CINCO

Había transcurrido una hora desde el toque de queda, y las calles de Drenan estaban vacías; la enorme ciudad, sumida en silencio. La luna creciente se alzaba en el cielo nocturno, y su luz se reflejaba en mil destellos en los adoquines de la calle de las Columnas, lavados por la lluvia.

Seis hombres surgieron de la sombra de un gran edificio, cubiertos con armaduras negras; los yelmos oscuros les ocultaban el rostro. Avanzaron con rapidez, dirigiéndose con determinación hacia el palacio, con la vista al frente y sin distraerse.

Dos mezclados armados con enormes hachas les cortaron el paso, y los hombres se detuvieron. Seis pares de ojos se clavaron en las bestias, que lanzaron un aullido de dolor y huyeron.

Los hombres prosiguieron su camino. Desde lo alto, tras las contraventanas y las pesadas cortinas, unos ojos observaban su avance. Los hombres sentían las miradas clavadas en ellos, miradas plenas de curiosidad que se convertía en miedo cuando los reconocían.

Siguieron avanzando en silencio hasta que llegaron a las puertas, y allí aguardaron. Al cabo de unos instantes oyeron el sonido de la tranca de madera que se retiraba, y la puerta se abrió. Dos centinelas inclinaron la cabeza mientras los guerreros de armadura negra cruzaban el patio de armas; después, el grupo avanzó por un pasillo flanqueado por soldados. Los guardias rehuían su mirada.

Al otro extremo del pasillo se abrió una puerta doble de roble y bronce; el jefe del grupo alzó una mano, y sus cinco acompañantes se pararon, giraron en redondo y guardaron su posición ante las puertas. Sus manos enguantadas de negro reposaban en los cintos de los que pendían las espadas.

El jefe se quitó el yelmo y entró en la estancia.

Tal como esperaba, Írtik, el valido de Ceska, estaba sentado a solas tras la mesa. Irtik levantó la mirada cuando entró el caballero, y sus ojos oscuros rodeados de gruesos párpados se clavaron en él.

—Bienvenido, Padaxes —dijo. Tenía una voz seca, con cierto tono chirriante.

—Saludos, consejero —respondió Padaxes, sonriente. Era alto, de rostro cuadrado, con los ojos grises como el cielo invernal. Tenía unos labios carnosos y sensuales, pero no era atractivo. Había en sus rasgos algo extraño, desagradable y difícil de definir.

—El emperador requiere tus servicios —dijo Irtik.

El valido se levantó y rodeó la mesa de roble. El sonido del roce de los ropajes de terciopelo negro le recordó a Padaxes al de una serpiente que se deslizara por la hierba. Sonrió de nuevo.

—Siempre estoy a disposición del emperador.

—Lo sabe, Padaxes, al igual que sabe cuánto aprecias su generosidad. Pero hay alguien que pretende hacerle daño. Tenemos noticias de que está en el norte, y el emperador desea verlo muerto.

—Tenaka Jan —dijo Padaxes.

—¿Lo conoces? —Írtik abrió los ojos desmesuradamente.

—Es evidente.

—¿Puedo preguntar de qué?

—No.

—Es una amenaza para el imperio —dijo Írtik, disimulando su irritación.

—Será un cadáver ambulante desde el momento en que yo salga de esta sala. ¿Sabías que Ananáis está con él?

—No, pero ahora que lo dices tienen más sentido algunas cosas; Ananáis era demasiado fuerte para morir a causa de sus heridas. ¿Este dato representa algún problema para la Orden?

—No. Sean uno, dos, diez o un centenar, no podrán hacer frente a mis templarios. Partiremos al amanecer.

—¿Puedo servir de ayuda en algo?

—Sí. Envía a una chiquilla al Templo dentro de dos horas. Que tenga menos de diez años. Hemos de realizar ciertos ritos religiosos, y debemos comulgar con el poder que mantiene unido al universo.

—Así se hará.

—El Templo se encuentra deteriorado. He estado pensando que sería conveniente que nos desplazáramos a otro, algo mayor —añadió Padaxes—. Habría que construirlo.

—El emperador opina exactamente lo mismo —dijo Írtik—. Tendré planos preparados a tu vuelta.

—Transmítele mi agradecimiento a nuestro señor Ceska.

—Así lo haré. Que tu viaje sea rápido, y tu retomo, placentero.

—Si así lo quieren los espíritus —respondió Padaxes mientras se ponía el yelmo negro.

