DOS

Tenaka durmió, y unos sueños familiares regresaron para acosarlo.

La estepa se extendía ante él como un inalterable océano verde que llegaba hasta el extremo del mundo. El caballo se encabritó cuando el jinete tiró de las riendas y lo hizo galopar hacia el sur; los cascos repiqueteaban contra el duro suelo.

El viento seco le golpeaba el rostro. Tenaka sonreía.

Allí, sólo allí, era su propio dueño.

Medio nadir, medio drenai; nada completo. Un producto de la guerra, un símbolo de carne y hueso de una paz inestable. En las tribus lo toleraban, y lo trataban con la cortesía que correspondía a alguien por cuyas venas corría la sangre de Ulric, pero no con camaradería. En dos ocasiones, las tribus habían sido rechazadas por el poder de los drenai. En una ocasión, mucho tiempo atrás, el legendario Conde de Bronce había defendido Dros Delnoch frente a las hordas de Ulric. Veinte años antes, el Dragón había diezmado el ejército de Jongir.

Y allí estaba Tenaka, un recordatorio viviente de la derrota.

De modo que cabalgó en solitario y realizó todas las tareas que se le encomendaron. Con la espada, el arco, la lanza y el hacha había alcanzado un dominio que superaba al de sus coetáneos, pues mientras los demás dejaban de entrenarse para dedicarse a los juegos propios de su edad, él seguía practicando. Escuchaba a los más sabios, contemplando la guerra y las batallas desde otro nivel, y su mente despierta asimilaba las enseñanzas.

Algún día lo aceptarían. Si era paciente.

Pero había cabalgado hasta su hogar, en la ciudad de tiendas, y había visto a su madre aguardando junto a Jongir. La mujer estaba llorando.

Y lo supo.

Descabalgó de un salto y se inclinó ante el jan, sin hacer caso de su madre, guardando las formas.

—Es hora de que vayas a casa —dijo Jongir.

Tenaka no dijo nada; se limitó a asentir.

—Tienen un puesto para ti en el Dragón. Es tu derecho como hijo de un conde. —El jan parecía incómodo, y no se enfrentó a la mirada de Tenaka—. Está bien; di algo —espetó.

—Se hará como deseéis, mi señor.

—¿No solicitas quedarte?

—Si lo deseáis.

—No deseo nada de ti.

—Entonces, ¿debo marcharme?

—Mañana. Te escoltarán veinte jinetes, como corresponde a un nieto mío.

—Me honráis, mi señor.

El jan asintió, echó una mirada a Shillat y se marchó. Shillat apartó la lona de la entrada de la tienda, y Tenaka entró. La mujer lo siguió y, una vez en el interior, Tenaka se volvió hacia ella y la abrazó.

—Oh, Tenaka —susurró ella, entre sollozos—. ¿Qué más tendrás que hacer?

—Quizá encuentre mi hogar en Dros Delnoch —dijo Tenaka. Pero tal esperanza murió en su interior en el momento de pronunciar aquellas palabras, pues no era un estúpido.

Tenaka se despertó y oyó el sonido de la tormenta y el viento golpeando en la ventana. Se estiró y echó un vistazo al fuego; se había reducido a unas brasas incandescentes. La joven dormía en la silla, respirando profundamente.

Se levantó, se acercó a la chimenea, echó más leña y sopló hasta que las llamas volvieron a prender. Después prestó atención al anciano: no tenía buen color. Tenaka se encogió de hombros y abandonó la estancia. El pasillo estaba helado, y los tablones crujieron bajo sus botas. Fue hasta la cocina y el pozo interior; bombear era un trabajo duro, pero el ejercicio le sentó bien y fue recompensado cuando el agua empezó a caer en el cubo de madera. Se quitó el jubón oscuro y la camisa de lana gris y se lavó, disfrutando del contacto gélido, casi doloroso, del agua en la piel cálida.

Se quitó el resto de la ropa y se dirigió a la zona de ejercicios. Giró, saltó y aterrizó con agilidad. Cortó el aire con la mano derecha; luego, con la izquierda. Rodó por el suelo, arqueó la espalda y saltó como un resorte para levantarse.

