El salón del consejo había conocido tiempos mejores; en aquel momento, los paneles de olmo que recubrían las paredes estaban carcomidos, y el mural que representaba a Druss el Legendario, con la barba entrecana, se había desprendido a trozos y mostraba feos huecos por los que aparecía el moho gris que crecía en el enlucido.
Unos treinta hombres y alrededor de una docena de mujeres y niños estaban sentados en bancos de madera, escuchando las palabras de la mujer que presidía la reunión. Era corpulenta, de huesos grandes y ancha de hombros. Su pelo oscuro semejaba la melena de un león, y sus ojos verdes ardían de ira.
—¡Escuchaos! —rugió; se puso en pie y se alisó los pliegues de la gruesa túnica verde—. ¡Palabras y más palabras! ¿Y qué estáis diciendo? ¡Que le pidamos clemencia a Ceska! ¿Qué diablos significa eso? ¡Que nos rindamos, eso significa! Tú, Petar, ¡levántate!
Un hombre se incorporó lentamente, con la cabeza gacha y el rostro enrojecido.
—¡Levanta el brazo! —le ordenó la mujer, y él obedeció. Carecía de mano, y la cicatriz del muñón aún tenía restos del alquitrán que se había usado para cauterizar la herida—. ¡Esa es la clemencia que podemos esperar de Ceska! —prosiguió—. Por los dioses, todos vitoreasteis cuando mis montañeses echaron a los soldados de nuestras tierras. En aquel momento no hacíais más que agradecérnoslo, ¿verdad? Pero ahora que han vuelto sólo pensáis en escurriros y ocultaros. Bueno, pues no hay donde ocultarse. Los vagrianos no nos dejan cruzar la frontera, y que me aspen si Ceska es de los que perdonan y olvidan.
Un hombre de mediana edad se puso en pie junto al desamparado Petar.
—No hace falta gritar, Rayvan. ¿Qué opciones tenemos? No podemos vencerlos; moriríamos todos.
—Todos moriremos, Vorak —le espetó la mujer—. ¿Es que no prestas atención? Tengo seiscientos guerreros que afirman que podemos derrotar a la Legión, y hay medio millar más esperando para unírsenos en cuanto dispongamos de más armas.
—Supongamos que podemos hacer retroceder a la Legión —dijo Vorak—. ¿Qué pasará luego, cuando Ceska envíe a los mezclados? ¿De qué servirán tus guerreros entonces?
—Lo veremos cuando llegue el momento.
—No veremos nada. Vuelve al lugar de donde saliste y déjanos firmar la paz con Ceska. ¡No os queremos aquí! —estalló Vorak.
—¿Ahora hablas por todos, Vorak? —Rayvan bajó de la tarima y se le acercó. Vorak tragó saliva; la mujer se inclinó hacia él, lo cogió por el cuello y lo empujó contra la pared—. ¡Dime qué ves!
—Una pared, Rayvan. Con un mural. ¡Suéltame!
—¡No es sólo un mural, saco de mierda! ¡Es Druss! El hombre que hizo frente a las hordas de Ulric… ¡Y no se paró a contar cuántos enemigos había! ¡Me das ganas de vomitar! —Lo soltó, regresó a la tarima y se giró hacia los reunidos—. Puedo hacerle caso a Vorak. Puedo reunir a mis seiscientos hombres y desaparecer en las montañas. Pero sé qué pasará entonces: os matarán a todos. Vuestra única oportunidad consiste en luchar.
—Tenemos familia, Rayvan —protestó otro hombre.
—Cierto. Y morirá también.
—Eso es lo que dices tú —replicó el hombre—. Pero lo cierto es que morirán si nos enfrentamos a la Legión.
—Pues haced lo que os venga en gana, pero desapareced de mi vista. ¡Todos! Hubo un tiempo en que había hombres en esta tierra… ¡Largaos!
Petar fue el último en marcharse, y se volvió al llegar a la puerta.
—No nos juzgues con demasiada dureza, Rayvan —dijo.
—¡Vete!
La mujer se acercó a la ventana y contempló la ciudad, blanca y reluciente bajo la luz del sol primaveral. Hermosa, pero indefendible. No tenía muralla. Lanzó una serie de maldiciones particularmente coloridas y se sintió ligeramente mejor…, pero no mucho.
Al otro lado de la ventana, en las calles serpenteantes y las amplias plazas, la gente formaba corrillos. Rayvan no podía distinguir las palabras, pero sabía sobre qué versaban todas las conversaciones.
La rendición. La posibilidad de sobrevivir. Y por debajo de las palabras, la emoción que las creaba: el miedo.