En lo alto de la torre, el abad contempló desde la ventana el jardín en el que veinte acólitos estaban arrodillados ante sus rosales. Aunque era invierno, las plantas florecían, y el aroma de las rosas llenaba el aire.

El abad cerró los ojos y dejó flotar su espíritu. Descendió suavemente hasta el jardín y se acercó a Katán. El esbelto monje abrió su mente y recibió al abad, que se le unió y fluyó junto a él por el delicado sistema circulatorio de la planta.

La rosa los acogió. Era roja.

El abad se retiró y prosiguió su ronda entre los acólitos, visitándolos uno a uno. Tan sólo las rosas de Balán seguían sin florecer, pero los capullos ya estaban henchidos y, al fin y al cabo, Balán se les había unido más tarde.

El abad regresó a su cuerpo, abrió los ojos e inspiró profundamente. Se frotó los párpados, se acercó a la ventana que daba al sur y observó el huerto.

Allí había un monje arrodillado, cubierto con una sucia túnica marrón. El abad abandonó la estancia, bajó por la escalera de caracol y abrió la puerta que daba al nivel inferior. Cruzó las baldosas recién fregadas que cubrían el vestíbulo y descendió por los escalones de piedra que llevaban al huerto.

—Saludos, hermano —dijo.

El monje alzó la mirada y se inclinó.

—Saludos, abad.

El abad se sentó a su lado, en un banco de piedra.

—Prosigue, por favor —dijo—. No pretendo interrumpir.

El monje continuó arrancando las malas hierbas; tenía las manos sucias de tierra y las uñas cascadas.

El abad lo observó. El huerto estaba bien cuidado; las herramientas de jardinería, en perfecto estado; los senderos, limpios y libres de hojas caídas.

Sentía un gran afecto por el monje. Aquel hombre había cambiado enormemente desde que, cinco años antes, llegó al monasterio y manifestó su intención de tomar los hábitos. Cuando llegó portaba una elegante armadura, dos espadas cortas sujetas a los muslos y una bandolera de la que colgaban tres puñales.

—¿Por qué deseas servir a la Fuente? —le había preguntado el abad.

—Estoy harto de muertes.

—Vives para matar —había dicho el abad, notando la atormentada mirada del guerrero.

—Quiero cambiar.

—¿Quieres esconderte?

—No.

—¿Por qué has elegido este monasterio?

—Estuve… rezando.

—¿Recibiste una respuesta?

—No. Pero me dirigía hacia el oeste, y cuando acabé de rezar cambié de opinión y vine hacia el norte. Y aquí estabais.

—¿Crees que esa es la respuesta?

—No lo sé —dijo el guerrero—. ¿Lo es?

—¿Conoces nuestra orden?

—No.

—Las capacidades de sus adeptos van mucho más allá de las del común de los mortales, y tienen poderes que no entenderías. Su vida está dedicada por entero al servicio de la Fuente. ¿Qué puedes ofrecer tú?

—Sólo a mí mismo. Mi vida.

—Está bien. Te aceptaré, pero presta atención a lo que voy a decir: no te reunirás con los demás. No visitarás la planta alta. Vivirás abajo, en la choza del jardinero. Dejarás tus armas y no volverás a empuñarlas. Realizarás las tareas más humildes, y tu obediencia será absoluta. No le dirigirás la palabra a nadie, nunca. Sólo podrás responder cuando yo te hable.

—De acuerdo —respondió el guerrero sin vacilar.

—Te instruiré por las tardes y evaluaré tus progresos. Si fallas, serás expulsado del monasterio.

—De acuerdo.

Durante cinco años, el guerrero había obedecido sin protestar, y con el paso de las estaciones, el abad observó que la expresión atormentada iba desapareciendo de su mirada. Había aprendido bien, y aunque no lograba dominar la técnica de liberar el espíritu, el abad estaba sumamente complacido en todos los demás aspectos.

—¿Eres feliz, Decado? —preguntó el abad en aquel momento. El monje se giró.

—Sí, abad.

—¿No te arrepientes de haber venido?

—No.

—Tengo noticias del Dragón —dijo el abad, observándolo atentamente—. ¿Quieres oírlas?

El monje meditó durante unos instantes.

—Sí. ¿Es reprochable?

—No, Decado, en absoluto. Eran tus amigos.

El monje guardó silencio y esperó a que el abad siguiera hablando.

—Fueron masacrados en una terrible batalla contra los mezclados de Ceska. Lucharon valerosamente, pero no pudieron resistir contra el poder de las bestias.

