SEIS

El hombre negro estaba disfrutando. Ya habían caído dos ladrones; quedaban cinco. Alzó la corta barra de hierro e hizo girar la cadena sujeta a un extremo. Se adelantó un tipo alto que empuñaba un bordón; el hombre negro sacudió la muñeca, y la cadena se enroscó en torno al arma. El hombre negro dio un tirón, y su adversario se tambaleó y se dio de bruces contra el puño que avanzaba en dirección a su rostro. El atacante cayó en redondo.

Dos de los cuatro ladrones restantes soltaron los bastones y desenvainaron los cuchillos curvos. Los otros dos corrieron hacia los árboles en busca de sus arcos.

Aquello se ponía serio. Por el momento, el hombre negro no había matado a nadie, pero aquello tendría que cambiar. Soltó la maza y se sacó dos puñales arrojadizos de la caña de las botas.

—¿De verdad queréis morir? —dijo con voz grave y sonora.

—Nadie va a morir —dijo una voz a su izquierda. Se giró. Había dos hombres en el lindero del bosque, empuñando arcos tensados con los que apuntaban a los bandidos.

—¡Muy oportunos! —comentó el hombre negro—. Han matado a mi caballo.

Tenaka aflojó la cuerda de su arco y se adelantó.

—Que te sirva de lección —le dijo. Después se volvió hacia los bandidos—. Os sugiero que soltéis las armas; la pelea ha terminado.

—Causaba más problemas que otra cosa, de todas formas —dijo el jefe de los bandidos. Se acercó a los caídos y comprobó su estado.

—Están vivos —dijo el hombre de negro. Enfundó los puñales y recogió la maza.

Un grito surgió del bosque, y el jefe de los bandidos se sobresaltó.

Galand, Parsal y Belder aparecieron.

—Tenías razón, general —dijo Galand—. Había otros dos escondidos.

—¿Los habéis matado? —preguntó Tenaka.

—No, pero dentro de un rato les dolerá la cabeza.

—¿Vais a causarnos más problemas? —preguntó Tenaka, volviéndose hacia el bandido.

—No pretenderás que te dé mi palabra, ¿verdad?

—¿Valdría de algo?

—A veces.

—No; no quiero tu palabra. Haz lo que quieras. Pero la próxima vez que nos veamos acabaréis todos muertos. ¡Y tienes mi palabra!

—La palabra de un bárbaro —dijo el bandido. Carraspeó y escupió al suelo.

—Exactamente —dijo Tenaka, sonriendo.

Se reunió con Ananáis, y los dos desaparecieron entre los árboles. Valtaya había encendido una hoguera y estaba hablando con Trepador. Renia, empuñando una daga, regresó al claro a la vez que Tenaka, que le sonrió. Después fueron llegando los demás, excepto Galand, que se había retrasado para vigilar a los bandidos.

Por último apareció el hombre negro, cargando dos sillas de montar sobre sus anchos hombros. Era alto y fuerte, y vestía una túnica de seda azul bajo la capa de cuero. Valtaya no había visto nunca a nadie como él, aunque había oído historias sobre los hombres de piel oscura que habitaban al este.

—Saludos, amigos —dijo, dejando caer las sillas—. Que mil bendiciones caigan sobre vosotros.

—¿Te apetece algo de comer? —le preguntó Tenaka.

—Muy amable por tu parte, pero tengo mis propias provisiones.

—¿Hacia dónde te diriges? —le preguntó Ananáis.

El hombre negro rebuscó en sus alforjas y sacó dos manzanas, que limpió frotándolas con la túnica.

—Estoy recorriendo vuestro hermoso país. Aún no me he decidido por ningún destino en concreto.

—¿De dónde eres? —le preguntó Valtaya.

—De un lugar lejano, mi dama, muchas leguas al este de Ventria.

—¿Eres peregrino? —inquirió Trepador.

—Podría decirse que sí. He de cumplir una pequeña misión, y después regresaré a mi casa, con mi familia.

—¿Y te llamas…? —dijo Tenaka.

