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Aurora murió en algún momento de aquella noche. Lucía se despertó al lado de un cuerpo que iba perdiendo el calor de los vivos. Gloria ya no estaba con ellas, pero León sí, y el gato la miró desde la almohada. Estaba tumbado y respiraba profundo y lento, parecía ido, como si viniera de hacer un largo viaje.

«¿Has estado con ella hasta el final, mi gato?».

Sacudió el rabo contra las sábanas en un único latigazo.

Lucía advirtió que ambos habían envejecido mil años en aquellas horas. Se incorporó dolorida. Su madre, tendida y blanca, ya no respiraba; con su aliento se habían ido todos los restos de infancia que León y Lucía aún atesoraban. Él ya nunca sería un gato joven; ella, nunca una mujer inocente. «La muerte de una madre», pensó Lucía. Una pena punzante tiró de sus hombros hacia delante hasta encorvarla por completo. «Mamá, te quiero mucho. Te echaré mucho de menos. Cada día. Siempre, mamá». León tuvo que girar la cara por miedo a ser el primer gato que derramara una lágrima.

Lucía se levantó diez minutos después y se atusó el pelo. Acarició el rostro ya frío de Aurora. Estaba tan suave y calmada, tan hermosa… Parecía una cama de posidonia verde mecida por olas invisibles. La imaginó bajo el mar, con el camisón flotando alrededor de su cuerpo liviano, rodeada de corales y tortugas gigantes que se movían lentas como la vida en ese instante. La palidez de su rostro y la luz de la superficie que la alcanzaba borró todas sus arrugas y la hizo rejuvenecer. Esa es la última imagen que Lucía recordaría de esa mañana infinita: la de una joven Aurora que, como un pecio hundido, permite que el mar la repueble y la convierta en un hermoso mundo nuevo repleto de vida. Ella misma sintió cómo su cuerpo se llenaba hasta las extremidades de una energía única: el amor verdadero.

Gloria estaba sentada en el balcón de su habitación.

—¿Ya está? —le preguntó desde el exterior dejando que el sol le calentara la cara.

—Sí, ya está. Ni siquiera sé a qué hora ha muerto.

—Habrá sido antes del alba. Yo me levanté sobre las cuatro de la madrugada y ya casi se había ido, apenas respiraba con normalidad. No pude soportarlo y te dejé con ella. —Miraba fijamente el friso de la fachada de enfrente.

—Ha muerto tranquila. Yo no he notado nada más… nada extraño. Solo un amor y una calidez increíbles. Te lo aseguro. —Lucía pensó en acercarse a la chica y abrazarla de nuevo, pero entendió que ambas necesitaban esos minutos para aferrarse a todos los sonidos de Aurora, a todo lo que había sido y que ahora se desvanecía dentro de aquellas paredes—. Cuando te sientas lista, llama a Freddy. —Gloria se mordió el labio inferior y apretó la boca para aguantar un nuevo acceso de llanto ahogado—. Yo llamaré a César.

Lucía abrió el Whatsapp, Marisol estaba en línea.

Hola, ¿estás?

Sí, dime.

¿Tu madre?

Sí. Hace un rato.

Espera, te llamo…

No, ahora no.

Luego te llamo para pedirte un favor importante.

Voy a necesitar que te pases por mi casa.

Te dejo las llaves en el bar de enfrente.

Solo cuento contigo.

Lo que sea.

Ok.

Lo siento muchísimo.

Lo sé.

Hablamos.

¿Seguro que no me necesitas ahora?

Cerca.

No.

Gracias.

Ella me arrulla.

La logística de la muerte se puso en marcha. Aurora, tal y como había pedido, lo había dispuesto todo. El tanatorio que quería y los preparativos para su incineración, incluida la elección de la urna para que guardaran sus restos. Lucía repasaba los contratos que dejó firmados en la mesilla:

—Sé que quería que la incinerásemos, me lo dijo varias veces y, además, no hay duda, lo dejó escrito aquí… —le dijo a Gloria. El cadáver aún estaba en la cama—. Pero nunca me dijo qué debía hacer con sus cenizas.

