DIEZ

Pagano llevó a Parise, la mujer de la aldea, a una posada del barrio sur de la ciudad, y le dio tres monedas de oro al dueño, que puso los ojos como platos al contemplar la pequeña fortuna que relucía en la palma de su mano.

—Quiero que esta mujer reciba la mejor atención posible —le dijo Pagano en voz baja—. Si esta cantidad no es bastante, haré que te envíen más oro.

—La cuidaré como si fuese mi propia hermana.

—Bien. —Pagano sonrió de oreja a oreja y se inclinó hacia el posadero—. Porque de lo contrario me comeré tu corazón.

El posadero era un tipo calvo y fornido; cuadró los hombros, cerró sus fuertes puños y replicó irritado:

—No hace falta que me amenaces, negro. No necesito que me den instrucciones sobre la forma de tratar a una mujer.

—En estos tiempos no puede uno fiarse de nadie.

—Eso es verdad. ¿Quieres tomar un trago?

Los dos hombres se sentaron ante sendas cervezas mientras Parise daba de mamar al bebé en la intimidad de su nueva habitación. El posadero se llamaba Ilter, y había vivido en la ciudad los últimos veintitrés años, desde que su granja se arruinó en la época de la gran sequía.

—Sabes que me has pagado demasiado, ¿verdad? —preguntó.

—Sí, lo sé —respondió Pagano. Ilter asintió y vació su jarra.

—Nunca había visto un negro.

—En mi tierra, al otro lado de las junglas oscuras y las Montañas de la Luna, la gente nunca ha visto un hombre blanco, aunque se mencionan en algunas leyendas.

—El mundo es extraño —dijo Ilter.

La mirada de Pagano se perdió en las profundidades de su bebida. De repente sentía nostalgia de la amplia sabana, de los crepúsculos escarlata y del rugido lejano de los leones cuando salían de caza.

Recordó la mañana del día de la Muerte, y se preguntó si llegaría a olvidarlo alguna vez. Los barcos de velas negras habían echado anclas en la bahía del Oro Blanco, y los saqueadores habían recorrido con rapidez el camino hasta el poblado de su padre. El anciano había reunido prontamente a los guerreros, pero no eran bastantes, y al fin habían sido masacrados en el kraal del viejo rey.

Los saqueadores habían acudido en busca de oro, pues habían oído las numerosas leyendas que hablaban de la gente de la bahía. Pero las viejas minas se habían agotado hacía mucho tiempo, y la gente se dedicaba a cultivar trigo y maíz. Los saqueadores, frustrados, se llevaron a las mujeres; torturaron a muchas, violaron a otras y por último las mataron a todas. Aquel día, más de cuatrocientas almas abandonaron aquella tierra; entre ellas, los padres de Pagano, tres de sus hermanas, uno de sus hermanos menores y cuatro de sus hijas.

Un chiquillo escapó al principio del ataque y corrió como el viento en busca de Pagano y su guardia personal, que se hallaban de cacería en las montañas. Con los sesenta guerreros que lo acompañaban, cruzó la sabana a la carrera, a pie descalzo, con las lanzas de hoja larga cruzadas a la espalda. Llegaron al poblado poco después de que se marcharan los asaltantes, y tras contemplar la escena examinaron los rastros.

El kraal había sido atacado por unos trescientos hombres. Demasiados para que pudieran enfrentarse directamente a ellos. Pagano cogió la lanza, la partió contra una rodilla, tiró el asta rota y sostuvo la hoja como si fuera una espada corta. Los guerreros siguieron su ejemplo.

—Quiero que mueran muchos, pero necesitamos a uno vivo —les dijo Pagano a sus hombres—. Tú, Bopa: captura a uno y tráelo. Los demás, derramad sangre.

—Oímos y obedecemos, Kataskicana —respondieron al unísono.

Pagano encabezó la marcha a través de la jungla, en dirección a la bahía. Avanzaron como espectros negros y alcanzaron a los saqueadores que volvían a los barcos, cantando y riendo. Pagano y los sesenta hombres cayeron sobre ellos como demonios salidos del mismo infierno, dando tajos y estocadas. Después desaparecieron en la jungla.

