentó en el amplio lecho y miró hacia la puerta. Tenaka ya se había marchado, pero el joven aún podía verlo y oír las órdenes que le daba en voz baja.
Era irreal. Se encontraba atrapado ahí, enredado en una madeja de héroes.
Tomar Dros Delnoch.
Ananáis podría, atacando con aquella espada plateada que centellearía a la luz del amanecer. Tenaka podría, improvisando algún plan genial en el que serían esenciales un trozo de cordel y tres piedrecillas. Eran hombres destinados a forjar leyendas, creados por los dioses para ser el material con el que se alimentaban las sagas.
Trepador no tenía ni idea de cómo encajaba él en todo aquello.
Se acercó al espejo de cuerpo entero que colgaba de una pared. Un joven alto le devolvió la mirada; tenía el pelo largo y oscuro, sujeto con una tira de cuero ceñida en torno a la frente; mirada inteligente y mentón cuadrado. Al menos en cuanto a fachada les serviría de algo a los cantores de sagas. El jubón de cuero con flecos le sentaba bien, y el cinturón de la espada le ceñía adecuadamente la cintura. Un puñal colgaba de su costado izquierdo. Llevaba calzas de cuero oscuro, y botas altas de montar al estilo de las de la Legión. Cogió la espada, la envainó en la funda de cuero y se la colgó del cinto.
—Idiota —le dijo la imagen del espejo—. Deberías haberte quedado en casa.
Había intentado explicarle a Tenaka hasta qué punto se sentía inadecuado para la misión, pero el nadir le había sonreído amablemente y no le había hecho caso.
—Tienes la sangre adecuada, Arvan. Harás lo que debas hacer —le había dicho.
¡Palabras! No eran más que palabras. La sangre no era más que un líquido; no era ningún portador de secretos ni misterios. El valor era una cualidad del espíritu, no una capacidad que se transmitiera de padres a hijos.
La puerta se abrió. Trepador se giró y vio entrar a Pagano. El guerrero negro le sonrió y se dejó caer en un sillón de cuero. A la luz de la lámpara parecía inmenso; la envergadura de sus hombros sobrepasaba la anchura del sillón. Trepador pensó que era igual que los demás: un hombre capaz de mover montañas.
—¿Has venido a despedirte? —preguntó Trepador, rompiendo el silencio.
El negro meneó la cabeza.
—Iré contigo.
Una sensación de alivio golpeó a Trepador con una fuerza casi física, pero el joven ocultó sus emociones.
—¿Por qué?
—¿Por qué no? Me gusta cabalgar.
—¿Sabes en qué consiste mi misión?
—Vas a capturar una fortaleza y abrir las puertas para que pasen los guerreros de Tenaka.
—No es tan fácil como haces que parezca —dijo Trepador. Regresó junto a la cama y se sentó en ella. La espada se le atravesó entre las piernas, y la recolocó.
—No te preocupes, ya se te ocurrirá algo —dijo Pagano, sonriendo—. ¿Cuándo quieres que nos vayamos?
—Dentro de un par de años.
—No seas tan duro contigo; no sirve de nada. Sé que tienes ante ti una tarea difícil. Dros Delnoch es una ciudad con seis murallas y una fortaleza. Está guarnecida por siete mil guerreros… y unos cincuenta mezclados. Pero haremos todo lo que podamos. Tenaka dice que tienes un plan.
—Esa ha sido buena. —Trepador rió entre dientes—. Se le ocurrió a él hace días, y estuvo esperando hasta que lo entendí.
—Cuéntamelo.
—Los sathuli. Viven entre la montaña y el desierto, y son fieros e independientes. Han luchado contra los drenai durante siglos para establecer su derecho de posesión sobre las montañas de Delnoch. Durante la primera guerra nadir ayudaron a mi antepasado, el Conde de Bronce. En contrapartida, él les entregó las tierras. No sé cuántos son; quizá unos diez mil, quizá menos. Pero Ceska ha anulado la cesión, y se han reanudado las escaramuzas fronterizas.
—Así que buscarás la ayuda de los hombres de las tribus.
—En efecto.
—Pero sin muchas esperanzas.