Se preguntó qué pasaba con aquella gente, si el terror que había desplegado Ceska había devorado su voluntad. Dio la espalda a la ventana y contempló el fresco deteriorado. Druss el Legendario, agazapado y emanando poder, empuñando el hacha; tras él, las montañas de Skoda, temibles e indestructibles, parecían un reflejo de las cualidades de aquel guerrero.
Rayvan se miró las manos: pequeñas, regordetas y aún cubiertas de tierra por el trabajo en el campo. Años de trabajo duro y agotador les habían arrebatado la belleza. Se alegró de que no hubiera ningún espejo. Hubo un tiempo en que la conocían como la doncella de las montañas, cuando era esbelta y atractiva. Pero los años, a pesar de haber sido agradables, no habían sido amables con ella. Su pelo oscuro mostraba hebras plateadas, y sus rasgos se habían endurecido como las rocas de Skoda. Pocos eran ya los que la miraban con deseo, lo que le parecía bien; después de veinte años de matrimonio y de haber dado a luz nueve hijos había acabado por perder el interés por jugar a la bestia de dos espaldas.
Regresó a la ventana y dejó que su mirada se perdiera más allá de la ciudad, en las montañas circundantes. Se preguntó por dónde llegaría el enemigo y cómo le haría frente. Sus guerreros estaban llenos de confianza; habían derrotado a cientos de soldados y sólo habían perdido a cuarenta de los suyos. Pero a aquellos soldados los habían cogido por sorpresa, y no eran más que un hatajo de cobardes. La próxima vez sería diferente.
Rayvan pensó durante largo rato en la batalla venidera. Decir que sería diferente era quedarse corto.
«Nos harán pedazos», pensó. Maldijo en voz baja y recordó el momento en que los soldados habían llegado a sus tierras y habían matado a su marido y a dos de sus hijos. La gente que observaba la escena había permanecido inmóvil, subyugada, hasta que Rayvan, armada con un cuchillo carnicero, se lanzó contra los soldados y hundió la hoja en el costado de su comandante.
Entonces se desató el Caos.
Pero en aquel momento… Había llegado la hora de afrontar las consecuencias.
Cruzó la sala y se detuvo en jarras ante el mural.
—Siempre me he jactado de ser descendiente tuya, Druss —dijo—. No es cierto, que yo sepa, pero ójala lo fuera. Mi padre hablaba de ti a menudo. Fue soldado en la guarnición de Delnoch y dedicó mucho tiempo a estudiar las crónicas del Conde de Bronce. Conocía tus andanzas mejor que nadie. Y yo desearía que pudieras regresar… ¡Saltar de esa pared! Los mezclados no te detendrían, ¿verdad? Marcharías hacia Drenan y arrancarías la corona de la cabeza de Ceska. Yo no puedo hacerlo, Druss. No sé nada sobre la guerra, y maldita sea, no tengo tiempo para aprender.
La puerta más lejana se abrió.
—¿Rayvan?
Rayvan se giró y vio a su hijo Lucas, que empuñaba un arco.
—¿Qué ocurre?
—Jinetes. Unos cincuenta. Se acercan a la ciudad.
—¡Maldita sea! ¿Cómo han podido escurrirse entre los exploradores?
—No lo sé. Lago está reuniendo a todos los hombres disponibles.
—Pero ¿sólo cincuenta?
—Está claro que no nos consideran gran cosa —dijo Lucas sonriendo. Era un mozo bien parecido, de pelo oscuro y ojos verdes; Lago y él habían heredado lo mejor de ella.
—Mejorarán su opinión cuando nos conozcan —respondió Rayvan—. En marcha.
Salieron de la estancia, y recorrieron el pasillo de mármol hasta llegar a la escalinata que llevaba a la calle. La noticia se había extendido ya, y Vorak los aguardaba acompañado de más de cincuenta mercaderes.
—¡Ya basta, Rayvan! —gritó al verla aparecer—. Tu guerra se ha acabado.
—¿Qué significa eso? —replicó Rayvan, conteniendo su irritación.
—Tú empezaste todo esto; es culpa tuya. Te entregaremos.
—Deja que lo mate —le susurró Lucas al oído, acercando la mano al carcaj.
—¡No! —siseó Rayvan, estudiando los edificios de enfrente; en cada ventana había un arquero con el arma preparada—. Vuelve al salón, sal por el callejón de los panaderos, busca a Lago y haced todo lo necesario para huir a Vagria. En el futuro, cuando podáis, vengadme.
—No te dejaré, madre.
—¡Haz lo que te he dicho!