En aquel ataque relámpago murieron unos ochenta saqueadores, y hubo un desaparecido al que los demás dieron también por muerto.

Durante tres días, aquel hombre deseó que hubiera sido así.

Pagano lo llevó al poblado arrasado, y allí empleó a fondo todas las bárbaras técnicas que había desarrollado su gente, hasta que aquel despojo que había sido un hombre entregó su alma al Vacío. Pagano hizo quemar el cadáver.

Regresó a su palacio, convocó a los consejeros y les relató lo ocurrido.

—La sangre de mi familia clama venganza —les dijo—, pero nuestro país está demasiado lejos para entrar en guerra. Los asesinos llegaron de una tierra llamada Drenai, y fueron enviados por su rey, en busca de oro. Yo soy también rey, y llevo en las manos el corazón de mi pueblo.

De modo que yo, solo, llevaré la guerra al enemigo. Buscaré a su rey y acabaré con él. Mi hijo Katasi se quedará sentado en el trono hasta mi regreso. Si estoy ausente más de tres años… —Se volvió hacia el guerrero que estaba a su lado—… es hora de que reines, Katasi. Yo era rey cuando tenía tu edad.

—Déjame ir en tu lugar, padre —rogó el joven.

—No. Tú eres el futuro. Si no regreso, no deseo que mis viudas sean sacrificadas en la hoguera. Es costumbre que sigan a su rey en el día y en el lugar de su muerte, pero si he de morir en esta misión, ocurrirá pronto. No quiero que mis viudas aguarden durante tres años sólo para perderse en las nieblas. Dejadlas vivir.

—Oír es obedecer.

—¡Así me gusta! Te he enseñado bien, Katasi. Tiempo ha, me odiaste cuando te envié a estudiar a Ventria, al igual que yo odié a mi padre cuando hizo lo mismo. Creo que ahora descubrirás el valor de aquellos años.

—Que el gran Shem derrame su espíritu sobre tu espada —dijo Katasi abrazando a su padre.

Pagano había tardado más de un año en llegar a las tierras de Drenai, y el viaje le había costado la mitad del oro que llevaba. No tardó en darse cuenta de la magnitud de la tarea que se había impuesto. Pero en aquel momento sabía que los dioses le daban una oportunidad.

Tenaka Jan era la clave.

Pero primero tendrían que derrotar a la Legión.

Tenaka había pasado las cuarenta últimas horas acampado en la Sonrisa del Diablo. Había recorrido el lugar y estudiado el terreno, cada recoveco, cada hondonada, cada detalle sobre los posibles parapetos y las posibles líneas de ataque.

En aquel momento estaba sentado con Rayvan y su hijo Lucas, en lo alto de un cerro que dominaba el valle serpenteante, y observaba la llanura que se extendía ante las montañas.

—¿Y bien? —le dijo Rayvan por tercera vez—. ¿Se te ocurre algo?

Tenaka se frotó los ojos cansados, echó a un lado el esquema que había estado dibujando y se giró hacia la mujer guerrera, sonriendo. Su recia figura se hallaba cubierta por una cota de malla larga, y llevaba el pelo oscuro trenzado bajo un casco negro redondeado.

—Espero que no tengas intención de unirte a los luchadores, Rayvan —le dijo.

—No intentes dejarme al margen —replicó Rayvan—. Estoy decidida.

—No discutas —le aconsejó Lucas—. Será malgastar aliento.

—Yo metí a esa gente en esto —dijo Rayvan—, y que me aspen si voy a permitir que mueran en mi nombre sin estar a su lado.

—Ten una cosa clara, Rayvan: habrá muertes. Muchas. La victoria nos va a costar cara; tendremos mucha suerte si no perdemos dos tercios de nuestros hombres.

—¿Tantos? —dijo la mujer, en un susurro.

—Como mínimo. El terreno es demasiado abierto.

—¿No podemos acribillarlos a flechazos desde terreno alto mientras entran en el valle? —preguntó Lucas.

