Tenaka descubrió un lugar solitario que se ajustaba a sus necesidades: una cascada recóndita en lo alto de las montañas, donde el aire era fresco y limpio y aún quedaban restos de nieve en las laderas. Despacio, metódicamente, encendió una hoguera en el interior de un círculo de piedras y se sentó a contemplar las llamas. La victoria no le causaba ninguna alegría; era como si la sangre derramada en el combate hubiera arrastrado su capacidad de sentir emociones. Al cabo se levantó, se acercó al arroyo y recordó las palabras de Asta Jan, el anciano chamán de la tribu Cabeza de Lobo.
«Todo cuanto hay en el mundo ha sido creado para el hombre, pero todo tiene dos finalidades. Las aguas corren para que podamos beber de ellas, pero son también el símbolo de nuestra futilidad. Reflejan nuestra vida con fugaz belleza desde el momento en que nacen, puras, en las montañas. Al igual que los recién nacidos, balbucean, aprenden a andar, corren, crecen y se convierten en jóvenes ríos repletos de fuerza. Después se ensanchan, y su corriente se hace más lenta, hasta que en su último meandro, como un anciano, se unen al mar. Y al igual que las almas de los hombres se funden con el Vacío, las aguas se mezclan hasta que el sol las eleva y vuelven a caer sobre las montañas en forma de gotas de lluvia».
Tenaka sumergió una mano en el arroyo. Se sentía fuera de lugar y al margen del tiempo. Un pájaro se posó en una roca cercana y, sin prestarle atención, se dedicó a buscar comida; era pequeño y de plumaje pardo. De repente, el ave se acercó al arroyo y se sumergió. Tenaka se levantó y se inclinó sobre el agua, y observó como el ave parecía volar bajo la superficie; era una imagen desconcertante.
El pajarillo salió del río, saltó a una roca para sacudirse las plumas y después volvió a sumergirse. De algún modo extraño, la escena tranquilizó a Tenaka. Observó las actividades del pájaro durante un rato, y después se recostó en la hierba y contempló las nubes que cruzaban el cielo azul.
Un águila flotaba con las alas totalmente extendidas, sostenida por corrientes de aire cálido, prácticamente inmóvil.
Por el rabillo del ojo, Tenaka distinguió el movimiento de una perdiz; tenía un plumaje blanco con motas oscuras que le servía de camuflaje perfecto en la nieve que aún cubría la ladera. Tenaka meditó sobre ello. En pleno invierno, el ave era de un blanco inmaculado que la hacía invisible. En primavera sólo era blanca en parte. En verano, su plumaje se volvía de un color marrón con motas grises y le permitía ocultarse entre las rocas; parecer una roca ella misma. Su plumaje era su única defensa.
La perdiz se alzó del suelo y el águila se dejó caer como una piedra, pero su vuelo cruzó la línea de los rayos del sol, y la sombra alertó a la perdiz, que esquivó el ataque; las garras del águila la rozaron, pero consiguió desaparecer entre unos arbustos.
El águila se posó en la rama de un árbol cercano al lugar donde se hallaba Tenaka, con expresión de dignidad ofendida. El guerrero nadir se tumbó y cerró los ojos.
Habían vencido por muy poco, y la estrategia empleada no funcionaría por segunda vez. Habían conseguido un respiro, pero aquello era todo. Ceska envió a la Legión para dar caza a unos cuantos rebeldes, pero ahora que sabía que Tenaka Jan estaba allí, cambiaría de táctica. Ahora que lo sabía…
Todos los efectivos de Ceska se dirigirían contra Tenaka.
El nadir se preguntó cuántos hombres lanzaría contra él.
Por una parte estaba el resto de la Legión; unos cuatro mil soldados. El ejército regular lo formaban diez mil hombres. El cuerpo de piqueros de Drenan se componía de unos dos mil. Pero sobre todo, los mezclados eran lo más temible.
Y no podía saber cuántos habría creado Ceska a aquellas alturas. Cinco mil, quizá. O diez mil.
Los hombres corrientes no eran rivales para las bestias. Quizá en proporción uno a cinco… Fuera como fuese, al menos equivaldrían a unos veinticinco mil soldados.
Ceska no cometería de nuevo el error de subestimar la rebelión de Skoda.
Una sensación de cansancio lo envolvió como un manto. Su plan original había sido sencillo: matar a Ceska y morir. Pero las complejidades del plan actual hacían que le diera vueltas la cabeza.
Tantos muertos… Y tantos que iban a morir.
Regresó junto a la hoguera, echó más leña y se recostó junto al fuego, abrigado con la capa. Pensó en Illae y en su hogar en Ventria. Aquella había sido una buena vida.