Decado asintió y volvió al trabajo.

—¿Cómo te sientes?

—Muy triste, abad.

—No todos tus amigos han muerto. Tenaka Jan y Ananáis han regresado a Drenai y tienen la intención de matar a Ceska y terminar con su reinado de terror.

—Que la Fuente los acompañe —dijo Decado.

—¿Te gustaría ir con ellos?

—No, abad.

El abad asintió.

—Muéstrame el huerto —dijo. El monje se levantó, y los dos hombres caminaron entre las plantas, hasta que llegaron a la pequeña choza en la que se alojaba Decado. El abad caminó a su alrededor.

—¿Estás cómodo aquí?

—Sí, abad.

El abad se detuvo en la parte trasera de la choza; de un pequeño rosal brotaba una flor solitaria.

—¿Qué es esto?

—Es mía, abad. ¿Acaso he hecho algo inadecuado?

—¿Cómo lo has conseguido?

—Encontré un esqueje que alguien había tirado desde el nivel superior, y lo planté aquí hace tres años. Es hermoso. Normalmente no florece hasta más tarde.

—¿Le dedicas mucho tiempo?

—Todo el que puedo, abad. Me ayuda a relajarme.

—Tenemos muchas rosas en el nivel superior, Decado, pero ninguna de este color.

Era una rosa blanca.

Dos horas después del amanecer, Ananáis regresó al campamento acompañado de Valtaya, Trepador y Belder. Los observó mientras se acercaban, y se dio cuenta de que el hombre mayor era un veterano; avanzaba con cautela, con una mano en la empuñadura de la espada. La mujer era alta y bien formada, y se mantenía cerca de Ananáis. Tenaka sonrió y meneó la cabeza: Ananáis seguía siendo el Dorado.

Pero el joven era el más interesante de los tres. Había en él algo que le resultaba familiar, aunque Tenaka estaba seguro de que no se conocían. Era alto y atlético, de ojos claros, y apuesto. Llevaba el largo pelo rubio sujeto con un broche de metal negro adornado con un ópalo; se cubría con una capa de lana verde, y se calzaba con unas botas de marcha. Su túnica era de cuero fino, y empuñaba una espada corta. Tenaka percibió su aprensión.

Salió de entre los árboles para darles la bienvenida.

Trepador levantó la vista. Deseaba echar a correr y abrazar a aquel hombre, pero se controló. Tenaka no lo reconocería. El príncipe nadir había cambiado poco, a excepción de algunas canas que la luz del sol hacía destacar. La mirada de sus ojos violeta seguía siendo penetrante, y mantenía una postura de arrogancia inconsciente.

—Te encanta dar sorpresas, amigo mío —dijo Tenaka.

—Es verdad —respondió Ananáis—. Pero traigo el desayuno en el morral; las explicaciones pueden esperar.

—Las presentaciones, no.

—Trepador, Valtaya y Belder —dijo Ananáis, señalando al trío. Pasó junto a Tenaka y se dirigió hacia la hoguera.

—Bienvenidos —dijo Tenaka sin mucho entusiasmo, separando los brazos.

Trepador se le acercó.

—Nuestro paso por vuestro campamento será breve —dijo—. Tu amigo ayudó a Valtaya, y era imprescindible que abandonásemos la ciudad. Ahora que está a salvo, regresaremos.

—Ya veo. Pero antes desayunad con nosotros —invitó Tenaka.

Un silencio incómodo reinaba en torno al fuego, pero Ananáis hizo caso omiso, se llevó la comida al lindero del bosque y se sentó de espaldas al grupo, para quitarse la máscara y comer.

—He oído hablar mucho de ti, Tenaka —dijo Valtaya.

Tenaka se giró hacia ella.

—Gran parte de lo que se dice no es cierto.

—Estas sagas germinan siempre a partir de una semilla de verdad.

—Quizá. ¿Quién te ha contado esas historias?

—Trepador —respondió. Tenaka asintió y se volvió hacia el joven, que había enrojecido.

—¿Y tú dónde las escuchaste, amigo mío?

—Aquí y allá.

—Fui un simple soldado. Mi ascendencia me proporcionó fama, pero podría hablarte de mejores espadachines, mejores jinetes y mejores guerreros que no tenían un apellido que pudieran usar como estandarte.

—Eres muy modesto.

