SIETE

El abad aguardaba pacientemente en la oscuridad de la biblioteca, inclinado sobre la mesa, con las manos unidas por las yemas de los dedos y los ojos cerrados. Sus tres acompañantes estaban sentados frente a él, inmóviles como estatuas vivientes. El abad abrió los ojos y los observó,

Acuas, el fuerte; compasivo y leal.

Balán, el escéptico.

Katán, el más espiritual.

Habían estado viajando, con sus espíritus entrelazados mientras buscaban a los templarios oscuros y creaban una pantalla de niebla mística que ocultase los movimientos de Tenaka Jan y sus compañeros.

Acuas fue el primero en regresar. Abrió los ojos y se pasó las manos por la barba rubia; parecía extenuado.

—No es fácil, abad —dijo—. El poder de los templarios oscuros es grande.

—El nuestro también —dijo el abad—. Prosigue.

—Son veinte. Fueron atacados en Skultik por una banda de forajidos, pero los liquidaron con arrogante facilidad. Cierto es que se trata de guerreros temibles.

—En efecto. ¿A qué distancia están del Portador de la Antorcha?

—Apenas a un día de camino. No podremos confundirlos durante mucho tiempo.

—No, pero unos cuantos días más serán valiosos. ¿Han vuelto a realizar ataques nocturnos?

—No, abad, aunque es probable que lo intenten.

—Descansa, Acuas. Diles a Toris y a Lannad que te releven.

El abad abandonó la estancia, recorrió lentamente el largo pasillo y bajó al segundo nivel, donde se hallaba el huerto de Decado.

El monje de ojos oscuros lo recibió con una sonrisa.

—Acompáñame, Decado. Quiero enseñarte una cosa.

Sin más palabras, el abad se volvió y echó a andar hacia las puertas de roble que daban al nivel superior. Decado se detuvo en la entrada, vacilante; durante todos los años que había pasado en el monasterio no se le había permitido subir por aquellas escaleras.

—¡Vamos! —dijo el abad, y cruzó el umbral para adentrarse en las sombras.

Una extraña sensación de temor invadió al jardinero; todo su mundo parecía difuminarse. Tragó saliva y comenzó a temblar. Inspiró profundamente y siguió al abad.

Recorrieron un laberinto de pasillos, pero Decado no miró a los lados, sino que avanzó con la mirada fija en la casulla gris del hombre que caminaba delante de él. El abad se detuvo ante una puerta con forma de hoja, que carecía de picaporte.

—Ábrete —susurró el abad, y la puerta se abrió en silencio.

Daba a una estancia alargada en la que había treinta armaduras plateadas, cubiertas con capas de un blanco deslumbrante. Delante de cada armadura había una mesa pequeña, y en cada mesa, una espada envainada y un yelmo coronado con un penacho de crines blancas.

—¿Sabes qué es esta sala? —preguntó el abad.

—No.

Decado sudaba a mares. Se enjugó los párpados, y el abad observó con preocupación que volvía a mostrar una expresión de angustia.

—Estas son las armaduras que llevaban los Treinta de Delnoch, guiados por Serbitar. Los guerreros que lucharon y murieron durante la primera guerra nadir. ¿Has oído hablar de ellos?

—Por supuesto.

—Cuéntame lo que sepas.

—¿A qué hemos venido? Tengo cosas que hacer en el huerto.

—Háblame de los Treinta de Delnoch —ordenó el abad.

—Eran monjes guerreros, no como nosotros. Se entrenaban durante años, y después iban a alguna guerra lejana y morían. Serbitar acudió a Delnoch al mando de los Treinta, donde ayudaron al Conde de Bronce y a Druss el Legendario. Entre todos hicieron retroceder a las hordas de Ulric.

—Pero ¿por qué iban armados unos monjes?

—No lo sé, abad. Es incomprensible.

—¿De verdad?

—Me habéis enseñado que, a ojos de la Fuente, toda vida es sagrada, y que quitar una vida es un crimen contra los dioses.