Después recordó el rostro de Renia y sonrió. Había sido afortunado. Había pasado por momentos de tristeza y soledad, pero había sido afortunado. Fue una suerte tener una madre atenta como Shillat. También lo fue conocer a alguien como Ananáis y compartir andanzas. Y formar parte del Dragón. Amar a Illae. Encontrar a Renia. Tales obsequios del destino habían compensado de sobra la soledad, el dolor y el rechazo.
Tenaka comenzó a tiritar. Echó más leña al fuego y se tendió, aguardando la llegada de las náuseas que sabía que aparecerían. Empezó a dolerle la cabeza, y unos destellos brillantes oscilaron tras sus párpados cerrados. Inspiró profundamente y aguardó el ataque. El dolor fue creciendo y se aferró a su cerebro como una garra de fuego.
Durante casi cuatro horas, el dolor fue tan intenso que le hizo saltar las lágrimas. Después se fue disipando, y Tenaka se quedó dormido.
Soñó que estaba en un pasillo oscuro, mugriento y frío, cuyo suelo estaba cubierto de esqueletos de rata. Caminó sobre ellos y los esqueletos se movieron; el entrechocar de los huesos rompió el silencio, y los despojos echaron a correr y desaparecieron en la oscuridad. Tenaka sacudió la cabeza e intentó recordar dónde se hallaba. Ante él, un cadáver putrefacto colgaba de unas cadenas.
—¡Ayúdame! —dijo el cadáver.
—Estás muerto. No puedo ayudarte.
—¿Por qué no me ayudas?
—Estás muerto.
—Todos estamos muertos, y no nos ayuda nadie.
Tenaka siguió andando, buscando una puerta, y el pasillo siguió descendiendo.
El pasillo se ensanchaba al final, y Tenaka entró en una sala de columnas oscuras que flotaban en el vacío. Unas figuras envueltas en sombras aparecieron ante él; empuñaban espadas negras.
—Ya eres nuestro, Portador de la Antorcha —dijo una voz.
No llevaban armadura, y el rostro del jefe le resultó conocido. Tenaka intentó recordar el nombre del que se dirigía a él, sin conseguirlo.
—Padaxes —dijo la figura—. Incluso aquí soy capaz de leer tus asustados pensamientos. Padaxes, el que murió bajo la espada de Decado. Pero ¿de verdad estoy muerto? ¡No! Pero tú, Portador de la Antorcha… Tú morirás, pues has penetrado en los dominios del Espíritu del Caos. ¿Dónde están tus templarios blancos? ¿Dónde están esos bastardos de los Treinta?
—Estoy soñando —dijo Tenaka—. No puedes tocarme.
—¿Eso crees?
De la hoja de la espada surgió una llama, y Tenaka notó la quemazón en los hombros. Se dejó caer de espaldas, invadido por el miedo. La risa de Padaxes sonó como un chirrido.
—¿Eso crees, de veras?
Tenaka se levantó y desenvainó la espada.
—Ven, pues —dijo—. Así te veré morir por segunda vez.
Los templarios oscuros avanzaron, desplegándose en un semicírculo en cuyo centro se hallaba Tenaka, quien de repente se percató de que no estaba solo. Durante un instante pensó que, como en la ocasión anterior, los Treinta habían acudido en su auxilio, pero al mirar de reojo a su izquierda distinguió a un poderoso guerrero nadir de anchos hombros que se cubría con una túnica de piel de cabra. A aquel guerrero se unieron otros.
Los templarios vacilaron, y el nadir que estaba junto a Tenaka alzó la espada.
—Despachad a estas sombras —les dijo a sus guerreros.
En silencio, un centenar de hombres de las tribus, de ojos rasgados, avanzaron. Los templarios huyeron.
El guerrero nadir se volvió hacia Tenaka. Tenía el rostro ancho y chato, y unos ojos penetrantes de color violeta. De él emanaba un aura de fuerza y poder como Tenaka no había visto jamás en ningún hombre, y entonces supo quién era. Cayó de rodillas y se inclinó en una profunda reverencia.
—¿Me reconoces, sangre de mi sangre?
—Os reconozco, mi señor jan —dijo Tenaka—. Ulric, señor de las Hordas.
—Te he observado, chico. Te he visto crecer, gracias a mi viejo chamán, Nosta Jan, que sigue a mi lado. Estoy orgulloso de ti… Y está claro que desciendes de una buena estirpe.
—No todo el mundo opina igual —dijo Tenaka.
—El mundo está lleno de imbéciles —espetó Ulric—. Luché contra el Conde de Bronce, y era un hombre poderoso. Y muy poco común. Estaba acosado por las dudas, y se sobrepuso a ellas. Se alzó en las murallas de Dros Delnoch y me desafió con las lamentables fuerzas de las que disponía, y lo aprecié por ello. Era un luchador, y un soñador. Alguien muy poco común. ¡Muy poco!
—¿Lo conociste en persona, entonces?