—No es modestia. Soy medio nadir, descendiente de Ulric, y medio drenai. Mi bisabuelo era Regnak, el Conde de Bronce. Pero no soy ni conde ni jan.

—El Jan de las Sombras —dijo Trepador.

—¿De dónde salió eso? —preguntó Valtaya.

—En la Segunda Guerra Nadir —respondió Tenaka con una sonrisa—, orrin, el hijo de Regnak, firmó un acuerdo con los nadir. Parte del acuerdo consistía en que su hijo Hogun se casara con Shillat, la hija del jan. No se trataba de un matrimonio por amor. Se organizó una gran ceremonia, según me contaron, y la unión se consumó en el santuario de Druss, en la llanura que hay al norte de Delnoch. Hogun se llevó a su esposa a la fortaleza, donde ella vivió infeliz durante tres años. Yo nací allí. Hogun murió en un accidente ecuestre cuando yo tenía dos años, y su padre envió a Shillat de vuelta a su hogar; estaba estipulado en el acuerdo que ningún fruto de aquel matrimonio podría heredar Dros Delnoch. En cuanto a los nadir, no estaban dispuestos a permitir que los gobernara un mestizo.

—No debiste de ser muy feliz —dijo Valtaya.

—He tenido buenos momentos en mi vida. No sientas lástima de mí, muchacha.

—¿Cómo llegaste a general del Dragón?

—Tenía dieciséis años cuando mi abuelo, el jan, me envió a Delnoch. Aquello también formaba parte del trato. Mi otro abuelo me estaba aguardando y me dijo que había concertado mi incorporación al Dragón. Así de fácil.

Trepador se quedó mirando a las llamas, dejando volar sus pensamientos.

Fácil. ¿Cómo podía describirse aquel terrible momento como fácil?

Recordó que llovía cuando el guardia de la torre de Eldibar hizo sonar una corneta. Orrin, su abuelo, estaba en la fortaleza, jugando a un juego de guerra con un invitado. Trepador estaba sentado en una silla de respaldo alto, y los miraba arrojar los dados y desplazar los minúsculos regimientos, cuando les llegaron los ecos inquietantes de la corneta, arrastrados por el viento tormentoso.

—Llega el engendro nadir —dijo Orrin—. No ha escogido mal día.

Le dieron a Trepador una capa de cuero aceitado y un sombrero de ala ancha, y emprendieron la larga caminata con dirección a la primera muralla.

Una vez allí, Orrin bajó la vista a los veinte jinetes y al joven de pelo oscuro que iba montado en un inquieto caballo blanco.

—¿Quién desea entrar en Dros Delnoch? —preguntó Orrin.

—El hijo de Shillat —gritó en respuesta el capitán nadir.

—Puede entrar. Solo.

Las grandes puertas se abrieron, y los guerreros nadir hicieron girar a sus monturas para volver al norte.

Tenaka no se giró para verlos partir, y no habló. El joven taloneó los flancos del caballo y lo hizo avanzar por el pasadizo de la entrada, hasta salir al terreno cubierto de hierba que separaba las dos primeras murallas. Allí desmontó y aguardó a que llegase Orrin.

—No eres bien recibido aquí —le dijo Orrin—, pero cumplo mis compromisos. He dispuesto tu incorporación al Dragón, y partirás dentro de tres meses. Hasta entonces aprenderás a comportarte en Drenai; no quiero que ningún pariente mío se ponga a comer con los dedos en el barracón de los oficiales.

—Gracias, abuelo —dijo Tenaka.

—Y no me llames así. ¡Jamás! Te dirigirás a mí como mi señor. ¿Entendido?

—Creo que sí, abuelo. Y te obedeceré.

Tenaka dirigió la mirada al chiquillo.

—Es mi verdadero nieto —dijo Orrin—. Mis hijos han muerto, y este es el descendiente que continuará mi linaje. Se llama Arvan. —Tenaka asintió y se volvió hacia el hombre de barba oscura que se encontraba a la izquierda de Orrin—. Es un amigo de la Casa de Regnak; el único consejero que se gana el sueldo en todo el país. Ceska.

—Encantado de conocerte —dijo Ceska, tendiendo una mano. Tenaka se la estrechó con firmeza, mirándolo directamente a los ojos oscuros.

—Y ahora vamos a protegernos de esta condenada lluvia —masculló Orrin. Cargó al chiquillo sobre sus anchos hombros y echó a andar hacia la fortaleza. Tenaka cogió las riendas del caballo y lo siguió, con Ceska al lado.

