39

Los trenes convertían su paso veloz por el paisaje en una sucesión inabarcable de recuerdos infantiles. Lucía echaba de menos el traqueteo de aquellos vagones en los que viajaba con Aurora cuando era niña. La alta velocidad había convertido aquel romanticismo en una línea monocorde que ni sonaba ni dibujaba casi nada: antes de que la vista y el oído pudieran capturar algo, el instante ya se había quedado atrás a decenas de kilómetros. En eso pensaba Lucía cuando el AVE Madrid-Barcelona abandonó los andenes de Zaragoza. Esa mañana muy temprano se había despedido de su madre con un beso, y caminando, sin nada más que su bolso, se había dirigido decidida a la estación Puerta de Atocha a coger un tren de ida y vuelta en el día. En el trabajo, dio el aviso de una reunión repentina en la Ciudad Condal. Nadie preguntó más, su cargo y sus responsabilidades arropaban cambios de planes injustificados. Lucía podía tener secretos porque siempre los había tenido y siempre habían dado buenos frutos.

Nadie excepto ella sabía por qué estaba en ese tren y por qué ese viaje la alejaba a toda velocidad de su presente para dejarla en una estación del futuro. Una decisión de alta velocidad para adelantarse a lo que estaba por venir: ella sabía bien que a veces tienes que correr más rápido que el destino. Lucía quería saber más que vivir y contaba con que hallaría respuestas en la dirección que había recibido. No se sentía inquieta y no tenía miedo. Intuía que en ese lugar cerraría un capítulo importante. Necesitaba cerrar, quemar y hacer desaparecer tantas cosas…

No era un viaje en tren para atesorar recuerdos.

Era un viaje en tren para borrarlos.

El taxista la saludó sonriente como el sol de Barcelona.

—Viene de Madrid, ¿verdad?

—Sí.

—¿Mucho calor allí?

—Algo más que aquí. ¿A cuánto está Sant Boi de Llobregat?

—A unos quince kilómetros. ¿Adónde va exactamente?

—La dirección es… —Lucía sacó el papel que guardaba aún dentro de su sobre— calle Doctor Antoni Pujadas, 38. ¿Sabe usted dónde está?

—Claro. ¿Es una visita profesional o familiar?

—Creo que ninguna de las dos cosas. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque esa es la dirección del Hospital Psiquiátrico Benito Menni y a usted se la ve muy sana.

Lucía no volvió a cruzar ni una palabra con el taxista en los minutos siguientes. Un hospital psiquiátrico, le había dicho. Quizá compartiera el número con alguna vivienda o con alguna cafetería o bar de la calle. Prefirió esperar la llegada a su destino para volver a preguntar en caso de sentirse aún más perdida de lo que ya estaba.

—Aquí estamos. En el Centro de Salud Mental de Sant Boi. —El taxista se permitió una pequeña pausa para seguir dándole vueltas al tema—. Cuando era niño, mis amigos y yo siempre nos asustábamos con el típico «Te llevo a Sant Boi». Nuestros padres nos intimidaban con ello porque allí estaban los locos… ya me entiende.

«Esas figuras que parecen tan deformes y lejanas cuando aún no eres consciente de que el mundo entero es un manicomio», pensó Lucía.

—¿Es un hospital muy antiguo? —Había advertido las reformas del antiguo centro de salud desde el interior del coche.

—Mucho. Es un clásico para los barceloneses. Creo que empezó a funcionar en el siglo XIX, primero fue cosa de un médico, luego pasó a los religiosos (monjas, creo), y ahora es privado, pero tiene parte concertada con la salud pública, como otros muchos. El psiquiátrico de Sant Boi… Pero, y perdone la pregunta…, ¿es que no sabía adónde venía?

—En realidad, no.

—Curioso lugar para una cita a ciegas. —El taxista se rio mientras le pasaba un recibo con el precio de la carrera.

—Desde luego —Lucía rebuscó unas cuantas monedas para no tener que esperar el cambio—, pero no más que otros.

Entró en el centro sin saber por quién preguntaría y sin tener ningún plan concreto para explicar su visita. Avanzó mientras veía alejarse el taxi. «Habrá pensado que estoy para que me ingresen». En la recepción del vestíbulo solo había dos mujeres; charlaban entre risas sujetando sendas copas de plástico rellenas de cava. Una de ellas, sin preguntarle nada, le indicó con el dedo que avanzara por un pasillo ancho. Al final, parecían abrirse unos jardines y, a medio camino, un hombre con cazadora de cuero y camisa azul le salió al paso.

—Hola, mi nombre es Gonzalo y soy celador del centro —se presentó sonriente—. ¿Te puedo ayudar? Llegas un poco tarde a la fiesta del verano. Cada año, por estas fechas, celebramos unas pequeñas vacaciones de mediodía para que los enfermos también disfruten del sol y de la sensación estival en grupo ahora que casi todos los familiares «de fuera» —señaló con el pulgar hacia atrás— se van de vacaciones de verdad. ¿A quién vienes a visitar?