—Lo acompañaba otro guerrero: un anciano llamado Druss. Nosotros lo llamábamos el Mensajero de la Muerte. Cuando cayó hice que llevaran su cadáver a mi campamento y construimos su pira funeraria. Imagínatelo. ¡En honor de un enemigo! Teníamos la victoria al alcance de la mano. Y aquella noche, el Conde de Bronce, mi enemigo, entró en mi campamento acompañado por sus generales para asistir al funeral.
—¿No fue una locura? —dijo Tenaka—. Podríais haberlos capturado y tomado la fortaleza.
—¿Los habrías capturado tú, Tenaka?
—No —dijo tras meditar sobre la cuestión.
—Yo tampoco pude. Que los menos dignos te traten con desdén, si quieren. No te preocupes por tu ascendencia.
—¿Estoy muerto? —preguntó Tenaka.
—No.
—Entonces ¿cómo he llegado aquí?
—Estás dormido. Esa basura templaria ha arrastrado tu espíritu a este lugar, pero te ayudaré a regresar.
—¿Qué infierno es este, y por qué estás aquí?
—El corazón me falló durante la guerra contra Ventria, y me encontré aquí, en el Vacío, el lugar que se extiende entre el mundo de la Fuente y el del Espíritu del Caos. Al parecer, ninguno de los dos está interesado por mí, de modo que aquí sigo con mis leales. Nunca adoré a nada, excepto a mi espada, y ahora pago el precio. Pero puedo soportarlo. Soy un hombre.
—Eres una leyenda.
—No es muy difícil convertirse en leyenda, Tenaka. Es lo que nos sucede a quienes tenemos que vivir como si lo fuéramos.
—¿Puedes ver el futuro?
—En parte.
—Yo… Mis amigos, ¿tendrán éxito?
—No me lo preguntes. No puedo alterar tu destino, aunque me gustaría. Es un camino que debes seguir tú mismo, y debes recorrerlo como un hombre. Naciste para ello.
—Entiendo, mi señor. No he debido preguntar.
—Hacer preguntas no tiene nada de malo —dijo Ulric, sonriendo—. Acércate y cierra los ojos; debes regresar al mundo de la sangre.
Tenaka se despertó. Era de noche, pero el fuego seguía ardiendo con fuerza, calentándolo, y lo habían cubierto con una manta mientras dormía. Con un gruñido, se incorporó sobre un codo. Ananáis estaba sentado al otro lado de la hoguera, y la luz de las llamas arrancaba reflejos de la máscara.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó el gigante.
—Bien. Necesitaba descansar.
—¿Ha pasado el dolor?
—Sí. ¿Has traído algo de comer?
—Por supuesto. Me has tenido preocupado durante un rato; estabas pálido como un fantasma, y tu pulso era casi imperceptible.
—Ya estoy bien.
Tenaka se sentó, y Ananáis le arrojó un talego lleno de tasajo y fruta. Los dos guerreros comieron en silencio. La cascada lanzaba destellos plateados a la luz de la luna.
—Se nos han unido cuatrocientos legionarios —dijo Ananáis al cabo de un rato—. Decado dice que su intención es sincera; sus monjes les han leído el pensamiento. Sólo han rechazado a tres. Otros doscientos lanceros han preferido volver con Ceska.
—¿Y? —Tenaka se frotó los párpados.
—¿Y qué?
—¿Qué ha pasado con los que han preferido marcharse?
—Los he echado del valle.
—Ananáis, amigo mío, estás hablando conmigo y me encuentro bien, así que no te andes con rodeos.
—He ordenado que los mataran a la salida del valle. Era necesario, pues habrían podido informar sobre nuestras fuerzas.
—El enemigo ya las conoce, Ananáis. Los templarios nos vigilan.
—Muy bien, pero en todo caso, siguen siendo doscientos guerreros que no nos atacarán los próximos días.
El silencio volvió a rodearlos. Ananáis se levantó la máscara ligeramente y se tanteó las cicatrices.
—Quítate esa cosa —le dijo Tenaka—. Deja que se ventilen.
Ananáis vaciló un instante, suspiró y se quitó la máscara. A la luz de la hoguera parecía un demonio, inhumano y terrible. Sus ojos azules observaron a Tenaka con intensidad, como si intentara descubrir alguna señal de repulsión.
—Dame tu punto de vista de la batalla —le dijo Tenaka.
—Todo ha salido según lo planeado. Los montañeses de Rayvan son buenos, y Lago es un valioso guerrero. El negro ha peleado bien; es un luchador excelente. Si dispusiera de un año, podría reconstruir el Dragón con los hombres de Skoda.
—No nos darán un año.
—Lo sé —dijo Ananáis—. Calculo que un par de meses, como máximo.
—No podemos vencerlos así.
—¿Tienes algún plan?
—Sí, pero no te va a gustar.