Desde la entrada, oculta por las sombras del pasillo, Renia lo observaba fascinada. El hombre se movía como un bailarín, y a la vez había algo de salvaje en la escena; cierto elemento primordial que era a la vez hermoso y mortífero. Los pies y las manos eran armas que golpeaban y mataban a adversarios invisibles. Pero el rostro de aquel hombre permanecía sereno y desprovisto de pasión.

Renia se estremeció. Deseaba volver al refugio de la habitación, pero era incapaz de moverse. La piel de Tenaka tenía el color del oro a la luz del sol, con un aspecto suave y cálido, pero los músculos que cubría se tensaban y henchían como si fueran de acero plateado. Renia cerró los ojos y retrocedió, deseando no haber visto aquello.

Tenaka se limpió el sudor del cuerpo y se vistió con rapidez; estaba hambriento. Al regresar a la habitación sintió el cambio en la atmósfera. Renia evitó su mirada mientras se sentaba junto al anciano y le acariciaba el pelo canoso.

—La tormenta está pasando —dijo Tenaka.

—Así es.

—¿Qué sucede?

—Nada… Pero Aulin no parece respirar como es debido. ¿Crees que se repondrá?

Tenaka se unió a ella, cogió la frágil muñeca del anciano y le buscó el pulso. Era débil e irregular.

—¿Cuándo fue la última vez que comió? —le preguntó a la joven.

—Hace dos días.

Tenaka rebuscó en su morral, y sacó una bolsa con tasajo y un paquetito de avena.

—Ojalá tuviera azúcar —dijo—, pero esto tendrá que servir. Vete a por agua y busca un cazo.

Renia abandonó la habitación sin decir palabra. Tenaka sonrió. Así que se trataba de eso: lo había visto ejercitándose y aquello, por algún motivo, la había alterado. Sacudió la cabeza.

La joven regresó con un cazo de hierro lleno de agua.

—Tira la mitad —le dijo Tenaka.

La joven la derramó junto a la puerta, y él cogió el cazo, lo puso junto al fuego y, con el cuchillo, fue cortando trozos de carne y arrojándolos dentro. Después colocó el cazo con cuidado sobre las llamas.

—¿Por qué no has dicho nada antes? —le preguntó a la joven, de espaldas.

—No sé a qué te refieres.

—Cuando me has visto haciendo ejercicio.

—No te vi.

—Entonces, ¿cómo sabías dónde encontrar el cazo y coger el agua? No saliste por la noche; me habría dado cuenta.

—¿Quién eres tú para interrogarme? —exclamó Renia. Tenaka se volvió hacia ella.

—Soy un desconocido. No necesitas mentirme ni intentar aparentar nada. Es sólo con los amigos con quienes se necesitan las máscaras.

Renia se sentó junto al fuego y estiró las piernas ante las llamas.

—Una pena —dijo en voz baja—. ¿No es con los amigos con quien se puede relajar uno?

—Es más fácil con los desconocidos, pues sólo asoman en tu vida durante un instante. No puedes decepcionarlos, pues no les debes nada, ni ellos esperan nada de ti. A los amigos les puedes hacer daño, porque ellos sí que lo esperan todo.

—Debes de haber tenido amigos extraños.

Tenaka removió el caldo con la hoja del puñal. De repente se sentía incómodo; le parecía que, de algún modo, había perdido el control de la conversación.

—¿De dónde eres? —preguntó.

—Creí que no te importaba.

—¿Por qué no has dicho nada?

Los ojos de la joven se entrecerraron; volvió la cabeza.

—No quería romper tu concentración.

Era mentira y ambos lo sabían, pero la tensión disminuyó y el silencio los envolvió, acercándolos. En el exterior, la tormenta fue decayendo, y lo que antes había sido un rugido no era ya más que un murmullo.

Cuando el caldo fue cogiendo color, Tenaka añadió avena para espesarlo y, por último, un poco de sal de su exigua reserva.

—Huele bien —dijo Renia, inclinándose hacia el fuego—. ¿Qué carne es?