—Me temo que mi nombre os resultaría difícil de pronunciar. Sin embargo, uno de los ladrones me ha llamado algo que, en cierto modo, me ha parecido apropiado: Pagano.

—Yo soy Tenaka Jan. —Después le presentó a los demás.

Ananáis estrechó la mano del recién llegado; Pagano le devolvió un firme apretón, y sus miradas se encontraron. Tenaka se recostó y los observó. Ambos parecían sacados del mismo molde: increíblemente poderosos y desmesuradamente arrogantes. Mientras se observaban le recordaron a dos toros bravos.

—Qué máscara más llamativa —dijo Pagano.

—Cierto. Y nos hace parecer hermanos, negro —replicó Ananáis. Pagano rió entre dientes; una risa grave y llena de buen humor.

—¡Entonces, hermanos somos, Ananáis!

—Se han marchado hacia el norte —dijo Galand, que apareció y se acercó a Tenaka—. No creo que regresen.

—Estupendo.

Galand asintió y fue a sentarse con su hermano. Renia le hizo un gesto a Tenaka, y ambos se alejaron de la hoguera.

—¿Qué sucede? —preguntó Tenaka.

—El hombre negro.

—¿Qué pasa con él?

—Lleva más armas que nadie que haya visto antes. Dos puñales en las botas, una espada y dos arcos que ha dejado entre los árboles. Y bajo su caballo hay un hacha rota. Es un ejército de un solo hombre.

—¿Y?

—¿Seguro que nos hemos topado con él por casualidad?

—¿Crees que podía estar siguiéndonos?

—No lo sé. Pero es un asesino, puedo sentirlo. Su peregrinaje está relacionado con alguna muerte. Y no le cae bien a Ananáis.

—No te preocupes.

—No soy nadir, Tenaka; no creo en el destino.

—¿Eso es lo único que te inquieta?

—Ahora que lo preguntas, no. Los dos hermanos… No somos de su agrado. No tenemos nada que ver con ellos, y no hay lazos; somos un grupo de desconocidos reunidos por los acontecimientos.

—Los dos hermanos son fuertes, y buenos guerreros. Reconozco estas cosas. También sé que me miran con desconfianza, pero en ese aspecto no puedo hacer nada; siempre ha sido así. Pero tenemos un objetivo común, y acabarán confiando en mí. En cuanto a Belder y Trepador, no sé, pero no albergan mala intención hacia nosotros. Y Pagano… Si está persiguiéndome, lo mataré.

—¡Si puedes!

—Sí. —Tenaka sonrió—. Si puedo.

—Haces que todo parezca sencillo. Yo no lo veo así.

—Te preocupas demasiado. La costumbre nadir es mejor: vamos resolviendo los problemas a medida que surgen y no nos preocupamos de nada más.

—Si te dejas matar, no te lo perdonaré nunca.

—Entonces no me pierdas de vista, Renia. Confío absolutamente en tu instinto, y tienes razón sobre Pagano: es un asesino y quizá ande tras nosotros. Será interesante ver qué hace ahora.

—Propondrá seguir su camino con nosotros —dijo Renia.

—Sí, pero eso tiene sentido. Es forastero en nuestra tierra, y ya lo han atacado una vez.

—Deberíamos negarnos. Ya llamamos bastante la atención gracias a tu amigo el de la máscara. Si encima añades a un gigante negro vestido de seda azul…

—Desde luego, si los dioses existen, hoy deben de tener ganas de bromear.

—Pues yo no le veo la gracia —dijo Renia.

Tenaka se despertó; abrió los ojos de golpe, y lo primero que sintió fue la caricia helada del miedo. Se levantó. La luna estaba extrañamente brillante y relucía como una lámpara encantada; las ramas de los árboles se agitaban pese a la ausencia de viento.

Miró a su alrededor. Sus compañeros dormían. Entonces bajó la vista, y la sorpresa lo dejó aturdido: su propio cuerpo estaba allí, envuelto en las mantas. Se estremeció y se preguntó si aquello sería la muerte.