Lucía improvisó en unos segundos.

—A mi madre… Sufre depresión.

—Fantástico. Los de media estancia están todos juntos en la parte de sombra del jardín, bajo los árboles. ¿Te gustaría que te enseñara la revista que edito en el centro?

—Claro. —Lucía se dejaba guiar por aquel hombre con cara de bonachón para retrasar todas las explicaciones que le tocaría dar cuando llegara al jardín.

—Mira, esta es la sala de pintura. —Gonzalo la invitó a pasar a una de las últimas estancias antes del final del pasillo—. Aquí pintan. —La sala estaba llena de caballetes y lienzos—. Lo que ves en la esquina pertenece a los alcohólicos y otras drogodependencias. Pintan en grupo. Lo demás es variado. En la revista publico sus trabajos y hago que llegue a los familiares a través de una pequeña edición en papel y en la web del centro. —Avanzó hacia una mesa central llena de pinturas—. Aquí está.

Le acercó una revista que era más un pequeño folleto encuadernado en papel barato. Lucía se fijó en las imágenes. Una de ellas le llamó mucho la atención: tres cubos de cristal a diferente profundidad sobre un escenario de madera. En el interior de cada uno de ellos había una misma figura de pelo rubio largo colocada de espaldas en diferentes posturas: sentada en el primero, arrodillada en el segundo y de pie en el tercero. Los cubos también eran distintos, aunque del mismo tamaño. El primero estaba completo, el segundo resquebrajado y el tercero roto y con los cristales arañados.

—Ese es bueno, ¿verdad? Igual lo ha pintado tu madre y por eso te llama la atención.

—No lo creo —respondió Lucía—, no sabría dibujar ni un perrito. —Gonzalo rio—. ¿Me llevas al jardín? Ahora que la has nombrado, quiero verla cuanto antes.

Asintió y la empujó con suavidad apoyando su mano en la espalda de ella.

—Me ha gustado mucho la labor que haces con la revista. Es muy generoso por tu parte.

—Gracias. —Él sonrió.

La luz del jardín era dolorosamente blanca. Las batas de los enfermos tenían un color azul pastel que los distinguía del personal médico, vestido de blanco, y de las religiosas, ataviadas con un hábito gris.

—Este es nuestro jardín y, rodeándolo, están los diferentes pabellones. El más alejado es el de agudos. Ellos no vienen a la fiesta.

Una anciana muy mayor se acercó a Lucía y con la vista perdida le ofreció la mano. Ella, cariñosa y cortés, le tendió la suya y la mujer la agarró con fuerza. De repente, la vieja se subió el camisón con la mano que tenía libre, comenzó a remangárselo sin soltar a Lucía y orinó sobre la hierba.

Una mujer con bata blanca se acercó corriendo para separarlas.

—Felisa, Felisa, no te pongas nerviosa —le dijo a la interna mientras le acariciaba el pelo—. Es un día muy especial para ella y es lógico que reaccione algo alterada —explicó a Lucía, comprensiva y amorosa. La enferma no quería soltarse y no paraba de orinar. Lucía sintió la salpicadura en los pies—. Lo siento, de verdad, lo siento —insistió la mujer—, pero intentar separarla sería peor. Será un segundo.

Lucía le contestó con un gesto que oscilaba entre la aprobación resignada y la violencia del momento. La enferma terminó de orinar y se echó a llorar mientras miraba a Lucía desde el final de unos ojos transparentes del mismo color que su camisón.

—No ha pasado nada —dijo la doctora—. Felisa, ya has hecho pis, suelta a nuestra invitada. Es la visita de otro enfermo, no puedes acapararla.

—¿Va todo bien? —preguntó una monja desde una columna cercana.

—Todo perfecto. Felisa y sus recibimientos. —Ambas rieron. Lucía solo llegó a sonreír—. Y tú, Gonzalo, déjanos, gracias por haberla acompañado hasta aquí. Ya me quedo yo con ella.

Gonzalo se despidió sonriente y se internó en la fiesta.

—Mi nombre es Marisol.

—Como una amiga mía —contestó Lucía en un acto reflejo.

—Mira qué bien. ¿Qué tal con Gonzalo?

—Bien, muy bien. Ya me enseñó la revista que edita, la sala de pintura.

—¿Eso te dijo? ¿Que edita la revista?

—Sí, como celador del centro —explicó ella.

—Ay, Gonzalo, Gonzalo… Menos mal que sus males ya solo pasan por mentir de vez en cuando.

—¿Sus males?

—¡Claro! Gonzalo es un interno. Lleva con nosotros dieciocho años y está muy controlado con la medicación, pero no puede salir.

—¿Qué le pasa? —Lucía sintió su frío y su miedo.

—Mató a toda su familia, mujer y tres hijos, unos días antes de su ingreso. No tiene cura, pero al menos aquí encuentra cierta paz.