—No puedo dejar de mirarla mientras esté ahí. ¿Cuándo se la llevan? —preguntó Gloria negando con la cabeza.

—César se encarga, ya tiene el nombre de la funeraria. Estarán al llegar. Será rápido, Gloria. ¿Qué haremos con las cenizas?

—No tenemos prisa. —La muchacha le agarró el hombro asumiendo por unos segundos el control para que Lucía pudiera respirar y desahogarse. El timbre sonó—. Es Freddy. —La niña de las estrellas pareció despertar de un mal sueño.

—Dile que espere fuera. Vamos a prepararla. Quiero ser yo quien la peine. ¿Dónde tienes el agua de rosas?

—En la habitación.

—Tráela, por favor.

Una sala pequeña y discreta en el tanatorio más cercano. El pragmatismo de Aurora restaba importancia a su propia muerte. Se quería ir sin hacer ruido, sus decisiones lo refutaban: ni un grito, ni un gesto inesperado, ni una sorpresa. Lucía entró en aquella habitación y confirmó que su madre, como siempre había sabido, se marcharía como vivió: sin bullicio. La tarde estuvo destinada a los preparativos del cadáver y algún que otro aviso obligado. Lucía se atuvo a ciertos compromisos familiares, pero no enloqueció en ese empeño. No se sentiría culpable por algún olvido. Su único compromiso con su madre era rodearla del amor que había construido en su breve entorno personal. No tenía sentido convertir su marcha en algo multitudinario cuando ella había despreciado esa necesidad tan humana de sentirse rodeado para lograr cierta seguridad. Su peso en el mundo no dependía de cuántos, sino de quiénes. Lucía pensó que quería eso, solo eso, en su nueva vida; ser lo bastante selectiva y valiente como para no ceder su alma a cambio de compañías inertes e improductivas. Quiso ser mejor. Quiso ser Aurora.

César pasó todo el día junto a ella, cumpliendo a la perfección con su papel. Educado, correcto, sin caer en la consternación, pero sin olvidar la tristeza. Supo ir a tomar un café a tiempo, corresponder al abrazo necesario, decir la frase concreta que esperaba cada una de las pocas personas que despidieron a Aurora. Lucía le observaba de vez en cuando de reojo. Estuvieron separados porque él se ocupó de todo lo que ella no deseaba hacer. El reparto de papeles le permitió dedicar esas horas a canalizar todo lo bueno que le dejaba su madre y a despreciar profundamente todo lo que representaba César. Aquella sala era una falla profunda entre su antigua vida y todo lo nuevo que el futuro le brindaba. La muerte de Aurora era el terremoto que esperaba ansiosa para romper la realidad. Ahora que la tierra se había abierto, su posición en el universo estaba clara y definida al otro lado del que ocupaba César.

Pasaron en el tanatorio horas y, al fin, cuando cayó la primera noche de estrellas sin Aurora, solo quedaban ellos cuatro en la sala. César y Lucía. Freddy y Gloria.

—Me gustaría quedarme con ella.

—No, no nos quedaremos ninguno, Gloria. No tiene sentido. Mañana podrás verla de nuevo antes de la incineración. —Lucía fue rotunda y cariñosa a un tiempo.

César echó un vistazo a las cortinas cerradas sobre el cristal de la pequeña habitación en la que estaba el cadáver. No dijo nada, pero jugaba con las llaves del coche en la mano, deseoso de marcharse a casa.

—Pero ¿puedo quedarme? —volvió a pedir la chica.

—¿Por qué ibas a hacerlo? —preguntó comprensiva Lucía mientras se sentaba por primera vez en toda la tarde.

—Yo me quedaré con ella —dijo Freddy, rodeándola con un brazo.

—Escuchadme los dos. Sé que cuesta irse, pero aquí no nos vamos a quedar —insistió Lucía poniendo límites claros entre la vida y la muerte—. ¿Quieres que os busque un hotel para dormir esta noche? ¿Te da miedo volver a casa?

