Trepador, inmerso en la multitud, observaba a la joven mientras la ataban al poste. No forcejeaba ni gritaba, y en sus ojos sólo se veía desprecio. Era alta y rubia; no especialmente hermosa, pero con cierto atractivo. Los guardias no la miraban mientras apilaban haces de leña a sus pies, y Trepador notaba la vergüenza que sentían.
La misma que sentía él.
Un oficial subió a la tarima que habían erigido junto a la joven y contempló a la multitud. Sintió la ira y el resentimiento que emanaba de la gente, y lo saboreó. Nadie podía hacer nada.
Malif se ajustó la capa carmesí, se quitó el casco y lo sostuvo marcialmente encajado en el ángulo del codo. La luz del sol resultaba agradable y prometía un buen día. Muy bueno.
Carraspeó.
—Esta mujer ha sido acusada de sedición, brujería, posesión de venenos y robo. Debido a todo ello ha sido justificadamente sentenciada. Si alguien desea hablar en su favor, ¡que lo haga ahora!
Un movimiento atrajo su mirada, a la izquierda del grupo congregado. Un joven intentaba sujetar a un anciano. Nada interesante.
Malif hizo un gesto hacia su derecha y señaló a un mezclado que portaba la librea roja y bronce de Silius, el magistrado.
—Este miembro de las fuerzas del orden ha sido designado para respaldar la decisión del tribunal. Si alguien desea ser el adalid de Valtaya, esta muchacha, será mejor que antes le eche un vistazo a su adversario.
—¡No seas estúpido! —siseó Trepador, aferrando el brazo de Belder—. Te hará trizas. No lo permitiré.
—Mejor morir que ser testigo de esto —replicó el viejo soldado, pero dejó de forcejear. Soltó un suspiro pesaroso, se volvió y se abrió paso entre la gente, alejándose.
Trepador observó a la joven. Sus ojos grises estaban fijos en él, y sonreía. No había asomo de burla en aquella sonrisa.
—Lo siento —vocalizó, pero la joven había apartado la mirada.
—¿Puedo hablar? —le oyó decir con voz fuerte y clara.
Malif se volvió hacia ella.
—La ley te lo permite, pero más vale que no hagas comentarios sediciosos, o haré que te amordacen.
—Amigos —comenzó a decir la joven—, lamento veros aquí hoy. La muerte no es nada, pero la ausencia de alegría es peor que la muerte. Os conozco a la mayoría, y os quiero a todos. Os ruego que os marchéis y me recordéis tal como me conocisteis. Pensad en los buenos ratos y olvidad este horrible momento.
—¡No será necesario, muchacha! —gritó alguien. Se abrió un hueco en la multitud, y un individuo alto vestido de negro se acercó a la pira.
Valtaya contempló los brillantes ojos azules de aquel hombre. Tenía el rostro oculto tras una máscara de cuero negro reluciente, y se preguntó si su verdugo podía tener unos ojos tan hermosos.
—¿Quién eres? —preguntó Malif. El hombre se quitó la capa de cuero y la arrojó despreocupadamente hacia la multitud.
—Has solicitado un adalid, ¿no?
Malif sonrió. El hombre tenía una constitución imponente, pero parecía minúsculo en comparación con el mezclado. Desde luego, el día prometía cada vez más.
—Quítate la máscara para que podamos verte —ordenó.
—Eso no es necesario, ni lo exige la ley —replicó el hombre.
—Cierto es. Muy bien. El desafío será resuelto en combate singular, sin armas.
—¡No! —gritó Valtaya—. Por favor, mi señor, recapacitad. ¡Es una locura! Si he de morir, mejor que sea a solas. Ya me he resignado, y sólo me lo ponéis más difícil.
El guerrero no le prestó atención. Del ancho cinturón sacó un par de guantes de cuero.
—¿Se me permite llevar esto?
Malif asintió, y el mezclado avanzó balanceándose. Medía casi dos varas y media, y tenía una gran cabeza de rasgos vulpinos. Sus brazos terminaban en garras de aspecto siniestro. De sus fauces surgió un gruñido sordo, y los labios, al retraerse, dejaron a la vista unos colmillos relucientes.
—¿Hay alguna regla en el combate? —preguntó el guerrero.
—Ninguna —le respondió Malif.