De todas las bromas crueles que le podría gastar el destino…

Un levísimo suspiro, como un eco de una brisa pasada, lo hizo volverse. En el lindero del bosque había seis hombres con armaduras negras, y empuñaban negras espadas. Avanzaron hacia él, desplegándose en semicírculo. Tenaka intentó coger el arma, pero no pudo tocarla: su mano pasó a través de la empuñadura como si fuera de niebla.

—Estás condenado —dijo una voz grave—. Los espíritus del Caos te llaman.

—¿Quiénes sois? —preguntó Tenaka, avergonzado al darse cuenta de que le temblaba la voz.

Los caballeros negros rieron, burlones.

—Somos la muerte —dijeron.

Tenaka retrocedió.

—No puedes huir. No puedes moverte —dijo uno de los caballeros. Tenaka se quedó helado. Las piernas no lo obedecían, y los caballeros se acercaban.

De repente, el príncipe nadir se sintió invadido por una sensación de paz, y los caballeros interrumpieron su avance. Tenaka miró a derecha e izquierda. Junto a él, flanqueándolo, se alzaban seis caballeros de armadura plateada y capa blanca.

—Venid pues, perros de la oscuridad —dijo el guerrero plateado más cercano a Tenaka.

—Iremos —replicó un caballero oscuro—, pero no cuando digáis.

Uno tras otro, los guerreros oscuros desaparecieron entre los árboles.

Tenaka se giró con lentitud, asustado y desconcertado, y el guerrero plateado que había hablado le apoyó una mano en el hombro.

—Duerme. La Fuente te protegerá.

La oscuridad lo envolvió como un manto.

En la mañana del sexto día habían salido del bosque y cruzaban la amplia llanura que se extendía desde Skultik a Skoda. A lo lejos, al sur, se encontraba la ciudad de Karnak, pero sólo alcanzaban a ver las torres más altas, que destacaban como puntos blancos en el horizonte verde. En la llanura tan sólo quedaban unas pocas manchas de nieve; la hierba crecía en busca de la luz del sol.

Tenaka alzó una mano al ver el humo.

—No es un incendio en la llanura —dijo Ananáis, protegiéndose los ojos del intenso brillo del sol.

—Es un pueblo en llamas —dijo Galand, adelantándose—. Las escenas como esta son bastante habituales hoy en día.

—Esta es una tierra atormentada —dijo Pagano. Dejó caer a sus pies el gran fardo que llevaba y puso encima las sillas de montar. Sujetos al fardo llevaba un escudo de piel de búfalo con canto de bronce, un arco de cuerno de antílope y un carcaj de cuero.

—Tienes más armas que un pelotón de dragones —dijo Ananáis.

—Las llevo por motivos sentimentales —respondió Pagano, sonriendo.

—Será mejor que rodeemos el pueblo —dijo Trepador. Tenía la larga melena empapada de sudor, y su falta de forma física era evidente. Se sentó junto al fardo de Pagano.

El viento cambió de dirección, y les llegó el sonido de cascos de caballos.

—Separaos y agachaos —dijo Tenaka. El grupo se dispersó, y todos echaron cuerpo a tierra.

Una mujer apareció en lo alto de un cerro, corriendo a toda velocidad, con el pelo rubio flotando tras ella. Llevaba una falda de lana verde y se cubría con un manto marrón. Tenía en los brazos a un bebé cuyo llanto llegó hasta los viajeros. Mientras corría, la mujer dirigía ocasionalmente miradas llenas de pánico a sus espaldas. El refugio del bosque parecía infinitamente lejano cuando aparecieron los guerreros, pero ella siguió corriendo, justo en dirección al lugar donde se ocultaba Tenaka.

Ananáis lanzó una maldición y se levantó. La mujer gritó y se desvió hacia la izquierda, sólo para caer en brazos de Pagano.

Los soldados tiraron de las riendas, y el jefe desmontó. Era un tipo alto; su armadura de bronce relucía como un espejo, y llevaba en los hombros la capa roja de Delnoch.