—No te ofendas por sus modales, joven príncipe —le dijo Ceska—. Es viejo y le cuesta cambiar de costumbres, pero es un buen hombre, de verdad. Espero que seas feliz entre los drenai. Si hay algo que pueda hacer por ti, no dudes en decírmelo.

—¿Por qué? —dijo Tenaka.

—Me caes bien —dijo Ceska, dándole una palmada en el hombro—. Y, quién sabe, quizá seas conde algún día.

—Es poco probable.

—Cierto, amigo mío. Pero la Casa de Bronce no ha sido muy afortunada en los últimos tiempos. Como ha dicho Orrin, todos sus hijos han muerto. Sólo queda Arvan.

—Parece fuerte.

—Así es, pero las apariencias pueden ser engañosas, ¿no es cierto?

Tenaka no estaba seguro de entender el sentido de las palabras de Ceska, pero sabía que contenían una promesa latente. No respondió.

Tenaka atendió en silencio mientras Valtaya relataba los acontecimientos de la plaza, su rescate y cómo habían sobornado a un centinela para que les dejara cruzar la puerta norte de la ciudad. Ananáis había llevado un gran paquete de provisiones, dos arcos y ochenta flechas repartidas en dos carcajes de cuero. Valtaya llevaba varias mantas y una lona enrollada con la que podrían montar una pequeña tienda de campaña.

Después de comer, Tenaka hizo un aparte con Ananáis, y entraron en el bosque. Encontraron un pequeño claro, limpiaron la nieve que cubría unas rocas y se sentaron a conversar.

—Se ha producido una revuelta en Skoda —dijo Ananáis—. Las legiones de Ceska saquearon dos pueblos, y un tal Rayvan reunió un pequeño ejército que acabó con los atacantes. Se dice que se le está uniendo más gente, pero no creo que aguante mucho; es un hombre normal.

—No es de sangre noble, quieres decir —dijo Tenaka con sequedad.

—No tengo nada en contra de los villanos, pero no cuenta con el entrenamiento suficiente para dirigir una campaña militar.

—¿Qué más?

—Hubo otras dos revueltas al oeste, pero fueron sofocadas implacablemente. Crucificaron a todos los implicados y sembraron de sal los campos. Ya conoces el sistema.

—¿Y al sur?

—No está muy claro; no llegan muchas noticias. Pero Ceska está allí. En persona. No creo que puedan llegar muy lejos. Se rumorea que hay un grupo organizado contra Ceska, pero probablemente se trate de habladurías.

—¿Qué sugieres? —preguntó Tenaka.

—Que vayamos a Drenan, matemos a Ceska y nos retiremos.

—¿Así de sencillo?

—Los planes sencillos son los mejores.

—¿Y las mujeres?

Ananáis se encogió de hombros.

—¿Qué podemos hacer? Dices que Renia quiere quedarse a tu lado; que venga. Cuando estemos en Drenan podemos dejarla al cuidado de algún amigo; conozco a unos pocos en los que creo que podemos confiar.

—¿Y Valtaya?

—No se quedará con nosotros; no hay nada que le interese en todo esto. La dejaremos en la próxima ciudad que encontremos.

—¿Seguro que no hay nada que le interese? —Tenaka arqueó una ceja.

—Ya no. —Ananáis apartó la mirada—. Quizá pudo haberlo en otro tiempo, pero ya no.

—De acuerdo. Marcharemos hacia Drenan, pero iremos por el oeste. Skoda es un lugar precioso en esta época del año.

Regresaron al campamento y se encontraron a tres desconocidos esperando.

—Echa un vistazo a los alrededores, Ananáis. Mira a ver si hay más sorpresas —dijo Tenaka en voz baja. Después se adelantó.

Dos de los desconocidos eran guerreros, aproximadamente de la misma edad que Tenaka. El otro era un anciano; estaba ciego y llevaba una túnica ajada, del azul que usaban los videntes.

Los guerreros se le acercaron. El parecido entre ambos era asombroso, aunque uno era ligeramente más alto que el otro: ambos lucían barba negra, y su mirada era severa.

—Me llamo Galand —dijo el más bajo—, y me acompaña mi hermano Parsal. Hemos venido a unirnos a ti, mi general.

—¿Para qué?

—Para acabar con Ceska. ¿Para qué, si no?

—No necesito ayuda para eso, Galand.

—¿Intentas confundirnos, general? El Dorado estuvo en Sousa y le dijo a la gente que el Dragón había regresado. En tal caso, nosotros también. No me reconoces, ¿verdad?