—Pero el mal debe ser combatido.

—No mediante el uso de las armas del mal —respondió Decado.

—Supón que un hombre se alza ante un niño y levanta su arma. ¿Qué harías?

—Lo detendría, pero sin matarlo.

—¿Dándole un puñetazo, quizá?

—Quizá, sí.

—Y si al caer se golpea la cabeza contra una piedra y muere, ¿habrás pecado?

—No… Sí. No lo sé.

—El pecador es él, puesto que ha sido su acción la que ha provocado tu reacción, de modo que su acción lo ha matado. Aquí nos esforzamos por alcanzar la paz y la armonía, hijo mío. Es lo que anhelamos. Pero estamos en el mundo, y nos vemos sujetos a sus exigencias. Este país ya no goza de armonía. Lo controla el Caos, y el sufrimiento imperante es demasiado horrible para soportarlo.

—¿Qué intentáis decirme?

—Algo que no me es fácil, hijo mío, pues sé que mis palabras te causarán dolor. —El abad se acercó a Decado y le puso las manos en los hombros—. Este es un templo de los Treinta, y nos disponemos a luchar contra la oscuridad.

—¡No! —Decado se apartó bruscamente del abad.

—Quiero que cabalgues a nuestro lado.

—Creía en vosotros. ¡Confié en ti! —Decado se volvió y se encontró frente a una armadura. Apartó la mirada—. Vine a huir de esto: de la muerte y la sangre; de las hojas afiladas y la carne desgarrada. He sido feliz aquí, y ahora me arrebatáis eso.

»Marchaos y jugad a los soldados. Yo no quiero saber nada.

—No puedes ocultarte eternamente, hijo mío.

—¿Ocultarme? Vine para cambiar.

—No es muy difícil cambiar cuando el mayor problema consiste en hacer crecer unas semillas en un vivero.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir que eras un asesino; alguien que adoraba causar la muerte. Ahora te ofrezco la oportunidad de comprobar si realmente has cambiado. Ponte una armadura y cabalga a nuestro lado cuando nos enfrentemos a las fuerzas del Caos.

—¿Y debo matar de nuevo?

—Ya se verá.

—No quiero matar. Quiero vivir entre mis plantas.

—¿Crees que yo tengo ganas de pelear? Tengo casi sesenta años. Adoro a la Fuente y a todo lo que crece y se mueve. Creo que la vida es el mayor don del universo. Pero un auténtico mal se extiende por el mundo, y debe ser combatido y derrotado, para que otros tengan la oportunidad de descubrir lo hermosa que es la vida.

—¡No digas nada más! —estalló Decado—. ¡Ni una puta palabra más!

Años de emociones reprimidas recorrieron su interior rugiendo, saturando sus sentidos; la furia olvidada lo golpeó como un látigo de fuego. ¡Qué idiota había sido! Escondiéndose del mundo, labrando la tierra como un campesino sudoroso…

Se acercó a la armadura que tenía a la derecha y cerró la mano en torno a la empuñadura de la espada que descansaba en la mesa. La desenvainó con un movimiento fluido; sus músculos se tensaron al sentir la vibración del arma. La hoja era de acero plateado, con el filo tan agudo como el de una navaja de afeitar, y su equilibrio era perfecto. Decado se giró hacia el abad, y donde antes veía a su superior sólo encontró a un anciano de ojos llorosos.

—¿Esta misión tuya tiene algo que ver con Tenaka Jan?

—Sí, hijo mío.

—¡No me llames así, monje! Jamás vuelvas a llamarme así. No te culpo… Fui yo el estúpido, al creer en ti. Está bien; lucharé junto a tus monjes, pero sólo para ayudar a mis amigos. No se os ocurra darme órdenes.

—No estoy en posición de darte órdenes, Decado. Has elegido tu propia armadura.

—¿Mi armadura?

—¿Reconoces la runa grabada en el casco?

—Es el número uno en la escritura de los Antiguos.

—Era la armadura de Serbitar. Será la tuya.