—Gracias por vuestra ayuda —dijo—, pero no era necesaria.

La mujer guardaba silencio, y en su desesperación ocultó el rostro en el ancho pecho de Pagano.

Tenaka sonrió. Doce soldados, once de ellos aún montados. No había nada que hacer, aparte de entregar a la mujer.

Una flecha atravesó el cuello de un jinete y lo derribó. Los ojos de Tenaka se abrieron de asombro. Otra flecha se enterró en el pecho de un segundo soldado, que cayó hacia atrás al encabritarse su caballo. Tenaka desenvainó y atravesó la espalda del oficial, que se había girado cuando empezó la lluvia de flechas. Pagano apartó a la mujer, echó una rodilla a tierra y se sacó los puñales de las botas. Las armas salieron disparadas de sus manos, y otros dos soldados murieron mientras intentaban controlar a sus monturas. Tenaka se adelantó a la carrera, montó de un salto en un caballo sin jinete, tiró de las riendas y cargó. Los siete jinetes restantes habían desenvainado sus armas. Dos de ellos se lanzaron contra Pagano mientras el caballo de Tenaka embestía contra los otros cinco. Un caballo cayó; los demás se encabritaron, relinchando asustados. Cuando la espada de Tenaka golpeó, una flecha pasó a su lado y se hundió en el ojo de otro soldado.

Pagano desenvainó la espada corta y se arrojó hacia la izquierda; los dos caballos pasaron por donde estaba un instante atrás. Rodó por el suelo y se levantó mientras los jinetes tiraban de las riendas y detenían sus monturas. El guerrero negro corrió hacia ellos, bloqueó un fuerte tajo y atravesó con su arma el costado de un jinete, que gritó y cayó de la silla. Pagano subió a lomos del caballo para arrojarse contra el otro jinete; ambos cayeron al suelo, y Pagano rompió el cuello de su adversario de un solo golpe.

Renia dejó caer el arco y, daga en mano, abandonó su escondrijo y corrió hacia Tenaka. Ananáis se le unió, y juntos atacaron a los demás soldados. La joven saltó a la grupa de un caballo y hundió la daga en la espalda del jinete; el hombre gritó e intentó girarse, pero Renia le dio un puñetazo en la nuca. El cuello del soldado se quebró como una rama, y el hombre cayó.

Los dos soldados que quedaban hicieron girar a sus monturas y se alejaron de la refriega, cabalgando hacia la pequeña colina, pero Parsal y Galand se interpusieron, y los caballos se encabritaron. Un soldado cayó de la silla; el otro consiguió sostenerse a duras penas, pero la espada de Galand se le hundió en el cuello. Parsal despachó al otro jinete caído.

—Tengo que reconocer —dijo, sonriendo— que no nos hemos aburrido desde que hemos vuelto.

—Hemos tenido mucha suerte —gruñó Galand.

Limpió la hoja de su arma en la hierba, cogió las riendas de los dos caballos y regresó junto al grupo.

Tenaka ocultó su irritación y se dirigió a Pagano.

—Peleas bien.

—Será por todo lo que estoy practicando —respondió el guerrero negro.

—Lo que quiero saber es quién ha disparado la primera flecha —gritó Ananáis.

—Olvídalo. Lo hecho, hecho está —dijo Tenaka—. Ahora será mejor que nos larguemos. Vamos al bosque y esperaremos a que se haga de noche. Ahora que tenemos caballos, podremos recuperar el tiempo perdido.

—¡No! —dijo la mujer del bebé—. Mi familia. Mis amigos. ¡Los están masacrando!

Tenaka se le acercó y le puso las manos en los hombros.

—Escúchame. O mucho me equivoco, o esos soldados formaban parte de un escuadrón, lo que significa que aún deben de quedar unos cuarenta hombres en tu pueblo. Son demasiados. No podemos ayudarte.

—Podemos intentarlo —dijo Renia.