—Si nos lleva a la victoria, estará bien —afirmó Ananáis—. ¿De qué se trata?
—Pretendo traer a los nadir.
—Tenías razón: no me gusta. De hecho, apesta como la carne podrida. Ceska ya es bastante terrible, pero los nadir son peores. Por los dioses, al menos con él seguiremos siendo drenai. ¿Has perdido el juicio?
—Es nuestra única posibilidad, amigo mío. Tenemos apenas un millar de guerreros. No podremos mantener Skoda, y será difícil resistir incluso un único ataque.
—¡Escúchame, Tenaka! Sabes que nunca me ha importado tu sangre. En tu caso me da igual; te quiero como a un hermano. Pero odio a los nadir más que a nada en este mundo. Y no soy el único. Ningún drenai luchará a su lado. Y si traes un ejército… ¿Qué pasará si vencemos? ¿Se limitarán a volver a su casa? Habrán derrotado al ejército de Drenai; el país será suyo y nos meteremos de cabeza en otra puta guerra.
—Yo no lo veo así.
—¿Y cómo piensas traerlos? No hay sendas secretas que crucen las montañas; los pasos sathuli no servirán. Un ejercito que venga del norte sólo puede entrar a través de Dros Delnoch, y ni siquiera Ulric fue capaz de cruzar esas murallas.
—Le he pedido a Trepador que tome Dros Delnoch.
—Ay, Tenaka, te has vuelto loco. Es un petimetre cobarde que no ha visto un combate de cerca en su vida. Cuando rescatamos a la mujer del pueblo, se cubrió la cabeza con las manos y se tiró al suelo. Cuando nos topamos con Pagano, se quedó con las mujeres. Mientras planeábamos la batalla de ayer, temblaba como una hoja, y tú le ordenaste que se quedara atrás. ¿Y va a tomar Delnoch?
Tenaka puso más ramas en la hoguera y se quitó la manta de los hombros.
—Todo lo que acabas de decir lo sé ya, Ananáis, pero es capaz de hacer lo que le pido. Trepador es como su antepasado, el Conde de Bronce. Duda de sí mismo, y está invadido por el miedo. Pero bajo ese miedo encontrará, si logra sacarlo a la luz, a un hombre lleno de valor y nobleza. Y es inteligente y de mente ágil.
—¿Así que nuestras esperanzas están cifradas en él? —preguntó Ananáis.
—No. Están cifradas en mi juicio sobre él.
—No hagas juegos de palabras: es lo mismo.
—Necesito que estés de mi parte.
—¿Por qué no? —Ananáis asintió—. Sólo nos jugamos la vida. Estaré a tu lado. ¿De que te sirve un amigo si no se queda a tu lado cuando te vuelves loco?
—Gracias. Lo digo en serio.
—Lo sé. Y estoy hecho polvo; voy a dormir un rato.
Ananáis se acostó y apoyó la cabeza en la capa. La brisa nocturna le refrescaba el rostro cubierto de cicatrices. Estaba cansado, más de lo que recordaba haber estado nunca. Era un cansancio nacido de la decepción. El plan de Tenaka era una pesadilla, y aun así no tenían otra alternativa. Ceska mantenía el país sujeto con las garras de sus mezclados, y quizá, sólo quizá, una invasión nadir serviría para hacer limpieza. Pero lo dudaba.
A partir del día siguiente, sus guerreros se entrenarían como nunca hasta entonces. Correrían hasta caer rendidos, y lucharían hasta que no pudieran levantar los brazos. Los haría trabajar duro y prepararía una fuerza capaz no sólo de resistir contra las legiones de Ceska, sino de sobrevivir para hacer frente al nuevo enemigo.
Los nadir de Tenaka Jan.
Los cadáveres fueron arrojados en una fosa excavada a toda prisa en el centro del valle, y los cubrieron con tierra y piedras. Rayvan oró por los muertos, y los supervivientes se arrodillaron ante la fosa común, musitando sus despedidas a los amigos, padres, hermanos y parientes caídos.
Tras la ceremonia, los Treinta se dirigieron hacia las colinas, dejando atrás a Decado, y a Rayvan y sus hijos. Pasó algún tiempo antes de que alguien se percatara de su ausencia.
Decado abandonó el campamento y partió en su busca, pero el valle era grande, y no tardó en darse cuenta de la magnitud de la tarea. La luna se alzaba en el cielo cuando por fin llegó a la conclusión de que se habían alejado a propósito y no querían ser hallados.
Se sentó al pie de una gran roca marmórea, dejó la mente en blanco y se dejó arrastrar, flotando, a los susurrantes dominios del inconsciente.
Silencio.
Comenzó a irritarse, cosa que rompió su concentración, pero consiguió recuperar la calma y flotó de nuevo en busca de refugio espiritual.
