El primer rayo de sol fue rojo como la sangre. Tenaka Jan aguardaba, junto a cien guerreros armados con arcos, espadas y hachas, en un terreno elevado desde el que se dominaba toda la pradera.
De los cien guerreros, sólo treinta portaban escudos, y Tenaka los distribuyó en la línea a partir de la cual descendía el terreno hacia la llanura. A ambos lados del reducido grupo de guerreros se alzaban, imponentes, las montañas de Skoda, y tras ellos se abría hacia ambos lados el valle de la Sonrisa del Diablo, hasta llegar a las colinas cubiertas de árboles.
Los guerreros que lo acompañaban se agitaban, inquietos, pero no había nada que Tenaka pudiera decirles. Se movían con cautela alrededor del nadir, echándole miradas desconfiadas. Lucharían junto a él, pero sólo porque Rayvan se lo había pedido.
Tenaka alzó una mano para protegerse los ojos del sol y vio que la Legión se ponía en movimiento. La luz del amanecer arrancaba destellos de las puntas de las lanzas y de las corazas lustradas.
Después del Dragón, la Legión era el mejor cuerpo de combate de Drenai. Tenaka desenvainó la espada y examinó la hoja. Sacó una pequeña piedra de amolar y le dio otro repaso. Galand se le acercó.
—Suerte, general —dijo.
Tenaka sonrió y echó una ojeada a sus efectivos. Los montañeses mostraban expresiones estoicas y decididas; no estaban dispuestos a ceder. Durante cientos de años, hombres como aquellos habían mantenido unido el imperio drenai, y habían hecho retroceder a los mayores ejércitos del mundo: a las hordas de Ulric, a los Inmortales de Gorben, y a los fieros jinetes de Vagria durante las Guerras del Caos.
En aquel momento se disponían a luchar de nuevo, con todas las probabilidades en su contra.
El ruido atronador de los cascos de los caballos resonó en la llanura y se dirigió como una ola hacia las montañas, despertando ecos que sonaban a perdición.
A la izquierda del grupo de guerreros con escudos, Lucas, el hijo de Rayvan, encajó una flecha en el arco. Tragó saliva y se limpió la frente; sudaba a mares. Pensó que era extraña la forma en que podía tener el rostro tan húmedo y la boca tan seca. Miró al general nadir y lo vio esperando, tranquilo, espada en mano, con los ojos violeta fijos en los jinetes que se acercaban a la carga. No tenía ni una gota de sudor en la frente.
«¡Bastardo inhumano!», pensó Lucas.
Los jinetes habían alcanzado la base de la cuesta que daba entrada a la Sonrisa del Diablo, y su ímpetu disminuyó ligeramente. Una flecha salió volando en su dirección, pero cayó corta.
—¡Esperad a que se dé la orden! —rugió Galand, mirando de reojo al impasible Tenaka.
Los jinetes se acercaban con las lanzas empuñadas.
—¿Ahora? —preguntó Galand cuando el primer jinete alcanzó el lugar en el que había caído la flecha disparada.
Tenaka negó con la cabeza.
Los nerviosos arqueros habían empezado a mirar en su dirección.
—¡Vista al frente! —ordenó Galand.
Los jinetes de la Legión se aproximaban en fila de a cincuenta; veinticinco hileras en total. Tenaka calculó que la distancia que las separaba sería de unos seis cuerpos de caballo. Era una carga disciplinada.
—¡Ahora! —dijo.
—¡Al infierno con ellos! —gritó Galand.
Un centenar de flechas surcó el aire, reflejando la luz del sol. La primera línea de jinetes se hizo trizas cuando las saetas se hundieron en el cuerpo de los caballos. Los jinetes cayeron sobre las rocas cuando las monturas se encabritaron, relinchando enloquecidas. La segunda línea de jinetes vaciló, pero la separación que había entre las filas permitió que los lanceros reaccionaran a tiempo de saltar por encima de los caídos… sólo para darse de bruces con la segunda oleada de flechas, que mató, hirió e hizo caer a los caballos. Mientras los aturdidos jinetes intentaban ponerse en pie, más dardos repartieron la muerte entre ellos, hundiéndose en la carne desprotegida. Pero la carga proseguía, y los jinetes estaban ya casi encima de los defensores.