Lucas maldijo, volvió a cruzar la entrada y desapareció. Rayvan bajó lentamente por la escalera, con expresión impasible y los ojos verdes fijos en Vorak, que retrocedió.
—¡Atadla! —gritó. Varios de sus acompañantes se adelantaron y le ataron los brazos a la espalda.
—Volveré, Vorak. Volveré de la tumba —prometió.
Vorak le dio una bofetada. Rayvan no emitió sonido alguno. La sangre le brotó de un corte en el labio.
La llevaron a empujones a través de la multitud reunida hasta que llegaron a las afueras de la ciudad, donde se extendía una llanura. Los jinetes llegaron hasta ellos. Su jefe era un individuo alto de rostro cruel. Desmontó, y Vorak se le acercó a toda prisa.
—Tenemos a la traidora, mi señor. Esta mujer lideró la revuelta, si puede llamarse así. Nosotros somos inocentes.
El hombre asintió y se acercó a Rayvan. La mujer le miró fijamente a los ojos violeta.
—¿Así que hasta los nadir cabalgan con Ceska ahora? —dijo Rayvan en voz baja.
—¿Cómo te llamas, mujer? —dijo el guerrero.
—Rayvan. Recuérdalo, bárbaro, porque mis hijos te lo grabarán a cuchilladas en el corazón.
—¿Qué sugieres que hagamos con ella? —El guerrero se volvió hacia Vorak.
—¡Matadla! Dad ejemplo. ¡Muerte a los traidores!
—Pero tú eres leal, ¿verdad?
—Lo soy. Siempre lo he sido. Yo fui quien informó de la rebelión en Skoda; habréis oído hablar de mí. Me llamo Vorak.
—Y esos que te acompañan, ¿son también leales?
—Más que nadie. Todos son fieles a Ceska.
El guerrero asintió y se giró de nuevo hacia Rayvan.
—¿Cómo te han capturado?
—Todos cometemos errores.
El guerrero alzó una mano, y los treinta jinetes de capa blanca se adelantaron y rodearon al grupo.
—¿Qué hacéis? —preguntó Vorak.
El guerrero desenvainó la espada y comprobó el filo con el pulgar. Giró en redondo, la hoja centelleó y la cabeza de Vorak cayó al suelo, con los ojos abiertos en una expresión horrorizada.
La cabeza rebotó a los pies de Vorak, y su cuerpo cayó a la hierba mientras la sangre salía a borbotones del cuello cercenado. Los hombres que acompañaban a Vorak se hincaron de rodillas, suplicando piedad.
—¡Silencio! —ordenó un guerrero gigantesco que llevaba el rostro cubierto con una máscara negra. Los quejidos disminuyeron, aunque no dejó de oírse algún gemido aislado.
—No tengo intención de mataros a todos —dijo Tenaka Jan—. Os conduciremos al valle y allí os soltaremos; vosotros os las arreglaréis con la Legión. Os deseo suerte; sinceramente, creo que la necesitaréis. Ahora, levantaos y largaos de aquí.
Los Treinta hicieron que el grupo se dirigiera hacia el este mientras Tenaka desataba a Rayvan.
—¿Quién eres? —le preguntó ella.
—Tenaka Jan, del linaje del Conde de Bronce —respondió Tenaka, haciendo una ligera reverencia.
—Yo soy Rayvan, del linaje de Druss el Legendario —replicó Rayvan, con los puños apoyados en las caderas.
Trepador paseaba a solas por los jardines de Gathere, al otro lado del edificio del ayuntamiento. Se había unido a Tenaka y Rayvan mientras debatían sobre la batalla que se avecinaba, pero no se le ocurría nada que añadir, de modo que se marchó discretamente, apesadumbrado. Había sido estúpido al acercarse; no tenía nada que aportar. No era guerrero.
Se sentó en un banco de piedra y contempló el estanque, observando los peces dorados que nadaban entre las algas del fondo. Trepador había sido un niño solitario; no le había resultado fácil convivir con el irascible Orrin, sabiendo que el anciano guerrero tenía depositada en él la esperanza de que se convirtiera en un sucesor digno. El clan familiar no había gozado de buena fortuna, y Arvan, Trepador, era el último del linaje, al margen de Tenaka Jan. Y poca gente tenía en cuenta al medio nadir.
Pero Arvan había llegado a apreciarlo; aprovechaba cualquier oportunidad de disfrutar de su compañía, y escuchaba con deleite las historias sobre la vida en las estepas. La admiración inicial que sentía se había convertido en adoración aquella noche en que un asesino se introdujo en su habitación.