—El era el jefe, ¿no?

—Al igual que lo serás tú.

—Así que mi misión consiste en comandar a un puñado de monjes que juegan a la guerra —dijo Decado—. Muy bien. Reconozco un buen chiste cuando lo veo.

Se echó a reír. El abad cerró los ojos y rezó en silencio, pues distinguió, bajo la risa, el grito de angustia del alma torturada de Decado. El monje se sintió invadido por la desesperación y abandonó la estancia, seguido por los ecos de aquella risa histérica.

«¿Qué has hecho, Abadón?», se preguntó.

Tenía los ojos llenos de lágrimas cuando llegó a su celda y, una vez dentro, cayó de rodillas.

Decado salió a zancadas de la cámara de las armaduras y regresó al huerto. Contempló con incredulidad las pulcras hileras de plantas, los setos bien cortados y los árboles podados cuidadosamente.

Se dirigió a su choza y abrió la puerta de una patada.

Apenas una hora antes, aquello había sido su hogar; un hogar que adoraba. En él se sentía satisfecho. En aquel momento no era más que una casucha cualquiera. La abandonó y se dirigió a su pequeño jardín. Al lado de la rosa blanca habían surgido tres brotes. Embargado por la ira, cogió a la planta por el tallo, dispuesto a arrancarla, pero se detuvo de repente y, poco a poco, la soltó. Se miró la palma de la mano, y después volvió a observar la flor. Ninguna espina le había perforado la carne.

Acarició con suavidad las hojas aplastadas y comenzó a sollozar, emitiendo unos sonidos entrecortados que acabaron convirtiéndose en dos palabras:

—Lo siento —le decía a la rosa.

Los Treinta se reunieron en el patio inferior y ensillaron sus monturas. Los caballos aún portaban los mantos de invierno, pero eran animales montañeses, fuertes y duros, y podían correr como el viento. Decado eligió una yegua baya, la ensilló con movimientos expertos y montó de un salto. Extendió la capa blanca tras él y la ajustó sobre la silla a la manera de los jinetes del Dragón. La armadura de Serbitar se le ajustaba al cuerpo mejor aún que la suya propia; la sentía suave, como una segunda piel.

Abadón trepó a la silla de un caballo castaño y cabalgó hasta situarse junto a Decado.

El antiguo dragón se giró en la silla y observó a los monjes guerreros, que montaban en silencio. Tenía que reconocer que se movían bien. Todos se ajustaron la capa de la misma forma que Decado.

El abad contempló a su antiguo acólito con expresión de añoranza. Se había afeitado y se había recogido el cabello oscuro en una coleta. Los ojos le brillaban, llenos de vida, y en los labios lucía una sonrisa burlona.

La noche anterior le habían presentado a sus lugartenientes: Acuas, el Corazón de los Treinta; Balán, los Ojos de los Treinta; y Katán, el Alma de los Treinta.

—Si queréis ser guerreros —les había dicho—, haced lo que os diga y cuando os lo diga. El abad me ha explicado que un grupo va en pos de Tenaka Jan. Los interceptaremos. Los hombres contra los que vamos a luchar son auténticos guerreros, o eso tengo entendido. Esperemos que vuestra aventura no finalice en sus manos.

—También es tu misión, hermano —le había dicho Katán, sonriendo amablemente.

—Ningún hombre vivo puede acabar conmigo. Y si vosotros empezáis a caer como el trigo segado, me largaré.

—¿No es la obligación de un jefe permanecer junto a sus hombres? —había dicho Balán, con un tono de irritación en la voz.

—¿Jefe? Esto no es más que una comedia representada por monjes. Está bien, representaré mi papel, pero no moriré con vosotros.

—¿Te unirás a nuestros rezos? —había preguntado Acuas.

—No; rezad vosotros por mí. He pasado demasiados años malgastando mi tiempo en esa práctica inútil.

—Siempre hemos rezado por ti —había dicho Katán.