—Mula, sobre todo —respondió Tenaka.

Fue a la cocina y cogió unos viejos platos de madera. Cuando regresó, Renia había despertado al anciano y lo estaba ayudando a sentarse.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Tenaka.

—¿Eres guerrero? —preguntó Aulin, mirándolo con temor.

—Sí, pero no debes temerme.

—¿Nadir?

—Mercenario. Te he hecho un estofado.

—No tengo hambre.

—Come de todas formas —le ordenó Tenaka.

El anciano se tensó ante el tono autoritario de su voz, apartó la mirada y bajó la cabeza. Renia le fue dando de comer lentamente, y Tenaka se quedó sentado junto a la hoguera. Era un desperdicio de comida; el viejo se estaba muriendo. Aun así, no lo lamentaba, y no lograba comprender por qué.

Cuando acabaron de comer, Renia recogió los platos y el cazo.

—Mi abuelo quiere hablar contigo —dijo, y salió de la habitación.

Tenaka se acercó a la cama y observó al moribundo. Los ojos grises de Aulin brillaban a causa de la fiebre incipiente.

—No soy fuerte —dijo el anciano—. Nunca lo fui. Les he fallado a todos los que han confiado en mí. Excepto a Renia… A ella nunca le fallé. ¿Me crees?

—Sí —respondió Tenaka. ¿Por qué los hombres débiles siempre sentían la necesidad de confesarse?

—¿La protegerás?

—No.

—Puedo pagarte. —Aulin aferró el brazo de Tenaka—. Tan sólo llévala a Sousa. La ciudad está a apenas cinco o seis días de viaje hacia el sur.

—No eres nada para mí, ni te debo nada, y no puedes pagarme lo suficiente.

—Renia dice que eres un dragón. ¿Dónde está tu sentido del honor?

—Enterrado en las arenas del desierto. Perdido en el torbellino de las nieblas del tiempo. No quiero hablar contigo, anciano. No tienes nada que decir.

—¡Escucha, por favor! —suplicó Aulin—. Cuando era joven serví en el Consejo. Apoyé a Ceska y trabajé por su triunfo. Creía en él. Así que soy, al menos en parte, responsable de los espantosos horrores que ha descargado sobre estas tierras. Hubo un tiempo en que fui sacerdote de la Fuente, y mi vida estaba en armonía. Ahora me muero y ya no sé nada. Pero no puedo morir dejando que Renia caiga en manos de los mezclados. No puedo, ¿no lo ves? Mi vida entera ha sido un fracaso; mi muerte debe servir para algo.

—Escucha tú ahora —dijo Tenaka, apartando la mano del anciano para levantarse—. He venido a matar a Ceska. No espero salir con vida, pero no tengo tiempo ni ganas para hacerme cargo de tus responsabilidades. Si quieres asegurarte de que la muchacha llega a Sousa, recupérate. Muestra algo de determinación.

De repente el anciano sonrió, y su tensión y su miedo desaparecieron.

—¿Quieres matar a Ceska? —dijo con un susurro—. Puedo ofrecerte algo mejor.

—¿Mejor? ¿Qué podría ser mejor?

—Hacerlo caer. Destruir su reino.

—Matarlo debería servir para eso.

—Desde luego, pero después, alguno de sus generales ocuparla su lugar. Puedo proporcionarte el secreto que destruirá su imperio y liberará a los drenai.

—Si vas a contarme un cuento de espadas encantadas o conjuros místicos, no pierdas el tiempo. Ya me los han contado todos.

—No. Prométeme que protegerás a Renia hasta que llegue a Sousa —dijo Aulin.

—Lo pensaré.

El fuego había empezado a apagarse de nuevo, y Tenaka lo alimentó con la leña que quedaba, antes de abandonar la habitación e ir en busca de la joven. La encontró sentada en la fría cocina.

—No quiero tu ayuda —dijo ella, sin alzar la mirada.

—No la he ofrecido aún.

—No me importa que me atrapen.

—Eres demasiado joven para que no te importe —replicó Tenaka, arrodillándose ante ella y levantándole la barbilla—. Te acompañaré hasta Sousa.