Aquel hombre, vestido de negro y encapuchado, se había acercado al lecho de Arvan y le había tapado la boca con una mano enguantada. Arvan, un chiquillo tímido y asustadizo de seis años, se había desmayado de terror, y se despertó cuando una brisa fría le acarició el rostro. Abrió los ojos y se descubrió mirando desde las almenas las losas que cubrían el suelo, muy por debajo. Se retorció bajo la presa del asesino y sintió como sus dedos comenzaban a soltarlo.
—Si aprecias en algo tu vida, no lo hagas —dijo una voz.
El asesino maldijo en voz baja, pero volvió a afirmar el agarre.
—¿Y qué pasa si no lo suelto? —preguntó.
—Que tú también vivirás —dijo Tenaka Jan.
—Sólo eres un muchacho. Puedo matarte también.
—Entonces, adelante —dijo Tenaka—. Prueba tu suerte.
El asesino vaciló durante un momento. Después, lentamente, levantó a Arvan y lo soltó en el interior del parapeto, en la escalera de piedra. Después retrocedió en las sombras y desapareció. Arvan corrió hacia Tenaka; el joven envainó la espada y lo abrazó.
—Iba a matarme, Tenaka.
—Lo sé. Pero ya se ha ido.
—¿Por qué quería matarme?
Tenaka ignoraba la respuesta. Orrin tampoco supo adivinar el motivo, pero situó guardianes en la puerta de los aposentos de Arvan, y el chiquillo prosiguió su vida con el miedo como compañero permanente…
—Buenas tardes.
Trepador levantó la mirada y vio, junto al estanque, a una joven vestida con una fina toga suelta de lana blanca. Tenía el pelo oscuro y ondulado, y en sus ojos verdes aparecían vetas doradas. Trepador se levantó e hizo una reverencia.
—¿Por qué tan triste? —preguntó la joven. Trepador se encogió de hombros.
—Añoranza, supongo. ¿Quién eres?
—Ravenna; soy la hija de Rayvan. ¿Por qué no estás con los demás?
—No sé nada de guerras, estrategias ni batallas —contestó Trepador con una sonrisa.
—¿Y de qué sabes?
—De arte, literatura, poesía y cosas relacionadas con la belleza.
—No son tiempos para eso, amigo.
—Trepador. Llámame Trepador.
—Extraño nombre, Trepador. ¿Escalas?
—Muros, sobre todo. —Señaló el banco con un gesto—. ¿Me acompañas?
—Sólo un rato; tengo trabajo.
—Seguro que puede esperar. Dime una cosa: ¿cómo ha acabado una mujer liderando una rebelión?
—Tendrías que conocer a mi madre. Desciende del linaje de Druss el Legendario, ¿sabes? Y no se inclina ante nada ni ante nadie. Una vez hizo huir a un puma armada sólo con un palo.
—Una mujer temible.
—Desde luego. Tampoco sabe nada sobre guerras, estrategias ni batallas, pero aprenderá. Y tú también.
—Preferiría aprender cosas sobre ti, Ravenna —dijo Trepador, sonriendo.
—Ya veo que sobre algunas estrategias no eres ignorante —le respondió la joven, levantándose del banco—. Me alegro de conocerte.
—¡Espera! ¿Podemos volver a vernos? ¿Esta noche?
—Quizá, si eres digno de tu nombre.
Aquella noche, mientras Rayvan descansaba en su lecho, contemplando por la ventana las estrellas, se sentía más serena que en cualquier momento de los frenéticos meses pasados. No había sido consciente hasta aquel día de lo irritante que podía ser el liderazgo. Ni siquiera lo había buscado; lo único que hizo fue acuchillar al tipo que había matado a su esposo, pero desde aquel instante todo había sido tan irrefrenable como la caída por una pendiente helada.
Durante semanas, las escasas fuerzas de Rayvan tuvieron bajo control la mayor parte de Skoda. Una temporada emocionante, animada por los vítores y la camaradería. Después llegó a las montañas el rumor de que se estaba reuniendo un ejército, y el ambiente fue cambiando poco a poco. Rayvan se había sentido asediada en la ciudad incluso antes de que apareciese el enemigo.
Pero en aquel momento se sentía aliviada.
Tenaka Jan no era un hombre normal. Rayvan sonrió, cerró los ojos y rememoró su imagen. Tenía movimientos de bailarín, totalmente controlados, y la confianza lo cubría como una capa. Era un guerrero nato.
Ananáis era más enigmático, pero, por los dioses, parecía como si un águila se alzase tras él. Se había hecho con las montañas y se había ofrecido a entrenar a los inexpertos hombres de Rayvan, y Lago había partido con él a las colinas donde acampaban. Los dos hermanos, Galand y Parsal, los habían acompañado; eran tipos duros y firmes.