Lucas se levantó y puso su última flecha en el arco. Un lancero rompió la línea, y Lucas soltó la cuerda sin apenas apuntar. El proyectil rebotó en el cráneo del caballo, y el animal retrocedió, presa del pánico, pero su jinete consiguió mantenerse en la silla. Lucas soltó el arco y corrió hacia él, empuñando el cuchillo de caza; saltó y hundió la hoja en el pecho del jinete, pero este se dejó caer a la derecha, y el peso de los dos hombres derribó al caballo. Lucas aterrizó sobre su adversario, y la caída, combinada con el peso, hizo que el cuchillo se hundiese hasta la empuñadura. El lancero emitió un gemido y murió. Lucas intentó liberar el cuchillo, pero se había hundido demasiado. Desenvainó la espada y corrió hacia otro jinete.
Tenaka esquivó la lanza que se dirigía hacia él y saltó sobre su atacante, arrancándolo de la silla. Un tajo de revés en el cuello dejó al lancero ahogándose en su propia sangre.
Tenaka atrapó al caballo y montó, mientras los arqueros retrocedían hacia la boca del valle sin dejar de acribillar a los legionarios. Hombres y bestias taponaban la entrada, y la escena era un caos. Aquí y allá, algunos jinetes se habían abierto paso, y los guerreros de Skoda, armados con hachas y espadas, los hicieron caer y los remataron en el suelo.
—¡Galand! —gritó Tenaka.
El guerrero de barba negra, que luchaba junto a su hermano, se libró de su adversario y miró al nadir. Tenaka señaló hacia la masa de jinetes, y Galand, comprendiendo, enarboló la espada.
—¡A mí, Skoda! —gritó—. ¡A mí!
Junto con su hermano y veinte guerreros más, cargó contra los soldados apelotonados. Los jinetes dejaron caer las lanzas e intentaron desenvainar las espadas mientras la cuña de montañeses los golpeaba. Tenaka espoleó a su montura y se lanzó en su ayuda.
La batalla prosiguió durante varias sangrientas vueltas de reloj; después, del valle llegó el sonido de una corneta, y los jinetes de la Legión picaron espuelas y se alejaron de la masacre al galope.
Galand, sangrando por una herida superficial de la cabeza, corrió hacia Tenaka.
—Volverán a la carga enseguida —dijo—. No podremos frenarlos.
Tenaka envainó la espada. Casi la mitad de los defensores había caído.
Lucas se le acercó.
—Deja que recojamos a los heridos —pidió.
—¡No hay tiempo! —dijo Tenaka—. Ocupad vuestras posiciones, pero estad preparados para echar a correr en cuanto dé la orden.
Hizo avanzar a su caballo y se acercó al límite de la pendiente. La Legión se había reagrupado en la base y comenzaba a reorganizarse en líneas de cincuenta en fondo. Tras el nadir, los arqueros intentaban desesperadamente hacer acopio de flechas, arrancándolas de los cadáveres. Tenaka alzó una mano, llamándolos, y todos obedecieron sin vacilar.
La corneta sonó de nuevo, y la ola de jinetes de capa negra avanzó. En aquella ocasión no llevaban lanzas; las hojas de las espadas destellaban. El sonido de los cascos volvió a despertar su eco en las montañas.
Cuando los lanceros estaban a cincuenta pasos, Tenaka dio la orden.
—¡Ahora! —gritó, y un centenar de flechas se alojó en su blanco—. ¡Retroceded! —ordenó.
Los guerreros de Skoda se volvieron y echaron a correr en busca de la seguridad momentánea que ofrecían las laderas boscosas.
Tenaka calculó que la Legión habría perdido cerca de trescientos hombres, y aún más caballos. Hizo girar a su montura y galopó hacia las laderas. Galand y Parsal iban ante él, ayudando al herido hijo de Rayvan. Lucas había intentado sacar una flecha del cuerpo de un jinete, pero el lancero no estaba muerto y le había lanzado un tajo en la pierna.
