UNO

Los barracones estaban cubiertos por un manto de nieve; las ventanas abiertas y rotas semejaban viejas heridas sin curar. El gran patio, que tiempo atrás habían pisoteado diez mil soldados, se veía desnivelado por la hierba que intentaba abrirse paso a través de la nieve que la cubría.

Hasta el dragón había sido objeto de crueles vejaciones: tenía las alas de piedra arrancadas, los colmillos destrozados a mazazos, y la faz manchada de pintura roja. Tenaka tuvo la impresión, mientras le rendía silencioso homenaje, de que la estatua lloraba lágrimas de sangre.

Al contemplar el patio de armas, los recuerdos afloraron con intensidad: Ananáis daba órdenes a gritos a los soldados; órdenes contradictorias que los hacían chocar entre ellos hasta que acababan cayendo al suelo.

—¡Ratas de estercolero! —exclamaba aquel gigante rubio—. ¿Y os atrevéis a llamaros soldados?

Las imágenes se desvanecieron hasta convertirse en el blanco y fantasmal vacío de la realidad, y Tenaka sintió un escalofrío. Se acercó a un pozo junto al que yacía un cubo ajado cuya asa seguía atada a una cuerda desgastada. Echó el cubo al pozo y oyó el sonido del hielo al romperse, tras lo cual sacó agua y se acercó con ella al dragón.

La pintura no salía con facilidad, pero Tenaka trabajó durante una hora; con el puñal eliminó los últimos restos de rojo incrustados en la piedra. Después saltó al suelo y contempló su obra.

Incluso sin la pintura, la estatua tenía un aspecto lamentable y humillado.

Tenaka volvió a pensar en Ananáis.

—Quizá sea mejor que hayas muerto, en vez de vivir para contemplar esto —dijo.

Empezó a llover; las gotas eran agujas de hielo que le golpeaban el rostro. Tenaka se echó el morral al hombro y corrió hacia los barracones abandonados. La puerta colgaba de los goznes, y el guerrero entró en los que habían sido los alojamientos de los oficiales. Una rata se escabulló entre las sombras, pero Tenaka no le prestó atención y siguió andando hasta los aposentos más amplios de la parte trasera. Dejó caer el morral en su antigua habitación y rió entre dientes al ver la chimenea; estaba llena de leña, lista para ser encendida.

El último día, aun sabiendo que se marchaban, alguien había entrado en la habitación y había dejado el fuego preparado.

Se preguntó si habría sido Decado, su ayudante.

Lo dudaba; no tenía ningún rasgo sentimental en su carácter. Había sido un asesino despiadado, que mantenía el control a duras penas gracias a la férrea disciplina del Dragón y a su propio y estricto sentido de la lealtad al regimiento.

Entonces, ¿quién?

Pasado un rato dejó de repasar los rostros que volvían a su memoria. Nunca lo sabría.

«Después de quince años, la madera estará suficientemente seca para arder sin humo», se dijo mientras colocaba yesca bajo los leños. Las llamas no tardaron en extenderse, y el fuego prendió.

Siguiendo un impulso repentino se acercó a los paneles que cubrían una pared y buscó el compartimento oculto. En el pasado se habría abierto suavemente al primer contacto; en aquella ocasión chirrió como un resorte oxidado. Lo abrió con cuidado. Tras el panel había un pequeño hueco, donde habían retirado una losa de piedra muchos años antes de la disolución. En el trozo de pared del fondo se podía leer, en escritura nadir:

Nadir somos; recién nacidos empuñamos el hacha, escribimos con sangre, la victoria aguarda.

Tenaka sonrió por primera vez en varios meses, ligeramente aliviado de su pesar. Los años parecieron alejarse al vuelo y volvió a verse como el joven recién llegado de las estepas que acudía para ocupar su puesto en el Dragón. Volvió a sentir la mirada de sus nuevos compañeros, y su hostilidad apenas disimulada.

Un príncipe nadir en el Dragón. Inconcebible, casi obsceno. Pero se trataba de un caso excepcional.

El Dragón había sido creado por Magnus el Lacerador cien años antes, después de la primera guerra nadir, cuando Ulric, el invencible señor de la guerra, había guiado a sus hordas contra las murallas de Dros Delnoch, la mayor fortaleza del mundo, sólo para ser rechazado por el Conde de Bronce y sus guerreros.