—Excelente —dijo el hombre, y descargó un puñetazo en el hocico de la bestia. Un colmillo se le quebró con el impacto, y un chorro de sangre cruzó el aire.
El guerrero saltó hacia delante y machacó a puñetazos la cabeza del mezclado. Pero este era fuerte, y tras la sorpresa inicial, lanzó un rugido desafiante y pasó a la ofensiva. Un puñetazo hizo que su cabeza bestial se inclinase hacia atrás, pero respondió golpeando con las garras. El guerrero retrocedió de un salto, con la túnica desgarrada y la sangre brotando de unos cortes superficiales en el pecho. Hombre y bestia se movieron en círculos, estudiándose.
El mezclado cargó hacia delante y el hombre saltó a su encuentro con los pies por delante; las botas del guerrero se estamparon contra el rostro de la bestia, que cayó al suelo. El hombre se puso en pie y se le acercó corriendo, con intención de darle una patada, pero el mezclado alzó un brazo y lo hizo caer. Después se levantó y se irguió en toda su altura, pero se tambaleó; tenía la mirada desenfocada y le colgaba la lengua. El guerrero saltó hacia delante y siguió lanzando golpe tras golpe contra la cabeza de la criatura hasta que, por fin, la hizo caer de bruces en el suelo de la plaza. El hombre se quedó inmóvil unos instantes, jadeando; después se volvió hacia el estupefacto Malif.
—Suelta a la chica —le ordenó—. Ya hemos acabado.
—¡Brujería! —gritó Malif—. Eres un hechicero. Arderás junto a la muchacha. ¡Atrapadlo!
Un rugido de furia surgió de la multitud, que comenzó a avanzar hacia él.
Ananáis sonrió y subió de un salto a la tarima mientras Malif se apartaba con pasos torpes, intentando empuñar la espada. Ananáis le dio un puñetazo que lo arrojó fuera de la tarima. Los guardias dieron la vuelta y echaron a correr; Trepador se acercó al poste para cortar con un cuchillo las cuerdas que retenían a la joven.
—¡Vamos! —gritó, sosteniendo a Valtaya por un brazo—. Tenemos que largamos de aquí; volverán.
—¿Quién tiene mi capa? —gritó Ananáis.
—¡Yo, mi general! —respondió un veterano barbudo.
Ananáis se echó la capa por los hombros, cerró el broche que la sujetaba y alzó las manos, pidiendo silencio.
—Cuando pregunten quién liberó a la joven, responded que fue el ejército de Tenaka Jan. Decidles que el Dragón ha vuelto.
—¡Por aquí, deprisa! —gritó Trepador, guiando a Valtaya a un callejón.
Ananáis bajó de un salto de la tarima y los siguió, deteniéndose para echar una ojeada al cadáver de Malif, cuyo cuello estaba grotescamente retorcido. Ananáis supuso que se debía a la caída, pero daba lo mismo; si no lo hubiera matado el golpe, se habría encargado el veneno. Se quitó los guantes con mucho cuidado y apretó el resorte que hacía que las agujas regresaran a su escondrijo, bajo los nudillos. Se los guardó en el cinturón y echó a correr tras el hombre y la muchacha.
Cruzaron un portalón que se abría a un lado de la calle adoquinada, y Ananáis se encontró en el oscuro interior de una posada; las contraventanas estaban cerradas, y las sillas, encima de las mesas. El hombre y la joven se acercaron a la barra.
El posadero, un tipo calvo y rechoncho, llenaba de vino unas jarras. Alzó la mirada cuando Ananáis surgió de las sombras, y la garrafa que sostenía se le cayó de las manos. Trepador giró en redondo, con el miedo reflejado en la mirada.
—Ah, eres tú —dijo—. Desde luego, eres silencioso para ser tan grande. No te preocupes, Larcas, es el tipo que ha rescatado a Valtaya.
—Mucho gusto —dijo el posadero—. ¿Quieres beber algo?
—Gracias.
—El mundo se ha vuelto loco —dijo Larcas—. En los cinco años que llevo a cargo de esta posada no ha habido ni un asesinato, ¿sabes? Todos tenían, cuando menos, algo de dinero. No eran malos tiempos. ¡El mundo se ha vuelto loco! —Le sirvió vino a Ananáis, volvió a llenarse la copa y la vació de un trago—. ¡Loco! Odio la violencia. Me vine para vivir tranquilo. Una ciudad de campesinos al borde de la llanura de Sentran; pocos problemas. Y mira cómo estamos ahora: animales que caminan como personas; leyes que no entiende nadie, y obedece menos que nadie; espías, ladrones y asesinos. Tírate un pedo mientras suena el himno y te acusan de traición.