—¡Cállate! —espetó Tenaka. Renia se quedó boquiabierta, pero no dijo nada más. Tenaka se volvió hacia la mujer—. Puedes quedarte con nosotros por ahora, y mañana iremos al pueblo, a ver qué podemos hacer.

—¡Mañana será demasiado tarde!

—Probablemente es demasiado tarde ahora mismo —replicó Tenaka. La mujer se apartó de él.

—No esperaba que me ayudase un nadir —dijo, con los ojos llenos de lágrimas—. Pero algunos sois drenai. ¡Ayudadme, por favor!

—Nuestra muerte no ayudará a nadie —dijo Trepador—. Ven con nosotros. Has conseguido escapar, y seguramente no serás la única. De todas formas, no tienes adonde ir. Vamos, te ayudaré a montar.

El grupo emprendió el camino de vuelta al bosque. Tras ellos, los cuervos empezaron a volar en círculos.

Por la noche, Tenaka llamó a Renia, y ambos se alejaron del campamento. No se habían dirigido la palabra en toda la tarde.

Tenaka se mostraba frío y distante. Caminaron hasta llegar a un pequeño claro iluminado por la luna, y allí se volvió hacia la joven.

—¡Tú disparaste! No vuelvas a actuar en contra de mis órdenes.

—¿Quién eres tú para darme órdenes? —replicó la joven.

—¡Soy Tenaka Jan! Vuelve a desobedecerme y te abandonaré.

—Habrían matado a la mujer y al niño.

—Sí, pero gracias a ti, podríamos estar muertos todos. ¿Qué habrías conseguido entonces?

—Pero no hemos muerto, y la hemos salvado.

—Pura suerte. Hay ocasiones en que un soldado la necesita, pero no se puede confiar en ella. No te lo pido, Renia; te lo ordeno: no vuelvas a hacer nada parecido.

—Haré lo que me dé la gana —dijo Renia.

Tenaka le dio una bofetada. Renia cayó al suelo, pero se levantó ágilmente y lo miró con ojos llenos de furia, con las manos crispadas como garras. Entonces vio el puñal que él sostenía.

—Me matarías, ¿verdad? —dijo en un susurro.

—Sin pensarlo dos veces.

—¡Pero yo te amaba! Más que a mi vida, más que a nada.

—¿Me obedecerás?

—Oh, sí, Tenaka Jan; te obedeceré. Hasta que lleguemos a Skoda. Allí me marcharé. —Se volvió y echó a andar hacia el campamento.

Tenaka envainó el puñal y se sentó en una roca.

—Sigues siendo un solitario, ¿eh? —dijo Ananáis, surgiendo de entre las sombras de los árboles.

—No tengo ganas de hablar.

—Has sido duro con ella, aunque tenías razón. De todas formas, creo que te has pasado. No la habrías matado.

—No.

—Pero le tienes miedo, ¿verdad?

—Te he dicho que no tengo ganas de hablar.

—Cierto, pero estás hablando con Ananáis, tu amigo lisiado que tan bien te conoce. Al menos, tanto como puede conocerte alguien. ¿Crees que, como nos estamos jugando la vida, no te queda sitio para el amor? No seas idiota; disfrútalo mientras dure.

—No puedo —dijo Tenaka, con la cabeza gacha—. Cuando volví, lo único que tenía en mente era acabar con Ceska, pero ahora paso más tiempo pensando en… Ya sabes.

—Pues claro que lo sé. ¿Qué ha pasado con ese código nadir tuyo? Deja que el futuro se ocupe de sí mismo.

—Sólo soy medio nadir.

—Vete a hablar con ella.

—No. Es mejor así.

—Creo que me iré a dormir. —Ananáis se levantó y se estiró.

Echó a andar de vuelta al campamento. Al llegar descubrió a Renia, que estaba sentada frente al fuego, contemplando las llamas con expresión abatida. Se agachó a su lado.

—Es curioso lo que pasa con algunos hombres —le dijo—. Cuando se trata de los negocios o la guerra pueden ser gigantes; sabios más allá de toda medida, pero en los asuntos del corazón son como niños. Las mujeres son diferentes; ven al niño que hay dentro del hombre tal como es.

