León apoyó las patas delanteras en el felpudo de la entrada y estiró todo el cuerpo hacia atrás a la vez que bostezaba enseñando unos colmillos jóvenes y brillantes. «Hola, León, no sé por dónde empezar», le dijo telepáticamente Lucía mientras pasaba por encima de él con un paso largo que daba por finalizado su saludo oficial. «¿Has cuidado de mamá? Confío en ti y en tu vigilancia». Aurora dormía boca arriba con las manos en una posición intermedia entre la colocación clásica de los cadáveres y la de las momias, apoyando ambas manos sobre un estómago que necesitaba calor.
—Hola, mamá —le susurró mientras la besaba en la frente.
En pleno sueño, Aurora formó un beso con sus labios color crema, aquellos que un día fueron sonrosados. Lucía sonrió y besó a su madre en la boca. «Estés donde estés, espero que puedas sentirlo». La mujer trató de humedecer sus labios cuarteados, tenía sed.
—¿Quieres agua? —preguntó Lucía en un tono lo suficientemente bajo como para no despertarla y lo bastante alto como para que pudiera oírlo en su duermevela si lo precisaba.
—Agua —murmuró Aurora.
Lucía le acercó el vaso con una pajita y le dio de beber.
—Duerme, mamá. —Apoyó la palma completa de su mano en la mejilla de su madre y le apretó la mandíbula. Quería transmitirle su fuerza—. Acabo de llegar de Barcelona…
—Me gusta Barcelona —dijo Aurora entornando los ojos con mucho esfuerzo—. ¿Ha ido todo bien?
—Pensé que dormías.
—Y duermo. —Aurora le guiñó un ojo y Lucía sonrió casi sin querer.
—No, mamá —dijo al fin—. No ha ido bien. Las cosas no van bien… —Dudó antes de continuar hablando—. Mamá…
—Dime.
—Tenías razón. César me cuida, te cuida a ti y me apoya… Le estoy alejando de mí cada día y es el único hombre que me ha querido de verdad.
—¿Tú le quieres a él? —Se notaba que le suponía un esfuerzo cada frase. Casi el mismo que le suponía a ella tratar de responder esa pregunta ante sí misma. La respondió a medias:
—Hoy no voy a dormir aquí —le dijo a su madre.
—Bien. —Su sonrisa amplia llenó de complicidad la habitación.
—Creo que me voy a casa.
León arqueó el espinazo como si le hubiesen dado la orden de que recogiera sus cosas y se preparase para irse también.
—No, tú te quedas —le dijo Lucía—. Te necesito a su lado. Dame un minuto, mamá, y se lo digo a Gloria.
—Está Freddy con ella —matizó Aurora—. Oigo sus besos a través de la pared.
—Está bien. Seré sigilosa y si intuyo que no debo avisarla, no lo haré y dormiré contigo.
León se lanzó hacia el pasillo para hacer una primera ronda de reconocimiento. Antes de que Lucía llegara a la puerta de la habitación de Gloria, el gato ya regresaba como un espía que hubiera cumplido su misión con éxito. «¿Campo libre?», le preguntó Lucía. No había ruidos, ni sonidos ahogados, ni el más mínimo calor por fricción. Abrió la puerta despacio.
—Gloria —susurró—, Gloria, despierta…
La silueta de los dos cuerpos abrazados la hizo sentir cómoda y agradecida por estar allí. «Ver el amor es muy placentero aunque una no pueda ni acercarse a él». León maulló desde el pasillo: no estaba en absoluto de acuerdo. «Ya sé que es mucho mejor vivirlo, pero ellos tienen tanto, tanto de lo que yo tuve…».
Gloria se incorporó sobre un antebrazo.
—¿Pasa algo? ¿Está bien Aurora?
El contraluz no le permitió desligar la silueta de Gloria de la de Freddy.
—Tranquila. Está bien, pero hoy no dormiré aquí. Quería que lo supieras.
El cuerpo de él se movió buscando el contacto perdido. Gloria se había incorporado del todo y ahora sí la distinguía, sentada en la cama.
—No te preocupes. Deja la puerta abierta. Nosotros nos ocupamos.
—Gracias.
—De nada.
—Buenas noches.