—¡Dejádmelo! —gritó Tenaka, y acercó el caballo. Se inclinó sobre la silla y, de un tirón, lo cruzó sobre el caballo.
Miró hacia atrás. La Legión había coronado la cuesta y se lanzaba en persecución de los montañeses. Galand y Parsal echaron a correr hacia el norte. Tenaka espoleó a su caballo en dirección noroeste, y los jinetes de la Legión se lanzaron tras él.
Ante Tenaka se erguía la primera colina, tras la cual aguardaban Ananáis y los suyos. Tenaka espoleó al caballo, pero cargado con el doble de peso, el animal no podía esforzarse más. Cuando llegó a la cima no lo separaban más que unos quince pasos de sus perseguidores, pero ante él aparecieron Ananáis y cuatrocientos guerreros. La agotada montura de Tenaka fue hacia ellos, y Ananáis se adelantó y le hizo un gesto a Tenaka para que se apartara hacia la izquierda. El nadir tiró de las riendas y guió al animal a través de las trampas que había mandado preparar la noche anterior.
Tras él, cien legionarios frenaron a sus monturas y aguardaron órdenes. Tenaka ayudó a Lucas a bajar de la silla y desmontó.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Ananáis. Tenaka alzó tres dedos—. Habría estado bien que fueran cinco.
—Ha sido una carga absolutamente disciplinada, Ananáis. Fila tras fila, pero una cada vez.
—Hay que reconocer que la Legión siempre ha sido disciplinada. De todas formas, el día aún es joven.
Renia se abrió paso entre los guerreros.
—¿Hemos perdido a muchos?
—Durante la carga, a unos cuarenta. Pero habrá más bajas en los bosques —respondió Tenaka.
Decado y Acuas se acercaron también.
—General —dijo Acuas—, el comandante de la Legión conoce nuestras posiciones. Está preparando a sus jinetes para lanzar una carga directa.
—Gracias, Acuas. Es lo que esperábamos.
—Espero que no tarde demasiado —dijo Acuas, mesándose la barba rubia—. Los templarios han roto nuestras defensas. No tardarán en conocer nuestros planes, y se los comunicarán a la Legión.
—Si eso sucede, estamos muertos —susurró Ananáis.
—¿Podéis usar vuestros poderes para crear una barrera en torno al comandante? —preguntó Tenaka.
—Podemos intentarlo —respondió Acuas con reticencia—. Pero los encargados de la tarea correrán un grave peligro.
—Por aquí, los demás no estamos corriendo poco peligro —masculló Ananáis.
—Se hará —intervino Decado—. Organízalo, Acuas.
El monje asintió y cerró los ojos.
—Bueno, muévete —insistió Ananáis.
—Ya lo está haciendo —dijo Decado en voz baja—. Dejadlo tranquilo.
El chirrido metálico de las cornetas de la Legión atravesó el aire, y unos instantes después, una línea de jinetes con capa negra coronó la colina opuesta.
—Vuelve al centro —le dijo Ananáis a Rayvan.
—¡No me trates como a una criada!
—¡Te estoy tratando como a un jefe! Si caes en el primer ataque, la batalla está perdida.
Rayvan retrocedió, y los montañeses de Skoda prepararon los arcos.
Un toque aislado de corneta anunció la carga, y los jinetes comenzaron a descender al galope por la pequeña colina. El miedo sobrevolaba las filas de los defensores. Ananáis lo percibió.
—Firmes, muchachos —dijo con voz tranquila.
Tenaka estudió la formación de jinetes: cien en fondo, en líneas separadas. Maldijo en voz baja. La primera línea llegó a la base de la colina y empezó a ascender hacia los defensores, reduciendo la velocidad al aumentar la pendiente. Aquello hizo que la segunda línea quedase más cerca. Tenaka sonrió.
A treinta pasos de los defensores, la primera línea de jinetes alcanzó las primeras trincheras, cubiertas por una fina capa de hierba sostenida por ramas. La línea se vino abajo como si un gigante invisible la hubiera golpeado. La segunda línea, que la seguía demasiado de cerca, no consiguió reaccionar, y también se desmoronó en una masa confusa de caballos asustados.
