TRES

Un hombre se abrió camino a través de la barrera de arbustos que flanqueaba el patio de armas de los cuarteles del Dragón. Era alto, de hombros anchos, cintura esbelta y piernas largas. Vestía de negro y portaba un bordón de ébano con los extremos recubiertos de hierro. Iba encapuchado y se cubría el rostro con una máscara de cuero negro repujado. Se movía con agilidad, con el balanceo fluido de un atleta, pero a la vez con cautela; sus brillantes ojos azules escrutaban cada arbusto y cada árbol envuelto en sombras.

Se encontró los cadáveres y rodeó lentamente la escena, examinando las pistas que describían la breve batalla.

Un hombre contra cuatro.

Los tres primeros soldados habían muerto casi al instante; era evidente la velocidad. El cuarto se había alejado del guerrero solitario a la carrera. El hombre alto siguió el rastro y asintió.

De modo que…

Había un misterio encerrado. El guerrero solitario no iba solo; tenía un acompañante que no había intervenido en la refriega. Las huellas eran pequeñas, pero aun así, las zancadas eran largas. Una mujer, quizá…

Sí, una mujer. Alta.

Echó otra ojeada a los cadáveres.

—Un buen trabajo —dijo; la máscara le amortiguaba la voz—. Un trabajo rematadamente bueno.

Uno contra cuatro. Pocos hombres eran capaces de sobrevivir en semejante inferioridad de condiciones, pero aquel guerrero no sólo había sobrevivido, sino que había salido triunfante. Tenía habilidad de sobra.

Se preguntó si se trataría de Ringar. Era capaz de matar con la velocidad del rayo, y poseía unos reflejos asombrosos. Pero tenía preferencia por los tajos en el cuello o, más a menudo, en el vientre. Era un destripador.

¿Argonin? No; había muerto. Era extraña la forma en que a veces se olvidaba de aquello.

Entonces, ¿quién? ¿Algún desconocido…? No. En un mundo donde la habilidad con las armas era de esencial importancia, los poseedores de capacidades tan increíbles no solían ser desconocidos.

Volvió a examinar las huellas, visualizando la batalla. Se fijó en la pisada borrosa del centro; el guerrero había saltado y girado en el aire, como un bailarín, antes de conectar el golpe mortal.

¡Tenaka Jan!

La certeza lo golpeó como un puñetazo en el pecho. Sus ojos cobraron un extraño resplandor, y su respiración se agitó.

De todos aquellos a los que había odiado, Tenaka ocupaba el lugar de honor.

Se preguntó si seguiría siendo así. Se relajó e hizo memoria; los recuerdos cayeron sobre él como sal sobre una herida.

—Debería haberte matado en aquella ocasión —dijo—. Y no me habría pasado nada de esto.

Se imaginó a Tenaka moribundo, tiñendo la nieve con su sangre. La idea no lo alegró, pero no por ello dejó de apetecerle que fuese real.

—Me las pagarás —dijo.

Y echó a andar hacia el sur.

El segundo día, Tenaka y Renia avanzaron bastante. No vieron a nadie, ni rastros de nadie. El viento había amainado, y el aire limpio anunciaba la llegada de la primavera. Tenaka guardó silencio la mayor parte del día, y Renia lo dejó tranquilo.

Hacia el crepúsculo descendieron por una pendiente abrupta. Renia tropezó y rodó cuesta abajo, dando tumbos hasta detenerse al pie de la colina, no sin antes golpearse la cabeza con una raíz que sobresalía. Tenaka corrió junto a ella, le quitó la capucha y examinó la brecha que se había abierto en la sien. La joven abrió los ojos.

—¡No me toques! —gritó, arañándole las manos.

Tenaka se apartó y le tendió la caperuza.

—No me gusta que me toquen —le dijo Renia, disculpándose.

—Pues no te tocaré —le respondió Tenaka—, pero tendrás que vendarte esa herida.

