Lucía se marchó a casa de Aurora en mitad de la noche. Reunió la fuerza necesaria para escribir una nota a César y dejarla en su mesilla: «Quiero estar con mi madre. Queda poco, César. Necesito estar con ella estos días». En plena oscuridad, arropada únicamente por una pequeña luz en el salón, la que su madre siempre encendía para alumbrar su regreso, se puso a escribir varias cartas esperando encontrar en ellas desahogo y consuelo:
Hola, Alicia:
Hacía muchos años que no me sentaba a redactar una carta de mi puño y letra, pero creo que en esta ocasión es necesario. Supongo que en este caso podría empezar con un «Sé quién eres y dónde trabajas» o un «Te arrepentirás», aunque quizá sería demasiado sencillo. Cuando leas esto, César ya estará viviendo las consecuencias de sus actos, pero, y tú, ¿qué te mereces realmente? Esta mañana pensaba en ti y en una respuesta equilibrada a tu manipulación y crueldad. No he dado con ella y he entendido que hay comportamientos que no me puedo permitir si quiero vivir en paz a partir de ahora. No te voy a hacer daño porque es lo que esperas. Quizás, y aún no lo tengo claro, te denuncie, pero conociendo cómo funciona la justicia en este país, ya te estoy dando tiempo para que salgas corriendo.
En realidad, lo único que pretendo es que no vuelvas a llevarte a nadie por delante, pero me he dado cuenta de que la gente como tú (la que es capaz de todo) puede extender su maldad allá donde vaya. No te puedo parar, no lo lograré. Eres la podredumbre de las mentes que estudiaste, solo eso. Desde mi hogar, con mi gato y con una excelente oportunidad para empezar de nuevo, quería decirte que me sorprendió que no avisaras a César de mi visita al psiquiátrico, se te lee muy obediente en los mails. Si es una muestra o rastro de arrepentimiento, no me sirve. Eres mala, cutre y muy vulgar. Te imagino huyendo, saltando de vida en vida para rellenar todos tus vacíos, que acabarán devorándote. Te deseo que todo el dolor que has provocado te asalte una mañana. No duermas tranquila, porque podría ser cualquiera de ellas.
Lucía terminó la carta y se echó a llorar. A pesar de las evidencias que había hallado, le parecía imposible haber sido la víctima de una historia en la que se sintió tan afortunada. Metió el papel en un sobre y comenzó a redactar la de Román:
Hola, Román, seas quien seas:
No sé si fuiste tú quien me mandó la carta con la dirección del hospital. Una parte de mí quiere pensar que eres solo un enfermo, un ser débil utilizado, un error… pero según pasan las horas desde que te convertí en un fantasma, siento más la certeza de que tú también estás perdido. La maldad no está estrecha e inevitablemente unida a la locura, pero sí a la codicia. Esta carta niega cualquier respuesta: no quiero saber tu verdad. No eres nada ni nada fuiste. Solo eres un montón de restos y escombros de algo que nunca mereció la pena. Asumo que no conoces la culpa y que, posiblemente, nunca llegarás a leer esta carta.
Escribió la dirección del hospital psiquiátrico en ambos sobres y los guardó en el bolso. Había dejado de llorar. Una fuerza increíble le recorrió el cuerpo hasta calentarlo como un fogón eléctrico. Tiritó intentando asimilar la traición y centrando la venganza. Solo había una persona que mereciera el golpe de vuelta. La maldad residual de los otros se escurría como agua negra por las alcantarillas. Cogió un folio más y empezó a escribir:
César…
Tuvo que parar y respirar. Se recostó de lado en el sofá. ¿Mandar esas cartas le aliviaría? Tenía las cartas en la mano, pero mandarlas no le aliviaría. ¿Quería encontrar un desahogo momentáneo o necesitaba una venganza poderosa para volver a poner en marcha su corazón? Durmió unos veinte minutos y al despertar supo que la fuerza de lo que sentía merecía una respuesta que la hiciera resurgir. Más que una venganza, precisaba una acción certera que le devolviese la confianza en lo bueno. «Las mejores ideas te asaltan en los sueños, León». El gato dibujó un infinito en zigzag alrededor de sus tobillos, acariciándolos con sus costados. Ella cogió la agenda y anotó tres nombres en un papel: aquello no podía hacerlo sola. Cuando el sol comenzó a iluminar la habitación, marcó uno a uno los números y se dispuso a preparar su regreso a una vida limpia.