—¡Al ataque! —gritó Ananáis, y trescientos guerreros de Skoda se lanzaron hacia delante golpeando y dando estocadas. El centenar restante lanzó lluvias de flechas por encima de sus camaradas, dirigidas a los lanceros que, más atrás, habían detenido a sus monturas y presentaban blancos casi inmóviles.
En la otra colina, Karespa, el general de la Legión, se deshizo en maldiciones. Se inclinó sobre la silla y ordenó al corneta que tocara a repliegue. Cuando las notas agudas sobrevolaron el campo de batalla, la Legión se retiró. Karespa agitó un brazo y señaló hacia la izquierda, y los lanceros que se encontraban en aquella posición espolearon a sus caballos para atacar por el flanco. Ananáis hizo retroceder a los suyos hasta la cima de la colina.
La Legión atacó de nuevo, pero los caballos tropezaron con las cuerdas ocultas en la espesa hierba. Karespa volvió a ordenar el repliegue. Sin otra elección, ordenó desmontar a los soldados. Los legionarios reanudaron el ataque, a pie, con los arqueros en la retaguardia.
Avanzaban lentamente. Los soldados de la primera fila caminaban vacilantes y temerosos. No llevaban escudo, y se mostraban reacios a ponerse al alcance de los arqueros que defendían Skoda.
Se detuvieron al llegar a la zona de alcance de los arcos, y se prepararon para lanzarse a la carrera. En aquel instante, Lago y los cincuenta guerreros que estaban a su mando surgieron ante ellos. Estaban ocultos, cubiertos con mantos de hierba entretejida o tras las rocas que bordeaban las trincheras. Desde su punto de observación, en lo alto de la otra colina, Karespa contempló con incredulidad la aparición de aquellos guerreros que parecían brotar del suelo.
Lago tensó el arco, y sus hombres lo imitaron. Su objetivo eran los arqueros enemigos. Cincuenta flechas surcaron el aire; otras cincuenta las siguieron… y a estas, el caos más absoluto. Ananáis guió a sus cuatrocientos montañeses en un ataque relámpago, y los soldados de la Legión se encogieron bajo la tormenta de acero que cayó sobre ellos. Karespa giró en la silla, dispuesto a dar de nuevo la orden de repliegue, pero se quedó boquiabierto e incapaz de hablar. El corneta había sido arrojado de su montura por un guerrero de barba negra que, en aquel instante, se acercaba sonriente al caballo de Karespa con un puñal en la mano. Cerca de aquel guerrero había otros, también sonrientes.
Galand se llevó la corneta a los labios y tocó las lúgubres notas de la señal de rendición. Tres veces sonó la corneta antes de que dejase caer sus armas hasta el último de los legionarios.
—Se acabó, general —dijo Galand—. Desmonta, si eres tan amable.
—¡Que me aspen si obedezco! —masculló Karespa.
—De lo contrario, estarás muerto —prometió Galand.
Karespa desmontó.
Seiscientos soldados de la legión se quedaron sentados en la hierba de una hondonada mientras los montañeses de Skoda avanzaban entre ellos y los despojaban de las armas y las corazas.
Decado envainó la espada y se acercó adonde estaba Acuas, arrodillado junto al cadáver de Abadón. El anciano no mostraba herida alguna.
—¿Qué ha pasado? —dijo Decado.
—Su mente era la más poderosa, y su talento, mayor que el de cualquiera de nosotros. Se presentó voluntario para escudar la mente de Karespa frente a los templarios.
—Él sabía que iba a morir hoy —dijo Decado.
—¡No ha muerto hoy! —estalló Acuas—. ¿No te dije que el riesgo era muy grande?
—Sí, ha muerto un hombre. Pero han muerto muchos más.
—Esto no ha sido una muerte, Decado. Desde luego, su cuerpo ha caído, pero los templarios han capturado su alma.
Trepador estaba sentado en lo alto de la muralla de los jardines de la torre, escrutando las lejanas montañas en busca de señales que indicaran la victoria de la Legión. Se había sentido aliviado cuando Tenaka le pidió que se quedara atrás, pero ya no estaba tan tranquilo. Desde luego, no era un guerrero, y no habría sido de mucha ayuda en la batalla, pero aun así, le habría gustado conocer el resultado.