—¿Estás seguro de que te puede pagar lo suficiente?

—Él dice que sí.

—No me caes muy bien, Tenaka Jan.

—¡Bienvenida a la opinión de la mayoría!

La dejó a solas y regresó a la habitación, junto al anciano. Entonces se echó a reír, se acercó a la ventana, y lanzó su risa al viento invernal.

Ante él, el bosque se extendía como una eternidad blanca.

Tras él, el anciano estaba muerto.

Al oír las carcajadas, Renia entró en la habitación. El brazo de Aulin colgaba por un lado de la cama y sus dedos huesudos señalaban el suelo. Tenía los ojos cerrados y la expresión serena. La joven se acercó a él y le acarició una mejilla con delicadeza.

—Se acabaron las huidas, Aulin. Se acabó el miedo. Que la Fuente te acompañe a casa.

Le cubrió el rostro con la manta. Tenaka guardaba silencio.

—Tu compromiso con él ha terminado —le dijo Renia.

—Todavía no —replicó él. Cerró la ventana—. Me dijo que conocía la forma de terminar con el reinado de Ceska. ¿Sabes de qué hablaba?

—No.

La joven se apartó de Tenaka y recogió su capa, invadida por una repentina sensación de vacío. Se detuvo, y la capa cayó de sus manos. Contempló el fuego moribundo y sacudió la cabeza. La realidad pareció difuminarse. ¿Quedaba algo por lo que vivir?

Nada.

¿Quedaba algo por lo que preocuparse?

Nada.

Se arrodilló junto al fuego mirándolo sin parpadear, mientras un intenso dolor ocupaba su vacío interior. La vida de Aulin había estado marcada de forma ininterrumpida por la amabilidad, la ternura y la generosidad. Nunca había sido cruel ni malicioso intencionadamente; jamás había sentido ambición. Pero había terminado sus días en un barracón abandonado, perseguido como un criminal, traicionado por sus amigos y olvidado por los dioses.

Tenaka la observaba sin mostrar ninguna emoción en los ojos violeta. Estaba familiarizado con la muerte.

En silencio, fue guardando sus pertenencias en el morral. Después hizo levantarse a la joven, le puso la capa y, con delicadeza, la guió hasta la entrada.

—Espera aquí —le dijo.

Regresó junto al lecho y apartó la manta del cadáver. Los ojos del anciano estaban abiertos y parecían observar al guerrero.

—Duerme en paz —susurró Tenaka—. Cuidaré de ella.

Cerró los ojos muertos y plegó la manta.

En el exterior, el aire era frío. El viento se había detenido, y el sol brillaba débilmente en el cielo despejado. Tenaka inspiró profundamente.

—Se acabó —susurró Renia. Tenaka miró a su alrededor.

Cuatro guerreros habían abandonado la cobertura de los árboles y se acercaban a ellos espada en mano.

—Déjame —dijo la joven.

—Calla.

Se descolgó el morral, lo dejó caer en la nieve y se echó la capa hacia atrás, revelando la espada envainada y el cuchillo de caza. Se adelantó diez pasos y aguardó a los guerreros, examinándolos uno por uno.

Llevaban las corazas rojo y bronce de Delnoch.

—¿Qué buscáis? —les preguntó Tenaka cuando se encontraron más cerca.

Ningún soldado respondió, lo que los identificaba como veteranos; se separaron ligeramente, listos para reaccionar a cualquier acción de aquel guerrero.

—¡Hablad, o el emperador tendrá vuestras cabezas! —amenazó Tenaka. Aquello los detuvo, y dirigieron la mirada al espadachín de rasgos afilados que avanzaba por la izquierda; sus ojos azules eran fríos y malévolos.

—¿Desde cuándo un salvaje del norte hace promesas en nombre del emperador? —siseó.

Tenaka sonrió. Se habían detenido y esperaban una respuesta. Habían perdido la iniciativa.