De repente oyó un grito. Al principio le llegó como un sonido lejano y apagado, pero fue creciendo hasta convertirse en una penetrante expresión de dolor. Prestó atención durante un rato, esforzándose por identificar el origen del sonido. Entonces cayó en la cuenta: se trataba de Abadón.
Y supo adonde habían partido los Treinta: al rescate del Abad de las Espadas, para liberarlo y permitirle morir. También supo que se trataba de una locura tremenda. Decado le había dado a Abadón su promesa de que cuidaría de sus pupilos y, en aquel momento, apenas un día después de la muerte del anciano, lo habían abandonado para emprender una misión imposible en el reino de los condenados.
Una tristeza terrible embargó al guerrero, pues no era capaz de seguirlos. Oró, pero no recibió respuesta; tampoco la esperaba.
—¿Qué clase de dios eres? —preguntó en su desesperación—. ¿Qué les pides a tus seguidores? Todo, sin dar nada a cambio. Al menos con los espíritus de la oscuridad se puede mantener alguna relación. Abadón murió por ti y aún sigue sufriendo. Y sus acólitos van a sufrir también. ¿Por qué no me respondes?
Silencio.
—¡No existes! —continuó—. No existe ninguna fuerza del bien. Ningún hombre tiene nada más que a sí mismo. ¡Te rechazo y no quiero saber nada más de ti!
Decado se relajó y se concentró en las profundidades de su mente, en busca de las misteriosas capacidades que Abadón le había prometido que encontraría tras años de estudio. Lo había intentado en el pasado, pero nunca poseído por una desesperación como la de aquel instante. Se hundió más y más, avanzando a tumbos entre los recuerdos que lo abrumaban; contempló de nuevo las batallas y las peleas, los temores y los fracasos.
Avanzó más aún hasta llegar a su infancia, triste y amarga; hasta los primeros sonidos escuchados en el vientre de su madre, y hasta el momento de la separación de la simiente y el óvulo; nadando una, aguardando el otro.
Oscuridad.
Y movimiento. Cadenas rompiéndose. La libertad del vuelo.
Luz.
Decado flotaba, atraído por la luz plateada y pura de la luna llena. Detuvo el ascenso haciendo acopio de voluntad, y contempló desde lo alto la suave belleza de la Sonrisa del Diablo, pero una nube se interpuso por debajo de él y le ocultó el paisaje. Echó un vistazo a su cuerpo etéreo, desnudo y blanco bajo la luz de la luna, y una sensación de júbilo lo embargó.
El grito lo dejó helado. Recordó su misión, y sus ojos brillaron como un fuego frío. Pero no podía viajar desnudo y desarmado. Cerró los ojos de su espíritu y visualizó la armadura negra y plateada del Dragón.
Y la armadura lo cubrió. Pero no había ninguna espada en su costado; ningún escudo en su brazo.
Lo intentó de nuevo. Nada.
Las palabras de Abadón cruzaron el abismo de los años.
«En su viaje espiritual, el guerrero de la Fuente porta la espada de su fe y el escudo de la firmeza de sus convicciones».
Decado carecía de ambas cosas.
—¡Maldita seas! —le dijo a la noche—. Sigues burlándote de mí, a pesar de que intento hacer tu voluntad. —Cerró los ojos de nuevo—. Si es fe lo que necesito, tengo fe. En mí mismo. En Decado, el Asesino de Hielo. No necesito espada: mis manos son la muerte.
Voló hacia el origen de los gritos como una flecha de luz de luna. Abandonó el mundo de los hombres con pasmosa velocidad, y pasó por encima de oscuras montañas y sombríos valles. Dos planetas azulados colgaban sobre aquella tierra extraña, y las estrellas tenían un brillo apagado y frío.
Por debajo, un castillo negro como el ébano coronaba una pequeña colina. Decado interrumpió el vuelo y descendió hasta el parapeto de piedra. Una sombra oscura saltó hacia él, y el guerrero esquivó una espada dirigida a su cabeza. Alzó una mano y atrapó la muñeca del atacante, haciéndolo girar. La mano izquierda de Decado cayó sobre el cuello de su adversario, rompiéndolo, y el atacante se desvaneció. El guerrero giró para enfrentarse a un nuevo rival, que vestía la librea negra de los templarios. Decado saltó hacia atrás, y la hoja de la espada trazó un semicírculo donde un instante antes se encontraba su vientre. Un tajo de revés se dirigió a su cuello, pero se agachó, pasó bajo la espada y embistió el rostro del atacante, que se tambaleó.
La mano de Decado aferró el cuello del templario y remató la faena. De nuevo, su enemigo se desvaneció.