La joven intentó levantarse, pero todo dio vueltas a su alrededor, y cayó en la nieve. Tenaka no intentó ayudarla; buscó con la mirada un lugar donde acampar, y descubrió un sitio aceptable unos treinta pasos hacia la izquierda: una pantalla de árboles cortaba el viento, y las espesas ramas los protegerían de las tormentas. Se dirigió hacia allí, recogiendo ramas mientras avanzaba. Renia lo vio alejarse y volvió a intentar ponerse en pie, pero se sintió mareada y comenzó a temblar. Intentó avanzar a rastras.

—No te… necesito —dijo entre dientes.

Tenaka encendió el fuego. Sopló la yesca hasta que unas llamas minúsculas se alzaron sobre la nieve; después fue añadiendo ramas cada vez más gruesas. Cuando la hoguera estuvo lista regresó adonde se encontraba Renia, se agachó y cargó con su cuerpo inerte. La dejó junto al fuego, trepó a un árbol cercano y, con la espada, cortó algunas ramas cubiertas de hojas, con las que preparó un lecho donde acostó a la joven.

La cubrió con la manta y examinó la herida. No había ninguna fractura que él pudiera ver, pero una fea moradura se estaba extendiendo alrededor de un chichón del tamaño de un huevo.

Le acarició el rostro, admirando la suavidad de la piel y la esbeltez del cuello.

—No voy a hacerte daño, Renia —le dijo—. Pese a todo lo que soy, y pese a todas las cosas indignas que he hecho, jamás he hecho daño a una mujer ni a un niño. Estás a salvo a mi lado… Y tus secretos también están a salvo.

»Sé cómo te sientes. Yo también estoy entre dos mundos: medio nadir, medio drenai, y nada por entero. Sé que para ti es peor, pero estoy a tu lado. Confía en mí.

Regresó junto al fuego, deseando poder pronunciar aquellas palabras cuando ella tuviera los ojos abiertos, pero sabiendo que no sería capaz. En toda su vida sólo le había abierto el corazón a una mujer: Illae.

La hermosa Illae, la esposa que había comprado en un mercado de Ventria. Sonrió al recordarlo: dos mil monedas de plata y se la había llevado a casa, donde ella se había negado a compartir su lecho.

—¡Basta de tonterías! —había exclamado él—. Eres mía en cuerpo y alma. ¡Te he comprado!

—Lo que has comprado es una carcasa —había replicado ella—. Tócame y me mataré. Y a ti también.

—¿Piensas hacerlo por ese orden?

—¡No te burles de mí, bárbaro!

—Muy bien. ¿Qué quieres que haga? ¿Revenderte a un ventriano?

—Casarte conmigo.

—Ah. ¿Y después me amarás y me honrarás?

—No, pero me acostaré contigo e intentaré no ser muy mala compañía.

—Sería estúpido si rechazara tan generosa oferta, ya veo. Una esclava que le ofrece a su dueño menos de aquello por lo que ha pagado, y a un precio mayor. ¿Qué motivo tengo para hacer lo que pides?

—¿Y para no hacerlo?

Al cabo de dos semanas se habían casado, y durante sus diez años de vida en común, Tenaka fue feliz. Sabía que ella no lo amaba, pero le daba igual. No necesitaba ser amado; necesitaba amar. Ella se había dado cuenta desde el primer instante y se había aprovechado sin contemplaciones. Él no le permitió nunca descubrir que lo sabía perfectamente; se limitó a relajarse y disfrutar de la situación. Kias, el sabio, había intentado prevenirlo.

—Le entregas mucho de ti, amigo mío. Le ofreces tus sueños y esperanzas; tu alma. Si te abandona o te traiciona, ¿qué te quedará?

—Nada —había respondido Tenaka, con sinceridad.

—Eres idiota, Tenaka. Espero que se quede a tu lado.

—Se quedará. —Estaba razonablemente seguro de ello, aunque no habría apostado la vida.

El viento arreció. Tenaka sintió un escalofrío y se arrebujó en la capa.

