OCHO

Avanzaban con precaución, y tardaron tres días en llegar a Skoda. Acuas le explicó a Decado que, tras la muerte de los soldados en el ataque al pueblo, el comandante de la fortaleza de Delnoch había enviado patrullas por todo Skultik y las zonas circundantes, y al sur, los jinetes de la Legión recorrían el territorio en busca de los rebeldes.

Tenaka dedicó cierto tiempo a charlar con los líderes de los Treinta, pues a pesar de que había oído muchas historias, en realidad sabía muy poco sobre la Orden. Según las leyendas, los Treinta eran semidioses con poderes asombrosos que luchaban hasta la muerte en guerras contra el mal. La última ocasión en que habían hecho acto de presencia había sido en Dros Delnoch, cuando Serbitar, el albino, había luchado junto al Conde de Bronce; juntos habían desafiado a las hordas de Ulric, el más importante señor de la guerra nadir de todos los tiempos.

Pero cuando Tenaka interrogó a los monjes, no sacó mucho en claro.

Fueron corteses y amables, incluso amistosos dentro de su trato distante, pero las respuestas que le daban a Tenaka parecían estar más allá de su comprensión, igual que las nubes del cielo estaban fuera del alcance de los mortales. Con Decado no era diferente; se limitaba a sonreír y cambiar de tema.

Tenaka no era religioso, pero se sentía incómodo entre aquellos monjes guerreros, y sus pensamientos volvían constantemente hacia el vidente ciego.

«De oro, de hielo y de sombra…». El anciano había predicho el reencuentro de los tres guerreros, y así había ocurrido. También había predicho el peligro que representaban los templarios.

En la primera noche de aquel viaje, Tenaka se había acercado al anciano Abadón, y ambos se habían alejado del campamento.

—Te vi en Skultik —dijo Tenaka—. Creí que te atacaba un mezclado.

—En efecto. Te pido disculpas por el engaño.

—¿Cuál era tu intención?

—Se trataba de una prueba, hijo mío. Pero no sólo para ti; también para nosotros.

—No lo entiendo —dijo Tenaka.

—No es imprescindible que lo comprendas. No nos temas, Tenaka. Estamos aquí para ayudaros cuanto podamos.

—¿Por qué?

—Porque así servimos a la Fuente.

—¿Podrías responderme sin recurrir a acertijos religiosos? Sois hombres; ¿qué obtenéis participando en esta guerra?

—Nada de este mundo.

—¿Sabéis por qué regresé a Drenai?

—Sí, hijo mío: para liberarte de tus sentimientos de culpa y pesar. Para ahogarlos en la sangre de Ceska.

—¿Y ahora?

—Ahora te has visto arrastrado por fuerzas que no puedes controlar. Tu pesar se ve mitigado por tu amor por Renia, pero la culpa persiste. No atendiste a la llamada a reunión… y dejaste que los mezclados de Ceska masacraran a tus amigos. Te preguntas si, en caso de que hubieras acudido, las cosas habrían sido diferentes; si podrías haber derrotado a los mezclados. Te atormentas con esa duda.

—¿Y podría haberlos derrotado?

—No, hijo mío.

—¿Podré ahora?

—No —dijo Abadón con tristeza.

—Entonces, ¿qué hacemos aquí? ¿Qué objetivo tiene todo esto?

—Son preguntas a las que debes responder tú mismo. Tú eres el auténtico líder.

—¡No soy ese tal Portador de la Antorcha, monje! Soy un hombre, y elijo mi propio destino.

—Por supuesto. Nunca he dicho lo contrario. Pero eres un hombre de honor; cuando recaen sobre ti las responsabilidades, no las rehúyes. No lo hiciste antes y no lo harás en el futuro; eso es lo que te hace ser como eres, y ese es el motivo por el que te siguen esos hombres, a pesar de que odian tu sangre nadir. Confían en ti.