El Dragón debía ser el arma que protegiera Drenai de las futuras invasiones nadir.

Y sin embargo, como una pesadilla hecha realidad, y mientras aún estaban frescos los recuerdos de la Segunda Guerra Nadir, un hombre de las tribus había sido admitido en el regimiento. Peor aún: se trataba de un descendiente directo del mismísimo Ulric. Pero no habían tenido más remedio que concederle su sable: sólo era nadir por parte materna.

Por línea paterna era el bisnieto de Regnak el Vagabundo. El Conde de Bronce.

Todo un problema para los que ansiaban odiarlo. ¿Cómo iban a poder descargar su odio contra el descendiente del mayor héroe de Drenai?

No fue fácil, pero se las arreglaron.

Le empapaban la almohada de sangre de cabra, le metían escorpiones en las botas, le cortaban las cinchas de la silla de montar y, en una ocasión, una víbora apareció en su lecho.

La serpiente estuvo a punto de matarlo cuando le hundió los colmillos en un muslo mientras él se apartaba de un salto. Con el puñal que tenía en la mesilla, mató a la serpiente y se hizo unos cortes en la mordedura, esperando que la hemorragia arrastrase la ponzoña. Después se acostó, muy quieto, sabedor de que el menor movimiento por su parte aceleraría la circulación del veneno. Oyó pisadas en el pasillo y supo que se trataba de Ananáis, el comandante de la guardia, que regresaba a sus aposentos acabado su turno.

No quería llamarlo, pues sabía que Ananáis no lo miraba con buenos ojos. Pero tampoco quería morir. Gritó el nombre de Ananáis; la puerta se abrió, y la silueta del gigante rubio se recortó en la entrada.

—Me ha mordido una víbora —dijo Tenaka.

Ananáis agachó la cabeza para pasar bajo el dintel, entró en la habitación, se acercó a la cama y apartó de una patada la serpiente muerta. Después examinó la herida de la pierna de Tenaka.

—¿Cuándo ha sido? —preguntó.

—Hará una vuelta de reloj.

—Los cortes no son bastante profundos —dijo con un gesto de asentimiento. Tenaka le tendió el puñal—. No. Si los ahondamos más, cortaremos los músculos principales.

Ananáis se inclinó, puso la boca en la herida y succionó el veneno. Después aplicó un torniquete y fue en busca del médico.

Aunque sacaron la mayor parte del veneno, el joven príncipe nadir estuvo al borde de la muerte. Cayó en un coma que duró cuatro días, y cuando se despertó, Ananáis estaba a su lado.

—¿Cómo te sientes?

—Bien.

—No lo parece. De todas formas, me alegro de que estés vivo.

—Gracias por salvarme la vida —le dijo Tenaka, mientras el gigante se levantaba para marcharse.

—Fue un placer. Pero de todas formas no pienso dejar que te cases con mi hermana —le respondió Ananáis, sonriendo. Al llegar a la puerta volvió a hablar—: Por cierto, tres jóvenes oficiales fueron retirados del servicio, ayer. Creo que podrás dormir tranquilo a partir de ahora.

—Nunca dormiré tranquilo —respondió Tenaka—. Para los nadir, eso equivale a la muerte.

—No me extraña que tengáis los ojos rasgados —dijo Ananáis.

Renia ayudó al anciano a levantarse, y después arrojó nieve a la pequeña hoguera para apagar el fuego. La temperatura descendió bruscamente mientras las nubes de tormenta se acumulaban sobre ellos, oscuras y amenazadoras. La joven estaba asustada; el anciano había dejado de temblar y estaba bajo el árbol quebrado, con la mirada fija en el suelo y expresión ausente.

—Vamos, Aulin —le dijo, pasando un brazo en torno a la espalda del anciano—. Los antiguos barracones no están lejos.

—¡No! —gritó Aulin, apartándose—. Allí me encontrarán. Sé que me encontrarán.

—El frío te matará —siseó la joven—. Vamos.

El anciano se dejó guiar dócilmente por la nieve. Renia era alta y fuerte, pero el trayecto resultaba agotador, y jadeaba cuando cruzaron la última línea de arbustos tras la cual se extendía el patio de armas del Dragón.

—Un poco más —dijo la mujer—. Después podrás descansar.