Una puerta entreabierta daba paso a una escalera que desaparecía en las profundidades. Decado se dispuso a acercarse a la carrera, pero se refrenó; el instinto le recomendaba cautela. Dio un salto con los pies por delante y golpeó la puerta; casi la arrancó de los goznes. Detrás de ella se oyó un gruñido de dolor, y otro guerrero apareció ante él. Decado se levantó, le dio una patada en el pecho y le rompió el esternón.
Bajó la escalera a toda velocidad, saltando los escalones de tres en tres, y acabó en una sala redonda. En el centro, los Treinta formaban un círculo defensivo, totalmente rodeados de templarios de capa negra. Las espadas chocaban en silencio; ningún sonido surgía del combate. Los Treinta, superados dos a uno, luchaban para seguir con vida.
Y estaban perdiendo.
Sólo les quedaba una posibilidad: volar. Pero incluso mientras pensaba en ello, Decado se dio cuenta de que ya no podía seguir flotando. Parecía como si sus poderes lo hubieran abandonado en el momento en que pisó las oscuras piedras del parapeto, pero ¿por qué? Obtuvo la respuesta de inmediato, y la clave eran las palabras que él mismo le había dicho a Abadón: «El mal habita en un pozo, y para luchar contra él hay que bajar y mancharse de barro».
Y se hallaban en el pozo, donde los poderes de la luz eran más débiles. Pero los poderes de la oscuridad tampoco podían derrotar a una voluntad férrea.
—¡A mí! —gritó Decado—. ¡Los Treinta, a mí!
Durante un instante, la batalla pareció paralizarse. Los templarios interrumpieron su ataque para localizar el origen del grito. Seis de ellos se apartaron de la refriega y cargaron contra Decado. Acuas se abrió paso por el hueco que habían dejado y guió a los monjes guerreros hacia la escalera.
Los Treinta se abrieron camino a estocadas; las hojas plateadas relucían como antorchas en la oscuridad. No había cadáveres en el suelo; cualquier herido en aquel combate sin sangre se desvanecía sin más, y no quedaba rastro de su paso por allí.
Sólo quedaban diecinueve monjes.
Decado sintió que la muerte se le acercaba. Era increíblemente hábil, pero ningún hombre desarmado podía hacer frente a seis rivales y sobrevivir. Aunque lo intentaría. De repente lo invadió una sensación de serenidad, y sonrió.
En sus manos aparecieron dos espadas deslumbrantes.
Decado atacó con velocidad cegadora. Un tajo con la izquierda; un bloqueo y una contrarréplica; un golpe con la derecha; una estocada con la izquierda. Tres templarios se disolvieron como humo en el viento. Los tres restantes retrocedieron… para encontrarse con las hojas encantadas de los Treinta.
—¡Seguidme! —ordenó Decado. Giró y subió corriendo la escalera que llevaba a la muralla. Se inclino por encima del parapeto y observó las rocas afiladas del otro lado, muy abajo. Los Treinta salieron al exterior.
—¡Volad! —ordenó Decado.
—¡Caeremos! —dijo Balán.
—¡No a menos que yo lo ordene, hijo de puta! ¡Moveos!
Balán se arrojó por la muralla, y los dieciséis supervivientes lo siguieron. Decado fue el último en saltar.
Al principio cayeron, pero en cuanto perdieron el contacto con el castillo comenzaron a flotar en el aire nocturno. Regresaron a la realidad de Skoda.
Decado regresó a su cuerpo y abrió los ojos. Echó a andar lentamente hacia el bosquecillo oriental, atraído por la desesperación que emanaba de los jóvenes monjes.
Los encontró en un claro que se abría entre dos colinas. Habían tendido los cadáveres de los once caídos y estaban rezando, con la cabeza gacha.
—¡Levantaos! —les ordenó Decado—. ¡En pie! —Los monjes obedecieron en silencio—. ¡Mira que llegáis a ser idiotas! Con todos vuestros talentos y tenéis menos sentido común que un crío. Decidme: ¿cómo ha ido el rescate? ¿Hemos liberado a Abadón? ¿Lo celebramos con una fiesta? ¡Miradme a los ojos, mierda! —Se acercó a Acuas—. Te has superado a ti mismo, barbarrubia. Has logrado lo que ni los templarios ni el ejército de Ceska pudieron conseguir: has acabado con once de los Treinta.
—¡Eso no es justo! —gritó Katán, con los ojos anegados de lágrimas.
—¡A callar! —estalló Decado—. ¿Justo? Estoy diciendo lo que hay. ¿Habéis encontrado a Abadón?
—No —dijo Acuas en un susurro.
—¿Sabéis por qué?
—No.
—Porque jamás atraparon su alma; habría sido una proeza de la que no son capaces. Os atrajeron a una trampa usando un cebo; algo que se les da de maravilla. Ahora, once de vuestros hermanos han muerto. Y tendrás que arrastrar esa carga.