—Me temo que no —dijo Tenaka.

—Antes no tenía barba. Era bar del Ala Tercera, al mando de Elias. Era maestro de esgrima y una vez te vencí en un torneo.

—Ya recuerdo. ¡El contraataque de la media luna! Podrías haberme cortado el cuello. Llevé durante algún tiempo un feo moratón.

—Mi hermano es tan bueno como yo. Deseamos ponemos a tu servicio.

—No hay servicio al que ponerse, amigo mío. Tan sólo planeo matar a Ceska. Es la tarea de un asesino, no la de un ejército.

—Entonces nos quedaremos contigo hasta que la tarea esté cumplida. Me encontraba enfermo, presa de las fiebres, cuando llegó la orden de reunir al Dragón. Estuve a punto de morir de pena; demasiados hombres buenos cayeron en aquella trampa. Fue vergonzoso.

—¿Cómo nos habéis encontrado?

—Seguimos al ciego. Curioso, ¿verdad?

Tenaka se acercó a la hoguera y se sentó frente al vidente. El místico alzó la cabeza.

—He visto al Portador de la Antorcha —dijo el anciano en un susurro.

—¿Quién es?

—El Espíritu Oscuro se cierne sobre esta tierra como una inmensa sombra —dijo el anciano—. Vi al Portador de la Antorcha, el que hará que retroceda la oscuridad.

—¿Quién es ese hombre al que buscas? —insistió Tenaka.

—No lo sé. ¿Eres tú?

—Lo dudo. ¿Quieres comer algo?

—Mis sueños me mostraron que el Portador de la Antorcha me ofrecería alimento. ¿Eres tú?

—No.

—Son tres —dijo el anciano—. De oro, de hielo y de sombra. Uno es el Portador de la Antorcha, pero ¿cuál de ellos? Traigo un mensaje.

Trepador se acercó y se agachó junto al anciano.

—Busco la verdad —dijo.

—Yo tengo la verdad —replicó el místico, tendiendo una mano. Trepador depositó en la palma una pequeña moneda de plata—. Desciendes del Bronce, acosado y perseguido, arrastrado por la senda de tu padre. Pariente de la sombra, nunca en reposo, nunca en silencio. Se cierne la oscuridad; alas negras devoradoras. Permanecerás cuando otros huyan. Portas el rojo.

—¿Qué significa todo eso? —preguntó Tenaka. Trepador se encogió de hombros y se alejó.

—La muerte me llama; debo responder —susurró el anciano—. Pero el Portador de la Antorcha no está aquí.

—Dame el mensaje, anciano. Lo transmitiré; te lo prometo.

—Los templarios oscuros cabalgan para enfrentarse al Príncipe de las Sombras. No se puede esconder, pues la antorcha brilla en la noche, pero la mente es más veloz que las flechas, y la verdad, más afilada que las espadas. Las bestias caerán, pero sólo puede derribarlas el Rey Oculto.

—¿Eso es todo? —preguntó Tenaka.

—Eres el Portador de la Antorcha —dijo el anciano—. Ahora te veo con claridad. Has sido elegido por la Fuente.

—Soy el Príncipe de las Sombras —dijo Tenaka—, pero no adoro a la Fuente ni a ninguna otra deidad. No creo en ellas.

—La Fuente cree en ti —replicó el anciano—. Ahora debo partir; mi descanso está cercano.

Tenaka lo observó mientras se alejaba cojeando, con los pies descalzos azulados a causa del frío y la nieve. Trepador se le acercó.

—¿Qué te ha dicho?

—No lo he comprendido.

—Repíteme sus palabras —insistió Trepador, y Tenaka lo hizo. Trepador asintió—. Una parte es fácil de descifrar. Lo de los templarios oscuros, por ejemplo. ¿Has oído hablar de los Treinta?

—Sí. Son monjes guerreros que dedican su vida a purificarse antes de partir para morir en alguna guerra. Esa orden desapareció hace años.

—Los templarios oscuros son una parodia obscena de los Treinta. Adoran al Espíritu del Caos, y sus poderes son malignos y letales. Cualquier manifestación del mal es agradable a sus ojos, y son unos guerreros temibles.

—¿Y Ceska los ha mandado en pos de mí?

—Eso parece. Su cabecilla se llama Padaxes. En cada templo hay sesenta y seis guerreros, y hay diez templos. Sus habilidades superan a las de los hombres corrientes.