Lucía entornó un poco la puerta sin dejar de mirar la figura de Gloria, que regresaba a una misma silueta de sombras.
Una luz tenue guio a Lucía hasta la habitación en la que ella y César habían intentado construir una vida. Mientras caminaba por el pasillo, acusando la ausencia de León, escuchó con claridad el teclear de su portátil. Era su costumbre: entraba cada noche en la cama armado con el ordenador, nunca con una tableta, y respondía mails o navegaba sin rumbo en busca de nuevas ideas y nuevos talentos que supiesen manejarse en el mundo de unos y ceros. Lucía no lograba ubicar esa rutina de César, ¿encajaba mejor en la parte ociosa de su vida o en la estrictamente laboral? La rabia con la que aporreaba el teclado desde siempre le hacía inclinarse por esta última opción, pero, realmente, su curiosidad era mucho más poderosa que sus necesidades; el hombre que la enamoró tantos años atrás no se jugaba su futuro en aquella telaraña de datos, pero su ansiedad por no bajarse de ese tren lo impulsaba como una bala y convertía su motivación en una fuerza mucho más determinante que la disciplina.
César era un cíborg, el robot que ella eligió. «Me gustaba cuando veía en ti un futuro en el que las máquinas tenían corazón».
Se apoyó en el umbral y observó cómo tecleaba con los cascos puestos. El eco de los bajos de algún grupo desconocido, seguramente muy nuevo, llegaba a sus oídos. Ella nunca estaría en casa sola, aislada por otros sonidos, negándose la posibilidad de oír nada que pudiera alertarla de algún peligro. César no tenía miedo. No respetaba a quien lo tenía. Menos mal que a ella la amaba tanto como para perdonar sus deslices humanos. Lucía entró en su campo de visión. Él ni siquiera se asustó:
—Lucía —dijo despacio y pulsó una última tecla que interrumpió lo que estuviese haciendo.
—Hola, César.
Se quitó los auriculares.
—No te esperaba tan pronto. —No podía evitar mostrar su poder.
—Todo va muy rápido, y aunque quieras hacerme pensar lo contrario, no tenías la certeza de que fuera a aparecer en algún momento.
—Sí que la tenía. —Bajó la guardia—. Al menos, deseaba que ocurriera. Te gusta completar los círculos. Tu cerebro no puede permitirse no hacerlo. No sé a qué vienes: puede que a decirme adiós para siempre, puede que a quedarte a dormir, pero sé que tienes que hacerlo o no descansarás en paz. Ojalá sea un viaje de ida y te quedes por fin a mi lado. —Inspiró hondo—. Vuelve a casa, Lucía.
—¿Por qué debería? ¿Para qué?
Se dio la oportunidad de dar la vuelta y volver por donde había venido. «Aún no he tomado una decisión, pero tendrás que darme algo más si quieres que me quede». La mirada de Lucía gritaba: le hacía falta mucho más de él para contemplar el regreso como una decisión feliz.
César lo interpretó de forma acertada. A la primera.
—Nunca seré tu gatito —le dijo—. Sabes que no puedo serlo. No soy complaciente, no soy manejable, no soy cariñoso, aunque por ti lo intento… Pero soy el único capaz de leer al menos parte de la información que ocultas al resto del mundo. Sé quién eres aunque no haya podido…
—… querido…
—… querido responder a todo lo que quieres.
Se preguntó si de verdad César corría como la sangre por sus venas.
—Sabiendo tanto de mí, podrías haberte esforzado en hacerme un poco más feliz. No era tan difícil. Serías capaz de darle la vuelta al mundo con el maldito teclado y no has sido lo bastante hábil como para mantener el amor de una mujer que te amaba tanto y tan desesperadamente. Tu apatía, tu falta de interés y tu abandono no son perdonables.
—Sí lo son. Todo lo es.
—Hay cosas que no se pueden…
—… deben…
—… deben perdonar.
—Pero se pueden.
—No, si sientes que no debes.
—Lucía, lo que para otros es un deber es para nosotros una estupidez. No tenemos normas. Las construimos a nuestro paso. Siempre lo hemos hecho así. Hemos rectificado, cambiado, moldeado… Lo que no soy capaz de hacer con mi personalidad insoportable —César se rio— lo hago en nuestra relación: modifico conductas, me adapto. No sin resistirme, lo sé, pero me adapto; esta conversación es la prueba. La distancia que me pedías en San Francisco es la prueba, lo que te estoy diciendo ahora lo es.