—Y ¿qué hay de ti? —dijo Katán, con su rostro habitualmente sereno congestionado por la ira—. ¿Dónde estabas cuando te necesitábamos? ¿Qué clase de comandante eres? Desprecias nuestra fe. ¡No eres más que un asesino! No tienes corazón, Decado. Eres el Asesino de Hielo. Al menos, nosotros luchamos por lo que creemos, y nos dispusimos a morir por alguien a quien amábamos. De acuerdo, nos equivocamos… ¡Pero hemos estado sin guía desde que murió Abadón!
—Deberíais haber acudido a mí —replicó Decado, a la defensiva.
—¿Por qué? Eres el jefe, y deberías haber estado con nosotros. Te hemos buscado. A menudo. Pero incluso cuando descubriste tus talentos, talentos que rezamos para que consiguieras, te quedaste al margen. Nunca te acercaste; te quedabas rondando a lo lejos mientras orábamos. ¿Cuándo te sientas a comer con nosotros, o simplemente a hablar? Duermes a solas, lejos del fuego. Eres un intruso.
»Hemos venido para morir por la Fuente. ¿Para qué has venido tú?
—Para vencer, Katán. Si simplemente quieres morir, arrójate sobre tu espada. O pídemelo y te haré el favor; acabaré con tu vida en un instante.
»Estáis aquí para luchar por la Fuente, para impedir que triunfe el mal. Pero no voy a dar más explicaciones. Soy el jefe designado, y no necesito que me juréis lealtad ni que me hagáis promesas. Los que estéis dispuestos a obedecerme, buscadme mañana. Comeremos juntos; y, está bien, rezaremos juntos. Aquellos que deseen seguir su propio camino, que se marchen.
»Por ahora, enterrad a los muertos.
En la ciudad, la plebe vitoreó al ejército victorioso durante todo el camino de regreso a los barracones desde la planicie que se abría al sur. Pero los gritos de alegría no eran del todo firmes, pues una pregunta ensombrecía todos los pensamientos: ¿Qué pasaría a continuación?
¿Cuándo llegarían los mezclados de Ceska?
Tenaka, Rayvan, Ananáis, Decado y el resto de los comandantes del ejército recién formado se reunieron en la sala del consejo, mientras Lago y Lucas, los hijos de Rayvan, se dedicaban a dibujar mapas del territorio que se extendía al este y al sur.
Tras una tarde de acaloradas discusiones, resultó evidente que la mayor parte de Skoda era indefendible. La entrada de la Sonrisa del Diablo se podía vallar y guarnecer, pero haría falta un millar de guerreros para mantenerla durante un periodo prolongado. Y al norte y al sur había otros seis pasos que permitían acceder a los valles de Skoda.
—Es como intentar defender una conejera —dijo Ananáis—. Ceska puede poner en movimiento cincuenta veces más soldados de los que disponemos, incluso sin recurrir a los mezclados. Pueden atacarnos por dieciséis frentes distintos; sencillamente, no podemos cubrir todo el terreno.
—Nuestro ejército crecerá —dijo Rayvan—. En estos momentos siguen llegando montañeses. Fuera de Skoda correrá la voz, y los rebeldes acudirán para unírsenos.
—En efecto —dijo Tenaka—, pero eso presenta otro problema. Ceska enviará espías y agitadores, y no les costará mezclarse con nosotros.
—Los Treinta pueden ser de ayuda para descubrir a los traidores —dijo Decado—. Pero si dejamos que venga demasiada gente, no serán capaces de prestar atención a todo el mundo.
—Entonces debemos guarnecer los pasos y repartir a los Treinta —dijo Tenaka.
Y la discusión prosiguió. Había quien quería regresar a su terreno a preparar los campos para la cosecha del verano; otros, simplemente, querían volver a casa para contar lo sucedido. Lago se quejaba de que los suministros de alimento eran insuficientes. Galand comentó que abundaban las peleas entre los montañeses de Skoda y los nuevos voluntarios de la Legión.
La tarde transcurrió lentamente mientras los comandantes buscaban la forma de resolver aquellos problemas. Se acordó que se permitiría regresar a casa a la mitad de los guerreros, siempre que prometiesen cuidar de los campos de aquellos que se quedaban a luchar. Pasado un mes, regresarían y serían relevados por la otra mitad.
Ananáis estaba furioso.
—¿Qué pasa con el entrenamiento? —estalló—. ¿Como, en nombre del demonio, voy a tenerlos listos para el combate?
—No son soldados de carrera —dijo Rayvan—. Son campesinos, y tienen esposas e hijos que alimentar.
—¿Qué hay del tesoro de la ciudad? —preguntó Trepador.
—¿A qué te refieres? —dijo Rayvan.
—¿Cuánto dinero hay?
—No tengo ni idea.