—Aciertas. Los sathuli han odiado siempre a los drenai, y no confían en nosotros. Para colmo de males, odian a muerte a los nadir. Y si me ayudan, ¿cómo diablos haré que cedan después la fortaleza?
—Cada cosa a su tiempo.
Trepador se levantó, y la espada volvió a enredársele en las piernas, haciéndolo tropezar. Descolgó la funda del cinturón y la tiró en la cama.
—¿Cada cosa a su tiempo? Muy bien, enumeremos esas cosas. No soy guerrero, no sé manejar la espada y nunca he sido soldado. Me dan miedo las peleas y nunca se me ha dado bien la táctica. No tengo dotes de mando, y sería mucho pedir que pudiera convencer a un grupo de hombres hambrientos para que me siguieran a una cocina. ¿Cuál de esos problemas crees que debemos abordar primero?
—Siéntate, chico —dijo Pagano, inclinándose hacia delante y apoyando los codos en los brazos del sillón. Trepador obedeció, sintiendo como la ira crecía en su interior—. Y ahora escúchame. En mi tierra soy un rey. Alcancé el trono con sangre y muertes, y fui el primero de mi estirpe en conquistar Opal. Cuando era un joven lleno de orgullo, un viejo sacerdote me dijo que ardería en el infierno por mis crímenes. Ordené que un regimiento crease una gran pira con los árboles de un bosque. El calor era tan intenso que resultaba imposible acercarse a menos de treinta pasos, y las llamas se alzaban hasta la bóveda celeste. Entonces ordené que apagaran el fuego; diez mil hombres se arrojaron a las llamas, que se extinguieron. Le dije al sacerdote: «Si voy al infierno, mis guerreros me seguirán y apagarán las llamas». Y mis dominios se extendieron desde el mar de las Almas hasta las Montañas de la Luna. Sobreviví a venenos arrojados en mi copa y a puñales dirigidos a mi espalda; a falsos amigos y a nobles enemigos; a hijos traicioneros y a plagas.
»Y después de todo eso voy a seguirte, Trepador.
Trepador tragó saliva y contempló los reflejos que arrojaba la llama de la lámpara en la piel de ébano del guerrero.
—¿Por qué me sigues?
—Porque debes tener éxito en tu misión. Voy a decirte algo absolutamente cierto, y si eres inteligente, procurarás no olvidarlo: todos los hombres son estúpidos. Están llenos de temores e inseguridades, y eso los hace débiles. Los demás siempre les parecen más fuertes, más seguros, más hábiles. Es una mentira de la peor especie, puesto que nos mentimos a nosotros mismos.
»Fíjate en ti. Cuando vine era Pagano, tu amigo negro. Grande, fuerte y amistoso. ¿Qué soy ahora? ¿Un rey salvaje que está muy por encima de ti? ¿No te sientes avergonzado de haberme aburrido con tus dudas insignificantes?
Trepador asintió.
—Pero en serio, ¿soy un rey? —prosiguió Pagano—. ¿Es verdad que ordené que mis guerreros se arrojasen a las llamas? ¿Cómo puedes saberlo? ¡No tienes ni idea! Has prestado oídos a la voz de tus defectos, y por ello estás en mi poder. ¡Si desenvainase la espada, morirías!
»Pero cuando te miro veo a un joven valeroso, de buena presencia y en la cumbre de su capacidad. Podrías ser un príncipe de asesinos; el guerrero más temible del mundo. Podrías ser un emperador, un general, un poeta… ¿No tienes dotes de mando, Trepador? Cualquiera puede tenerlas, porque todo el mundo desea que lo guíen.
—No soy Tenaka Jan —dijo Trepador—. No somos de la misma casta.
—Dentro de un mes me lo cuentas. Pero por el momento, intenta actuar como él. Te sorprendería la cantidad de gente que se dejará engañar. ¡No muestres tus dudas! La vida es un juego, Trepador. Juega.
—Está bien, ¿por qué no? —Trepador sonrió—. Pero dime una cosa… ¿De verdad hiciste que tus guerreros se arrojasen a las llamas?
—¿Tú qué crees? —dijo Pagano con expresión adusta. Sus ojos brillaban a la luz de la lámpara.
—¡No lo hiciste!