Ananáis cogió una silla y se sentó dando la espalda a los otros tres. Se apartó con cuidado la máscara y bebió vino. Valtaya se le unió, y él volvió la cabeza, terminó de beber y volvió a colocarse la máscara.
—Gracias por salvarme la vida —le dijo la joven, poniendo una mano sobre la suya.
—Ha sido un placer, muchacha.
—¿Tan horribles son tus cicatrices?
—No las he visto peores.
—¿Se han curado?
—La mayoría. La que tengo bajo el ojo derecho se reabre de vez en cuando, pero puedo aguantarlo.
—Te la curaré.
—No hace falta.
—Es lo mínimo que puedo hacer, y me gustaría. No temas; he visto muchas cicatrices.
—No como las mías, muchacha. Debajo de esta máscara no hay ningún rostro. Pero fui atractivo.
—Todavía lo eres —replicó la joven.
Ananáis se inclinó hacia delante con los puños cerrados, mientras sus ojos azules centelleaban.
—¡No te burles de mí!
—Sólo quería…
—Ya sé qué querías: ser amable. Pero no necesito amabilidad, ni compasión. Era atractivo y me gustaba; ahora soy un monstruo y he aprendido a sobrellevarlo.
—Escúchame tú ahora —dijo Valtaya con tono autoritario, inclinándose hacia delante para apoyar los codos en la mesa—. Lo que quiero decir es que no me importa el aspecto. Los actos representan mejor a un hombre que la piel que le cubre la carne y los huesos. Cuando digo que eres atractivo, lo digo por lo que has hecho antes.
Ananáis se recostó en la silla y cruzó los brazos sobre su ancho pecho.
—Lo siento —dijo—. Discúlpame.
Valtaya rió entre dientes, tendió una mano y rozó la de Ananáis.
—Nada que perdonar. Ahora nos conocemos un poco más.
—¿Por qué querían quemarte? —preguntó Ananáis, cogiéndole la mano y disfrutando del contacto de su piel.
Valtaya se encogió de hombros.
—Trasteo con hierbas y medicinas. Y siempre digo la verdad.
—Eso cubre la brujería y la sedición. ¿Qué hay del robo?
—Cogí prestado un caballo. Háblame de ti.
—No hay mucho que contar. Soy un guerrero en busca de una guerra.
—¿Por eso regresaste a Drenai?
—A saber.
—¿Es verdad que tienes un ejército?
—Por ahora somos dos, pero por algo se empieza.
—Al menos eres optimista. ¿Tu amigo lucha tan bien como tú?
—Mejor aún. Se trata de Tenaka Jan.
—El príncipe nadir. El Jan de las Sombras.
—Conoces nuestra historia.
—Me crié en Dros Delnoch —dijo Valtaya tras beber un trago de vino—. Creía que Tenaka había muerto con el resto de los dragones.
—Los hombres como Tenaka son difíciles de matar.
—Entonces tú debes ser Ananáis el Dorado.
—Así me llamaron alguna vez.
—Se cuentan leyendas sobre los dos. Vencisteis a veinte jinetes vagrianos treinta leguas al oeste de Sousa. Y después rodeasteis y aplastasteis a un grupo de esclavistas aún mayor, cerca de Purdol.
—No eran veinte jinetes; sólo siete, y uno estaba enfermo. Y superábamos a los esclavistas por dos a uno.
—¿Y no rescataste a una princesa lentriana de manos de los nadir, tras viajar cientos de leguas al norte?
—No, pero más de una vez me he preguntado de dónde saldría ese cuento. Todo eso ocurrió antes de que nacieras; ¿cómo estás tan informada?
—Escucho a Trepador; cuenta unas historias estupendas. ¿Por qué me has salvado?
—¿Qué pregunta es esa? ¿No soy el hombre que recorrió cientos de leguas para rescatar a una princesa lentriana?
—Yo no soy una princesa.
—Y yo no soy un héroe.
—Has abatido a un mezclado.