—Dejaste morir un amor que era perfecto y eso no te lo debo…
—… quiero…
Lucía resopló.
—Está bien, eso no te lo quiero perdonar.
Ambos callaron admirados por la rapidez y la inteligencia del otro.
Lucía recordó el tango de Alicia con el bailarín. La frente apoyada en su sien era solo un gesto de coordinación infantil comparado con el baile de ideas que recorría ahora su cuarto. Eran sus mentes las que bailaban. Le hizo recordar por qué había amado tanto a César.
—¿Quieres que te lo ruegue? ¿Lo necesitas? ¿Eso te hará sentir mejor?
—Un simple…
—… perdóname, Lucía. Lo siento mucho.
Un silencio de aprobación los inundó. Lucía le creyó. Sin desearlo, decenas de imágenes se solaparon sobre aquella cama como si un proyector de diapositivas hubiera perdido el control de su motor. Miles de caricias y abrazos, noches en vela charlando, alguna tarde de fiebre cuidando del otro, cientos de libros y revistas, risas, besos robados, sexo y amor… Lucía se vio a sí misma envejeciendo al lado de César en aquel repaso de los últimos ocho años de su vida y quiso y pudo amarle entre todos aquellos recuerdos.
—Ven aquí. Acércate —le rogó César.
Perezosa y todavía distante, se separó de la pared y se tumbó en la cama junto a él sin descalzarse.
—Deja que te abrace.
Ella permanecía cruzada de brazos en un gesto de autoprotección que no quería evitar, necesitaba hacerle entender todo el daño que le había hecho con su dejadez y todos sus silencios, con su falta de entrega, de romanticismo, con la falta de sorpresa…
—Por favor —insistió César abriendo los brazos y apartando con los pies la sábana que le cubría.
Lucía se dejó caer en sus brazos y apoyó la cabeza en el pecho de César mirando hacia sus pies. No se sintió triste, ni alegre. Las emociones estaban dormidas esperando una explosión más importante: Aurora.
César la agarró fuerte, como si no quisiera soltarla nunca más. Lucía advirtió su erección.
—Deja que te quiera, déjame, Lucía.
Ella pensó en las opciones de una nueva noche de verano. De repente se giró y se tumbó de costado de espaldas a él sin salir del contorno de sus brazos. Soltó las manos que tenía aún abrazadas a su pecho y se subió la falda. Se bajó las bragas y se quedó desnuda de cintura para abajo a merced de César. Le oyó suspirar. Él se movió lento, reposando su cuerpo a la altura adecuada. La envolvió aún más cerca con su abrazo y apoyó la boca en la nuca de Lucía. Le lamió el nacimiento del pelo y la olfateó en busca de olores de siempre.
Luego puso una de las manos en el sexo de Lucía y empezó a acariciarla. Primero suave, después un poco más fuerte, siguiendo de forma pausada su excitación. Lucía pudo sentir su pene detrás de ella preparado para penetrarla en cualquier momento. Cogió la mano de César y se la llevó a la boca para lamerle los dedos, a continuación la arrastró por su cuerpo dibujando sus senos y su ombligo hasta regresar adonde ella deseaba. Echó la cadera hacia atrás en una invitación explícita. César le mordió el lóbulo de la oreja y le lamió el cuello varias veces mientras la acariciaba. Una vez sintió la respuesta de sus jadeos, la penetró con vigor y meses de ausencia, y ella se dejó ir adherida a su cuerpo empapado por el sudor. César le hizo el amor despacio, amarrado a sus pechos y sus caderas, de forma alterna y precisa. Lucía se entregó a tantos momentos de felicidad compartida y apretó su cuerpo más a él. Gemía detrás de ella, amándola como hacía años. Ni siquiera recordaba cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la tocó como si fuera a un mismo tiempo la última vez y la primera. Ahora, lo era, lo sentía, lo alcanzaba…
Estaba a punto de entregarse a un orgasmo ardiente y lento cuando oyó las palabras:
—Deja que te disfrute, Lucía.