—No tengo miedo —contestó Gloria—. Es solo que ya no la tengo. Ya no está y no quiero…

César se giró hacia ella:

—No es tu madre —la cortó en seco—. Si su hija no se quiere quedar, tú no deberías ni plantearlo.

Freddy se incorporó, repentinamente tenso, y Gloria concentró todo el desprecio del que era capaz en su mirada. Estaba a punto de responderle cuando intervino Lucía:

—¡Ya basta, César! No es necesario ser desagradable también ahora, aquí, en este momento. —Se encendió como un fuego que revive repentino de una brasa casi apagada—. ¡Deja a Gloria en paz!

Él salió de la sala.

—Os esperaré fuera hasta que toméis una decisión —dijo en el umbral—. Prefiero no participar en ella.

—¿Qué necesitas, Gloria? ¿Para qué quieres quedarte? —Lucía entrelazó los dedos con los de su hermana de duelo en cuanto se quedaron los tres solos—. Lo has dicho hace un minuto, ella ya no está…

—Quiero escuchar el universo a su lado. —Freddy la cogió entre los brazos y le dio calor.

—Eso siempre podrás hacerlo y sabes cómo…

—Quiero hacerlo ahora. Por última vez. —Parecía una niña abandonada en medio de la calle. Lucía suspiró:

—Está bien. Lo haremos… pero solo unos minutos. Luego nos marcharemos y empezaremos a construir «el después».

Freddy y ella se levantaron y cogieron a Gloria de las manos, para entrar juntos en la estancia helada. Cinco minutos más tarde, César regresaba nervioso a la sala para poner punto y final a aquella indecisión inaceptable, a su parecer tan absurda como infantil. Desde allí y a través del pequeño hueco que había dejado una de las cortinas, pudo ver cómo Gloria sujetaba el teléfono móvil a la altura del pecho a modo de altavoz de su propio cuerpo. Y cómo Lucía acariciaba la frente de su madre y sonreía.

El viaje de vuelta a casa fue silencioso e incómodo. Ninguno de los cuatro habló durante el trayecto. César condujo hasta la casa de Aurora para dejar allí a Gloria y a Freddy y luego, sin despedirse, retomó la marcha una vez pisaron la acera.

—No me puedo creer que hayas permitido una estupidez como esa en los últimos segundos que pasabas con el cadáver de tu madre —dijo César de camino al garaje. Lucía no contestó—. Entiendo el shock, la pena, el dolor… Entiendo que estés descolocada… Pero la estampa de los tres allí dentro con ese móvil… Me imagino lo que hacíais, pero prefiero que no me lo confirmes.

—¿Me estás regañando, César? —dijo Lucía sin dejar de mirar por la ventanilla, dos tonos por debajo de su voz habitual.

—No. O sí. Lo que ha pasado no es digno de ti.

Subieron a casa juntos, pero Lucía no le dio ni una señal que permitiera su aproximación. Su frialdad, que César interpretó como un rastro de dolor, silenciaba todo a su paso. Lucía apagaba los sonidos con cada uno de sus movimientos. Al entrar en casa, se separó de él. César decidió no intervenir más en esa noche perdida. Se fue a la habitación dispuesto a ponerse el pijama y descansar, pero cuando abrió su armario, lo encontró completamente vacío: ni una camisa, ni un pantalón, ni rastro de su ropa interior, ni sus zapatos. Buscó con la mirada sus libros, revistas, algunos recuerdos personales que guardaba en cajones… No había nada. Como si un truco de magia hubiese enviado a otra dimensión todas sus cosas; los restos de un naufragio hundidos a gran profundidad, imposibles de rescatar. Tampoco encontró su despertador, ni su pasaporte, sus calcetines, todos sus trajes, sus relojes, sus cámaras, sus cinturones, sus maletas… Entró en shock revolviendo con las manos todos esos vacíos en los que una parte de sí mismo también había desaparecido.

La sirena del camión de la basura anunció una de las primeras recogidas de ese viernes 19 de julio.