—¡Rezad por vosotros! Rezad por que cuando nos encontremos con esos templarios oscuros no os caguéis encima. —Y los había dejado.

Alzó una mano y encabezó al grupo mientras cruzaban la puerta del monasterio y entraban en la llanura de Sentran.

—¿Estás seguro de haber tomado la decisión correcta? —le dijo mentalmente Katán a Abadón.

—No ha sido decisión mía.

—Es un hombre consumido por la ira.

—La Fuente conoce nuestras necesidades. ¿Te acuerdas de Estin?

Sí. Pobre hombre. Era tan sabio… Habría sido un buen jefe —dijo Katán.

—Cierto. Audaz aunque amable; fuerte, aunque cortés, e inteligente sin ser arrogante. Pero murió. Y el día en que murió, Decado cruzó nuestras puertas en busca de refugio.

—Pero imagina, abad, que no haya sido la Fuente la que lo envió.

—Ya no soy el abad, Katán. Llámame Abadón.

El anciano cortó el enlace mental, y transcurrieron algunos instantes antes de que Katán se diese cuenta de que su inquietud había quedado sin respuesta.

Para Decado, los últimos años parecían desvanecerse. Cabalgaba de nuevo, con el viento agitándole el pelo. Oía de nuevo el resonar de los cascos de los caballos en la llanura, y la sangre le corría por las venas como un torrente, evocando recuerdos de su juventud…

Los dragones cargaban contra un grupo de jinetes nadir. Caos, confusión, sangre y terror. Hombres destrozados y gritos de dolor. Los cuervos graznaban, felices, en el cielo oscuro.

Y después, guerra tras guerra en las distantes naciones que se extendían por el mundo. Decado siempre se había alejado, terminada la batalla, sin haber recibido herida alguna en su esbelta figura, mientras sus enemigos emprendían el viaje a cualquiera que fuese el infierno en el que creyeran, envueltos en sombras y olvidados.

Rememoró la imagen de Tenaka Jan.

Él sí que era un guerrero. Muchas habían sido las ocasiones en que Decado había soñado con enfrentarse a Tenaka Jan; sombra y hielo en la danza de las espadas.

Se habían enfrentado muchas veces: con espadas de madera, con floretes de punta embotada e incluso con sables sin filo. Estaban igualados. Pero semejantes combates no tenían sentido; sólo cuando las armas portasen la muerte con ellas se descubriría el auténtico vencedor.

Los pensamientos de Decado se interrumpieron cuando Acuas adelantó su montura y se puso a su lado.

—No queda mucho tiempo, Decado. Los templarios han encontrado el rastro de tus amigos en un pueblo arrasado. Actuarán por la mañana.

—¿Cuándo los alcanzaremos?

—Al anochecer, como muy pronto.

—Entonces sigue rezando, barbaamarilla. Y con energía.

Espoleó a su montura y la puso al galope. Los Treinta lo siguieron.

Faltaba poco para el amanecer. El grupo había cabalgado casi toda la noche; sólo se había detenido una hora para dar un respiro a los caballos. La cordillera de Skoda se alzaba ante ellos, y Tenaka estaba impaciente por alcanzar la protección que brindaría. El sol, oculto aún tras el horizonte oriental, comenzaba a despuntar; las estrellas empezaban a desaparecer mientras el cielo se teñía de un tono rosado.

Los jinetes abandonaron un bosquecillo y empezaron a avanzar por una amplia pradera sobre la que se arremolinaba la niebla. Tenaka sintió un escalofrío y se envolvió en la capa. Estaba cansado e irritado.

No había vuelto a hablar con Renia desde que habían discutido en el bosque, pero no dejaba de pensar en ella. En lugar de apartarla de su mente, sólo había conseguido aumentar su sufrimiento. Aun así, se sentía incapaz de superar la brecha que había abierto entre ellos. Miró hacia atrás y la vio cabalgando junto a Ananáis. La joven estaba riendo; alguna broma que se contaban. Tenaka apartó la mirada.