Dos días después de descubrir la traición de César, todo estaba preparado. En las últimas cuarenta y ocho horas apenas había descansado, pero se sentía satisfecha y orgullosa por haber logrado completar su plan. Las cartas estaban ahora en un cajón de su despacho, donde las escondió en parte de Aurora, de Gloria y de sí misma mientras daba los últimos retoques a su mensaje, el que verdaderamente quería que fuese recibido y tuviese efecto. El sonido del teléfono la trajo de vuelta desde una somnolencia pastosa y lenta. Era el médico. Respondía a su whatsapp de la mañana y la citaba en casa de Aurora en veinticinco minutos. Su madre había empeorado; apenas lograba sentirla ya en los pocos ratos que había compartido con ella desde que el verdadero César la sorprendió. Necesitaba la confirmación médica de lo que ya sabía. Decidida a encontrarla, se levantó, pero, antes de marcharse, abrió el cajón, extrajo las cartas, las rompió en pedazos y las tiró a la papelera. Ellos no merecían su esfuerzo, ni su tiempo. Todos sus pensamientos, más allá de Aurora, debían centrarse en el origen de aquella monstruosidad. Alicia y Román eran solo los tramoyistas; César era claramente el director de escena.
Caminó deprisa para llegar a tiempo a la cita con el médico y con su madre. El cansancio le producía sensaciones de mareo y vértigo. Iba sumida en un estado extraño entre la euforia y el dolor. «¿A quién he amado, León? ¿A quién he amado?».
Aurora parecía una niña dormida. Álvaro Agudo la observaba sentado en la cama y Lucía no quiso interrumpir el momento. Su madre ya no era la mujer de la última visita, cuando el doctor y ella recordaron tiempos pasados e intercambiaron risas: esa había sido su auténtica despedida. Lo de ahora era más añoranza, comprendió de pronto. León se enroscó en sus piernas y, cuando intentó cogerlo para abrazarlo contra su pecho, bufó y se alejó en guardia. «Ya lo sé, pequeño, ya lo sé… Yo tampoco quiero que ocurra». Gloria salió de la cocina y se acercó a ella, que la recogió con un abrazo. La muchacha lloraba sin tiempo para cambiar de posición todas las estrellas y los planetas y ralentizar la visita de la muerte.
—No puedo pensar, Lucía… Intento hacerlo, pero no puedo —se hundió.
—¿Te has despedido ya de ella? —le preguntó desde la serenidad y una madurez hasta ahora durmiente.
—Lo hago cada día cuando… cuando. —Por unos segundos no fue capaz de continuar. La pena le rompía las entrañas. No lograba asumir que, en cualquier momento, el sol no calentaría los pies de su verdadera madre, la única que había tenido, la que la eligió—. Siempre le digo «hasta pronto» cuando la lavo. Le toco la cara y las manos, le doy besos… Lucía… —Gloria se apretó fuerte contra el cuerpo de la mujer que heredaba de forma natural toda la luz y el poder de quien la trajo al mundo.
—Tienes que estar tranquila. Ella es y será quien nos guíe. Nos ha enseñado lo suficiente. —Lloró sin encogerse, ampliando su postura como si fuera una mariposa antes de alzar el vuelo—. Deberíamos hablar con el médico.
—Ve tú —dijo Gloria.
—No. Vamos las dos.
Lucía le agarró la mano y la convirtió en la hermana que Gloria también necesitaba. La naturaleza y las estrellas se comunicaron en medio de un bosque. Una manada de gatos se colocó en el tejado que se podía ver desde el balcón mientras León maullaba con un sonido idéntico al llanto de un bebé.
Esos maullidos acompañaron las primeras palabras del doctor, las que casi susurró, dirigiéndose a Lucía…
—Yo no creo en la luz, ni en el alma, ni en el camino por recorrer… He visto morir a tantas personas que no he podido rendirme al alivio de las leyendas. Los hombres y las mujeres mueren y los veo irse en un segundo, como un apagón… La única vez que pude sentir algo distinto fue el día que murió tu padre, y media vida después, sigo sin poder entenderlo. —Lucía se dio cuenta de que nunca se había atrevido a preguntar a Aurora por aquel episodio—: Tu madre estaba al lado de su cama cuando ocurrió. Llevaba varias noches sin dormir, acompañando la respiración de tu padre y sin rendirse al sueño ni un minuto, sin permitirse siquiera cerrar más de un segundo los párpados. Cuando él se fue, solo estaba ella. Yo estaba reunido con mi equipo en una sala cercana cuando lo oí:
—¿Lo habéis oído? —preguntó el doctor Agudo a sus asistentes—. ¿Habéis oído ese grito?