—No me gustan las causas perdidas, monje. Quizá vosotros queráis morir, pero yo no. No soy un héroe, sólo un soldado, y cuando la batalla está perdida, lo que hacen los soldados es retroceder y reagruparse. Cuando pierdo la guerra, rindo la espada; nada de últimas cargas desesperadas, nada de fútiles resistencias finales.

—Lo entiendo —dijo Abadón.

—Entonces ten en cuenta esto: no importa cuán imposible parezca ganar esta guerra: si lucho es para vencer. Haré lo que sea necesario. Nada puede ser peor que Ceska.

—Estás hablando de los nadir. ¿Quieres mi bendición?

—¡No me leas el pensamiento, maldita sea!

—No te he leído el pensamiento; sólo he prestado atención a tus palabras. Sabes que los nadir odian a los drenai; lo único que harás será cambiar un tirano sanguinario por otro.

—Quizá, pero he de intentarlo.

—Entonces te ayudaremos.

—¿Así de fácil? ¿Sin ruegos? ¿Sin peticiones? ¿Sin consejos?

—Ya te he dicho que tu plan de involucrar a los nadir es peligroso y no hace falta que lo repita. Pero tú eres el jefe; es tu decisión.

—Sólo se lo he dicho a Arvan. Los demás no lo entenderían.

—No lo divulgaré.

Tenaka dejó al monje y desapareció en la noche. Abadón se sentó con la espalda apoyada en un árbol. Estaba cansado y sentía un gran pesar. Se preguntó si los abades que lo precedieron habían sentido momentos de duda como el suyo.

Se preguntó si Vintar habría portado una carga semejante cuando cabalgó con los Treinta hacia Dros Delnoch. Algún día, pronto, lo descubriría.

Se dio cuenta de que Decado se acercaba. Estaba preocupado, pero su ira se iba desvaneciendo. Abadón cerró los ojos y apoyó la cabeza en la rugosa corteza del árbol.

—¿Podemos hablar? —dijo Decado.

—La Voz puede hablar con quien desee —respondió Abadón, sin abrir los ojos.

—¿Podemos hablar como antes, cuando era tu pupilo?

Abadón se sentó y sonrió con amabilidad.

—Siéntate a mi lado, pues, pupilo.

—Lamento haberme enfadado, y lamento las duras palabras que dije.

—Las palabras son sólo ruido, hijo mío. Sé que te forcé a soportar una gran carga.

—Tengo la impresión de que no soy el jefe que desearía la Fuente. Preferiría cederle mi puesto a Acuas. ¿Eso está permitido?

—Espera un poco antes de tomar una decisión. Explícame antes qué te ha hecho cambiar de idea.

Decado se recostó, apoyándose en los codos, y contempló las estrellas. Habló en voz baja, apenas un susurro.

—Cuando desafié al templario arriesgué la vida de todos. Fue un acto indigno, y me siento avergonzado. Pero obedecisteis. Pusisteis vuestra alma en mis manos, y no me preocupé.

—Pero te preocupas ahora, ¿no es cierto?

—Sí. Y mucho.

—Me alegro, hijo mío.

Pasaron un rato sentados en silencio. Después, Decado habló de nuevo.

—Dime, abad: ¿por qué cayó el templario con tanta facilidad?

—¿Creíste que ibas a morir?

—Sabía que era una posibilidad.

—El hombre al que mataste era uno de los Seis; los jefes de los templarios. Se llamaba Padaxes. Era un hombre malvado, un antiguo sacerdote de la Fuente cuyos vicios lo superaron.

»Es cierto que poseía grandes poderes; todos los poseen. Frente a hombres corrientes, son invulnerables. ¡Letales! Pero tú, mi querido Decado, no eres un hombre corriente. También posees ciertos poderes, aunque en letargo. Cuando combates los liberas, y eso te convierte en un guerrero sin parangón. Pero si añades el detalle de que no luchabas sólo por ti mismo, sino por los demás, eso te hizo invencible. El mal nunca es realmente fuerte, pues nace del miedo. ¿Por qué fue derrotado Padaxes con tanta facilidad? Porque evaluó tus fuerzas y presintió la posibilidad de morir. En ese instante, de haber poseído auténtico valor, habría contraatacado, pero se paralizó… y murió.