El anciano pareció recobrar algo de energía ante la expectativa de ponerse a cubierto, y avanzó tambaleándose, con más rapidez. En dos ocasiones estuvo a punto de caer, pero Renia lo sostuvo.

La joven abrió de una patada la puerta del primer barracón y ayudó a entrar a Aulin. Se echó atrás la capucha y se pasó la mano por el pelo corto y negro empapado de sudor.

Resguardado del intenso viento, sintió que le ardía la piel mientras su cuerpo se adaptaba a las nuevas condiciones. Se desabrochó la capa de lana blanca y se la quitó de los anchos hombros. Bajo ella vestía una túnica ligera de lana azul, y calzas negras cubiertas parcialmente por unas botas altas de cuero. De un costado pendía una daga estilizada.

El anciano se apoyó en una pared, temblando de forma incontrolable.

—Me encontrarán. ¡Me encontrarán! —gimió. Renia no le prestó atención y avanzó por el pasillo.

En el otro extremo apareció un hombre, y la joven se sobresaltó y empuñó la daga. Era alto y moreno, iba vestido de negro y llevaba una espada larga al cinto. Avanzó lentamente, pero con una seguridad que intimidó a Renia. Conforme se acercaba, la joven se preparó para defenderse del ataque. Observó sus ojos.

Eran de un increíble color violeta, y rasgados como los de los nadir. Pero tenía un rostro de líneas rectas, casi atractivo a excepción de la adusta línea de la boca.

Renia quiso detenerlo con palabras, decirle que si se acercaba más lo mataría, pero no pudo. El hombre irradiaba un aura de poder y autoridad a la que se veía compelida a reaccionar.

El desconocido pasó a su lado y se inclinó sobre Aulin.

—¡Déjalo en paz! —gritó Renia. Tenaka se volvió hacia ella.

—Tengo la chimenea encendida en mi habitación. Al fondo, a la derecha —dijo con tranquilidad—. Lo llevaré allí.

Cargó con el anciano con delicadeza, lo llevó a sus aposentos, lo tendió en el estrecho jergón, le quitó la capa y las botas, y comenzó a frotar con suavidad las zonas donde la piel mostraba manchas azuladas. Le arrojó una manta a la joven.

—Caliéntala frente al fuego —le dijo, y volvió a su tarea.

Más tarde comprobó la respiración del anciano. Era profunda y regular.

—¿Está dormido? —preguntó la joven.

—Sí.

—¿Vivirá?

—¿Quién sabe? —dijo Tenaka. Se puso en pie y se estiró.

—Gracias por ayudarlo.

—Gracias por no matarme —respondió él.

—¿Qué haces aquí?

—Sentarme junto al fuego y esperar a que pase la tormenta. ¿Quieres comer algo?

Se sentaron frente a la chimenea, compartieron tasajo y galletas duras, y conversaron poco. Tenaka no era curioso, y Renia intuyó que no le apetecía hablar; pero el silencio no era incómodo. La joven se sintió tranquila y en paz por primera vez en varias semanas, e incluso la amenaza de los asesinos parecía menos real, como si los barracones fuesen un santuario protegido por una magia invisible pero infinitamente poderosa.

Tenaka se recostó en la silla y observó a la joven mientras esta contemplaba las llamas. Tenía un rostro atractivo: ovalado, de pómulos altos, y con unos ojos grandes y tan oscuros que las pupilas parecían mezclarse con el iris. Daba una impresión de fortaleza matizada por un toque de vulnerabilidad, como si tuviera miedo de algo o estuviera atormentada por alguna debilidad oculta. En otra época se habría sentido atraído por ella, pero al examinar su interior no pudo encontrar emociones ni deseo… Ni vida, descubrió con sorpresa.

—Nos persiguen —dijo la joven.

—Lo sé.

—¿Cómo?

Tenaka se encogió de hombros y echó más leña al fuego.

—Estabais en un camino que no lleva a ningún sitio, sin caballos ni provisiones, pero lleváis ropas caras, y tus modales son educados. Así que debéis de estar huyendo de algo o de alguien, por lo que deduzco que os persiguen.

—¿Te importa? —le preguntó Renia.

—¿Debería?

—Si te encuentran con nosotros, tú también morirás.

—Entonces, mejor será que no me encuentren con vosotros —dijo Tenaka.

—¿Quieres saber por qué nos persiguen?