Ante ellos, semejantes a demonios llegados del pasado, veinte guerreros aguardaban formando una línea. Estaban sentados en las sillas, inmóviles. La brisa hacía flotar sus capas negras. Tenaka tiró de las riendas a cincuenta pasos del centro de la hilera, y sus compañeros se detuvieron junto a él.

—¿Quiénes serán? —dijo Ananáis.

—Me buscan —respondió Tenaka—. Vinieron a mí en un sueño.

—Disculpa el derrotismo, pero creo que no podemos con tantos. ¿Huimos?

—No se puede huir de esos hombres —dijo Tenaka con voz neutra, y desmontó.

Los guerreros lo imitaron y avanzaron a pie, lentamente, a través de la niebla. A Renia le pareció que se movían como sombras de difuntos en un mar fantasmal. Llevaban armaduras de color negro azabache; sus rostros estaban ocultos por yelmos, y empuñaban espadas oscuras. Tenaka se adelantó con la mano en la empuñadura.

Ananáis sacudió la cabeza. Lo poseía algo semejante a un trance, y se había convertido en un observador impotente. Cuando se repuso, bajó de la silla, desenvainó la espada y se unió a Tenaka.

Los templarios oscuros se detuvieron, y su jefe se adelantó.

—No se nos ha ordenado matarte, Ananáis —dijo.

—Tampoco es fácil —replicó Ananáis. Intentó añadir un insulto, pero las palabras no salieron de sus labios; un miedo terrible lo golpeó como un viento helado. Se puso a temblar y se sintió compelido a echar a correr.

—Morirás tan fácilmente como cualquier otro —dijo el guerrero—. ¡Vete! Cabalga hacia cualquiera que sea la condenación que te espera.

Ananáis no replicó. Tragó saliva y miró a Tenaka; su amigo estaba totalmente pálido, y era evidente que era presa del mismo terror que él.

Galand y Parsal aparecieron junto a ellos, espada en mano.

—¿Creéis que podéis hacernos frente? —dijo el jefe de los templarios—. Ni cien hombres podrían resistir contra nosotros. Oíd mis palabras y sentid que es la verdad; sentidlo en vuestro terror.

La ola de miedo se incrementó, y los caballos se agitaron y relincharon, inquietos. Trepador y Belder desmontaron al darse cuenta de que los animales estaban a punto de desbocarse. Pagano se inclinó hacia delante y palmeó el cuello de su montura; el caballo se tranquilizó levemente, pero mantuvo las orejas pegadas a la cabeza, y el guerrero negro sabía que le faltaba muy poco para dejarse llevar por el pánico. Valtaya y Renia saltaron de sus sillas y ayudaron a desmontar a la mujer del pueblo. Parise apretó contra su pecho al bebé, que había comenzado a llorar, y se dejó caer al suelo, temblando incontrolablemente.

Pagano desmontó, desenvainó la espada y se acercó lentamente a Tenaka. Belder y Trepador lo siguieron.

—Desenvaina —susurró Renia, pero Trepador no le prestó atención. Había conseguido reunir coraje para acercarse al lugar donde aguardaban Tenaka y los demás, pero cualquier pensamiento sobre pelear de verdad estaba enterrado bajo el peso del terror que sentía.

—Estúpidos —dijo el jefe de los templarios, despectivo—. ¡Venís como corderos al matadero!

Los templarios oscuros avanzaron.

Tenaka se esforzó por superar el pánico, pero sentía las extremidades pesadas como el plomo, y había perdido la confianza. Sabía que estaban usando magia negra contra él, pero saberlo no bastaba para superarlo. Se sintió como un chiquillo bajo la mirada de un leopardo.

«¡Resístelo! —se dijo—. ¿Dónde has dejado el valor?».

De repente, como en un sueño, el miedo desapareció, y sintió que la fuerza regresaba a sus músculos. Supo, sin necesidad de girarse, que los caballeros blancos habían vuelto. En carne y hueso.