—Me habría matado —dijo ella en un susurro.

—¿De verdad crees eso?

—¿Tú no?

—Te ama, Renia. No podría hacerte daño.

—Entonces ¿por qué lo ha dicho?

—Para que lo creyeras. Para hacer que lo odiaras. Para ahuyentarte.

—Ha funcionado.

—Es una lástima. De todas formas…, no deberías haber disparado esa flecha.

—¡Ya lo sé! No hace falta que me lo repitas. Es sólo… No podía ver como mataban al bebé.

—A mí tampoco me apetecía demasiado.

Por encima de la hoguera, Ananáis miró a la mujer que dormía. El gigante negro estaba sentado con la espalda apoyada en un árbol y acunaba al bebé, que había sacado una manita de la manta y rodeaba con los minúsculos dedos el índice de Pagano, mientras este le hablaba en tono suave.

—Se le dan bien los críos, ¿eh? —dijo Ananáis.

—Sí. Y las armas.

—Un tipo misterioso. Pero sigo vigilándolo.

Renia miró los ojos azules que se distinguían bajo la máscara.

—Me caes bien, Ananáis. De verdad.

—Mis amigos deberían gustarte también —respondió Ananáis, señalando con un gesto a Tenaka Jan, que se dirigía hacia las mantas. Renia sacudió la cabeza y volvió la mirada hacia el fuego—. Es una lástima —repitió Ananáis.

Entraron en el pueblo un par de horas después del amanecer. Galand se había adelantado a explorar, y cuando regresó anunció que los soldados se habían alejado hacia el sur, en dirección a las distantes torres de Karnak. El pueblo había quedado destruido, y de las vigas chamuscadas se alzaban oscuras columnas de humo. Algunos cadáveres yacían desperdigados, y junto a la línea de los edificios incendiados había diez cruces, de las que colgaban los miembros del ayuntamiento. Los habían azotado antes de clavarlos y después les habían roto las piernas, para que sus cuerpos destrozados cayeran hacia delante y sus pulmones no pudieran trabajar.

—Nos hemos convertido en unos bárbaros —dijo Trepador, alejando a su montura de la escena. Belder se limitó a asentir, y siguió al joven drenai a los campos cubiertos de hierba que se extendían tras ellos.

Tenaka desmontó en la plaza del pueblo, donde estaban amontonados casi todos los muertos: más de treinta mujeres y niños.

—No tiene sentido —dijo Ananáis cuando se reunió con él—. ¿Quién trabajará los campos ahora? Si esto está ocurriendo en todo el imperio…

—Está ocurriendo —dijo Galand.

La mujer del bebé se cubrió la cabeza con el manto y cerró los ojos. Pagano observó el gesto, se acercó a ella y le quitó las riendas de las manos.

—Os esperaremos a la salida del pueblo —dijo.

Valtaya y Renia fueron tras ellos.

—Es extraño —dijo Ananáis—. Durante siglos, los drenai hemos rechazado a todos los enemigos que podrían haber hecho algo así, y ahora lo estamos haciendo nosotros mismos. ¿Qué clase de hombres reclutan ahora?

—Siempre hay algunos a los que les gusta este trabajo —dijo Tenaka.

—Entre tu gente, quizá —dijo Parsal en voz baja.

—¿Qué diablos significa eso? —masculló Ananáis, volviéndose hacia el guerrero de barba negra.

—¡Déjalo! —le ordenó Tenaka—. Tienes razón, Parsal; los nadir son un pueblo salvaje. Pero no han sido los nadir los que han hecho esto, ni los vagrianos. Como ha dicho Ananáis, esto lo estamos haciendo nosotros mismos.

—Disculpa mis palabras, general —murmuró Parsal—. Es sólo que estoy furioso. Vámonos de aquí.

—Dime una cosa —intervino Galand de repente—. ¿La muerte de Ceska cambiará todo esto?

—No lo sé —le respondió Tenaka.