—En efecto, pero se estaba muriendo desde mi primer golpe. Llevo agujas envenenadas en los guantes.
—Aun así, pocos hombres le habrían hecho frente.
—Tenaka lo habría matado sin los guantes. Es el segundo hombre más rápido que he conocido jamás.
—¿El segundo?
—¿Quieres decir que no has oído hablar de Decado?
Tenaka encendió el fuego y se arrodilló junto a la dormida Renia, que respiraba con regularidad. Acarició con un dedo la suave piel de su mejilla.
La dejó y caminó hasta la cima de un risco cercano, desde el cual contempló las colinas y la llanura que se extendía hacia el sur mientras el sol comenzaba a despuntar sobre las montañas de Skeln.
Bosques, ríos y amplios valles se extendían hasta difuminarse a lo lejos en una neblina azulada, como si el cielo se hubiera mezclado con la tierra. Al sudoeste, las imponentes montañas de Skoda atravesaban las nubes como puñales, rojas como la sangre y resplandecientes.
Tenaka sintió un escalofrío y se abrigó con la capa. En ausencia de rastros de la presencia humana, aquella tierra era hermosa.
Dejo vagar sus pensamientos, pero siempre volvían a Renia.
Se preguntó si la amaba; si el amor podía surgir con tal rapidez o se trataba tan sólo de la pasión que brotaba de la tristeza que sentía un hombre solitario.
Ella lo necesitaba.
Pero… ¿La necesitaba él?
Sobre todo en aquel momento, con todo lo que le esperaba.
«Idiota —se dijo al imaginarse junto a Renia en su palacio de Ventria—, es demasiado tarde para retroceder; ya saltaste por el precipicio».
Se sentó en una piedra y se frotó los ojos.
Se preguntó si aquella misión desesperada tenía sentido, y lo invadió una oleada de amargura. No le cabía duda de que podría matar a Ceska, pero ¿para qué? No era probable que la muerte de un déspota fuese a cambiar el mundo.
Pero la senda estaba trazada.
—¿En qué piensas? —le dijo Renia. Se le acercó, se sentó a su lado y le pasó un brazo por la cintura. Tenaka abrió la capa y la cubrió.
—Soñaba despierto y contemplaba el paisaje.
—Es una hermosa vista.
—Sí. Y ahora es perfecta.
—¿Cuándo regresará tu amigo?
—Pronto.
—Estás preocupado por él.
—¿Cómo lo sabes?
—Por la forma en que le dijiste que no se metiera en líos.
—Siempre me preocupo por Ananáis. Le gustan los gestos teatrales y tiene una fe exagerada en su propia capacidad. Cargaría contra un ejército convencido de poder ganar. Y probablemente ganaría… si el ejército no fuese muy grande, claro.
—Lo aprecias mucho, ¿verdad?
—Lo quiero.
—Pocos hombres hablarían así —dijo Renia—. Casi todos añadirían «como a un hermano». Eres adorable. ¿Hace mucho que lo conoces?
—Desde que yo tenía diecisiete años. Me alisté en el Dragón como cadete y nos hicimos amigos poco después.
—¿Por qué quería luchar contra ti?
—En realidad no quería, pero la vida ha sido cruel con él, y me hacía responsable; al menos en parte. Hace mucho tiempo intentó derrocar a Ceska. Podría haberlo logrado, pero yo lo detuve.
—No es algo fácil de perdonar —dijo Renia.
—Teniendo en cuenta lo que ha ocurrido desde entonces, estoy de acuerdo.
—¿Sigues queriendo matar a Ceska?
—Sí.
—¿Aunque te cueste la vida?
—Aunque me cueste la vida.
—De acuerdo. ¿Adonde vamos ahora? ¿A Drenan?
—¿Sigues queriendo venir conmigo? —Tenaka se giró hacia ella y le acarició la barbilla.
—Por supuesto.
—Será egoísta por mi parte, pero me alegro.
Un grito rompió el silencio, y los pájaros alzaron el vuelo sobre las copas de los árboles, sobresaltados. Tenaka se levantó de un salto.
—Ha venido de allá —dijo Renia, señalando hacia el nordeste.
La espada de Tenaka destelló, y el guerrero echó a correr. Renia lo siguió de cerca.
Un aullido bestial se mezcló con los gritos. Tenaka aflojó el paso.