»Sin embargo, regresará, hijo mío. ¡Y más fuerte!

—Está muerto.

—Pero no los templarios. Son seiscientos, y el número de sus acólitos es superior. La muerte de Padaxes y su grupo de veinte habrá sacudido a la Orden como un latigazo. En este momento se están preparando, disponiéndose a emprender la caza. Y nos han visto. Durante todo el día he notado la presencia del mal. En este mismo momento se están agrupando tras el escudo que han levantado Acuas y Katán en torno al campamento.

Decado se estremeció.

—¿Podemos vencerlos?

—No, pero no hemos venido a vencer.

—Entonces, ¿a qué?

—A morir —dijo Abadón.

Argonis estaba cansado y resacoso. La fiesta había sido excelente, y las mujeres… ¡Oh, las mujeres! Se podía confiar en Egon para conseguir las adecuadas. Argonis hizo detenerse a su montura negra cuando el explorador apareció ante él, acercándose al galope. Argonis levantó una mano y ordenó detenerse a la columna.

El explorador tiró de las riendas, y su caballo se detuvo en seco y se levantó sobre los cuartos traseros, golpeando el aire con los cascos. El hombre hizo un saludo.

—Jinetes, mi señor. Unos cuarenta, y se dirigen hacia Skoda. Están bien armados y parecen guerreros. ¿Son de los nuestros?

—Vamos a averiguarlo —dijo Argonis. Levantó una mano y la columna se puso en marcha.

Era posible que se tratara de una partida de exploración de Delnoch, pero en ese caso no entrarían en territorio rebelde, siendo sólo cuarenta hombres. Argonis miró hacia atrás y se sintió más tranquilo al observar al centenar de jinetes de la Legión que lo seguía.

Sería un alivio ver algo de acción; serviría para despejarle la cabeza. «Guerreros», había dicho el explorador. Eso sería un cambio respecto a los cobardes campesinos armados con hachas y azadones a los que se enfrentaban últimamente.

Alcanzó la cima de una colina y desde allí contempló la amplia pradera que se extendía hasta la base de las montañas de Skoda. Se apantalló los ojos para observar al grupo de jinetes.

—¿Son de los nuestros, mi señor? —preguntó el explorador, que se le había acercado.

—No. Los soldados de Delnoch llevan capas rojas; o azules, si son oficiales. Nunca blancas. Creo que se trata de jinetes vagrianos.

En aquel instante, la columna emprendió un medio galope en dirección a la protección que ofrecían las montañas.

—¡A la carga! —gritó Argonis, desenvainando el sable, y el centenar de jinetes de capa negra emprendió la persecución. Los cascos de los caballos atronaban en el suelo de la pradera.

Gracias a la ventaja de bajar por la pendiente, y a que se acercaban al enemigo en ángulo, la distancia que los separaba se fue acortando.

Argonis se sentía encendido. Se inclinó sobre el cuello de su montura; la brisa matinal le golpeaba el rostro, y su sable lanzaba destellos a la luz del sol.

—¡No hagáis prisioneros! —gritó.

Ya estaba bastante cerca del grupo para distinguir a los jinetes; se dio cuenta de que tres de ellos eran mujeres. Entonces vio al hombre negro que cabalgaba junto a una de ellas, animándola; no iba bien sentada en la silla y parecía llevar algo en los brazos. Su acompañante se inclinó hacia ella y la liberó de la carga; la mujer sujetó las riendas con las dos manos, y su montura aumentó la velocidad.

Argonis sonrió ante un gesto tan fútil; la Legión caería sobre ellos antes de que alcanzaran las montañas.