—No, es asunto vuestro. Nuestros caminos se han cruzado aquí, pero después seguiremos sendas separadas. No es necesario que sepamos nada unos de otros.

—¿Por qué? ¿Temes que el saber podría hacer que te importase?

Tenaka evaluó la pregunta cuidadosamente, al notar la ira en la mirada de la joven.

—Quizá. Principalmente, temo la debilidad que produce la preocupación. Tengo una misión que cumplir y no necesito más problemas. No, no es exacto. No quiero más problemas.

—Eso es egoísmo.

—Por supuesto. Pero ayuda a sobrevivir.

—¿Y tan importante es? —espetó Renia.

—Debe de serlo; si no, no estaríais huyendo.

—Es importante para él —dijo Renia, señalando al anciano dormido—. No para mí.

—No puede huir de la muerte —replicó Tenaka en voz baja—. En todo caso, hay sabios que sostienen que existe un paraíso tras la muerte.

—Él cree en ello —dijo la joven, sonriendo—. Eso es lo que él teme.

Tenaka meneó la cabeza lentamente y se frotó los párpados.

—Creo que eso es demasiado para mí —dijo, forzando una sonrisa—. Será mejor que me vaya a dormir. —Cogió la manta, la extendió en el suelo y se tumbó con la cabeza apoyada en el morral.

—Eres un dragón, ¿verdad? —dijo Renia.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Tenaka, incorporándose ligeramente y apoyándose en un codo.

—Por la forma en que has dicho «mi habitación».

—Muy aguda. —Se volvió a tender y cerró los ojos.

—Me llamo Renia.

—Buenas noches, Renia.

—¿No vas a decirme cómo te llamas?

Él pensó en negarse, teniendo en cuenta todos los motivos por los que no debería decírselo.

—Tenaka Jan —respondió al fin. Y se quedó dormido.

«La vida es una broma», pensó Trepador, colgado de la yema de los dedos a quince varas del suelo de piedra del patio. Bajo él, un enorme mezclado olfateaba el aire, meneando la cabeza peluda, escrutando el lugar, con una mano en forma de garra en torno a la empuñadura de la espada de hoja dentada. La nieve caía en ráfagas gélidas, hiriendo los ojos de Trepador.

—Muchas gracias —siseó, volviendo la mirada a las oscuras nubes tormentosas que se extendían sobre él. Trepador era religioso, pero tenía a los dioses por un grupo de viejos que chocheaban y, al ser eternos, se dedicaban a gastarle a la humanidad incesantes bromas de un mal gusto cósmico.

En el patio, el mezclado enfundó la espada y desapareció en la oscuridad. Trepador inspiró profundamente, trepó al alféizar y apartó las gruesas cortinas de terciopelo de la ventana. Se introdujo en un pequeño estudio amueblado con una mesa, tres sillas de roble, varios baúles, y una hilera de estantes y repisas cubiertos de manuscritos. El lugar estaba ordenado; obsesivamente ordenado, a juicio de Trepador, que reparó en las tres plumas de ganso dispuestas exactamente en paralelo en el centro de la mesa. No habría esperado menos de Silius, el magistrado.

De la pared opuesta a la mesa colgaba un gran espejo plateado con marco de caoba. Trepador se acercó, irguiéndose y cuadrando los hombros. El rostro cubierto con la máscara negra, la túnica y las calzas oscuras le daban un aspecto imponente. Desenvainó el puñal y se agazapó en una postura de combate. El efecto era estremecedor.

—Perfecto —le dijo a su reflejo—. ¡No me gustaría toparme contigo en un callejón oscuro!

Enfundó el puñal, se acercó a la puerta del estudio, descorrió cautelosamente el pestillo de hierro y abrió. Ante él se extendía un estrecho pasillo de piedra en el cual había cuatro puertas, dos a la derecha y dos a la izquierda. Avanzó hasta la estancia más alejada y descorrió lentamente otro pestillo. La puerta se abrió sin emitir sonido alguno, y Trepador entró, pegado a la pared. La habitación estaba caldeada, aunque la leña de la chimenea se había reducido a ascuas, que emitían un brillo rojizo e iluminaban los cortinajes que rodeaban el amplio lecho. Trepador se acercó y se detuvo; echó una ojeada al gordo Silius y a su igualmente obesa esposa. Silius estaba tumbado boca abajo; ella, boca arriba. Los dos roncaban.