—En efecto —contestó Pagano con una sonrisa—. Tendré los caballos listos al amanecer. Te veré entonces.
—Asegúrate de que empacan bastantes tartas de miel. A Belder le encantan.
Pagano sacudió la cabeza.
—El viejo no viene. No es buena compañía para ti, y ha perdido el valor. Se quedará aquí.
—Si vas a seguirme, harás lo que ordene, maldita sea —espetó Trepador—. Prepara tres caballos; ¡belder viene!
El guerrero negro arqueó una ceja y alzó las manos.
—Está bien. —Se acerco a la puerta y la abrió.
—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó Trepador.
—No ha estado mal para empezar. Hasta mañana.
Cuando Pagano llegó a su habitación se encontraba de un humor lúgubre. Puso el morral en la cama y preparó las armas que llevaría al día siguiente: dos cuchillos de caza, afilados como hojas de afeitar; cuatro puñales arrojadizos en una bandolera; una espada corta de doble filo, y el hacha de batalla de doble hoja que colgaría de la silla de montar.
Se desnudó, sacó del morral una ampolla de aceite y se masajeó los músculos doloridos de los hombros. El viento del oeste, cargado de humedad, hacía que le dolieran hasta los huesos.
Dejó vagar sus pensamientos hacia lo sucedido cinco años antes. Aún podía sentir el calor del fuego y escuchar los gritos de los guerreros mientras corrían hacia las llamas…
Tenaka abandonó las montañas y avanzó por la planicie de las praderas de Vagria. El sol se alzaba a su izquierda, y sobre su cabeza se amontonaban las nubes. Se sentía en paz mientras cabalgaba, con la brisa en el pelo; por el momento, los problemas habían quedado a su espalda, y se sintió ligero y libre de cargas.
Se preguntó si era su ascendencia nadir la que lo hacía sentirse incómodo en las ciudades, llenas de muros y ventanas cerradas. La brisa arreció, y Tenaka sonrió.
Al día siguiente, la muerte podría alcanzarlo con la forma de una punta de flecha, pero por el momento… se sentía bien.
Apartó sus pensamientos de Skoda; era un problema del que se ocuparían Ananáis y Rayvan. Trepador ya actuaba por su cuenta y cabalgaba hacia su destino. Lo único que tenía que hacer Tenaka era desempeñar el papel que le correspondía.
Sus recuerdos regresaron a su infancia en las tribus. Los lanzas, los cabezas de lobo, los monos verdes, los guerreros del túmulo, los ladrones de almas… Tantos campamentos, tantos territorios…
La tribu de Ulric era famosa por poseer los mejores luchadores: los Señores de la Estepa y los Portadores de la Guerra. Todos eran cabezas de lobo, y su fiereza era legendaria. Tenaka se preguntó quién estaría al mando. Estaba seguro de que Jongir habría muerto ya.
Recordó a sus compañeros de juventud.
El Cuchillero era de ira fácil, y olvidaba difícilmente las ofensas. Era inteligente, ambicioso y lleno de recursos.
Abadái el Ladino, astuto e interesado en las prácticas de los chamanes.
Subói, el Cráneo. Lo llamaban así desde una ocasión en que mató a un atacante y dejó la calavera colgada en el pomo de su silla de montar.
Eran nietos de Jongir. Descendientes de Ulric.
Los ojos violeta de Tenaka lanzaron un brillo gélido y sombrío cuando recordó a aquellos tres. Todos habían demostrado el odio que sentían por un mestizo.
Abadái había sido el peor de todos, e incluso había intentado envenenarlo durante el banquete de la fiesta de los Cuchillos Largos. Shillat, la cautelosa madre de Tenaka, lo había salvado al darse cuenta de que Abadái le arrojaba algo en la copa.
Pero ninguno de los tres lo había desafiado directamente, pues a la edad de catorce años ya se había hecho digno de su apodo, el Danzarín de las Espadas, y era un maestro en el manejo de cualquier arma.
El joven Tenaka se había pasado las largas noches sentado cerca de las hogueras del campamento, escuchando a los ancianos cuando hablaban sobre las guerras del pasado, y tomaba nota de cualquier detalle relacionado con estrategias y tácticas. A los quince años conocía todas y cada una de las batallas y escaramuzas de la historia de los cabezas de lobo.