—Hay que acabar con él.

—No creo que seis hombres y dos mujeres puedan derrocar su imperio.

—Hace pocos días —dijo Ananáis— no había más que un hombre.

—Parsal tiene razón —dijo Tenaka—. Vámonos de aquí.

En aquel momento se oyó un llanto infantil, y los cuatro guerreros corrieron hacia los cadáveres y comenzaron a apartarlos. Al final llegaron hasta una mujer vieja y gorda, cuyos brazos muertos rodeaban, protectores, a una chiquilla de unos cinco o seis años. La espalda de la mujer mostraba tres horribles heridas. Era evidente que había estado abrazando a la chiquilla para escudarla de los atacantes, pero una lanzada le había atravesado el cuerpo y había alcanzado a la niña. Parsal retiró el cadáver de la mujer y palideció al ver la sangre que empapaba la ropa de la pequeña. La llevó en brazos hasta que salieron del pueblo y llegaron al lugar en que los demás habían desmontado, y Valtaya corrió hacia él y para ayudarlo con su carga.

Cuando la dejaron delicadamente en el suelo, la niña abrió los ojos; eran grandes y azules.

—No quiero morir —susurró. Cerró los ojos, y la mujer del pueblo se arrodilló a su lado y le sostuvo la cabeza.

—No te preocupes, Alaya. Soy yo, Parise. He vuelto a buscarte.

La chiquilla sonrió débilmente, pero el gesto se le torció en una mueca de dolor. El grupo la contempló mientras la vida la abandonaba.

—¡No, por favor! —gritó Parise—. ¡Dioses de la Luz, no!

El bebé se echó a llorar. Pagano lo cogió y lo sostuvo contra su pecho.

Galand se giró y cayó de rodillas. Parsal acudió a su lado, y Galand miró a su hermano, con los ojos llenos de lágrimas. Sacudió la cabeza, pues no era capaz de hablar. Parsal se arrodilló a su lado.

—Lo sé, hermano; lo sé —dijo con voz amable.

Galand inspiró profundamente y desenvainó la espada.

—Juro por todo lo sagrado y lo impío, por todas las bestias que se arrastran o vuelan, que no descansaré hasta que esta tierra esté limpia de nuevo. —Se levantó y agitó la espada—. ¡Voy a por ti, Ceska!

Dejó caer la espada y se alejó con paso vacilante hacia una pequeña arboleda.

Parsal miró a los demás con expresión de disculpa.

—Mataron a su hija. Una chiquilla… Era encantadora y alegre. Pero lo que ha dicho lo ha dicho de verdad, y… Y yo estoy con él. —La emoción le impidió hablar. Se aclaró la garganta—. No somos gran cosa, ninguno de los dos. Yo ni siquiera di la talla para entrar en el Dragón. No somos oficiales, ni nada por el estilo, pero cuando decimos algo, lo cumplimos. No sé qué esperáis conseguir los demás con todo esto, pero esa gente del pueblo… era mi gente; la mía y la de Galand. No son ricos ni nobles; sólo son muertos. La vieja gorda murió para proteger a esa niña, y fracasó. Pero lo intentó, y dio la vida en el intento. ¡Yo también estoy dispuesto!

Se le quebró la voz. Se volvió y se alejó rápidamente hacia la arboleda.

—¿Y bien, general? —dijo Ananáis—. ¿Qué piensas hacer con tu ejército de seis soldados?

—¡Siete! —dijo Pagano.

—Vaya. No paramos de crecer —dijo Ananáis; Tenaka asintió.

—¿Por qué quieres unirte a nosotros? —le preguntó al guerrero oscuro.

—Es asunto mío, pero tenemos el mismo objetivo: he cruzado mil leguas para acabar con Ceska.

—Enterraremos a la chiquilla y marcharemos hacia Skoda —dijo Tenaka.