—Sí, pero se limitarían a dejar por aquí la mitad del ejército, para tenernos bloqueados, mientras la otra mitad se dedica a asaltar la ciudad y los pueblos circundantes. La matanza sería terrible.

—Entonces ¿qué podemos hacer? —dijo Rayvan.

Tenaka se lo dijo y la mujer palideció. Lucas guardó silencio. Tenaka enrolló el pergamino en el que había escrito notas y dibujado esquemas, y lo ató con un cordel. Entre ellos se alzó un silencio incómodo.

—A pesar de tu sangre mezclada confío en ti —dijo Rayvan al final—. Si cualquier otro me hubiera dicho eso, pensaría que era una locura. Incluso viniendo de ti…

—No hay otra forma de vencer, aunque reconozco que la idea tiene su peligro. He señalado el terreno donde habrá que trabajar, y he dibujado mapas y marcado las distancias que deben memorizar los arqueros. Pero la decisión es tuya, Rayvan. Tú estás al mando.

—¿Qué opinas, Lucas? —le preguntó Rayvan a su hijo, que extendió las manos.

—¿A mí qué me cuentas? No soy soldado.

—¿Y crees que yo sí? —espetó Rayvan—. Dime qué opinas.

—No me gusta el plan, pero no puedo proponer ninguna alternativa. Como dice Tenaka, si atacamos y nos retiramos, les dejaremos abierto el paso a Skoda, y así no podemos ganar. Pero dos tercios de los hombres…

Rayvan se levantó, y soltó un gruñido cuando su rodilla artrítica estuvo a punto de ceder. Bajó de la colina y se sentó junto a un arroyo que corría sobre cantos blancos que brillaban como perlas bajo la superficie del agua.

Rebuscó en el bolsillo de la cota y sacó un bizcocho reseco. Se había partido en tres trozos con el roce con los eslabones de hierro.

Se sentía estúpida.

Se preguntó qué estaba haciendo allí. No sabía nada de la guerra.

Había criado bien a sus hijos, y su marido había sido como un príncipe entre los suyos; grande y amable, y acogedor como un cojín de plumas. Cuando los soldados lo mataron, ella había reaccionado instintivamente, pero desde aquel día había vivido una mentira. Se había divertido con su papel de reina guerrera, con la toma de decisiones y la dirección de un ejército… Pero todo era un embuste, al igual que su declaración de que descendía del linaje de Druss. Bajó la cabeza y se mordió la uña del pulgar, intentando impedir que le brotasen las lágrimas.

Se preguntó quién era.

Una mujer gorda y madura cubierta con la cota de malla de un hombre.

Al día siguiente, o quizá al otro, cuatrocientos hombres morirían por ella… Sus manos se mancharían con la sangre de todos. Y entre los caídos podrían hallarse sus hijos.

Hundió las manos en la corriente y se lavó la cara.

—Oh, Druss… ¿Qué debo hacer? ¿Qué harías tú?

No hubo respuesta. No la esperaba. Los muertos, muertos estaban; no había sombras doradas en palacios embrujados que mirasen con afecto a sus descendientes. Y no había nadie vivo que pudiera escuchar su petición de ayuda, a menos que pudieran escucharla el arroyo, los guijarros perlados, la tierna hierba primaveral o el brezo morado. Estaba sola.

En cierto modo siempre había sido así. Laska, su marido, había sido un gran apoyo, y ella lo había amado. Pero no había sido el gran amor apasionado con el que había soñado muchas veces. Laska era como una roca: un compañero inquebrantable y fiel en el que había podido apoyarse cuando nadie la veía. Poseía una gran fuerza interior, y no le importaba que ella se pusiera mandona en público y pareciera tomar todas las decisiones. En realidad, Rayvan escuchaba sus consejos en la intimidad de su habitación y muy a menudo, por no decir siempre, los seguía.