Lucía le buscó entre la gente, atónita por el descubrimiento. ¿Era la locura algo tan cercano y escondido? Ese hombre podía haber sido cualquier amable vecino.

—¿Un asesino? —preguntó claramente asustada—. He estado con él varios minutos sola.

—No pasa nada. Como te digo, está controlado. Es un buen hombre… Bueno, ¡bienvenida a la fiesta! ¿A quién vienes a ver?

Recuperó su mentira desde la perplejidad y el temor:

—A mi madre. Está ingresada por depresión.

—¿Cómo se llama?

—Lucía, como yo.

—No me suena ninguna Lucía… pero hay tantos internos e internas que es imposible conocer el nombre de todos —dijo la mujer sonriente y cariñosa como un hada—. Búscala al fondo del jardín. Los leves están por allí. Encantada de conocerte, Lucía.

—Igualmente.

Se quedó sola. Desde su posición y movida por la confusión a la que le había llevado el encuentro con Gonzalo, barrió el jardín con la mirada. «¿Estás aquí, Román? —se preguntó—. ¿Por eso me has traído?».

No encontró ningún rostro familiar y decidió adentrarse en la fiesta en busca de respuestas. Paseó despacio entre la gente y los globos de colores. Las caras de los enfermos se mezclaban con las del personal médico sin mostrar en la mayoría de los casos grandes diferencias. Un grupo de risas contagiosas llamó su atención. A unos pasos, un corrillo de enfermeras y sanitarios hacía chistes sobre el verano, imantados todos por los movimientos de una mujer de pelo corto que gesticulaba como si fuera la animadora oficial de la fiesta. Llevaba una bata blanca, lo que la situaba dentro de la categoría de los «no locos». Lucía se acercó al grupo sin apartar la mirada de su pelo rapado hasta media cabeza y su flequillo largo peinado de lado que ocultaba sus facciones en el perfil que podía ver ella.

—Alicia, estás muy mal —pudo oír claramente Lucía. «¿Alicia?».

—Alicia —repitió desde su posición a menos de dos metros de ella.

Alicia se giró. De su bata colgaba una acreditación médica.

—¿Me disculpáis un momento? —La doctora sonrió a sus compañeros y cambió su rostro hacia la seriedad más extrema cuando se acercó a la visita imprevista. Lucía recordó haber leído en la entrada un cartel segundos antes de que la interceptara Gonzalo: «Taller de Terapia Experimental. Dra. Alicia Cortés». ¡La doctora Alicia Cortés era su Alicia!

—Eres tú, tú… —dijo Lucía, releyendo de nuevo la acreditación.

—¿Te conozco de algo? —Alicia intentó disimular en una conversación nunca ensayada por imprevisible.

—¿Qué haces aquí? —le dijo ella en un tono forzadamente silencioso.

La otra no contestó.

—Dime qué haces aquí —repitió Lucía elevando amenazante su voz.

—Yo estoy donde debo estar, pero tú, ¿qué coño haces aquí? —Dejó los disimulos para anular una discusión mayor dentro del centro.

—¿Está él contigo? —Los ojos de Lucía empezaron a llenarse de lágrimas—. ¿Estáis los dos aquí?

—No —respondió Alicia.

—Mientes.

—No te miento, Lucía. Román no está aquí. Yo no estoy aquí. Vuelve por donde has venido y no preguntes más.

—Explícame esto…

—No preguntes lo que no quieres saber… Hazme caso.

—Pero…

—Pero nada. No te conozco. No sé quién eres ni qué te pasa. Y ahora, me marcharé y tú no me seguirás, porque si no, tendré que alertar de que estás aquí sin permiso y tendrán que sacarte y te aseguro que nadie va a escuchar lo que dices porque es así como sobrevivimos: aislándonos de los gritos del resto.

—¿Ahora eres psicóloga? ¿Psiquiatra?

—Vete. No te conozco.

Alicia se giró y regresó a la fiesta sin poner demasiada distancia con ella. Marcando con seguridad un terreno en el que Lucía tenía todas las de perder.

La fiesta se transformó en un cuadro de dos colores. El verano radiante pasó a ser una tundra helada o un mar de sal cristalino. El frío lo invadió todo. Los sonidos se mezclaron y Lucía creyó perder el control por unos segundos. «No te desmayes, no te desmayes», pensó…

Se giró de golpe y se precipitó hacia el pasillo que se estrechaba como un embudo ahora que sus ojos deformaban la realidad. En el camino se cruzó de nuevo con Gonzalo. El asesino intentaba meterse un flan en la boca de un solo sorbo sin utilizar cubiertos.

—Mira cómo lo bailo —gritó al ver pasar a Lucía corriendo, a punto de perder una sandalia.

El flan le llenó la boca hasta taponar un montón de pensamientos que se tragó como tantos otros para que no fueran descubiertos.