Los templarios se detuvieron, y Padaxes masculló una maldición cuando los Treinta aparecieron ante ellos. Habían quedado en inferioridad numérica, y evaluó sus opciones. Invocó el poder del Espíritu e intentó sondear a sus adversarios, pero se tropezó con un muro de poder que anuló sus esfuerzos… excepto ante el guerrero del centro: no era ningún místico. Padaxes conocía las leyendas sobre los Treinta; sus propios templos eran una parodia de los de la Orden. Identificó la runa del casco de aquel hombre.

El jefe de los Treinta no era un místico. Padaxes tuvo una idea.

—Hoy se derramará mucha sangre —dijo—, a menos que lo arreglemos entre los capitanes.

Decado empezó a moverse, pero Abadón lo sujetó por el brazo.

—No, Decado; no comprendes cuál es su poder.

—Es un hombre —replicó Decado.

—No; es más que eso. Maneja el poder del Caos. Si alguien ha de enfrentarse a él, permite que sea Acuas.

—¿No soy vuestro jefe?

—Sí, pero…

—No hay peros que valgan. ¡Obedece!

Decado se liberó de la mano de Abadón y se adelantó hasta situarse frente a Padaxes.

—¿Qué propones, templario?

—Un duelo entre capitanes; los hombres del perdedor se marcharán.

—No es suficiente —dijo Decado con frialdad—. Necesito algo más.

—Habla.

—Conozco las costumbres de los místicos. Forma… Formaba parte de mi ocupación anterior. Se dice que en las guerras de antaño, los adalides iban acompañados por las almas de sus ejércitos, y cuando morían, sus ejércitos morían también.

—Así es —dijo Padaxes, disimulando su satisfacción.

—Exijo eso.

—Así será. ¡Lo juro por el Espíritu del Caos!

—No me vengas con juramentos, guerrero; no me sirven de nada. ¡Demuéstralo!

—Llevará cierto tiempo. He de efectuar los ritos necesarios, y confío en tu palabra de que harás lo mismo —dijo Padaxes.

Decado asintió y regresó con los Treinta.

—No puedes hacer esto, Decado —dijo Acuas—. ¡Nos condenarás a todos!

—¿De repente ya no os gusta el juego? —espetó Decado.

—No se trata de eso. Ese hombre, tu adversario, tiene poderes de los que careces. Puede leer tus pensamientos y presentir tus movimientos antes de que los ejecutes. ¿Cómo vas a derrotarlo?

Decado se echó a reír.

—¿Sigo siendo vuestro jefe?

—Sí —respondió Acuas, mirando de reojo al antiguo abad—. Eres el jefe.

—Entonces, cuando ese haya terminado con sus ritos, uniréis la fuerza vital de los Treinta a la mía.

—Antes de que muera, dime una cosa —dijo Acuas con voz amable—. ¿Por qué te sacrificas así? ¿Por qué condenas a tus amigos?

—¿Quién sabe? —Decado se encogió de hombros.

Los templarios oscuros se arrodillaron ante Padaxes, que pronunció los nombres de los demonios inferiores e invocó al Espíritu del Caos, elevando poco a poco la voz hasta convertirla en un grito. El sol despuntó en el horizonte pero, extrañamente, no iluminó la pradera.

—Ya está —susurró Abadón—. Ha cumplido su palabra; las almas de sus guerreros están con él.

—Haced lo mismo —ordenó Decado.

Los Treinta se arrodillaron ante su jefe e inclinaron la cabeza. Decado no sintió nada, pero supo que lo habían obedecido.

—¿Decado? ¿Eres tú? —oyó decir a Ananáis. Decado le ordenó guardar silencio con un gesto y avanzó hacia Padaxes.

La espada negra hendió el aire, y fue bloqueada al instante por la hoja plateada que empuñaba Decado. El combate había comenzado. Tenaka y sus compañeros miraban, sobrecogidos, a los dos guerreros que giraban y golpeaban al son de las espadas.