—Quizá deba explicarlo —dijo, mostrando una sonrisa y acercándose al que había hablado—. Se trata de que…

La mano de Tenaka salió disparada, con los dedos extendidos, y aplastó la nariz del soldado. El fino cartílago se le hundió en el cerebro, y el hombre cayó sin emitir un sonido. Tenaka giró y saltó, y su bota golpeó el cuello de otro soldado. Mientras saltaba había desenvainado el cuchillo de caza, y cuando sus talones tocaron el suelo desvió una estocada, para hundir de inmediato la hoja en el cuello de su adversario.

El cuarto soldado corría hacia Renia enarbolando la espada. La joven estaba inmóvil, esperando, observándolo sin interés.

Tenaka lanzó el cuchillo de caza, y la empuñadura alcanzó el casco del guerrero, que perdió el equilibrio y cayó en la nieve; la espada se le escapó de la mano. Tenaka corrió hacia él mientras intentaba levantarse y se arrojó sobre la espalda del soldado, que cayó de nuevo, perdiendo el casco. Tenaka lo agarró por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás. Con la otra mano lo sujetó por el mentón y dio un tirón brusco hacia la izquierda. El cuello del soldado se quebró como una rama seca.

Tenaka recuperó el cuchillo, lo limpió y lo enfundó mientras escrutaba el claro. Todo estaba en silencio.

—Nadir somos —susurró, cerrando los ojos.

—¿Nos vamos? —preguntó Renia.

—¿Se puede saber qué te pasa? —Tenaka le agarró un brazo, asombrado, y la miró a los ojos—. ¿Es que quieres morir?

—No —respondió Renia con expresión ausente.

—Entonces ¿por qué no te has movido?

—No lo sé. ¿Nos vamos?

Las lágrimas le inundaron los ojos oscuros y corrieron por sus mejillas, pero su semblante pálido permanecía impasible. Tenaka alzó una mano y le limpió una lágrima.

—No me toques, por favor —dijo ella en voz baja.

—Escúchame. El anciano quería que vivieses; te apreciaba.

—No importa.

—¡A él le importaba!

—¿Y a ti?

La pregunta lo cogió por sorpresa, como un golpe. La encajó y miró en su interior, buscando la respuesta correcta.

—Sí, me importa. —La mentira surgió con facilidad, y tuvo que esperar a haber hablado para darse cuenta de que no era mentira.

—Iré contigo. —Renia lo miró a los ojos y asintió—. Pero no olvides esto: Soy una maldición para todos los que me aprecien. La muerte me persigue, porque nunca debería haber vivido.

—La muerte nos persigue a todos, y nunca falla —replicó Tenaka.

Echaron a andar juntos hacia el sur, y se detuvieron ante el dragón de piedra. La lluvia helada le había cubiertos los costados, dándoles un brillo diamantino. Tenaka miró hacia el rostro de la estatua y se quedó sin aliento. Al correr por la mandíbula de la estatua y congelarse, el agua había formado un nuevo par de colmillos de hielo resplandeciente, recreando su grandeza, restableciendo su poder.

Tenaka asintió, como si hubiera escuchado un mensaje silencioso.

—Es preciosa —dijo Renia.

—Es algo mejor —dijo Tenaka en un susurro—. Está viva.

—¿Viva?

—Aquí —respondió, llevándose una mano al corazón—. Me está dando la bienvenida a casa.

Avanzaron hacia el sur durante todo un largo día. Tenaka habló poco, concentrado en las sendas cubiertas de nieve y atento a la presencia de patrullas en los alrededores. No podía saber si aquellos cuatro soldados eran todos los perseguidores o si había más grupos tras la joven.

Era extraño, pero no le preocupaba. Marcaba el paso, volviendo la vista atrás pocas veces, sólo para comprobar si Renia aguantaba bien. Cuando se detenía para otear el horizonte o en busca de zonas de terreno despejado, ella estaba siempre justo detrás de él.

Por su parte, Renia lo seguía en silencio, con la mirada fija en el alto guerrero, apreciando la seguridad de sus movimientos y el cuidado con que escogía la ruta. En su mente se reproducían dos escenas una y otra vez: la danza sin ropa en el gimnasio abandonado y la danza de la muerte con los soldados, en la nieve. Una escena se superponía con la otra, mezclándose. Era la misma danza. Los movimientos eran fluidos, felinos, mientras saltaba y giraba. En comparación, los soldados parecían torpes, desmadejados, como marionetas lentrianas colgadas de hilos.