—Las necesitarán —dijo Tenaka, sombrío—. ¿Qué hay del resto de lo que ha dicho el anciano?

—Supongo que eso de que la mente es más veloz que las flechas significa que debes ser más astuto que tus enemigos. Eso del Rey Oculto me resulta un misterio, pero supongo que lo resolverás.

—¿Por qué?

—Porque el mensaje era para ti. Estás implicado en todo esto.

—¿Y tu mensaje? —dijo Tenaka.

—¿Qué pasa con él?

—¿Qué significaba?

—Que debo viajar contigo, aunque no sea mi deseo.

—No lo entiendo —dijo Tenaka—. Eres libre; puedes ir adonde quieras.

—Supongo —replicó Trepador, sonriendo—. Pero ya va siendo hora de que acepte mi destino. ¿Recuerdas lo que me dijo el anciano? «Desciendes del Bronce». Regnak el Vagabundo también era mi antepasado. «Pariente de la sombra». Ese eres tú, primo. «Se cierne la oscuridad»: los templarios. Y en cuanto al rojo que porto… es la sangre del Conde de Bronce. Ya he huido bastante.

—¿Arvan?

—En efecto.

—Me pregunté muchas veces qué habría sido de ti. —Tenaka puso las manos en los hombros del joven.

—Ceska ordenó mi muerte, y escapé. Me he pasado mucho tiempo huyendo. ¡Demasiado! No soy muy buen espadachín, ya sabes…

—No importa. Me alegro de verte de nuevo.

—Y yo de verte a ti. Seguí tus andanzas, y escribí una crónica de tus aventuras; probablemente sigue en Delnoch.

»Por cierto, el anciano ha dicho otra cosa, justo al principio: que eran tres; de oro, de hielo y de sombra. Ananáis es el Dorado, y tú eres el Jan de las Sombras, pero ¿y el hielo?

Tenaka se giró y contempló el bosque.

—Hubo alguien… Lo conocían como el Asesino de Hielo, pues vivía sólo para matar. Se llamaba Decado.

Durante tres días, el grupo siguió la linde del bosque, avanzando hacia el suroeste en dirección a las montañas de Skoda. El clima se fue haciendo más cálido, y la nieve empezó a fundirse bajo el sol primaveral. Avanzaban con prudencia, y el segundo día descubrieron el cadáver del vidente ciego, arrodillado al pie de un roble retorcido. El suelo estaba demasiado duro para excavar una tumba, de modo que lo dejaron allí.

Galand y su hermano se detuvieron junto al cadáver.

—Parece contento —dijo Parsal, rascándose la barba.

—A saber si sonreía o si la muerte le torció el gesto de esa forma —dijo Galand—. Pero dentro de un mes no parecerá tan feliz.

—¿Y nosotros? —dijo Parsal en voz baja. Galand se encogió de hombros, y los dos hermanos fueron en pos del grupo.

Galand había tenido más suerte y había sido considerablemente más inteligente que la mayoría de los guerreros del Dragón. Cuando les llegó la orden de dispersarse, se dirigió al sur y se abstuvo de revelar su pasado. Adquirió una granja cerca del bosque de Delving, al sudoeste de la capital. Cuando comenzó el terror, lo dejaron en paz. Se había casado con una campesina y había formado una familia, pero su esposa había desaparecido seis años atrás, en un luminoso día de otoño. Se decía que los mezclados raptaban mujeres, pero Galand sabía que ella nunca lo había querido… Y un vecino del pueblo, un tipo llamado Carcas, había desaparecido el mismo día.

Los rumores sobre la trampa en que habían caído los antiguos oficiales del Dragón llegaron a Delving, y se decía que hasta Baris había sido detenido. Aquello no sorprendió a Galand; siempre había sospechado que Ceska demostraría ser un tirano.

¡Un hombre del pueblo, había dicho que era! ¿Cuándo se ha preocupado por la gente alguien de su apestosa clase?

La pequeña granja de Galand prosperó, lo que le permitió comprarle a un viudo una finca adyacente. Aquel tipo se iba a Vagria, ya que tenía en Drenan un hermano que lo había advertido de los cambios que se avecinaban, y Galand había comprado las tierras a precio de ganga.

Entonces llegaron los soldados.