De repente, los guerreros de capa blanca frenaron a sus monturas. Fue una muestra espectacular de disciplina, pues su sincronización fue perfecta, y antes de que Argonis pudiera reaccionar se habían girado y cargaban hacia sus soldados. Una ola de pánico le golpeó el corazón. Se encontraba al frente de los jinetes que atacaban, y en aquel momento, treinta locos se dirigían rectos hacia él. Cuando tiró de las riendas, sus hombres lo imitaron, desconcertados e inseguros.

Los Treinta cayeron sobre los soldados como una ventisca; las espadas plateadas destellaban y golpeaban. Los caballos se encabritaban, y los soldados gritaban al caer. Entonces, los jinetes de capa blanca giraron de nuevo y se alejaron al galope.

—¡Tras ellos! —gritó Argonis, furioso. Pero en aquella ocasión contuvo a su montura mientras sus hombres se lanzaban en persecución del grupo.

Las montañas estaban ya más cercanas, y el enemigo había comenzado a subir la larga cuesta que llevaba al primer valle. Un caballo se tambaleó y cayó, arrojando a la hierba a una mujer rubia; tres soldados se dirigieron hacia ella. Un tipo alto vestido de negro, que se cubría el rostro con una máscara, giró y se dirigió a interceptarlos al galope. Argonis contempló asombrado como el guerrero se inclinaba, esquivaba un fiero golpe, contraatacaba destripando a su adversario, y giraba en la silla a tiempo para bloquear el ataque de otro soldado. El guerrero espoleó a su caballo, cargó contra el tercer soldado e hizo caer al caballo y al jinete.

La mujer se había levantado y corría. El hombre de la máscara detuvo un nuevo ataque del segundo soldado y le cortó el cuello con un tajo de revés. Estaba libre. Envainó el arma e hizo que su caballo fuese tras la mujer; al llegar junto a ella se inclinó en la silla, la cogió por la cintura con un brazo, la montó delante de él, y ambos desaparecieron en la cordillera de Skoda.

Argonis regresó al lugar de la batalla. Treinta y uno de los suyos habían caído: dieciocho, muertos; otros seis, mortalmente heridos.

Los demás soldados regresaron, decaídos y desmoralizados. Lepus, el explorador, se acercó a Argonis y desmontó. Saludó y sostuvo las riendas del caballo mientras el oficial bajaba de la silla.

—¿Se puede saber quiénes eran? —dijo Lepus.

—No lo sé, pero parecíamos unos críos a su lado.

—¿Eso es lo que dirá vuestro informe, mi señor?

—¡Cierra el pico!

—Sí, mi señor.

—Dentro de unos días llegará un millar de jinetes de la Legión; entonces iremos a por ellos. No podrán defender la cordillera entera. Volveremos a encontramos con esos bastardos de capa blanca.

—No estoy seguro de que me apetezca —dijo Lepus.

Tenaka hizo detenerse a su montura junto a un arroyo serpenteante que cruzaba un bosquecillo de olmos, al oeste del valle. Giró sobre la silla y buscó con la mirada a Ananáis; lo vio acercar el caballo al paso, con Valtaya sentada en la grupa. Habían conseguido ponerse a salvo sin ninguna baja, gracias a la espectacular habilidad de los Treinta.

Tenaka desmontó y dejó pastar a su caballo. Aflojó la cincha y palmeó el cuello del animal. Renia llegó a su lado y desmontó de un salto; tenía el rostro enrojecido, y los ojos le brillaban de emoción.

—¿Estamos a salvo? —preguntó.

—Por ahora.

Ananáis pasó una pierna por encima del pomo de la silla, se dejó caer hasta poner pie a tierra y se giró para ayudar a bajar a Valtaya, que sonrió y le pasó los brazos por los hombros.

—¿Vas a estar siempre a mano para salvarme la vida?

—Siempre es mucho tiempo, muchacha —respondió Ananáis, con las manos en la cintura de ella.

—¿Te han dicho alguna vez que tienes unos ojos preciosos?

—Últimamente no —replicó Ananáis; la soltó y se alejó.