Pero Laska se había ido, igual que su otro hijo, Geddis, y ella estaba sentada a solas cubierta con una ridícula cota de malla. Recorrió con la mirada las montañas que se alzaban sobre la Sonrisa del Diablo y se imaginó a los jinetes de la Legión, con sus capas negras, atravesando el valle a caballo. Recordó el golpe que había acabado con Laska; su marido no esperaba el ataque y estaba sentado en el pretil del pozo, hablando con Geddis. Debería de haber unos doscientos montañeses de Skoda, que aguardaban a que diera comienzo la subasta de ganado. No llegó a oír las palabras que se cruzaron entre su marido y el oficial de la Legión, pues se encontraba a varios pasos de distancia, preparando la carne para la comida. Pero vio el relampagueo de la espada, y la hoja que se hundía en el cuerpo de Laska. Había echado a correr, con el cuchillo de carnicero en la mano…

En aquellos momentos, la Legión regresaba para vengarse. No sólo de ella, sino de todos los inocentes que vivían en Skoda. La invadió la ira. ¡Pensaban que podrían atravesar las montañas y manchar la hierba con la sangre de los suyos!

Se puso en pie y echó a andar lentamente hacia donde se encontraba Tenaka Jan. El guerrero estaba sentado, inmóvil como una estatua, y la observaba inexpresivamente con aquellos ojos violeta. Cuando ella estuvo cerca, se levantó. Rayvan parpadeó, pues el movimiento la sorprendió por su rapidez. Un instante antes, él estaba inmóvil, y de inmediato, se hallaba en acción. Semejante agilidad y perfección le dieron confianza, aunque no supo explicarse por qué.

—¿Has tomado una decisión? —le preguntó Tenaka.

—Sí. Haremos lo que propones, pero yo estaré en el centro de la línea, con los demás.

—Como desees, Rayvan. Yo me situaré en la boca del valle.

—¿Es prudente eso? —le preguntó la mujer—. Que nuestro general se sitúe en una posición tan peligrosa…

—Ananáis estará en el centro, y Decado, en el flanco derecho. Yo iré a cubrir el izquierdo. Si caigo, Galand ocupará mi puesto. Ahora debo hablar con Ananáis; quiero que sus hombres trabajen toda la noche.

Los jefes de los Treinta se reunieron en una hondonada protegida, en la zona oriental de la Sonrisa del Diablo. Bajo la brillante luz de la luna, cuatrocientos hombres trabajaban, arrancando la hierba y excavando zanjas en la tierra blanda y oscura en que crecía.

Los cinco monjes estaban sentados en círculo, en silencio, mientras Acuas viajaba y recopilaba informes de los diez monjes guerreros que supervisaban los preparativos. Acuas flotó en el cielo nocturno, disfrutando de la sensación de libertad; no había peso, ni necesidad de respirar, ni las cadenas de músculos y huesos. Ahí, flotando sobre el mundo, sus ojos podían ver hasta el infinito y sus oídos captaban el melodioso sonido de los vientos solares. Era embriagador, y su alma se henchía al captar la asombrosa belleza del universo.

Concentrarse en sus obligaciones le supuso un gran esfuerzo, pero era disciplinado. Realizó la ronda entre los monjes que mantenían el escudo que refrenaba a los templarios y sintió la maldad que se alzaba al otro lado de la barrera.

—¿Cómo van las cosas, Oward? —emitió.

—Es duro, Acuas. Su fuerza no deja de crecer. No seremos capaces de resistir durante mucho tiempo.

—Es imprescindible evitar que los templarios descubran los preparativos.

—Hemos llegado casi a nuestro límite, Acuas. No tardarán en sobrepasarnos. Entonces comenzarán las muertes.

—Lo sé. ¡Aguantad!

Acuas descendió hacia la entrada del valle, hasta el lugar donde acampaba la Legión y donde se encontraba Astin.

—Saludos, Acuas.

—Saludos. ¿Algo nuevo?

—Parece que no. Los templarios nos están bloqueando y ya no podemos captar los pensamientos del jefe de la Legión, pero se siente confiado. No espera encontrar una resistencia seria.

—¿Los templarios han intentado atacarte?

—Aún no; el escudo resiste. ¿Cómo les va a Oward y a los demás?

—Están resistiendo a duras penas. No esperes demasiado, Astin. No quiero que acaben contigo.

Acuas —emitió Astin cuando el monje comenzaba a alejarse.

—¿Sí?