Llevaría a la joven a Sousa y después pondría rumbo a Drenan. No sería fácil encontrar a Ceska, y menos aún, matarlo. Pero ningún hombre estaba tan protegido que su seguridad fuera absoluta, y menos si el asesino estaba dispuesto a morir. Y Tenaka estaba más que dispuesto.

Deseaba morir. Anhelaba el Vacío y la ausencia de dolor.

En aquel momento, Ceska ya sabría que Tenaka iba a por él. La carta le habría llegado en algún momento de aquel mes, tras cruzar el mar hasta Mashrapur y luego hacia el nordeste, hasta Drenan.

—Espero que sueñes conmigo, Ceska. Espero estar presente en tus pesadillas.

—Ceska, no sé —dijo una voz apagada—, pero estás presente en las mías.

Tenaka se puso en pie de un salto, y su espada destelló.

—He venido a matarte —dijo el gigante de la máscara negra, desenvainando la espada larga.

Tenaka se alejó de la hoguera sin dejar de observar al recién llegado, mientras se despejaba y su cuerpo adquiría la suave y fluida disposición al combate.

El gigante hizo girar la espada y separó los brazos para equilibrarse. Tenaka parpadeó asombrado al reconocerlo.

—¿Ananáis? —dijo.

La espada del gigante silbó en dirección al cuello de Tenaka, que desvió el golpe y saltó hacia atrás.

—Ananáis, ¿eres tú? —volvió a preguntar.

—Sí —dijo tras unos instantes de silencio—. Soy yo. ¡Defiéndete!

Tenaka envainó la espada y dio un paso al frente.

—No voy a luchar contra ti —dijo—. Y no sé por qué deseas mi muerte.

Ananáis avanzó de un salto y estrelló un puño en la cabeza de Tenaka, que cayó a la nieve.

—¿Por qué? —gritó—. ¿No sabes por qué? ¡Mírame!

Se arrancó la máscara de cuero y, a la oscilante luz de las llamas, Tenaka contempló una pesadilla viviente. No había ningún rostro; sólo unos rasgos retorcidos y destrozados. La nariz había desaparecido; el labio superior era una línea quebrada y blanquecina, y el resto de la piel era una tupida red de cicatrices rojas. Sólo los ojos azules y el pelo rubio rizado indicaban que podía tratarse de un ser humano.

—¡Por los dioses de la luz! —susurró Tenaka—. Yo no hice eso… No lo sabía.

Ananáis avanzó lentamente y bajó la espada hasta tocar con la punta el cuello de Tenaka.

—El guijarro que provocó la avalancha —dijo, críptico—. Ya me entiendes.

Tenaka alzó una mano, despacio, y apartó el arma.

—Tendrías que habérmelo dicho, amigo mío —dijo, sentándose.

—¡Maldito seas! —gritó el gigante. Arrojó la espada y levantó a Tenaka de un tirón, atrayéndolo hacia sí hasta que sus rostros estuvieron a punto de tocarse—. ¡Mírame!

Tenaka contempló impasible aquellos ojos azules, fríos como el hielo, y percibió el destello de locura que se agazapaba tras ellos. Sabía que su vida pendía de un hilo.

—Cuéntame qué ocurrió —dijo en voz baja—. No voy a huir. Si quieres matarme, así sea. Pero dime por qué.

Ananáis lo soltó y se giró para recoger la máscara, ofreciendo su ancha espalda a Tenaka, que en aquel instante supo qué se esperaba de él. Se sintió inundado de tristeza.

—No puedo matarte —dijo.

El gigante se giró de nuevo. Las lágrimas desbordaban sus ojos.

—Oh, Tenaka —dijo con voz entrecortada—, ¡mira lo que me hicieron!

Cayó de rodillas y se cubrió con las manos el rostro destrozado. Tenaka se arrodilló a su lado y lo abrazó. El gigante se echó a llorar; su pecho se agitó; los sollozos resonaron, intensos y llenos de dolor. Tenaka le dio unas palmadas en la espalda como si fuera un chiquillo, y sintió el sufrimiento de aquel hombre como si fuera suyo.