Unas nubes oscuras pasaron sobre los jardines y bloquearon la luz del sol. Trepador se ajustó la capa azul sobre los hombros, bajó del muro y paseó entre las flores. Sesenta años antes, un anciano gobernante había ordenado construir el jardín; sus siervos llevaron a la torre más de tres toneladas de tierra de cultivo. En aquel momento había árboles, arbustos y flores de todo tipo. En una esquina, laureles y saúcos crecían junto a acebos y olmos, mientras que, por doquier, las flores de cerezo, de tonos rosados y blancos, contrastaban con la piedra gris de la muralla. Una senda bordeada de flores cruzaba el jardín, abriéndose paso entre los macizos. Trepador recorrió el camino, saboreando el perfume que inundaba el aire.
Renia subió por la escalera de caracol y entró en el jardín en el preciso instante en que los rayos del sol se abrían paso entre las nubes, y vio a Trepador, que llevaba el pelo oscuro sujeto por una tira de cuero negro atada en torno a la frente. Pensó que era un tipo atractivo… y solitario. No llevaba espada, y estaba observando una flor amarilla que crecía en un macizo.
—Buenos días —dijo Renia.
Trepador levantó la mirada. La joven vestía una túnica de lana verde claro, y tenía el pelo cubierto con un manto de seda rojiza. Llevaba las piernas desnudas e iba descalza.
—Buenos días, mi señora. ¿Has dormido bien?
—No. ¿Y tú?
—Me temo que no. ¿Cuándo crees que sabremos algo?
—Pronto —contestó Renia encogiéndose de hombros.
Trepador asintió, y ambos pasearon por el jardín hasta llegar al muro orientado al sur, en dirección a la Sonrisa del Diablo.
—¿Por qué no fuiste con ellos? —preguntó la joven.
—Tenaka me ordenó que me quedara.
—¿Por qué?
—Tiene una misión para mí, y al parecer no desea que me maten antes de que intente llevarla a cabo.
—¿Es una misión peligrosa?
—¿Por qué?
—Hablas de intentarlo. Eso suena a que no estás seguro de conseguirlo.
—¿Que no estoy seguro? —Trepador mostró una sonrisa forzada—. Claro que sí: estoy seguro de que no lo conseguiré. Pero no importa; nadie vive eternamente. Y de todas formas, quizá no tenga que emprender la tarea. Antes tienen que derrotar a la Legión.
—Vencerán —dijo Renia. Se sentó en un banco de piedra y estiró sus largas piernas sobre el asiento.
—¿Cómo estás tan segura?
—No son hombres que puedan ser derrotados con facilidad. Tenaka encontrará la forma de vencer. Y si te ha pedido que lo ayudes, ten por seguro que te considera capaz.
—A las mujeres, el mundo de los hombres os parece muy sencillo —comentó Trepador.
—No, en absoluto. Hace falta un hombre para que las cosas sencillas parezcan complicadas.
—Buena respuesta, mi señora. ¡Me rindo!
—¿Eres tan fácil de vencer, Trepador?
—Lo soy, Renia —dijo el joven, sentándose a su lado—, porque no me preocupa mucho ganar. Prefiero vivir. Huyo para seguir con vida. En otros tiempos estuve rodeado de asesinos. Toda mi familia murió a sus manos.
Fue cosa de Ceska, lo sé ahora, pero en aquella época lo consideraba un buen amigo de mi abuelo y mío. Durante años, mi habitación tenía centinelas mientras yo dormía; todo lo que comía pasaba por las manos de los catadores; antes de darme un juguete, lo inspeccionaban por si ocultaba alguna aguja envenenada. No fue lo que llamaríamos una infancia feliz.
—Pero ahora eres un hombre —dijo ella.
—No especialmente digno; me asusto con facilidad. De todas formas hay un consuelo en ello: si fuera un poco más valiente, probablemente ya estaría muerto.
—O te alzarías victorioso.
—Sí; quizá. Pero cuando mataron a mi abuelo Orrin, huí. Renuncié al condado y me escondí. Belder me acompañó; es un criado leal. Creo que lo he decepcionado mucho.