—Los hombres que escoltamos fuera de la ciudad…

—Dime.

—La Legión los ha matado. Ha sido horrible.

—Eso temíamos.

—¿Somos responsables de su muerte?

—No lo sé, amigo mío; temo que si. Ten cuidado.

Acuas regresó a su cuerpo y abrió los ojos. Describió la situación a los demás, y todos esperaron a que hablase Decado.

—No podemos hacer nada más —dijo este—. La suerte está echada. Amanecerá dentro de tres horas, y la Legión atacará. Como ya sabéis, Tenaka ha solicitado que cinco de nosotros se unan a sus guerreros. Elige tú a los cinco apropiados, Acuas. Los demás nos quedaremos con Ananáis en el centro de la línea. La mujer, Rayvan, estará con nosotros; Ananáis desea que se la proteja a toda costa.

—No es una misión fácil —dijo Balán.

—No he dicho que fuera fácil —replicó Decado—, pero haced todo lo posible. La mujer es de suma importancia, pues los montañeses luchan por ella tanto como por Skoda.

—Lo comprendo, Decado —dijo Balán—, pero no podemos garantizar nada. Estaremos en campo abierto, expuestos, sin caballos ni lugar al que escapar.

—¿Estás criticando el plan de Tenaka? —le preguntó Abadón.

—No —dijo Balán—. En lo que se refiere a la guerra somos unos aprendices, y el plan parece impecable, tácticamente hablando. De hecho, diría que es brillante. Pero en el mejor de los casos tendrá sólo una posibilidad entre tres de tener éxito.

—Dos entre tres —dijo Decado.

Balán arqueó una ceja.

—¿De verdad? Explícanoslo.

—Reconozco que poseéis habilidades que superan a las de los hombres corrientes, y también que vuestra capacidad para asimilar la estrategia es excepcional. Pero ten cuidado con el orgullo, Balán.

—¿A qué te refieres? —dijo Balán, con una leve sombra de desdén en su expresión.

—A que vuestro entrenamiento ha sido eso: entrenamiento. Si planteamos la batalla como un juego de estrategia, el cálculo de una posibilidad entre tres es correcto, pero esto no es un juego. Ahí abajo está Ananáis, el Dorado. Es inmensamente fuerte, y más hábil aún, pero además tiene un poder sobre los hombres que casi se asemeja a vuestro Talento: donde él resista, los que lo acompañan resistirán. Los mantiene a su lado sólo con su fuerza de voluntad. Es lo que lo convierte en jefe.

»Cualquier cálculo sobre el éxito del plan depende de la voluntad de resistir de los guerreros que forman la línea, y de lo dispuestos a morir que se encuentren. Podrán machacarlos y hacerlos pedazos, pero no huirán.

»Añadid la capacidad de reacción de Tenaka Jan. Al igual que Ananáis, su habilidad es impresionante, y su sentido de la estrategia no tiene igual. Por añadidura, su capacidad para identificar el momento justo para cada acción es perfecta. Carece de las dotes de mando de Ananáis, pero sólo porque es un mestizo; los drenai suelen pensárselo dos veces antes de obedecer a un nadir.

»Y por último tenemos a Rayvan, la mujer. Sus hombres pelearán con más furia porque ella está a su lado. Revisa tus cálculos, Balán.

—Tendré en cuenta los detalles que has mencionado —dijo el monje. Decado asintió y se volvió hacia Acuas.

—¿A qué distancia están los templarios?

—No llegarán a tiempo para la batalla de mañana, loada sea la Fuente. Se aproxima un centenar; está a un par de días. El resto aguarda en Drenan mientras los Seis, sus jefes, parlamentan con Ceska.

—Entonces nos ocuparemos de ese problema más adelante —dijo Decado—. De momento, voy a descansar.

—¿Quieres dirigir las oraciones, Decado? —Katán intervino por primera vez.

—No. —Decado sonrió; el tono del joven monje no mostraba signos de censura—. Tú estás más próximo a la Fuente que yo, y eres el Alma de los Treinta. Reza tú.