Ananáis no había ido a matarlo, sino a morir en sus manos. Y Tenaka sabía por qué lo culpaba el gigante: el día en que llegó la orden de desmantelar el Dragón, Ananáis reunió a los soldados dispuestos a marchar sobre Drenan y derrocar a Ceska, pero Tenaka y Baris, el gan de los dragones, les dijeron que lo reconsiderasen y les recordaron que habían vivido y combatido por preservar la democracia. La revolución terminó antes de empezar.

Y el Dragón había sido destruido; el país estaba en ruinas, y el terror acosaba a los drenai.

Ananáis había intentado hacer lo correcto.

Renia los observó en silencio hasta que cesaron los sollozos. Se levantó y se acercó a los dos guerreros, no sin antes detenerse para echar leña al fuego. Ananáis levantó la mirada y, al verla, buscó la máscara.

La joven se arrodilló a su lado y detuvo con suavidad las manos que intentaban colocar la máscara, con los ojos oscuros fijos en los del gigante.

El rostro destrozado quedó al descubierto. Ananáis cerró los ojos y agachó la cabeza. Renia se inclinó hacia delante y le besó la frente. El guerrero abrió los ojos.

—¿Por qué? —susurró.

—Todos tenemos cicatrices —respondió ella—. Lo mejor es que permanezcan en el exterior. —Se levantó y regresó a su lecho.

—¿Quién es? —le preguntó Ananáis a Tenaka.

—Ceska la persigue.

—Ceska nos persigue a todos —comentó el gigante. Se puso la máscara.

—Cierto. Pero le daremos una sorpresa.

—Eso estaría bien.

—Confía en mí, amigo mío. Pretendo derrocarlo.

—¿Tú solo?

—¿Sigo estando solo? —Tenaka sonrió.

—¡No! ¿Tienes algún plan?

—Aún no.

—Menos mal. Ya creía que pretendías que asediásemos Drenan entre los dos.

—Pues es posible. ¿Cuántos dragones siguen con vida?

—Muy pocos; casi todos respondieron a la llamada. Yo mismo habría acudido si el mensaje hubiera llegado a tiempo. Decado sigue vivo.

—Es una buena noticia —comentó Tenaka.

—No del todo: se ha hecho monje.

—¿Monje? ¿Decado? Vivía para matar.

—Ya no. ¿Tienes intención de reunir un ejército?

—No. No serviría de nada contra los mezclados. Son demasiado fuertes, demasiado rápidos… Demasiado todo.

—Pueden ser vencidos —dijo Ananáis.

—No por hombres.

—Yo vencí a uno.

—¿Tú?

—Sí. Cuando nos licenciaron intenté hacerme granjero. No se me dio muy bien. Tenía muchas deudas, así que cuando Ceska abrió los coliseos, me hice gladiador. Supuse que me bastaría con tres combates, más o menos, para pagar mis deudas. Pero me gustaba aquella vida, ¿sabes? Peleaba con un nombre falso, pero Ceska descubrió mi identidad, o eso creo. El caso es que me tocaba luchar contra un tipo llamado Treus, pero cuando se abrieron las puertas, lo que salió por ellas fue un mezclado. Por los dioses… Debía de medir tres varas de alto.

»Pero lo derroté. ¡Por todos los demonios del infierno, lo derroté!

—¿Cómo?

—Dejé que se acercara y le hice pensar que tenía el combate ganado. Entonces lo destripé con un cuchillo.

—Corriste un riesgo enorme —dijo Tenaka.

—Lo sé.

—Y tú, ¿saliste bien librado?

—No del todo —respondió Ananáis—. Me desgarró la cara.

—Estaba seguro de que podría matarte, ¿sabes? —dijo Ananáis cuando Tenaka y él se sentaron junto al fuego—. De verdad que lo creía. Te odiaba. Cuanto más veía sufrir al país, más me acordaba de ti. Me sentía traicionado, como si aquello por lo que vivía hubiera sido destruido. Y cuando aquel mezclado… Cuando fui herido, enloquecí. Perdí el valor. Todo.