No sabía qué pensar del guerrero negro. Parecía un maldito mezclado, pero aparte de eso, era un diablo atractivo. Y no cabía duda de que se las podía arreglar por su cuenta.
Rayvan se giró en el lecho y acomodó la cabeza en la fina almohada.
«Envía tu Legión, Ceska. Le haremos escupir los dientes».
Al otro extremo del largo pasillo, en una habitación orientada al este, Tenaka y Renia estaban tumbados juntos. Entre ambos se alzaba un silencio incómodo.
Tenaka se incorporó, apoyándose en un codo, y miró a la joven, que no le devolvió la mirada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tenaka.
—Nada.
—No es cierto, y se nota. Por favor, Renia, háblame.
—Es aquel hombre al que mataste.
—¿Lo conocías?
—No, pero estaba desarmado. No era necesario.
—Ya veo —dijo Tenaka. Bajó las piernas al suelo, se levantó y se acercó a la ventana. Renia siguió acostada y contempló la silueta desnuda recortada contra la luz de la luna.
—¿Por qué lo hiciste?
—Era necesario.
—Explícamelo.
—Era quien guiaba a la masa, y obviamente era un hombre de Ceska. Al matarlo así conseguí que se acobardaran todos los demás. Ya los viste: todos iban armados, y muchos de ellos con arcos. Podrían habernos hecho frente, pero la muerte de Vorak los dejó sin capacidad de reacción.
—Desde luego, así me dejó a mí. ¡Fue un asesinato!
Tenaka la miró.
—Esto no es un juego, Renia. Muchos morirán antes de que pase una semana.
—De todas formas, no estuvo bien.
—¿Bien? ¡Esto no es un poema épico! No soy ningún caballero de brillante armadura dedicado a deshacer entuertos. La muerte de Vorak nos ha servido para eliminar la podredumbre de la ciudad sin sufrir bajas, y en todo caso, merecía morir.
—No te afecta, ¿verdad? Acabar con una vida. No te importó que tuviera familia, hijos, una madre.
—Tienes razón: no me importó. En el mundo hay dos personas a las que quiero: tú eres una; Ananáis, la otra. Aquel tipo tomó su decisión; eligió un bando y murió a consecuencia de ello. No lo lamento, y seguramente me habré olvidado de él antes de que pase un mes.
—¡Es horrible que hables así!
—¿Preferirías que te mintiera?
—No. Sólo creía que eras… distinto.
—No me juzgues. Soy sólo un hombre que hace lo que cree que es mejor. No sé de qué otra forma podría comportarme.
—Ven a la cama.
—¿Hemos acabado de discutir?
—Si quieres —mintió.
En la habitación superior, Pagano sonrió y se apartó de la ventana.
Las mujeres eran criaturas extrañas. Se enamoraban de un hombre y luego pretendían cambiarlo. Casi todas tenían éxito… y se pasaban el resto de la vida preguntándose cómo habían podido casarse con alguien tan aburrido y conformista. Pagano se dijo que así era la naturaleza de la bestia. Pensó en sus esposas e intentó rememorar sus rostros, pero sólo consiguió acordarse de una treintena.
«Te estás haciendo viejo», se dijo. A menudo se preguntaba cómo había dejado que el número se hiciese tan grande; el palacio estaba más atestado que un bazar. Cuestiones de vanidad, sin duda. No había forma de librarse de ello, como tampoco la había de quitarse de encima a sus cuarenta y dos hijos. Sintió un escalofrío y rió entre dientes.
El sonido de un débil roce interrumpió sus pensamientos; se acercó de nuevo a la ventana, se asomó y escudriñó las sombras.
Alguien escalaba por la pared, apenas a veinte codos a la derecha. Era Trepador.
—¿Qué haces? —le dijo Pagano en voz baja.
—Plantar maíz —siseó Trepador—. ¿Qué diablos crees que hago?
Pagano levantó la mirada y distinguió el hueco de una ventana a oscuras.
—¿Por qué no vas por las escaleras?
—Me han pedido que venga por aquí.
—Oh, ya veo… Bueno, ¡buenas noches!
—Lo mismo digo.
Pagano volvió a meterse en la habitación. Era curioso hasta qué punto podía esforzarse alguien sólo para meterse en líos.
—¿Qué pasa ahí? —oyó decir a Tenaka Jan.
—¿Queréis hacer el favor de bajar la voz? —masculló Trepador.
Pagano se asomó de nuevo y vio a Tenaka, que miraba hacia arriba.