Tiró de las riendas y contempló las distantes cumbres de Delnoch.
Nadir somos; recién nacidos empuñamos el hacha, escribimos con sangre, la victoria aguarda.
Se echó a reír y clavó los talones en los flancos del caballo. El animal relinchó y se lanzó a galope tendido a través de la estepa. El atronar de los cascos rompió el silencio matinal.
Tenaka dejó que el caballo galopase un rato antes de hacerle reducir el paso y proseguir al trote. Aún quedaban muchas leguas por recorrer, y aunque el animal era excelente, no quería agotarlo.
Por los dioses, era bueno alejarse de la gente. Incluso de Renia.
La joven era hermosa, y lo amaba, pero Tenaka necesitaba estar en soledad para que sus ideas tomasen forma.
Renia lo había escuchado en silencio mientras él le explicaba su plan de viajar en solitario. Tenaka esperaba una discusión, pero la joven no había protestado; se había limitado a abrazarlo, y habían hecho el amor con pasión y ternura.
Tenaka pensó que si sobrevivía a aquella insensata aventura, se la llevaría a su hogar. Si sobrevivía… Calculaba que las probabilidades de que tuvieran éxito eran de cientos contra una. Quizá de miles. Una duda repentina lo asaltó. ¿Se había vuelto loco? Tenía a Renia, y una fortuna lo aguardaba en Ventria. ¿Por qué lo arriesgaba todo?
Se preguntó si realmente le importaban los drenai, y meditó sobre la cuestión. Sabía que no les tenía cariño, pero no estaba seguro de cuáles eran exactamente sus sentimientos. La gente de drenai jamás lo había aceptado, ni siquiera cuando llegó a convertirse en general del Dragón. Y aunque el país era hermoso, carecía del esplendor indómito de las estepas.
¿Cuáles eran sus sentimientos?
La muerte de Illae lo había trastornado, sobre todo por haber ocurrido tan poco tiempo después de la destrucción del Dragón. Se había sentido culpable por rechazar a sus antiguos camaradas, y aquello se había mezclado con el dolor por la pérdida de Illae, como si en cierta extraña manera, su muerte hubiera sido un castigo por negarse a cumplir con su obligación. Sólo la muerte de Ceska, y la suya propia, podrían eliminar la sensación de culpa.
Pero las cosas habían cambiado.
Ananáis emprendería el combate a solas, si era preciso, confiando en el regreso de Tenaka. La amistad era infinitamente más sólida y motivadora que el amor por la tierra. Tenaka Jan cabalgaría hasta el más profundo abismo del infierno y bajo el sol más abrasador para cumplir la promesa que le había hecho a Ananáis.
Volvió la mirada a las montañas de Skoda. No tardarían mucho en comenzar las muertes. La gente de Rayvan se alzaba en medio del yunque de la historia, desafiando el martillo de Ceska.
Ananáis había cabalgado a su lado cuando salió de la ciudad, justo antes del amanecer. Los dos guerreros se habían detenido en lo alto de una colina.
—Cuídate, despojo nadir.
—Y tú, drenai. Vigila los valles.
—En serio, Tenaka; ten cuidado. Reúne a tu ejército y vuelve deprisa. No tenemos mucho tiempo. Creo que nos echarán encima las fuerzas de Delnoch, para ablandarnos antes del ataque principal.
—Sí. Lanzarán ataques relámpago, para agotaros. Usa a los Treinta; serán un elemento valiosísimo en los próximos días. ¿Has pensado en algún lugar en el que levantar una segunda base?
—Sí. Estamos enviando provisiones a las tierras altas al sur de la ciudad. Hay un par de pasos estrechos que podremos proteger. Pero si nos obligan a reagruparnos allí, estaremos perdidos. No quedará ningún lugar al que huir.
Los dos guerreros se habían estrechado la mano, y después se habían abrazado.
—Quiero que sepas… —había comenzado a decir Tenaka, pero Ananáis lo interrumpió.
—Ya lo sé, chico. Date prisa en volver. Puedes confiar en que el viejo Máscara Negra guardará el fuerte mientras tanto.
Tenaka había sonreído y había emprendido la marcha a través de la llanura vagriana.