Tenaka guardaba silencio; sentía un peso en el corazón. Ananáis había sido vanidoso, pero estaba dotado con sentido del humor y era capaz de burlarse de sí mismo y, sobre todo, de su presunción. Había sido atractivo, y las mujeres lo adoraban. Tenaka no lo interrumpió. Tenía la sensación de que había transcurrido una eternidad desde la última vez que había disfrutado de la compañía de Ananáis. Las palabras fluían como un torrente, pero una y otra vez, el gigante volvía a hablar de su odio hacia el príncipe nadir.

—Sabía que era irracional, pero no podía evitarlo. Cuando descubrí los cadáveres frente a los barracones y adiviné que eran obra tuya, la furia me cegó. Hasta que te encontré aquí. Entonces… Entonces…

—Entonces pensaste en obligarme a matarte —dijo Tenaka.

—Sí. Parecía… lo adecuado.

—Me alegro de que nos hayamos encontrado, viejo amigo. Sólo desearía que los demás también estuvieran aquí.

La mañana llegó, clara y brillante, y la calidez que anunciaba la primavera envolvió el bosque y levantó el ánimo de los viajeros.

Renia contempló a Tenaka con ojos nuevos, recordando el cariño y la comprensión que había mostrado con su camarada lastimado, y las palabras que le había dicho a ella antes de la llegada del gigante: «Confía en mí».

Y Renia confiaba.

Más aún: había algo en las palabras del guerrero que le había llegado muy adentro, y su angustia había disminuido.

Él lo sabía.

Y sin embargo, se preocupaba por ella. Renia no tenía la menor idea de qué era el cariño, pues en toda su vida, sólo una persona se había preocupado por ella, y se trataba de Aulin, el anciano arcanista. Pero de repente había otra persona. Y no era un anciano.

Oh, no. No lo era en absoluto.

No la dejaría en Sousa, ni en ninguna otra parte. Allá por donde caminase Tenaka Jan, allí estaría Renia. El guerrero no lo sabía aún, pero pronto lo descubriría.

Aquella tarde, Tenaka acechó a un cervatillo, y consiguió abatirlo lanzándole un puñal a veinte pasos; los viajeros cenaron bien. Se fueron a dormir temprano para compensar lo accidentado de la noche anterior, y a la mañana siguiente vislumbraron al sudeste las torres de Sousa.

—Será mejor que te quedes aquí —le recomendó Ananáis a Tenaka—. Es posible que, a estas alturas, tu descripción haya circulado por todo Drenai. ¿Por qué diablos escribiste esa maldita carta? ¡No es muy sensato avisar a la víctima de que su asesino está en camino!

—Al contrario, amigo mío. La paranoia lo devorará vivo. Lo mantendrá despierto y al límite, y le impedirá pensar con claridad. Y cada día que pase sin que reciba noticias mías, su temor irá en aumento. Lo hará sentirse inseguro.

—Tú verás —dijo Ananáis—. En cualquier caso, yo me encargaré de llevar a Renia a la ciudad.

—Muy bien. Aguardaré aquí.

—¿Y Renia no tiene nada que decir? —dijo la joven, con tono inocente.

—No creía que fuera a parecerte mal —respondió Tenaka, desconcertado.

—¡Pues me lo parece! —espetó ella—. No soy tu propiedad, e iré adonde quiera.

Se sentó en un tronco caído, se cruzó de brazos y se quedó mirando hacia los árboles.

—Yo creía que querías ir a Sousa.

—No. Aulin quería que fuese allí.

—De acuerdo. ¿Adonde quieres ir, pues?

—Aún no estoy segura. Ya te lo diré.

Tenaka meneó la cabeza y se volvió hacia el gigante, separando las manos.

—Yo iré de todas formas —dijo Ananáis, encogiéndose de hombros—. Necesitamos comida, y no nos vendrá mal un poco de información. Veré si me puedo enterar de algo.

—No te metas en líos —le advirtió Tenaka.