Y habían muerto. Se preguntó si tendrían familia. Probablemente. Si querrían a sus hijos. Probablemente, también. Se habían adentrado en aquel claro llenos de confianza, y aun así, en cuestión de instantes, ya no estaban.

¿Por qué?

Porque habían decidido bailar con Tenaka Jan.

Renia se estremeció. La luz comenzaba a desvanecerse, y desde los árboles se extendían sombras sigilosas.

Tenaka decidió encender una hoguera junto a un saliente rocoso, a resguardo del viento. Montó el campamento en la oquedad rodeada por robles retorcidos, donde el fuego quedaba bien apantallado. Renia se le unió y recogió ramas caídas, que apiló con cuidado, presa de una sensación de irrealidad.

Pensó que el mundo entero debería estar así, limpio y cubierto de hielo; todas las plantas dormían esperando la dorada perfección de la primavera; todo el mal estaba oculto bajo el hielo purificador. Ceska y sus legiones de híbridos demoníacos se desvanecerían como las pesadillas de la infancia, y la felicidad regresaría a Drenai, como el regalo del amanecer.

Tenaka sacó un cazo del morral, lo colocó sobre el fuego e introdujo en él puñados de nieve hasta llenarlo por la mitad. Cuando empezó a hervir el agua, sacó de un paquete una generosa cantidad de avena, la introdujo en el cazo y añadió sal. Renia lo observaba en silencio, con la mirada fija en los ojos violeta rasgados. Una vez más, sentada junto al fuego, se sintió en paz.

—¿A qué has venido? —le preguntó.

—A matar a Ceska —respondió Tenaka mientras removía las gachas con un cucharón de madera.

—¿A qué has venido? —repitió ella.

Transcurrió un largo rato, pero Renia sabía que el guerrero no había pasado por alto la pregunta, y aguardó, disfrutando del calor del fuego y de la intimidad.

—No tenía ningún lugar adonde ir. Mis amigos han muerto. Mi esposa… No tengo nada. Lo cierto es que nunca tuve… nada.

—Tuviste amigos. Y una esposa.

—Sí. No es fácil de explicar. Había un sabio en Ventria, cerca de donde yo vivía. Charlaba con él a menudo y hablábamos de la vida, del amor, de la amistad. Me reprendía a menudo y me hacía enfadar. Hablaba de diamantes de arcilla. —Tenaka meneó la cabeza y se quedó en silencio.

—¿Diamantes de arcilla?

—No importa. Háblame de Aulin.

—No sé qué pretendía decirte.

—Te creo —dijo Tenaka—. Háblame de él, simplemente.

Retiró el cazo de la hoguera con ayuda de dos palos y lo dejó en el suelo para que se enfriara. Renia se inclinó hacia delante y echó más leña a la hoguera.

—Era un hombre pacífico, un sacerdote de la Fuente. Pero también era arcanista, y nada le gustaba más que hacer batidas en busca de reliquias de los Antiguos. Se labró una reputación con eso. Me explicó que cuando Ceska recurrió a él para conseguir poder, lo apoyó al principio, porque creyó en sus promesas de un futuro mejor. Pero entonces comenzó el terror. Y los mezclados…

—A Ceska siempre lo atrajo la brujería —dijo Tenaka.

—¿Lo conociste?

—Sí. Continúa.

—Aulin fue uno de los primeros que exploraron el Asentamiento de las Estatuas. Encontró la entrada oculta, bajo el bosque, y las máquinas que allí había. Según me dijo, su investigación demostró que las máquinas habían sido creadas para curar ciertas enfermedades sufridas por los Antiguos, pero en vez de usarlas del mismo modo, los acólitos de Ceska crearon a los mezclados. Al principio se empleaban sólo en los coliseos, donde se despedazaban entre ellos para disfrute de la plebe, pero no tardaron en aparecer en las calles de Drenan luciendo armaduras y el emblema de la guardia de Ceska.