Avanzaron con cautela durante el resto de la larga tarde. Galand y Parsal marchaban a los flancos, algo adelantados. Hacia el crepúsculo, una tormenta repentina cayó sobre la llanura, y el grupo se refugió en una torre de piedra abandonada, junto a un torrente. Ataron a los caballos en un campo cercano, recogieron toda la leña que pudieron en un bosquecillo y despejaron el suelo en la parte central de la planta baja. El edificio era antiguo y rústico, y en otros tiempos había alojado a una veintena de soldados; era una garita de vigilancia construida durante la primera guerra nadir. Tenía tres plantas; la última, sin techo, era el lugar desde donde los centinelas vigilaban la llegada de atacantes sathuli y nadir.

A medianoche, mientras los demás dormían, Tenaka despertó a Trepador, y juntos subieron por las escaleras que llevaban a lo alto de la torre.

La tormenta se había desviado hacia el sur, y las estrellas brillaban. Los murciélagos volaban en torno a la torre; se dejaban caer en picado y volvían a ascender. El viento nocturno era gélido, pues llegaba hasta ellos desde las cimas cubiertas de nieve de las montañas de Delnoch.

—¿Cómo te encuentras, Arvan? —preguntó Tenaka mientras se sentaban junto al parapeto, a resguardo del viento.

—Un poco fuera de lugar. —Trepador se encogió de hombros.

—Se te pasará.

—No soy guerrero, Tenaka. Cuando atacasteis a esos soldados sólo pude quedarme tumbado en la hierba, observando. No supe reaccionar.

—Eso no es cierto. Todo ocurrió de repente, y los que luchamos reaccionamos un poco más deprisa, eso es todo. Estamos entrenados para ello. Fíjate en los dos hermanos: se desplazaron hacia el lugar por el que intentarían retirarse los soldados, para detener a cualquier superviviente e impedirle buscar refuerzos. No tuve que darles instrucciones; son soldados. Y la escaramuza fue muy breve. ¿Qué podrías haber hecho?

—No lo sé. Desenvainar la espada. ¡Ayudar!

—Ya habrá tiempo para eso. ¿Cómo van las cosas en Delnoch?

—No lo sé. Me marché de allí hace cinco años, y la mayor parte de los diez años anteriores la pasé en Drenan.

—¿Quién gobierna?

—Nadie de la Casa de Bronce. Orrin fue envenenado, y Ceska colocó en el cargo a uno de los suyos, un tal Matrax. ¿Por qué?

—Cambio de planes.

—¿En qué sentido?

—Antes sólo pensaba en matar a Ceska.

—¿Y ahora?

—Ahora pienso en algo más estúpido aún: alzar un ejército para derrocarlo.

—Ningún ejército puede enfrentarse a los mezclados. Por todos los dioses, hasta el Dragón fracasó. ¡No tuvo ni una oportunidad!

—Nada en la vida es fácil, Arvan, pero me han formado para esto: para dirigir un ejército, para sembrar la muerte y la destrucción entre mis enemigos. Ya has oído a Parsal y a Galand: lo que han dicho es cierto. Un hombre debe oponerse al mal allá donde lo encuentre, y emplear en ello todas sus habilidades. No soy ningún asesino.

—¿Y de dónde va a salir ese ejército?

Tenaka sonrió.

—Necesito tu ayuda. Debes tomar Delnoch.

—Estás de broma.

—En absoluto.

—¿Pretendes que capture una fortaleza yo solo? ¿Una fortaleza que detuvo a dos hordas de nadir? ¡Estás loco!

—Eres de la Casa de Bronce. Usa la cabeza; hay una forma.

—Si ya tienes un plan, ¿por qué no lo ejecutas?

—No puedo. Pertenezco a la Casa de Ulric.

—No seas tan críptico y dime qué he de hacer.

—No. Eres un hombre, y creo que te infravaloras. Nos detendremos en Skoda y veremos cómo están las cosas. Después, tú y yo traeremos un ejército.

Trepador se quedó boquiabierto.

—¿Un ejército nadir? —susurró, palideciendo—. ¿Vas a traer a los nadir?

—¡Sólo si tú capturas Dros Delnoch!