—Ha quedado, o algo así —le dijo.
—Como se caiga se romperá el cuello.
—Nunca se cae —dijo Belder, asomando por otra ventana, a la izquierda—. Tiene un talento natural para no caerse.
—¿Alguien puede explicarme qué hace ese tipo subiendo por la pared? —se oyó gritar a Rayvan.
—¡Ha quedado! —respondió Pagano.
—¿Por qué diablos no sube por la escalera? —replicó la mujer.
—Eso le hemos preguntado todos. ¡Dice que le han pedido que vaya por ahí!
—Oh, entonces es que ha quedado con Ravenna —dijo Rayvan. Trepador se aferró a la pared, envuelto en su propia conversación privada con los Eternos que chocheaban.
Entre tanto, en la habitación a oscuras, Ravenna mordía la almohada intentando contener las carcajadas.
Sin mucho éxito.
Ananáis pasó dos días con los guerreros de Skoda, organizándolos en grupos de combate y haciéndolos entrenarse duramente. Eran en total quinientos ochenta y dos hombres, la mayoría duros y enjutos como lobos; gente hecha para vivir en las montañas. Pero eran indisciplinados y no estaban acostumbrados a luchar de forma organizada. Con el tiempo suficiente, Ananáis los habría podido convertir en una fuerza capaz de oponerse a cualquier cosa que les lanzara Ceska. Pero no tenían tiempo.
La primera mañana, acompañado por Lago, reunió a los montañeses y comprobó su armamento. No tendrían entre todos más de un centenar de espadas.
—No es el arma típica de un campesino —le dijo Lago—. Pero tenemos gran cantidad de arcos y hachas.
Ananáis asintió y siguió adelante. El sudor le corría bajo la máscara y le hacía escocer las cicatrices mal curadas, y su irritación creció.
—Elige a veinte hombres a los que se les pueda dar un mando —le dijo a Lago; después se dirigió a la choza que había convertido en su cuartel. Galand y Parsal lo siguieron.
—¿Hay algún problema? —dijo Galand cuando los tres se sentaron al fresco, en la estancia principal.
—¿Algún problema? Ahí fuera hay cerca de seiscientos hombres que habrán muerto dentro de pocos días. Ese es el problema.
—Eres un poco derrotista, ¿no? —dijo Parsal.
—Todavía no, pero no me falta mucho —reconoció Ananáis—. Son duros y están bien dispuestos, pero no se puede enviar a una turba a enfrentarse contra la Legión. Ni siquiera tenemos corneta, y aunque la tuviéramos, dudo que haya un solo montañés capaz de entender un toque.
—Entonces tendremos que atacar y salir corriendo; golpear con fuerza y retiramos —propuso Galand.
—Nunca fuiste oficial, ¿verdad? —dijo Ananáis.
—No; carecía del linaje adecuado —espetó Galand.
—Da igual el motivo; el hecho es que no has sido entrenado para mandar. No podemos atacar y salir corriendo porque eso equivaldrá a dispersar nuestras fuerzas. La Legión vendría a por nosotros, grupo por grupo, y no tendríamos forma de saber qué les estaba ocurriendo a los demás. Por añadidura permitiríamos que la Legión entrara en Skoda y emprendiera una campaña de matanzas y saqueos en las ciudades y pueblos.
—¿Qué sugieres entonces? —preguntó Parsal. El soldado llenó con agua de un jarro unos vasos de arcilla y se los pasó a los otros dos.
Ananáis se giró, se levantó la máscara y bebió el agua fresca. Cuando acabó se dirigió de nuevo a los dos hermanos.
—Si quieres que sea sincero, aún no sé qué hacer. Si seguimos juntos, nos harán pedazos en un solo día. Si nos dispersamos, atacarán los poblados. Ninguna de las opciones es muy atractiva. Le he pedido a Lago que me consiga mapas del territorio, y quizá tengamos un par de días para enseñar a los guerreros a ejecutar algunas maniobras rudimentarias; podemos usar cuernos de caza y preparar algún sistema sencillo. Galand, quiero que vayas con los montañeses y selecciones a los mejores doscientos; quiero a hombres que sean capaces de mantenerse firmes ante una carga de jinetes. Parsal, evalúa a los arqueros; también quiero formar una unidad con los mejores. Y me gustaría saber quiénes son los corredores más veloces. Decidle a Lago que venga a verme.
Los dos hermanos se marcharon, y Ananáis se quitó con cuidado la máscara de cuero negro. Llenó de agua una jofaina y se lavó las cicatrices enrojecidas. Se abrió la puerta, y el guerrero se giró rápidamente, dando la espalda al recién llegado. Tras volver a colocarse la máscara, le ofreció asiento a Lago.