Un escalofrío le arrugó la vagina. La piel se le llenó de escamas ásperas como las de un pez muerto al sol. Deja que te disfrute, Lucía, repitió una y otra vez en su mente mientras él llegaba a su orgasmo. Tuvo tiempo de apartar su cuerpo y bloquear los sentidos para no tener que recordar cómo el líquido caliente caía por su espalda.
«Esa frase no es tuya. Nunca ha sido tuya».
Lucía encogió el cuerpo hasta abrazar sus rodillas. El miedo la paralizó unos segundos, los justos antes de desatar la adrenalina y decidir qué hacer:
—César, mi amor… —dijo sin mirarle a la cara, pero segura de que él reposaba con los ojos cerrados—. ¿Tú… tú has cenado ya?
Él le tocó el pelo en una caricia larga que le revolvió el estómago.
—He picado algo —respondió somnoliento.
—Yo no he comido nada. ¿Bajarías al japo a buscarme lo de siempre? Y si está cerrado, ¿me traerías una ensalada de la tienda? Estoy hambrienta.
—¿Ahora? ¿Quieres que baje ahora mismo?
—Aún no es tarde. —Se dio cuenta de que necesitaría algo más que palabras para convencerle, así que se giró y recogió su rostro entre las manos antes de besarle despacio—. Por favor. Es verano. No hace frío. —Sonrió seductora—. Y quieres que me quede y quieres hacer las cosas bien y que yo esté contenta. —Lucía enumeraba los deseos de César como una niña que juega a ser adulta…
—Muy bien. Ya veo que tenerte a mi lado me va a costar más de un sacrificio, pero si todo queda en salir a buscar comida… —Se levantó y salió de la cama. ¿Cuánto llevaba sin verle desnudo? Se obligó a no apartar la mirada—. Me doy una ducha rápida y voy. ¿Te duchas conmigo?
—No. Prefiero quedarme un rato tumbada. Estoy cansada y me apetece cerrar los ojos.
—Como quieras…
César regresó del baño con unas toallitas húmedas y le limpió la espalda.
—¡Pues sí que te echaba de menos! —dijo evidenciando una torpeza cada vez mayor.
—Ya lo he notado. Por una vez, me he dado cuenta de todo y, César —le dijo mirándole fijamente a los ojos con la rabia agarrada a la retina—, no sabes cuánto te lo agradezco.
El sonido de la puerta abrió de par en par sus párpados. Con la agudeza del que puede ver y oír más allá, cogió el ordenador de César y se sentó en la cama. La luz de la mesilla seguía encendida. «Vamos, vamos…».
Fue abriendo pestañas hasta encontrar el servidor de correo. «No eres tan listo. Te lo has dejado abierto». Después del episodio en el hospital psiquiátrico, no sabía realmente lo que buscaba, pero tenía claro que, de estar en algún sitio, estaría allí. Deja que te disfrute. Eso solo se lo había oído pronunciar a un hombre y era Román. Definió la búsqueda en el correo. Escribió un nombre: Alicia. Al instante, los mails llenaron la pantalla. Uno o más por día. Lucía pasó las páginas hasta que se hartó de contar. Abrió uno al azar:
Buen día, César:
Lucía evoluciona según lo previsto. La he notado más inestable en mi último chequeo. Anoche estuvo en casa en una fiesta. Aún no se muestra convencida de la relación con Román. Creo que siente miedo. Eso podemos trabajarlo, aunque quizá nos lleve algo más de tiempo. Me ha dicho que su mamá está muy enferma. No contábamos con la circunstancia y puede trastocar seriamente nuestros planes, aunque intentaremos que, lejos de alejarla de Román, el temor a una nueva pérdida la lleve directamente a caer en sus brazos.
Dejó correr el cursor por una lista interminable y fue pinchando un correo tras otro…
… Lucía se vio con Román ayer por tercera vez. Creo, por lo que he podido observar, que está cada vez más entregada a esta locura. Los informes de él hacen referencia a su entrega y su deseo de avanzar un paso más en su relación. Está especialmente activa sexualmente, y espero que esto no te moleste, porque es, al fin y al cabo, lo que tú nos pediste…
Los mensajes, las fechas… Lucía empezó a conectar informes con sus propios recuerdos.