Galand había contemplado la escena, y se acercó a Valtaya.

—Yo que tú me olvidaría, chica —le dijo—. Ese tipo no parece interesado.

—Pero tú sí, ¿eh, Galand?

—¡Desde luego! Pero piénsatelo antes de aceptar. No soy precisamente un buen partido.

Valtaya se echó a reír.

—Eres mejor de lo que crees.

—Pero sigue siendo una negativa, ¿verdad?

—No creo que estés buscando esposa, ¿no?

—Si tuviera tiempo… —respondió Galand con expresión seria. Cogió la mano de la joven—. Eres una buena mujer, Val, y creo que ningún hombre podría aspirar a nada mejor. Ojalá te hubiera conocido en tiempos mejores.

—Los tiempos son lo que hacemos de ellos. Hay otras naciones en las que se libran de los que son como Ceska. Son lugares pacíficos.

—Pero yo no quiero ser forastero, Val. Quiero vivir en mi tierra, entre mi gente. Quiero… —Galand se interrumpió, y Valtaya observó el pesar en su mirada. Le tocó un brazo, y él apartó la vista.

—¿Qué ibas a decir?

—No tiene importancia. —Volvió a mirarla, ocultando sus emociones—. Dime qué ves en nuestro acompañante de las cicatrices.

—No lo sé. Es una pregunta difícil de responder para una mujer… Anda, vamos a comer algo.

Decado, Acuas, Balán y Katán dejaron a los demás en el campamento y volvieron cabalgando a la entrada del valle. Allí se detuvieron y observaron la pradera; a lo lejos, los jinetes de la Legión estaban atendiendo a sus heridos. Los muertos estaban envueltos en mantas y atados a las sillas de montar.

—Lo habéis hecho bien —dijo Decado. Se quitó el casco y lo colgó del pomo de la silla.

—Ha sido horrible —dijo Katán.

—Has elegido ser guerrero. —Decado se giró—. ¡Acéptalo!

—Ya lo sé, Decado —replicó el monje de ojos oscuros. Sonrió tímidamente y se pasó una mano por la cara—. Y lo acepto, pero no lo disfruto.

—No me entiendes. Has elegido luchar contra el mal y acabas de conseguir una pequeña victoria. Puede que los de ahí abajo estén muertos, pero lo has hecho para salvar tu vida y la de los demás.

—También lo sé; no soy tan ingenuo. Pero es duro.

Los cuatro desmontaron y se sentaron en la hierba, disfrutando del sol. Decado se quitó la capa blanca y la dobló con cuidado. Cerró los ojos, repentinamente consciente de una extraña sensación en el interior de su cabeza, como una brisa fresca.

Se concentró y percibió los sutiles flujos y reflujos que recorrían su mente, semejantes al eco distante del oleaje en una playa de guijarros. Se recostó y se dejó acunar por ellos, en paz, dejándose llevar hacia el origen de aquella sensación. No se sorprendió cuando el susurro del oleaje se convirtió en unas voces débiles, y reconoció entre ellas la de Acuas.

—Todavía creo que Abadón puede estar equivocado. ¿Percibisteis el ansia de combate de Decado mientras cargábamos contra los jinetes? Era un ímpetu tan poderoso que estuvo a punto de contagiárseme.

Abadón ha dicho que no juzguemos. —Aquel pensamiento venía de Katán.

Pero ya no es el abad —Balán.

Siempre será el Abad de las Espadas. Debemos respetarlo —Katán de nuevo.

No me siento cómodo —emitió Acuas—. ¿Dónde está su Talento? En toda la larga historia de los Treinta no ha habido ningún jefe que no fuera capaz de Viajar y Hablar.

Deberíamos considerar las alternativas —dijo Katán—. Si Abadón juzgó mal al elegir a la Voz, eso puede deberse a que el Caos ha dominado a la Fuente, lo que haría que el resto de las decisiones de Abadón puedan ser objeto de duda, y puede que nos hayamos alejado de nuestro destino.