El hijo mayor de Rayvan tenía buena presencia; era fuerte y esbelto, y sus ojos tenían el color del cielo invernal. Se movía con cierta elegancia animal y emanaba la confianza de aquellos que saben que tienen límites, pero no los han alcanzado aún.
—No pareces muy impresionado con nuestro ejército —dijo Lago.
—Estoy impresionado por su valor.
—Son montañeses. —Lago se recostó en la silla y puso sus largas piernas en la mesa—. Pero no has respondido a mi pregunta.
—No era una pregunta —replicó Ananáis—, y en cualquier caso, ya conoces la respuesta: no estoy impresionado. Pero tampoco son un ejército.
—¿Podremos rechazar a la Legión?
Ananáis meditó su respuesta. A muchos otros les habría mentido, pero no a aquel joven. Lago era demasiado inteligente.
—Probablemente no.
—¿Y aun así te quedarás?
—Sí.
—¿Por qué?
—Buena pregunta, pero no puedo responder.
—Es bastante sencilla.
—¿Por qué os quedáis vosotros? —replicó Ananáis.
—Esta es mi tierra, y ellos son los míos. Mi familia los metió en esto.
—Tu madre, querrás decir.
—Si quieres expresarlo así…
—Es una mujer excelente.
—Cierto. Pero sigo queriendo saber por qué te quedas.
—Porque es lo que sé hacer, chico. Soy un dragón. ¿Entiendes qué significa eso?
Lago asintió.
—¿No te preocupa la batalla entre el bien y el mal? —preguntó después.
—Sí, pero no demasiado. La mayor parte de las guerras se libran a causa de la ambición, pero aquí tenemos más suerte: luchamos por nuestra vida y la de nuestros seres queridos.
—Y la tierra —añadió Lago.
—¡Chorradas! —espetó Ananáis—. Nadie pelea por un montón de barro y hierba, ni por unas montañas. Estas montañas estaban aquí antes de la Caída, y seguirán ahí cuando el mundo vuelva a cambiar.
—Yo no lo veo así.
—Por supuesto que no; eres joven y estás henchido de ardor. Pero yo… soy tan viejo como el mar. He pasado sobre las montañas y he mirado a la Serpiente a los ojos. Lo he visto todo, chico. Y no estoy impresionado.
—Al menos estamos de acuerdo en eso último —dijo Lago, sonriendo—. ¿Qué quieres que haga?
—Envía a alguien a la ciudad. Sólo tenemos unas setecientas flechas, y no son bastantes. No tenemos corazas; consíguelas. No dejes piedra sin remover en la ciudad; necesitamos suministros. Avena y alimentos: carne seca, fruta… Y quiero caballos. Unos cincuenta como mínimo; más si puedes conseguirlos.
—¿Y cómo vamos a pagar todo eso?
—Firma pagarés.
—No van a aceptar promesas de muertos.
—Usa la cabeza, Lago. Aceptarán… porque de lo contrario, tomarás por la fuerza lo que desees. Cualquiera que se niegue a colaborar será tachado de traidor y será tratado en consecuencia.
—No voy a matar a nadie sólo por que no se deje robar.
—¡Entonces vuelve con tu madre y dile que me envíe a alguien que desee vencer! —dijo Ananáis.
Las armas y las provisiones llegaron tres días después, por la mañana.
Al despuntar el cuarto día, Galand, Parsal y Lago habían seleccionado a los doscientos hombres que, siguiendo el plan de Ananáis, soportarían el ataque de la Legión. Además, Parsal había formado un grupo con un centenar de los mejores arqueros.
Cuando el sol descolló sobre las cumbres orientales, Ananáis reunió a los montañeses en un prado, junto al campamento. Muchos de ellos llevaban espadas, cortesía de los armeros de la ciudad. Todos los arqueros disponían de dos carcajes repletos, e incluso se distinguía el brillo de varias corazas en la nueva infantería de Ananáis. Acompañado por Parsal, Galand y Lago, el antiguo dragón se les unió. Subió a una carreta, se puso en jarras y observó a los guerreros sentados a su alrededor.
—No haré bonitos discursos, muchachos —les dijo—. Anoche nos enteramos de que la Legión está a punto de llegar. Mañana podremos darle la bienvenida. Se dirige al valle oriental, el lugar que llamáis la Sonrisa del Diablo.
»Son unos mil doscientos soldados, todos bien armados y con buenas monturas. Unos doscientos son arqueros, y los demás, lanceros y espadachines.