»Aulin se sentía culpable y viajó a Delnoch con el pretexto de estudiar la Sala de la Luz, situada en el subsuelo de la fortaleza. Allí sobornó a un guardia e intentó escapar atravesando el territorio sathuli, pero entonces comenzó la persecución y nos vimos obligados a dirigimos hacia el sur.

—¿En qué momento apareces tú en esta historia? —quiso saber Tenaka.

—No me has preguntado por mí, sino por Aulin.

—Te pregunto ahora.

—¿Puedo comerme unas gachas?

Tenaka asintió, comprobó que el cazo no quemaba y se lo pasó a Renia. La joven comió en silencio y le pasó el resto. Cuando acabaron de comer, el guerrero se recostó en la fría roca.

—Te envuelve un misterio, jovencita, pero lo dejaré correr. El mundo sería un lugar muy triste si no hubiera misterios.

—El mundo es un lugar muy triste —replicó Renia—, lleno de muerte y terror. ¿Por qué el mal es mucho más fuerte que el amor?

—¿Quién dice eso?

—No has vivido entre los drenai. Se persigue a los hombres como Aulin, como si fueran criminales; se ejecuta a los agricultores por no cumplir unas cuotas de cosecha absurdas; los coliseos se llenan de multitudes rugientes que ríen mientras las fieras destrozan a mujeres y niños. ¡Es repugnante!

—Se terminará —dijo Tenaka amablemente—. De momento, es hora de dormir.

Tendió una mano hacia la joven, pero esta retrocedió de un salto, con sus ojos oscuros repentinamente inundados de temor.

—No te haré ningún daño —dijo él—, pero tenemos que dejar que se apague el fuego. Compartiremos el calor y nada más. Confía en mí.

—Puedo dormir sola —dijo Renia.

—Como quieras.

Tenaka desató la manta y se la pasó a la joven; después se arrebujó en la capa, apoyó la cabeza en la roca y cerró los ojos.

Renia se tendió en el frío suelo con la cabeza apoyada en un brazo.

A medida que se iba apagando el fuego, el frío nocturno fue en aumento y empezó a apoderarse de sus extremidades. Se despertó temblando incontrolablemente; se sentó y se frotó las piernas entumecidas.

Tenaka abrió los ojos y le tendió la mano.

—Ven —dijo.

Renia se acercó; él abrió la capa y la envolvió, dejando que se recostara en su pecho, y después cubrió a ambos con la manta. La joven se hizo un ovillo sobre él, aún temblando.

—H-háblame de los d-d-diamantes de arcilla —dijo.

—El sabio se llamaba Kias. —Tenaka sonrió—. Decía que hay demasiadas personas que pasan por la vida sin detenerse a disfrutar de lo que tienen, y me habló de un hombre al que un amigo le había regalado una jarra de arcilla. El amigo le dijo: «Examínala cuando tengas tiempo». Pero no era más que una jarra de arcilla, y aquel hombre la dejó a un lado y siguió con su vida, dedicada a acumular riquezas. Un buen día, cuando ya era anciano, cogió la jarra y la destapó. En el interior había un enorme diamante.

—No lo entiendo.

—Kias decía que la vida era como esa jarra de arcilla: a menos que la examinemos y la comprendamos, no podremos disfrutarla.

—A veces, comprenderla demasiado quita la alegría —susurró Renia.

Tenaka no respondió, y volvió la mirada al cielo nocturno y las estrellas distantes. Renia cayó en un sueño sin sueños. La cabeza se le salió de la capucha que cubría su cabello corto. Tenaka alargó una mano para cubrirla de nuevo, pero se detuvo al tocarle la cabeza. No era que se hubiera cortado el pelo; había crecido cuanto podía crecer. No se trataba de pelo, sino de un pelaje suave como el visón. Volvió a colocarle la capucha con delicadeza y cerró los ojos.

La joven era una mezclada; mitad humana, mitad animal.

No era extraño que no le preocupara vivir.

Se preguntó si habría diamantes en la arcilla para alguien como ella.