… comenzado a desestabilizar a Lucía con la ausencia de Román. Ella cree estar enamorada, la falta de información la está volviendo loca. Por cierto, tenemos una inesperada aliada, una camarera del barrio. Aborrece a Román y cree que tú eres la mejor opción para la vida de Lucía. Sumamos puntos y efectivos inesperados…
Ya ni siquiera era capaz de leerlos al completo. Se saltaba los saludos para encontrar los detalles más perversos.
… que deberías adelantar tu regreso, César. El trabajo de Román ha sido increíble, tanto que estamos llegando a la última fase antes de lo planificado. Creo que el inminente adiós de Aurora lo ha acelerado todo. Lucía se siente más indefensa que nunca y no me parece inteligente que desaprovechemos esa circunstancia. Debes volver… Es el momento…
El momento, ese momento… «Adelanto mi regreso, Lucía»… Recordaba tanto aquel mensaje de César…
Ya está todo preparado para la fractura emocional de Lucía. Finalmente lo haremos como nos propusiste, aunque me parece especialmente cruel. Sí, ya sé que eso no te frena. Tú mandas. Lo haremos como pediste. Nos verá esta noche, eso si logramos despertarla. Román no cree que sea necesario humillarla así, ni llevar su inesperado «carácter violento» tan lejos… Ya le he dicho que esas son tus instrucciones… Realmente, no sé por qué no quiere hacerlo, prefiero no sacar conclusiones acerca de su posible enamoramiento o empatía con ella. Llámalo equis. Sea lo que sea, no me gusta y más vale sacarlo de escena cuanto antes…
Lucía dejó de leer los mails. El corazón le retumbaba dentro del pecho como si fuera a estallar en cualquier instante. César podía regresar y necesitaba más información. «No es hora de ponerte a llorar, Lucía, solo tendrás esta oportunidad para saber qué coño te han hecho». Cerró el mail y empezó a abrir carpetas y carpetas hasta encontrar su nombre: Lucía. En el interior, halló decenas de archivos, algunos contenían informes, copias de mails de Alicia, perfiles psicológicos… otros, mucho más específicos, mostraban títulos como Casting Román, Primer encuentro, Lucía-Sexo: carencias, Lucía-Fotos. Pinchó el último. En la pantalla del portátil se abrieron decenas de imágenes. La mayor parte pertenecía a la sesión en el estudio del supuesto amigo del supuesto Román. Todas sus fotos desnuda, insinuante, plena de deseo. Pero estas no eran las únicas. Ordenadas por fechas, encontró capturas con fotos de seguimientos en la calle, imágenes congeladas de cámaras… Rápidamente, buscó los vídeos, y en la búsqueda se topó con dos nuevas carpetas: una tenía por título Lucía-Whatsapp; otra, Lucía-Mapa. Las abrió. Dentro encontró sus posiciones, sus charlas, sus dudas y miedos compartidos con Marisol, su ubicación en un mapa fotografiado decenas de veces al día dando coordenadas de su posición, que, combinadas con sus mensajes y llamadas, dibujaban con detalle una vida. Lucía comprobó que el seguimiento finalizaba el mismo día que ella descubrió a Román y Alicia juntos. Aquella traca final cerraba semanas de locura y mentira. Al menos, César no había seguido sus pasos hasta el psiquiátrico. Después de ver lo que estaba descubriendo, lo creía capaz de todo, pero su comportamiento de esa noche no cuadraba con el hecho de saber algo sobre su viaje a Barcelona. ¿O sí y estaba jugando de nuevo con ella?
«Vídeos, vídeos… Búscalos, no te pares ahora». Comenzó a sentir el ataque de pánico y lo frenó sin demasiado éxito. Aguantó el golpe de una náusea profunda y larga. «Lucía-Vídeos. Aquí está».
Tragó saliva.
Lo que vio le llenó los ojos de lágrimas. Se sintió violada y deshecha.
La ira encontró su oportunidad para agarrarse al cuello de Lucía y hacerle sentir la quemazón. Más allá de los sonidos jadeantes de aquellos vídeos había un estruendo mucho más peligroso, el que emite la verdadera maldad cuando avanza.