Todos se miraron incrédulos, rebotando la pregunta de uno a otro.
—No, no hemos oído nada —dijo por fin una enfermera.
—¡Ahora! Ese chillido… ¿Lo escucháis? —repitió él.
De nuevo negaron con la cabeza. Álvaro Agudo se levantó de la mesa y siguió los gritos por el pasillo. Eran claros y femeninos, estridentes como arañazos al aire. Provenían de la habitación en donde estaba hospitalizado su amigo enfermo de cáncer. Los pacientes ingresados paseaban por el pasillo del hospital para estirar las piernas. El personal repartía cenas en aquel momento como en una noche cualquiera.
—¿Es que nadie va a atender la urgencia de la 204? —gritó.
Todos se detuvieron al verle pasar corriendo sin motivo aparente. Cuando llegó a la habitación, buscó el origen de esos gritos que solo él parecía escuchar, pero no pudo encontrarlo. Allí dentro solo había dos personas y su profundo amor. Aurora se había abierto la camisa y reposaba su pecho desnudo sobre el torso de su marido muerto…
—… tenía los ojos cerrados como si estuviera dormida.
Lucía escuchó el relato y dejó caer todas sus lágrimas sin secarlas. León sacudía la cabeza e iba de un lado a otro de la habitación como un luchador nervioso antes del combate. Ella destapó a Aurora y le desabrochó el camisón.
—Le queda muy poco —continuó el doctor.
—Lo sabemos —respondió Lucía determinada y plena en un momento de total lucidez mientras desnudaba lentamente a su madre.
Gloria se colocó frente a ella. Tenía la cara hinchada por el llanto y los ojos casi morados, envueltos en una sombra de incomprensión. Lucía la miró desde el otro lado y le sonrió. «Tranquila, ayúdame». Ambas comenzaron a quitarse la ropa que cubría su pecho muy despacio sin dejar de mirarse a los ojos. El médico, desplazado por la fuerza de la intimidad, se despidió rápidamente de ellas y de Aurora con un gesto discreto y salió de la habitación acompañado por León.
Aurora reposaba dulce y pequeña en el centro de la cama. Su cuerpo había recuperado un tono rosado y sus senos eran como aire templado. Lucía y Gloria lloraban frente a frente despojándose de cualquier tejido que tapara su corazón. Cuando ambas estuvieron desnudas de cintura para arriba se sentaron a la vez en la cama como dos sirenas. Cogieron los brazos de Aurora y los abrieron en cruz. Se tumbaron y pegaron sus cuerpos al de ella como si quisieran envolverla. Las cabezas de las dos caían ahora sobre las clavículas de Aurora, las caras hundidas en su pecho y los brazos cruzados sobre su torso como quienes abrazan un árbol. Los corazones de las dos latían fuertes y acompasados. León se subió a lo más alto del armario y observó un pequeño destello que iluminó levemente toda la habitación como un relámpago muy lejano. El corazón de Aurora retumbó en su interior como un golpe de tambor. Las tres estaban abrazadas con los ojos cerrados dedicadas a escucharse. Algo muy parecido a una canción que termina, un siseo casi imperceptible, voló por la habitación como una brisa perdida que quisiera escaparse. Lucía y Gloria se agarraron fuerte la una a la otra como si, en medio de una tormenta en el mar, fueran a ser engullidas por una gran ola. El siseo se aceleró hasta convertirse en el leve chillido de un globo que coletea antes de caer.
—No, no, no… —dijo Gloria hundiendo más la cara en el cuerpo de la anciana. Lucía le apretó el antebrazo con la mano izquierda. «Aguanta, aguanta…».
Un portazo en la escalera las despistó un segundo pero no abrieron los ojos. El chillido agudo hizo temblar el vaso de la mesilla, León subió a la cama y arañó la colcha enganchándola una y otra vez con las uñas, Lucía y Gloria sintieron un fogonazo tan breve que casi no existió.
La habitación se llenó como un vaso de una calma fresca y nueva.
—Silencio —pronunció Aurora.