—¿Cómo has sobrevivido?
—Me hice ladrón —contestó con una sonrisa—. De ahí me viene el nombre; trepo, me cuelo en las casas y me llevo los objetos de valor. Se dice que el Conde de Bronce empezó igual, de modo que supongo que no hago más que continuar la tradición familiar.
—Hace falta valor para ser ladrón. Te podrían haber atrapado y ahorcado.
—Nunca me has visto correr… Soy rápido como el viento.
Renia sonrió, se levantó y echó una ojeada por encima del muro. Después volvió a sentarse.
—¿Qué quiere Tenaka que hagas?
—Nada muy complicado. Quiere que me declare conde, retome Dros Delnoch, sojuzgue a diez mil soldados y abra las puertas para dejar paso a un ejército nadir. ¡Eso es todo!
—En serio, ¿qué quiere que hagas?
Trepador se inclinó hacia ella.
—Te lo acabo de decir.
—No me lo puedo creer. ¡Es una locura!
—Y sin embargo…
—Es imposible.
—Cierto, Renia; cierto. Sin embargo, el plan no carece de ironía. Fíjate bien: el descendiente del Conde de Bronce, aquel que resistió en la fortaleza todos los ataques de Ulric, recibe la orden de tomar la fortaleza y permitir que el descendiente de Ulric cruce el paso al frente de un ejército.
—¿De dónde va a sacar ese ejército? Los nadir también lo odian; más incluso que los drenai.
—Oh, sí. Pero él es Tenaka Jan —dijo Trepador secamente.
—¿Y cómo vas a tomar la fortaleza?
—No tengo ni idea. Probablemente entraré en la torre, anunciaré quién soy y ordenaré a todos que se rindan.
—No es mal plan; sencillo y directo —dijo Renia con seriedad.
—Los mejores planes son así —afirmó Trepador—. Cuéntame cómo has acabado tú envuelta en este lío.
—Nací con suerte —respondió Renia mientras se incorporaba—. ¡Maldita sea! ¿Cuándo vendrán?
—Como has dicho antes, pronto. ¿Te vienes a desayunar?
—No me apetece. Valtaya está en la cocina; te preparará algo.
Trepador presintió que la joven deseaba estar a solas, de modo que se alejó hacia la escalera. Bajó en dirección a la cocina siguiendo el delicioso aroma del tocino frito. Por el camino se cruzó con Valtaya, y al llegar se encontró con Belder, que daba cuenta de un plato de habas, tocino y huevos.
—Un hombre de tu edad debería haber perdido el apetito —comentó Trepador, sentándose frente al enjuto guerrero.
—Deberíamos haber ido con ellos —dijo Belder, mirándolo con el ceño fruncido.
—Tenaka me pidió que me quedase.
—No sé por qué —masculló Belder con voz cargada de sarcasmo—. Imagina lo bien que les habríamos venido.
Trepador perdió la paciencia.
—Nunca te lo he dicho, pero empiezas a hartarme. ¡Cierra la boca o mantente fuera de mi vista!
—La segunda opción parece interesante —dijo el viejo guerrero, con los ojos brillantes de ira.
—¡Pues lárgate! Y guárdate los sermones. Te has pasado años recriminándome mi conducta, mis miedos y mis defectos. Pero no me has seguido por lealtad; me has seguido porque tú también huiste. Te serví de excusa fácil. Tenaka me pidió que me quedara aquí, pero no te lo pidió a ti. Podías haber ido con ellos.
Trepador se levantó y abandonó la cocina. El anciano guerrero se inclinó hacia delante, apartó el plato y se apoyó en los codos.
—Te seguí por lealtad —susurró.
Tras la batalla, Tenaka vagaba a solas por el monte, henchido de un gran pesar y una terrible nostalgia.
Rayvan lo vio alejarse y se dispuso a ir tras él, pero Ananáis se lo impidió.
—Él es así —dijo el gigante—. Déjalo.
Rayvan se encogió de hombros y volvió a ocuparse de los heridos. Habían fabricado camillas con las lanzas y las capas de la Legión. Los Treinta, tras librarse de las armaduras, caminaban entre los heridos y usaban sus poderes para disiparles el dolor mientras los atendían y les cosían las heridas.