Una nueva ley dictaba que ningún ciudadano carente de títulos podía poseer más de tres fanegas de terreno. El estado adquirió el resto a un precio que hizo que la ganga pagada por Galand pareciera el rescate de un rey. Subieron los impuestos y se incrementaron las cuotas de cosecha. Tras el primer año fue imposible cumplirlas, pues la tierra había empezado a agotarse: hubo que sembrar en los barbechos, y el rendimiento descendió.

Galand aceptó aquello con resignación.

Hasta que murió su hija. Había echado a correr para ver a unos jinetes, y un caballo le pasó por encima. Galand la vio caer, corrió hacia ella y se quedó acunando su cadáver.

—¿Está muerta? —preguntó el jinete tras desmontar. Galand asintió, incapaz de articular palabra—. Mala suerte. Ahora tendrás que trabajar más.

El jinete murió con el puñal del antiguo soldado enterrado en el corazón. Galand le quitó la espada y cargó contra otro jinete, cuya montura se encabritó. El hombre cayó al suelo, y Galand lo mató de un tajo en el cuello. Los otros cuatro jinetes espolearon a sus caballos y se alejaron unos treinta pasos. Galand se giró hacia el caballo negro que había aplastado a su hija y, empuñando la espada con las dos manos, le descargó un fuerte golpe en el cuello. Después corrió hacia el otro caballo, montó de un salto y emprendió el galope hacia el norte. Tiempo después localizó a su hermano en Vagria, donde trabajaba de cantero.

Mientras caminaban tras el grupo, la voz de Parsal interrumpió sus pensamientos.

—¿Qué has dicho? —le preguntó.

—Que jamás creí que fuera a seguir a un nadir.

—Te comprendo; la idea es escalofriante. Pero busca lo mismo que nosotros.

—¿Seguro? —dijo Parsal en un susurro.

—¿Qué quieres decir?

—Todos esos son de la misma casta: la élite guerrera. Para ellos, esto es un juego. No les importamos.

—No me caen bien, hermano, pero son dragones, y eso significa más que el linaje. No puedo explicarlo… Aunque pertenecemos a mundos diferentes, serían capaces de morir por mí, y yo por ellos.

—Espero que no te equivoques.

—Hay pocas cosas de las que estoy seguro. Esta es una.

Parsal no estaba muy convencido, pero no dijo nada. Observó a los dos guerreros.

—¿Qué pasará cuando matemos a Ceska? —dijo de repente.

—¿A qué te refieres?

—Quiero decir… ¿Qué haremos después?

—Pregúntamelo cuando su cadáver se esté desangrando a mis pies. —Galand se encogió de hombros.

—Creo que no cambiará nada.

—Quizá no, pero tendré mi venganza.

—¿No te preocupa que podamos morir para que la consigas?

—No. ¿Y a ti?

—¡Claro que sí! —exclamó Parsal.

—No tienes por qué venir.

—Me temo que sí. Siempre he cuidado de ti; no puedo dejarte a solas con un nadir, ¿no? ¿Por qué lleva una máscara el otro?

—Creo que para taparse las cicatrices. Fue gladiador.

—Todos tenemos cicatrices; debe de ser muy presumido.

—No hay forma de tenerte contento, ¿eh? —dijo Galand, sonriendo.

—Sólo pensaba en voz alta. Los otros dos son una pareja curiosa —dijo Parsal, echando un vistazo a Belder y Trepador, que caminaban junto a las mujeres.

—No puedes tener nada contra ellos; ni siquiera los conoces.

—El viejo parece diestro.

—¿Pero…?

—No creo que el joven pudiera abrirse paso con la espada ni a través de un rebaño de ovejas.

—Ya que estás en ello, ¿por qué no criticas también a las mujeres?

—No —replicó Parsal, sonriendo—. No tienen nada de malo. ¿Cuál te gusta más?

Galand meneó la cabeza y rió entre dientes.

—No me vas a enredar —dijo.

—A mí me gusta la morena —dijo Parsal sin inmutarse.

Montaron el campamento en una cueva estrecha. Renia comió frugalmente y salió a contemplar las estrellas. Tenaka se reunió con ella, y ambos se sentaron juntos, envueltos en su capa.

Tenaka le habló de Illae, de Ventria y de la belleza del desierto. Mientras hablaba le pasó un brazo por los hombros y le besó el pelo.

—No puedo decirte que te quiero —dijo de repente.

Renia sonrió.

—Pues no me lo digas.

—¿No te importa?

La joven meneó la cabeza y lo besó, rodeándole el cuello con los brazos.

«Eres tonto, Tenaka Jan —pensó—. Un maravilloso y adorable tonto».