—Pues deberíamos echar un vistazo. Ya que gobernamos Skoda, el dinero es nuestro. Podemos usarlo para comprar víveres y otras mercancías en Vagria. Puede que no nos permitan cruzar la frontera, pero a nuestro oro sí se lo permitirán.
—¡Soy imbécil! —dijo Rayvan—. Por supuesto. Lago, comprueba enseguida de cuánto dinero disponemos… Si no ha sido saqueado ya.
—Está bajo custodia, madre —dijo Lago.
—Aun así, ve y cuéntalo.
—¡Me llevará toda la noche! —protestó Lago. Rayvan le dirigió una mirada iracunda, y su hijo suspiró—. Está bien, ya voy. Pero debes saber que en cuanto haya terminado iré a despertarte para decirte el total.
Rayvan le sonrió y se volvió hacia Trepador.
—Tú tienes buenas entendederas —le dijo—. ¿Quieres ir a Vagria a comprar lo que necesitamos?
—No puede —intervino Tenaka—. Tiene otra misión que cumplir.
—Y vaya misión —dijo Ananáis entre dientes.
—Sugiero que demos por terminada la reunión por hoy y vayamos a cenar —dijo Rayvan—. Ahora me comería un caballo. ¿Seguimos mañana?
—No —dijo Tenaka—. Mañana me iré de Skoda.
—¿Te irás? —dijo Rayvan, estupefacta—. Pero eres nuestro general.
—Debo irme, mi señora. He de reunir un ejército. Pero volveré.
—¿Y dónde vas a encontrar ese ejército?
—Entre los míos.
Un silencio devastador llenó la sala del consejo. Los presentes intercambiaron miradas nerviosas, y sólo Ananáis permaneció impasible; se recostó en su asiento y puso los pies en la mesa.
—Explícate —dijo Rayvan.
—Creo que me has entendido perfectamente —dijo Tenaka con frialdad—. Los únicos guerreros que pueden preocupar a Ceska son los nadir. Si tengo suerte, volveré con un ejército.
—¿Piensas traer a Drenai a esos salvajes asesinos? Son peores que los mezclados de Ceska —dijo Rayvan, levantándose—. No estoy dispuesta a aceptarlo. Moriré antes que permitir que esos bárbaros pongan los pies en tierras de Skoda.
La mayoría de los presentes empezó a golpear la mesa con los puños, mostrando su apoyo. Tenaka se levantó y alzó las manos, pidiendo silencio.
—Me hago cargo de lo que sentís todos. Pero fui criado entre los nadir y sé cómo son. No comen niños ni copulan con demonios. Son hombres; guerreros que viven para la batalla. Es su forma de vida. Y son gente de honor.
»Pero no es mi intención hablar en defensa de mi pueblo; pretendo daros una oportunidad de llegar con vida al verano. Quizá creáis haber logrado una gran victoria, pero no ha sido más que una escaramuza. Cuando llegue el verano, Ceska lanzará cincuenta mil guerreros contra vosotros. ¿Cómo pensáis hacerles frente? Y si os derrotan, ¿qué será de vuestras familias? Ceska convertirá Skoda en un erial, y habrá ahorcados en todos los árboles; Skoda será una tierra de cadáveres, desolada y destrozada.
»No garantizo que pueda reclutar un ejército de nadir. Para ellos estoy contaminado por la sangre de los ojos redondos; estoy maldito, y me consideran menos que un hombre. Porque no son distintos de vosotros. Los chiquillos nadir crecen escuchando las historias que hablan sobre vuestra depravación; y las leyendas nadir están llenas de descripciones de vuestros ataques.
»No estoy pidiendo permiso para reclutar ese ejército. Para ser sincero, me importa una mierda que os guste o no. Partiré mañana.
Se sentó y guardó un hosco silencio. Ananáis se inclinó hacia él.
—No hacía falta hablar con tantos rodeos —le dijo—. Se lo podrías haber dicho directamente.
El comentario hizo que Rayvan soltara un bufido, que se convirtió en una risa entre dientes. En torno a la mesa, la tensión se fue disipando, y muchos no pudieron evitar echarse a reír. Tenaka seguía sentado con los brazos cruzados y expresión adusta.
—Creo que hablo en nombre de todos los presentes —dijo Rayvan al cabo de un rato— cuando digo que no nos gusta tu plan, amigo mío. Pero has sido sincero con nosotros, y de no haber sido por ti, los cuervos estarían celebrando un banquete. —Suspiró, se inclinó hacia Tenaka y le apoyó una mano en el brazo—. Sí que te importamos; de lo contrario no estarías aquí. Si te equivocas… Que así sea. Estaré a tu lado. Trae a los nadir, si puedes, y le daré un abrazo al primer chacal comecabras que llegue cabalgando a tu lado.
Tenaka se relajó y la miró a los ojos.
—Eres toda una mujer, Rayvan —dijo en voz baja.
—Más vale que no lo olvides, general.