—Es un mezclado —dijo cuando lo alcanzó Renia.
—¿Qué hacemos?
—¡Maldita sea! Espera aquí.
Tenaka siguió corriendo, coronó una loma y entró en un pequeño claro rodeado de robles cubiertos de nieve. En el centro, un hombre estaba agazapado al pie de un árbol; tenía la túnica manchada de sangre y una pierna destrozada. A su lado se alzaba un enorme mezclado.
La criatura se inclinó sobre el hombre. Tenaka gritó, y la bestia se giró, clavándole los ojos inyectados en sangre. Tenaka sabía que estaba contemplando la mirada de la muerte; ningún hombre podría hacer frente a aquello y sobrevivir. Renia corrió a su lado, con la daga en la mano.
—¡Vete! —le ordenó Tenaka.
Renia no le hizo caso.
—Y ahora ¿qué? —dijo fríamente.
La bestia se irguió en toda su altura, cuatro impresionantes varas, y extendió las garras. Era evidente que tenía parte de oso.
—¡Huid! —gritó el herido—. ¡Por favor, dejadme!
—Buen consejo —dijo Renia. Tenaka no dijo nada.
La bestia cargó contra ellos, emitiendo un rugido que helaba la sangre y que despertó ecos entre los árboles. Tenaka se agazapó con los ojos violeta fijos en la formidable criatura que se dirigía hacia él.
Cuando la sombra de la bestia lo alcanzó, saltó a su encuentro, lanzando un grito de guerra nadir.
Y el mezclado se desvaneció.
Tenaka cayó de bruces en la nieve y perdió la espada. Inmediatamente rodó y se levantó, y vio al hombre herido, que estaba de pie y sonreía. No había rastro de heridas en su cuerpo, ni sangre en la túnica azul.
—¿Qué diablos pasa aquí? —exclamó Tenaka.
La figura del hombre se difuminó y desapareció. Tenaka se volvió hacia Renia, que miraba el árbol con los ojos como platos.
—Nos han tomado el pelo —dijo Tenaka, sacudiéndose la nieve de la túnica.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé. Vámonos; el bosque ya no tiene interés.
—Eran tan reales… Creía que había llegado nuestro fin. ¿Eran fantasmas?
—¿Quién sabe? Fuesen lo que fuesen, no han dejado huellas, y no tenemos tiempo para enigmas.
—Pero tiene que existir un motivo —insistió la joven—. ¿Han montado este espectáculo para nosotros?
Tenaka se encogió de hombros y la ayudó a subir la cuesta que llevaba al campamento.
A quince leguas de ellos, cuatro hombres estaban sentados, en silencio, en una pequeña habitación, con los ojos cerrados y la mente ausente. Uno a uno fueron abriendo los ojos, se recostaron en sus asientos y se estiraron como si despertaran de un profundo sueño.
Su jefe, el individuo que había aparecido como víctima del ataque en el claro, se levantó, se acercó al ventanuco de la pared de piedra y contempló el valle que se extendía más abajo.
—¿Qué opináis? —preguntó sin volverse.
Los otros tres intercambiaron miradas, y habló uno de ellos, un tipo bajo y fornido de barba rubia y rala.
—Al menos es digno. Ha corrido en tu ayuda sin vacilar.
—¿Eso es importante? —preguntó el jefe, aún mirando por la ventana.
—Creo que sí.
—Explícame por qué, Acuas.
—Está embarcado en una misión, pero conserva la humanidad. Estaba dispuesto a arriesgar su vida… No, a perderla, antes que abandonar a un semejante. Está tocado por la Luz.
—¿Qué dices tú, Balán?
—Es pronto para que estemos seguros. Puede que simplemente se trate de un imprudente —respondió un hombre alto y delgado, con una mata de pelo oscuro y ensortijado.
—¿Katán?
El tercer hombre era esbelto, de rasgos alargados, expresión ascética, ojos grandes y mirada triste. Sonrió.
—Si de mí dependiera, diría que sirve. Es digno. Es un hombre de la Fuente, aunque no lo sepa.
—Entonces estamos de acuerdo por mayoría —dijo el jefe—. Creo que ha llegado el momento de hablar con Decado.
—¿No deberíamos aseguramos antes, abad? —preguntó Balán.
—Nada es seguro, hijo mío, excepto la muerte.