El tiempo fue transcurriendo, y la desesperación de Padaxes se hacía patente en cada uno de sus movimientos. Empezó a sentir temor; a pesar de que preveía todos y cada uno de los movimientos de su contrincante, este los ejecutaba a tal velocidad que la adivinación no le servía de nada. Emitió un pensamiento destinado a provocar terror, pero Decado se echó a reír, pues la muerte no le causaba ningún miedo. Fue entonces cuando Padaxes supo que estaba perdido, y se sintió ofendido ante la idea de que un simple mortal pudiese derrotarlo. Lanzó un ataque feroz y experimentó el horror de leer la mente de Decado en el último momento, percibiendo el contraataque un instante antes de su ejecución.

La hoja plateada desvió la espada del templario y se enterró en su vientre. Padaxes cayó al suelo mientras la sangre manchaba la hierba y la vida se le escapaba… Y las almas de sus guerreros murieron con él. La luz del sol rasgó la oscuridad, y los Treinta se pusieron en pie, asombrados de seguir vivos.

Acuas se acercó a Decado.

—¿Cómo? —preguntó, anonadado—. ¿Cómo has vencido?

—No hay ningún misterio, Acuas —dijo Decado con tranquilidad—. Sólo era un hombre.

—¡Tú también!

—No; yo soy Decado, el Asesino de Hielo. Si deseáis seguirme, debéis conocer el riesgo.

Decado se quitó el casco e inspiró profundamente el aire fresco del amanecer. Tenaka sacudió la cabeza para librarse de los últimos retazos del terror que aún lo poseía.

—¡Dec! —gritó.

Decado sonrió y se acercó a él; los dos hombres se agarraron las muñecas en el saludo de los guerreros. Ananáis, Galand y Parsal se les unieron.

—Por los dioses, Dec, ¡tienes buen aspecto! —dijo Tenaka alegremente.

—Tú también, general. Me alegro de que hayamos llegado a tiempo.

—¿Tendrías la amabilidad de decirme —intervino Ananáis— por qué han muerto todos esos guerreros?

—Sólo si me explicas a qué viene esa máscara. Es ridículo que un tipo tan coqueto como tú se tape la cara.

Ananáis apartó la mirada; los demás guardaron un incómodo silencio.

—¿No me presentáis a nuestro salvador? —dijo Valtaya, y el momento pasó.

Los Treinta se alejaron cuando los otros empezaron a charlar; se separaron en grupos de seis y se dedicaron a recoger leña para encender hogueras.

Acuas, Balán, Katán y Abadón se reunieron junto a un olmo solitario. Katán encendió, el fuego y los cuatro se sentaron alrededor, en silencio, contemplando las llamas.

Habla, Acuas —pensó Abadón.

—Lamento que nuestro jefe no sea uno de los nuestros. No lo digo por arrogancia, sino porque nuestra orden es antigua, y siempre hemos luchado por alcanzar los ideales del espíritu. No vamos a la guerra guiados por el ansia de matar, sino para morir en defensa de la Luz. Decado no es más que un asesino.

—Eres el Corazón de los Treinta, Acuas, y por ti hablan las emociones. Eres un buen hombre; te preocupas… Muestras amor. Pero a veces, las emociones nos ciegan. No juzgues tan pronto a Decado.

—¿Cómo ha conseguido matar al templario? —preguntó Balán—. Es inconcebible.

—Eres los Ojos de los Treinta y aun así no eres capaz de ver, Balán. Pero no te lo explicaré. Con el tiempo, tú mismo me darás la respuesta. Creo que la Fuente nos envió a Decado, y lo acepté. ¿Podéis decirme por qué es nuestro jefe?

Porque es inferior a nosotros —respondió Katán con una sonrisa.

No sólo por eso —dijo Abadón.

Es el único puesto que puede ocupar —dijo Acuas.

Explícate, hermano —inquirió Balán.

—Como caballero de los Treinta no puede comunicarse con nosotros, ni viajar con nosotros. Cada acción que ejecutáramos habría sido humillante para él. Pero vamos a una guerra que puede comprender. Como nuestro jefe, su falta de Talento queda compensada por su autoridad.