«No sé por qué ando con sigilo —se dijo—. Podría haber entrado aporreando un tambor».

Riendo entre dientes, sacó el joyero del nicho que había junto a la ventana, lo abrió y llenó con su contenido el talego negro que llevaba atado al cinto. El valor real de aquello le habría bastado para vivir rodeado de lujos durante cinco años. Vendido, como tendría que venderlo, a un perista del barrio sur, apenas le daría para mantenerse tres meses; seis si no jugaba. Pero resignarse a no jugar le parecía inconcebible. Tres meses tendría que durar.

Cerró el talego, regresó al pasillo y…

Se dio de narices con un criado, una alta y escuálida figura cubierta con un camisón de lana.

El criado gritó y echó a correr.

Trepador gritó y echó a correr. Bajó a trompicones una escalera de caracol y embistió a dos guardias, que cayeron, gritando a su vez. Trepador rodó por el suelo, se levantó y reanudó la carrera, con los dos guardias pisándole los talones. Vio otra escalera a la derecha y la descendió bajando los escalones de tres en tres; sus largas piernas lo desplazaban a una velocidad extraordinaria. En dos ocasiones estuvo a punto de perder pie antes de alcanzar la planta siguiente. Ante él se alzaba una puerta de hierro. Estaba cerrada, pero la llave colgaba de una clavija de madera. El hedor del otro lado de la puerta le hizo recobrar el control, y otro terror se abrió paso por el pánico ciego de la huida.

Las celdas de los mezclados.

A su espalda oyó a los guardias que bajaban por la escalera. Cogió la llave, abrió la puerta, entró y la cerró tras él. A continuación avanzó por la oscuridad, rogando a los Viejos Chochos que le permitieran vivir para poder gastar unas cuantas bromas más.

Sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y distinguió varias aberturas a cada lado. En su interior, durmiendo en montones de paja, estaban los mezclados de Silius.

Se acercó a la puerta del extremo opuesto del pasillo y se quitó la máscara.

Casi había llegado cuando, tras él, el sonido de golpes y los gritos amortiguados de los centinelas rompieron el silencio. Un mezclado salió de su guarida, tambaleante, y sus ojos inyectados en sangre se clavaron en Trepador. Medía cerca de tres varas, y tenía unos hombros anchísimos y unos brazos terriblemente musculosos cubiertos de pelo negro. Su rostro era alargado, y unos colmillos afilados delimitaban sus fauces. Los golpes de la puerta se hicieron más fuertes. Trepador inspiró profundamente.

—Vete a ver qué es ese ruido —le dijo a la bestia.

—¿Quién tú? —siseó, mutilando las palabras con su lengua inhumana.

—No te quedes ahí. Ve a ver qué quieren —ordenó Trepador con severidad.

La bestia pasó a su lado, y otros mezclados salieron al pasillo y la siguieron, haciendo caso omiso de Trepador, que corrió hasta la otra entrada e introdujo la llave en la cerradura. Cuando la giró y abrió la puerta, oyó un rugido creciente al otro extremo del pasillo. Giró en redondo y vio que los mezclados corrían hacia él, aullando ferozmente. Con dedos temblorosos, sacó la llave, atravesó la abertura de un salto, cerró de golpe tras él y echó el cierre con rapidez.

La brisa nocturna lo refrescó mientras bajaba a la carrera los escalones que llevaban al patio occidental y al muro ornamentado. Lo escaló a toda velocidad y se dejó caer sobre los adoquines de la calle.

Hacía tiempo que se había dado el toque de queda, de modo que recorrió todo el camino hasta la posada ocultándose en las sombras. Trepó por el emparrado que llegaba a su habitación y golpeó suavemente los postigos.

Belder abrió la ventana y lo ayudó a entrar.

—¿Y bien? —preguntó el viejo soldado.

—Tengo las joyas.

—Me sacas de quicio —dijo Belder—. Después de todos los años que te he dedicado, ¿en qué te has convertido? ¡En un ladrón!

—Lo llevo en la sangre —dijo Trepador, sonriendo—. ¿Te acuerdas de lo que se decía del Conde de Bronce?

—Es una leyenda —replicó Belder—. Y aunque fuera cierta, todos sus descendientes han llevado una vida honorable. ¡Incluso ese engendro nadir, Tenaka!

—No hables mal de él, Belder —dijo Trepador con voz suave—. Era amigo mío.