No necesariamente —intervino Balán—. Todos somos humanos. Abadón puede haber cometido un error, sencillamente. Lo guía la Fuente, pero hay muchas cosas que dependen de su interpretación. La muerte de Estin y la llegada de Decado pudieron deberse a un oscuro designio o a una simple coincidencia.

—¿O a la intervención de la Fuente? —dijo Acuas.

—También.

Decado abrió los ojos y se sentó.

—¿Qué hacen? —dijo en voz alta, señalando con un dedo a los jinetes de la Legión.

—Aguardan la llegada de su ejército —dijo Acuas—. Su jefe, un tal Argonis, les está diciendo que nos harán salir de las montañas y acabarán con nosotros, y además con cualquier otro rebelde que se oculte en Skoda. Está intentando animarlos.

—Pero sin mucho éxito —añadió Balán.

—Háblanos del Dragón, Decado —dijo Katán. Decado sonrió.

—Es el pasado —dijo—. Parece como si todo aquello perteneciese a otra vida.

—¿Estabas a gusto allí? —preguntó Acuas.

—Sí y no. En general, no del todo. Pertenecer al Dragón era extraño. En cierto modo me imagino que creaba un lazo similar al que tenéis vosotros, exceptuando, por supuesto, que no poseíamos el Talento ni podíamos Viajar ni Hablar, como hacéis vosotros. Pero éramos como una familia. Como hermanos. Y mantuvimos unida a la nación.

—Debió de causarte un gran pesar el que Ceska aniquilara a tus amigos —dijo Balán.

—Así fue. Pero me había hecho monje y mi vida había cambiado mucho. Tenía mi huerto y mis plantas. El mundo se había convertido en un lugar más pequeño.

—Siempre me sorprendió que fueras capaz de obtener tantas plantas diferentes en un espacio tan reducido —dijo Balán.

Decado rió entre dientes.

—Cultivaba tomates dentro de las patatas —dijo—. Ponía las semillas en el interior de una patata, y mientras los tomates crecían hacia arriba, las patatas crecían hacia abajo. Estaba encantado con el resultado.

—¿Echas de menos el huerto? —le preguntó Acuas.

—No, y eso me entristece.

—Pero ¿disfrutaste de tu vida como monje? —dijo Katán.

—¿Disfrutas de tu vida como guerrero? —preguntó Decado, volviéndose para mirar al esbelto monje a los ojos.

—No, en absoluto.

—Yo disfrutaba, en cierto modo. Me gustó esconderme durante un tiempo.

—¿De qué te escondías? —preguntó Balán.

—Creo que sabéis la respuesta. Trato con la muerte, amigo mío; siempre ha sido así. Algunos son capaces de pintar; otros saben sacar la belleza de la piedra o de las palabras. Yo mato. Pero el orgullo y la culpa no se compaginan muy bien, y tal falta de armonía comenzaba a incomodarme. En el momento de la matanza me sentía eufórico, pero después…

—¿Qué ocurría después? —insistió Acuas.

—Ningún hombre vivo puede igualarme con una espada en la mano, de modo que mis enemigos estaban indefensos en realidad. Ya no era guerrero, sino asesino. La emoción disminuyó y las dudas crecieron. Cuando el Dragón fue desmantelado, me dediqué a viajar en busca de adversarios dignos, pero no encontré ninguno. Entonces descubrí que sólo había un hombre que pudiera estar a mi altura, y decidí desafiarlo. Mientras me dirigía hacia Ventria, donde él vivía, me atrapó una tormenta de arena que me retuvo durante tres días; me dio tiempo a pensar sobre lo que iba a hacer. Daos cuenta: aquel hombre era mi amigo, y aun así, de no haber sido por la tormenta, podría haberlo matado. Entonces regresé a Drenai e intenté cambiar de vida.

—¿Qué fue de tu amigo? —preguntó Katán.

Decado sonrió.

—Se ha convertido en Portador de la Antorcha.