—Muy bien, Acuas. Y ahora, que el Corazón nos diga de dónde vendrá la próxima amenaza.

Acuas cerró los ojos y guardó silencio durante un rato, concentrándose.

—Los templarios contraatacarán. No pueden sufrir una derrota como esta a nuestras manos y permitir que tal acción quede sin venganza.

—¿Y?

—Y Ceska ha enviado a mil soldados a sofocar la rebelión de Skoda. Llegarán en menos de una semana.

A unos treinta pasos de la hoguera de los monjes estaban Decado, Tenaka, Ananáis, Pagano y Trepador.

—Vamos, Dec —dijo Ananáis—. ¿Cómo te convertiste en el jefe de una banda de magos guerreros? Tiene que ser una buena historia.

—¿De dónde sacas que no soy tan mago como ellos? —replicó Decado.

—No, en serio —dijo Ananáis, bajando la voz y mirando de reojo a los caballeros de capa blanca—. Son tipos extraños. No hablan.

—Al contrario —dijo Decado—. Se pasan todo el tiempo hablando. Se transmiten el pensamiento.

—¡Tonterías! —dijo Ananáis, haciendo el gesto del cuerno protector y uniendo las manos sobre el corazón.

—Te digo la verdad. —Sonriente, Decado se volvió y llamó a Katán, que se acercó al grupo—. Venga, pregúntaselo.

—Me sentiría idiota —musitó Ananáis.

—Entonces se lo preguntaré yo —intervino Trepador, y se dirigió a Katán—: Dime, amigo mío, ¿es cierto que podéis hablar… sin hablar?

—Es cierto —respondió Katán.

—¿Podríais hacemos una demostración?

—¿De qué tipo?

—Aquel hombre alto de allí —dijo Trepador en voz baja, señalando a un caballero—. ¿Puedes pedirle que se quite el casco y se lo vuelva a poner?

—Si os complace…

Katán dirigió la mirada al guerrero, que estaba a unos cuarenta pasos, y este se quitó el casco, sonrió y se lo volvió a poner.

—Asombroso —dijo Trepador—. ¿Cómo lo hacéis?

—Es difícil de explicar —respondió Katán—. Disculpadme, por favor.

Dirigió una reverencia a Decado y se reunió con sus compañeros.

—¿Ves a qué me refiero? Es extraño. Inhumano.

—En mi país hay personas con talentos semejantes —intervino Pagano.

—¿Y qué hacen? —le preguntó Trepador.

—No gran cosa. Los quemamos vivos —dijo Pagano.

—¿No es un poco exagerado?

—Quizá —respondió el guerrero negro—, pero no seré yo quien cuestione la tradición.

Tenaka los dejó hablando y se fue al lugar donde estaban Renia, Valtaya, Parsal y la mujer del pueblo. Cuando lo vio acercarse, a Renia se le aceleró el pulso.

—¿Me acompañas? —le preguntó Tenaka.

Renia asintió, y se alejaron de la fogata. El sol brillaba con fuerza, y su luz se reflejaba en las hebras plateadas del pelo de Tenaka. Renia deseaba tender una mano y acariciarlo, pero el instinto le dijo que sería mejor esperar.

—Lo siento, Renia —dijo Tenaka, cogiéndole la mano. La joven contempló los ojos violeta y descubrió la angustia en ellos.

—¿Dijiste la verdad? ¿Habrías usado el puñal contra mí?

Tenaka negó con la cabeza.

—¿Quieres que siga a tu lado? —preguntó la joven.

—¿Quieres seguir?

—Es mi único deseo.

—Perdóname por haber sido tan estúpido —dijo Tenaka—. No se me dan bien estas cosas… Siempre he sido torpe en el trato con las mujeres.

—Me alegro de oírlo —respondió ella, sonriendo.

Ananáis los observó y dirigió la mirada hacia Valtaya, que estaba charlando con Galand y reía.

«Debí dejar que me matara el mezclado», pensó.