—No te preocupes por mí; me las arreglaré. Lo único que tengo que hacer es encontrar a un grupo nutrido de tipos altos que lleven máscaras negras y mezclarme con ellos.

—Ya me entiendes.

—Sí. No te preocupes. No voy a arriesgar la mitad de nuestro ejército en una misión de reconocimiento.

Tenaka lo observó mientras se alejaba, y después volvió su atención a Renia. Apartó la nieve que cubría el tocón y se sentó a su lado.

—¿Por qué no quieres ir con él?

—¿Quieres que vaya? —replicó la joven, mirándolo directamente a los ojos violeta.

—¿Que si quiero…? ¿Qué tratas de decir?

Renia se recostó en él. Tenaka percibió el aroma almizcleño de la piel de la joven y se fijó de nuevo en la elegancia de su cuello y en la oscura belleza de aquellos ojos.

—Quiero estar a tu lado —susurró Renia.

Tenaka cerró los ojos para librarse del hechizo de su belleza, pero el aroma no se desvaneció.

—Esto es una locura —dijo. Se levantó.

—¿Por qué?

—Porque no voy a vivir mucho tiempo. ¿No lo entiendes? Matar a Ceska no es un juego. Sólo tengo una posibilidad entre mil de salir con vida.

—Es un juego —replicó ella—. Un juego de hombres. No necesitas matar a Ceska. No tienes por qué cargar sobre tus hombros la responsabilidad de los drenai.

—Ya lo sé. Es algo personal. Pero lo intentaré, y también Ananáis.

—Y yo. Tengo tantos motivos como vosotros para odiar a Ceska. Es el responsable de la muerte de Aulin.

—Pero eres una mujer —dijo Tenaka, desesperado.

Renia se echó a reír; una risa franca y divertida.

—Oh, Tenaka, no sabes cuánto tiempo he esperado a que dijeras alguna tontería. Siempre eres tan certero, tan inteligente… ¡Una mujer, nada menos! Sí, lo soy. Y algo más. Si hubiera querido, probablemente podría haber liquidado yo misma a aquellos cuatro soldados. Soy tan fuerte como tú, quizá más, y puedo moverme con la misma rapidez. ¡Sabes que soy una mezclada! Aulin me encontró en Drenan. Estaba arrastrándome con la espalda rota y una pierna destrozada. Le di pena y me llevó a las Estatuas, donde utilizó las máquinas con el fin para el que habían sido creadas: me curó mezclándome con uno de los bichos de Ceska. ¿Sabes qué usó?

—No —dijo Tenaka.

Saltó del tronco caído a tal velocidad que Tenaka sólo distinguió un borrón en movimiento. El guerrero levantó los brazos cuando ella lo derribó en la nieve, dejándolo sin respiración. En cuestión de instantes se hallaba inmovilizado contra el suelo. Forcejeó, pero fue incapaz de librarse.

Sujetándole las manos contra el suelo nevado, la joven retorció el cuerpo y se colocó sobre él, con su rostro casi tocando el del guerrero.

—Me mezcló con una pantera —dijo.

—Habría bastado con que lo dijeras; lo habría creído —replicó Tenaka—. La demostración era innecesaria.

—No para mí —dijo Renia—. Ahora te tengo a mi merced.

Tenaka sonrió. Arqueó la espalda y se retorció. Con un grito de sorpresa, Renia cayó hacia la izquierda. Tenaka se escurrió y se colocó sobre ella, sujetándole los brazos.

—Rara vez estoy a merced de alguien, jovencita —dijo.

—¿Y ahora? —preguntó la mujer, arqueando una ceja—, ¿qué vas a hacer?

Tenaka enrojeció y no supo qué decir. No se movió. Podía sentir la calidez de aquel cuerpo, oler el perfume de aquella piel.

—Te quiero —dijo Renia—. ¡De verdad!

—No puedo. No tengo tiempo. Ni futuro.

—Yo tampoco. ¿Qué hay en el mundo para un mezclado? Bésame.

—No.

—Por favor.

Tenaka no respondió. No pudo, porque los labios de ambos se unieron.