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La próxima vez que se acerque la maldad podré decirle «ya no me sorprendes».

León escuchaba los mensajes de Lucía sin intención de contestar. Para un gato, escuchar mostrando cierta indiferencia y despiste era más que suficiente. Era lo que había que hacer. Esa altivez formaba parte de un sistema de comunicación indescifrable e íntimo que los felinos nunca nos dejarían descubrir. «Estamos tan lejos de vosotros, mi gato. Tú y tus misterios». Lucía contempló los tejados de Madrid desde su plataforma sobre el desván y supo en ese momento que todo era mucho más sencillo para León: quien se comunica y siente que es escuchado encuentra el consuelo y el amor… Y todo lo demás era, en su mayor parte, innecesario. Las sombras de otros felinos saltaban de lado a lado sobre los tejados, ocupando esquinas imposibles. «Por eso no me contestas. Porque demasiado a menudo las respuestas son solo un “copiado” que no nos aporta nada salvo la confirmación de que el mensaje ha llegado a su destino». A León le costó ocultar un gesto de comprensión ahora que Lucía lo necesitaba tanto…

El impacto social de su vídeo seguía creciendo por minutos en internet. Ya era catalogado como un fenómeno viral a nivel mundial. A falta de un nombre, los internautas la habían bautizado como Fénix, a raíz del artículo de una conocida periodista del New York Times. Su mensaje No acabarás conmigo desarmaba a diario decenas de hogares fallidos y hacía saltar por los aires innumerables relaciones turbias y malvadas. Lucía era un símbolo de libertad, y su valentía, el empuje que necesitaban miles de hombres y mujeres heridos por el maltrato de quienes disfrazaban un odio enfermo para llamarlo amor. No lo tenía en mente el día que grabó ese vídeo en el mismo estudio de Marisol que tantas veces había sido para ella un refugio, pero su difusión y la respuesta que había generado le daban la paz que tanto necesitaba.

León se interpuso entre los pies de Lucía y la posible caída. El mensaje que la vida le había dado a su dueña era rotundo. Escucharse a uno mismo era fundamental; sin embargo, el universo estaba lleno de sonidos que no debía perderse, porque la vida exige una atención máxima para evitar caer en infiernos de los que luego resulta muy difícil salir.

Lucía se agachó para coger a su gato en brazos. Le acarició el pelo durante unos segundos con la mirada fija en la ciudad y rompió a llorar. La traición y el engaño se hundieron en su corazón y lo apretaron desde su mismo centro, comprimiéndolo en una especie de energía centrípeta y oscura. «Cuando la maldad te roza, ya nunca recuperas una mirada limpia, León». Lloraba por eso. Le dolía todo lo ocurrido y sabía con certeza que esos dolores pasarían, pero había algo de lo que no podría librarse jamás, una esquirla que permanecería para siempre clavada en ella: el haber conocido íntimamente el rostro de la verdadera maldad que esconden algunas personas. Hombres y mujeres que te rodean, te abrazan, te rozan y se cruzan en tu camino; personas que aguardan al acecho la oportunidad de estallar a pocos centímetros para provocar el daño más grave.

El llanto y el hipo de Lucía entraron en los oídos de León como pitidos agudos. La ausencia de Aurora se sumó al eco amplificado de la pérdida y repartió punzadas por sus extremidades. La recordó sentada en la misma plataforma que ella pisaba ahora, escuchando la nada y sonriendo. «Mamá, te quiero tanto…». En ese momento, a 7 000 kilómetros de distancia, Gloria y Freddy bajaban de un jeep deslumbrados por el sol de Arecibo.

La niña del «más acá» levantó la cara hacia el cielo y creyó oír un maullido. Cerró los ojos y quiso escuchar a Aurora en las ondas que traían las variaciones de una brisa caliente y húmeda. «Mi dulce viejita». Se hallaban en la parte más baja de las instalaciones del radiotelescopio. Gloria se concentró y, por primera vez desde que tenía memoria, no pudo escuchar nada. El templo de todas las escuchas estaba, quizá, demasiado lejos de todo. Ese era el regalo de Aurora, el disfrute momentáneo del silencio. La comprensión absoluta de que los sonidos más hermosos no tienen ubicación definida, ni siquiera en el espacio.

—Ahora entiendo el mundo, Freddy. Cuando está en silencio… —Gloria sonrió y tragó saliva, mientras notaba cómo su corazón recuperaba su latido rítmico, después de dilatarse en una extrasístole.

La antena hundida en la selva era el espejo de la bóveda celeste; su forma cóncava le recordó a una mano expectante, como un cuenco listo para recoger cuanto cayese en sus dominios, más que un enorme oído que escrutara sin descanso un área espacial inimaginable. Gloria recordó cómo su hermana Ima le retaba a encerrar la luna en un puño, sin dejar de mirarla a través del túnel que formaban sus dedos y su palma. Daba igual cuán pequeño fuera ese agujero, la luna entera siempre cabía dentro. Entender exigía imaginar otras mediciones para otros límites, superar la mera supervivencia, saber de los silencios, aislar los ruidos, escuchar y mirar sin concretar el verdadero tamaño de las cosas sin antes ponerlas a prueba… Ante la imposibilidad de compararlas con algo conocido y reconocible, ¿cómo podríamos calibrar su auténtica importancia? Aurora siempre lo supo. Ahora, Gloria intentaría transmitirlo.

—Mientras los sonidos traspasan las vidas de todos, el tiempo limita las oportunidades de escuchar lo que realmente es esencial, las escuchas de lo definitorio. Llegar a captar esa señal es la suerte de unos pocos.

Freddy no entendió lo que Gloria le decía, pero no dijo nada, solo cogió su mano con más fuerza.

Lucía utilizó la misma presión para apretar el cuerpo de León, y en ese desahogo, intentó no olvidar la amargura que en momentos puntuales la consumiría, pero que, en un futuro no demasiado lejano, también la protegería de otro choque frontal. Unos fuegos artificiales lejanos iluminaron un barrio a las afueras de Madrid. Un viento cálido avanzó la llegada de una tormenta de verano. «Estamos preparados para lo que vendrá, mi gato». Lucía se sentía más fuerte, más sabia. Sabía de sobra que arrastrar lo vivido era parte del círculo perfecto que deseaba cerrar. Ahora podía lograrlo; era más consciente, más segura… Tanto que asumía la responsabilidad de no desvincularse del todo, sino crecer abrazada a su herida como la planta nueva que recorre un tronco seco. Ella ya no podía ser otra que la que era. Hubiese preferido no tener que saber tanto de la muerte, ni de la vida; no sentir la soledad tan niña; no haber probado la mentira desnuda, la que crees porque deseas creer. Pero ya era tarde. La inocencia que había perdido corría por delante de ella a miles de kilómetros de distancia. «Mucho más allá de los fuegos, León». Y aun así, su ilusión era mayor que ninguna que hubiese sentido anteriormente. Comenzó a chispear sobre sus hombros. León aguantó el agua en un gesto de amor.

Ahora que había podido ver de cerca la furia y la locura, los ojos colmados de abismos, la ansiedad del desesperado… el mundo, como le advirtió Gloria, se presentaba en su franqueza desafiante, pero lleno de nuevos retos que ella vencería desde la felicidad que le pidió Aurora. Ese era el sonido más claro y más profundo que había escuchado, y su alma lo emitiría sin descanso para siempre.