Katán inclinó la cabeza, y los monjes cerraron los ojos, uniéndose en comunión silenciosa. Decado dejó la mente en blanco y escuchó el rumor, semejante a un oleaje lejano. Se dejó llevar hasta que la voz de Katán se hizo más clara, y prestó atención. El rezo fue breve, perfecto en su sinceridad, y Decado se sintió conmovido cuando oyó que el joven monje pronunciaba su nombre y solicitaba al Señor de los Cielos que lo protegiese.

Más tarde, mientras Decado estaba tumbado y contemplaba las estrellas, Abadón se le acercó y se sentó a su lado. Decado se sentó a su vez y se estiró.

—¿Te preocupa lo que nos espere mañana? —preguntó el antiguo abad.

—Me temo que sí.

El anciano se recostó en el tronco de un árbol y cerró los ojos. Parecía cansado, como si le hubieran arrebatado las fuerzas; las arrugas de su rostro, antes finas como las hebras de una telaraña, se distinguían marcadas y hundidas.

—Te he puesto en un compromiso, Decado —susurró el abad—. Te he arrastrado de vuelta a un mundo al que, de otro modo, no habrías regresado. No he dejado de rezar por ti. Sería un alivio saber que he tomado la decisión correcta, pero no puedo estar seguro.

—No puedo ayudarte, Abadón.

—Lo sé. Día tras día te observaba mientras trabajabas en el huerto, y me preguntaba si… Se trataba más de una esperanza que de una certeza. No somos unos auténticos Treinta; nunca lo hemos sido. La orden fue disuelta en la época de mi padre, pero yo creí, en mi arrogancia, que el mundo nos necesitaba, así que recorrí el continente en busca de aquellos que mostraban talentos especiales. Los instruí lo mejor que pude, y oré para que la Fuente me guiase.

—Quizá hicieras lo correcto —dijo Decado.

—Ya no lo sé. Los he observado toda la noche, y he observado sus pensamientos. Donde debería haber calma hay bullicio, incluso ansia de combate. Comenzó en el momento en que mataste a Padaxes y se regocijaron por tu victoria.

—¿Qué esperabas? ¡Ni uno de ellos ha cumplido los veinticinco años!

Y jamás han disfrutado de una vida normal… Nunca se han emborrachado, ni han besado a una mujer. Se les ha reprimido lo que los convierte en humanos.

—¿Eso crees? Preferiría pensar que se han reforzado las cualidades que los hacen humanos.

—Este asunto me supera —reconoció Decado—. No sé qué esperabas de ellos. Morirían por ti; ¿no es suficiente?

—No, ni por asomo. Esta miserable guerra no tiene ningún sentido, y no es nada en comparación con el conjunto de los actos de la humanidad. Esas montañas ya han visto antes estas cosas, y que muramos mañana no tiene importancia. El mundo seguirá girando, y las estrellas mantendrán el mismo brillo. Dentro de cien años no estará vivo ninguno de los aquí presentes. ¿Qué importancia tiene? Hace muchos años, Druss el Legendario luchó y murió en Dros Delnoch para detener la invasión de los nadir. ¿Importa eso ahora?

—A Druss le importaba, y a mí también.

—¿Por qué?

—Porque soy un hombre, monje. Así de sencillo. No sé si existe la Fuente, y en realidad no me importa. Yo soy lo único que tengo; yo y mi respeto por mí mismo.

—Tiene que haber algo más. Ha de producirse el triunfo de la Luz. Los hombres se ven asediados por la codicia, la lujuria, la persecución de lo efímero; pero la amabilidad, la comprensión y el amor también forman parte de la humanidad.

—¿Estás diciendo ahora que deberíamos amar a la Legión?

—Sí. Y también que debemos luchar contra ella.

—Demasiado profundo para mí —dijo Decado.

—Lo sé, pero espero que lo entiendas algún día. No estaré aquí para verlo, pero rezaré por que así sea.

—Te estás poniendo macabro. Suele suceder justo antes de las batallas.

—No es eso, Decado. Mañana será mi último día en este mundo; lo sé. Lo he visto. No importa… Sólo esperaba quedarme convencido de que he actuado correctamente, al menos en lo que a ti respecta.