En campo abierto se amontonaban los muertos, todos juntos: jinetes de la Legión y guerreros de Skoda. Aquel día habían muerto seiscientos once lanceros, y junto a ellos yacían doscientos cuarenta y seis montañeses.
Rayvan recorrió las filas de cadáveres, deteniéndose ante los suyos, recordando sus nombres y rezando por ellos. Muchos tenían granjas, esposas, hijos, hermanas, madres. Rayvan los conocía a todos. Llamó a Lago y le pidió que le consiguiera pergamino y carboncillo para apuntar los nombres de los muertos.
Ananáis se limpió la sangre de la ropa y la piel, y después ordenó que Karespa, el general de la Legión, fuera llevado a su presencia. El soldado se mostró huraño y con pocas ganas de conversar.
—Tendré que ejecutarte, Karespa —dijo Ananáis, disculpándose.
—Lo entiendo.
—Me alegro. ¿Quieres acompañarme en la comida?
—No, gracias. He perdido el apetito.
Ananáis asintió, comprensivo.
—¿Tienes alguna preferencia?
—¿Acaso importa? —El general se encogió de hombros.
—Entonces, una estocada servirá. A menos que prefieras suicidarte.
—¡Vete al infierno!
—Está bien, me encargaré yo. Tienes hasta el amanecer para prepararte.
—No hace falta esperar a que amanezca. Hazlo ahora, mientras estoy de humor.
—Está bien.
Ananáis asintió de nuevo, y un dolor ardiente como el fuego del infierno atravesó la espalda de Karespa. El general intentó volverse, pero la oscuridad lo cubrió. Galand desclavó la espada y limpió la hoja en la capa del general. Después se sentó con Ananáis.
—Una lástima —dijo el guerrero de la barba negra.
—No podíamos liberarlo, después de todo lo que ha hecho.
—Supongo que no. Por los dioses, general, ¡hemos vencido! Es increíble, ¿no es cierto?
—No tan increíble. Tenaka trazó los planes.
—Vamos; podría haber ocurrido cualquier cosa. Podrían no haberse lanzado a la carga; podrían haber desmontado y enviado a los arqueros para que nos hicieran retroceder…
—Podrían, podrían… Pero no ha sido así. Ejecutaron las maniobras que dictaban las ordenanzas. Según el Manual de Caballería, la acción más evidente cuando unos jinetes se enfrentan a infantería consiste en lanzarse a la carga. La Legión es disciplinada, así que sigue los dictados del Manual. ¿Quieres que te cite los números de capítulo y párrafo?
—No hace falta —dijo Galand—. Supongo que hasta lo escribirías tú.
—No. Tenaka introdujo los últimos cambios hace unos dieciocho años.
—Pero supongamos…
—¿Qué importa ahora, Galand? Tenaka acertó.
—Pero no podía saber de antemano dónde se situarían Karespa y su corneta. Aun así, nos dijo a Parsal y a mí que nos situásemos en aquella colina.
—¿Desde dónde podría haber observado la batalla Karespa, si no?
—Podría haber ido al frente de sus soldados.
—¿Y que fuera el corneta el que tomase las decisiones?
—Haces que suene muy sencillo, pero las batallas no son así. La estrategia es una cosa; el valor y la habilidad, otra.
—No lo niego. La Legión no se ha empleado a fondo; aún hay hombres buenos en sus filas, y estoy seguro de que no les gusta la tarea que se ven obligados a hacer. Pero todo eso ya pertenece al pasado. Ahora voy a pedirles a los legionarios que se unan a nosotros.
—¿Y si se niegan?
—Les ordenaremos que se marchen del valle. Pero en la entrada estarás tú, esperando, con un centenar de arqueros. Ni uno solo ha de escapar con vida.
—Eres implacable, general.
—Estoy vivo, Galand. Y pretendo seguir así.
Galand se levantó.
—Eso espero, general. Y también espero que Tenaka Jan sea capaz de sacarse otro milagro de la manga cuando vengan los mezclados.
—Ya nos preocuparemos mañana —dijo Ananáis—. Disfrutemos el presente.