Se interrumpió unos instantes para dar tiempo a que las cifras calasen y los guerreros intercambiasen miradas entre ellos. Observó, complacido, la ausencia de miedo en sus expresiones.
—Nunca he mentido a los hombres que están bajo mi mando —continuó—, así que os diré lo que hay: tenemos pocas posibilidades de vencer. ¡Muy pocas! Es importante que comprendáis eso.
»Conocéis mi reputación. También me conocéis en persona. Ahora os pido que escuchéis mis palabras, y que prestéis atención como si fuera vuestro propio padre quien os estuviera hablando al oído. En muchas ocasiones se han ganado batallas gracias a los actos de un solo hombre. Cada uno de vosotros puede marcar la diferencia entre la victoria y la derrota.
»Druss el Legendario fue uno de esos hombres. Convirtió la batalla del paso de Skeln en una de las victorias drenai más importantes de todos los tiempos. Pero sólo era un hombre… Y un montañés de Skoda.
»Cuando llegue el momento, uno de vosotros, o una decena, o un centenar, cambiará las tornas en la batalla. Todo puede depender de un instante de pánico o heroísmo. —Se detuvo de nuevo y alzó una mano, con un dedo apuntando al cielo—. ¡Un solo instante!
»Ahora os voy a solicitar el primer acto de valor: si hay aquí alguien que crea que en el combate de mañana puede fallarles a sus camaradas, que se marche antes de que termine el día. Os juro por todo lo que me es sagrado que no miraré mal a quien se vaya; mañana será esencial que aquellos que miren a la muerte a los ojos se mantengan firmes.
»Más tarde se nos unirá un guerrero que no tiene parangón en este mundo; el general más diestro que he conocido jamás, y el luchador más letal que existe bajo el sol. Lo acompañará un grupo de soldados poseedores de habilidades especiales; esos guerreros se distribuirán entre vosotros, y sus órdenes han de ser obedecidas sin vacilación. ¡Lo digo muy en serio!
»Por último quiero pediros algo personal. Fui gan en el mejor ejército del mundo, el Dragón. Sus miembros eran mi familia, mis amigos, mis hermanos. Y fueron traicionados y asesinados, y los perdimos. Pero el Dragón era más que un ejército; era un ideal. Un sueño, por así decirlo. Era una fuerza destinada a hacer frente a la oscuridad, formada por hombres que habrían marchado hacia el infierno cargados con cubos de agua, y sabiendo que serían capaces de apagar sus fuegos.
»Pero no necesitáis una armadura lustrosa y un estandarte para pertenecer al Dragón. Sólo necesitáis estar dispuestos.
»Las fuerzas de la oscuridad se ciernen sobre nosotros, como una tormenta que cae sobre una lámpara. Creerán que nos esconderemos en las montañas como ovejas. ¡Quiero que sientan en la nuca el aliento del Dragón, y que sientan que los dientes del Dragón se hunden en sus entrañas! —Su voz se elevó hasta convertirse en un grito; tenía los puños apretados—. ¡Quiero que esos hijos de puta vestidos de negro ardan en el fuego del Dragón! —Inspiró profundamente y su puño golpeó el aire, enfatizando sus palabras.
—Quiero que seáis como dragones —continuó—. Quiero que penséis como dragones. Y cuando cargue el enemigo, ¡quiero que luchéis como dragones!
»¿Seréis capaces? Tú, dime: ¿lo serás? —gritó, señalando a un guerrero de la primera fila.
—¡Claro que sí! —respondió el montañés.
—¿Y tú? —Señaló a otro, situado unas filas más atrás. El guerrero asintió.
—¡Usa la voz! —estalló el general.
—¡Lo seré! —dijo el guerrero.
—¿Sabes cuál es el rugido del dragón? —preguntó Ananáis. El guerrero negó con la cabeza—. El rugido del dragón es «Muerte». Muerte. ¡Muerte! Dilo, ¡quiero oírte!
El montañés enrojeció enardecido, carraspeó y lanzó un grito.
—¡Los demás, acompañadlo! —dijo Ananáis, uniéndose al grito del guerrero.
—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! —Y aquel sonido creció, cruzó el prado y despertó ecos en las montañas cubiertas de nieve, creciendo en fuerza y decisión, hipnótico en la forma en que arrastraba y unía a los guerreros.
Ananáis saltó del carromato e hizo acercarse a Lago.
—Es tu turno, chico. Ya puedes soltarles el discurso sobre luchar por su tierra. Están listos para escucharlo.
—Así que no ibas a hacer bonitos discursos —retrucó Lago, sonriendo.
—¡Sube ahí, Lago, y enciéndeles la sangre!