—¿Qué quieres que diga?

—No hay nada que puedas decir.

—Entonces no puedo ayudarte. Sabes cómo era mi vida antes de que nos conociésemos. Era un asesino y disfrutaba con la muerte. No quiero que parezca una excusa, pero nunca pedí ser de ese modo; simplemente, era así. Jamás tuve la fuerza ni el interés para cambiar, ¿entiendes? Pero estuve a punto de matar a alguien a quien quería, y entonces acudí a ti. Me diste un lugar donde ocultarme, y te lo agradezco. Ahora he vuelto al lugar que me corresponde: con la espada a mano y un enemigo cerca.

»No niego a la Fuente; es sólo que no sé a qué juega, por qué permite que exista alguien como Ceska, o que las cosas estén como están. Y no quiero saberlo. Mientras mi brazo tenga fuerza, me opondré a la maldad de Ceska, y si al final de todo viene la Fuente y me dice «Decado, no mereces la inmortalidad», responderé «Pues bueno». No me arrepentiré de nada.

»Quizá tengas razón y mueras mañana. Si los demás sobrevivimos, cuidaré de tus monjes guerreros. Intentaré evitar que se aparten del camino que les trazaste. Creo que no te decepcionarán. Pero si eso sucede estarás con la Fuente, así que no vendrá mal que le pidas que eche una mano.

—¿Y si hice mal? —preguntó el abad, aferrando el brazo de Decado—. ¿Y si resucité a los Treinta sólo a causa de mi orgullo?

—No lo sé, Abadón. Pero actuaste de buena fe y sin buscar ganancia personal. Aunque te hayas equivocado, tu dios debería perdonarte; de lo contrario, no es digno de que lo alabes. Si uno de tus monjes cometiera un error, lo perdonarías, ¿no es cierto? No me digas que tú serías más misericordioso que tu dios.

—En este momento ya no estoy seguro de nada.

—En cierta ocasión me dijiste que la fe y la seguridad no tenían nada que ver. Ten fe, Abadón.

—No es muy fácil tener confianza el día en que se va a morir, Decado.

—¿Y por qué me vienes con esto? Yo no puedo ayudarte a recuperar la fe. ¿Por qué no hablas con Katán o con Acuas?

—Porque creí que tú me comprenderías.

—Pues ya ves que no. Siempre diste una imagen tan confiada… Irradiabas armonía y paz. Las estrellas rodeaban tu cabeza, y tus palabras eran la sabiduría. ¿Era todo pura fachada? ¿Todas estas dudas han aparecido justo ahora?

—En una ocasión te acusé de esconderte en tu huerto, pero yo también me escondía. Era fácil no padecer dudas cuando los muros del monasterio se alzaban con firmeza a nuestro alrededor. Tenía mis libros y mis acólitos, y todo parecía discurrir según el plan de la Luz. Pero aquí hay muerte, y la realidad es distinta. Los cincuenta hombres que capturaron a Rayvan estaban asustados y ansiaban vivir, pero los echamos de la ciudad y fueron asesinados en la llanura. No les permitimos despedirse de sus esposas e hijos; nos limitamos a despacharlos como ganado rumbo al matadero.

—Ahora te entiendo —dijo Decado—. Nos veías como templarios blancos que cabalgaban contra el mal, jaleados por la multitud. Una pequeña banda de héroes con armadura plateada y capa blanca… Pero me temo que las cosas nunca serán así, Abadón. El mal habita en un pozo, y para luchar contra él hay que bajar y mancharse de barro. En las capas blancas, la suciedad destaca mucho más que en las negras, y la plata se deslustra. Será mejor que me dejes y comulgues con tu dios; tiene más respuestas que yo.

—¿Rezarás por mí, Decado? —rogó el abad.

—¿Por qué me iba a escuchar la Fuente si no te escucha a ti? ¡Reza tú por ti mismo!

—¡Por favor! Hazlo por mí.

—Oh, está bien. Pero ahora vete a descansar.

Decado observó al anciano que desaparecía en la oscuridad. Después volvió a tumbarse y contempló el cielo, que comenzaba a clarear.