38

Ni un solo abrazo. Lucía no le otorgó a César ni la más mínima oportunidad de acercamiento en las semanas siguientes a su llegada, y él decidió no presionarla, sabedor de todos los dolores que debía sentir si no era capaz ni de mirarle a los ojos. No era un hombre que creyese en la compasión, ni en el cariño que uno se empeña en dar aunque el otro no quiera recibirlo. «Es como la última cucharada de comida que un niño satisfecho rechaza. Es mejor que se quede en el plato». Así era como César entendía la vida. Era pura adaptación al medio y las circunstancias y confiaba plenamente en que la esencia de Lucía era idéntica a la suya. Algo debían tener en común para organizarse con la precisión de un reloj suizo sin apenas dirigirse la palabra.

Lucía seguía pasando la mayor parte de las noches con su madre. Alguna tarde, abatida por la rutina, se dejaba caer por el bar de Marisol, tomaba un café con ella y después subía a su estudio a echarse una pequeña siesta. Mientras tanto, él, que conocía bien sus horarios, había empezado a acercarse todas las mañanas a casa de Aurora y trabajaba desde su habitación. En la esquina del cuarto —encajada entre la pequeña cama de Lucía y la pared—, había colocado una mesa comprada con urgencia en una tienda del barrio que liquidaba existencias por cierre. Al salir el sol, entraba en la casa y se sentaba allí. Con la mirada en sus tareas del portátil, escuchaba la respiración de la anciana hasta la hora de la comida. Gloria compartía esas horas con los dos. Ella se ocupaba de la medicación de Aurora y su aseo diario, y aunque la presencia de la mujer era tan débil que ninguno de ellos llegaba a disfrutarla, ambos esperaban la sorpresa de un latigazo de vida y energía en cualquier momento. Lo esperaban porque lo necesitaban, aunque su estado de salud alejase esa posibilidad día tras día. El cáncer había hundido a Aurora en una terrible cuesta abajo. León parecía no detectar a César ni en casa de Aurora ni en ningún lugar. El gato lo había descartado de sus ecuaciones diarias: él no le daba de comer, ni le aseaba, ni jugaba con él o lo acariciaba. La frialdad de César podía vestirse de buenas intenciones si era un humano el que decidía adornarla, pero, para un gato, la emoción sin acción no existía. En eso, Gloria y León eran idénticos.

—Buenos días, Gloria.

—Buenos días, César.

—¿Qué tal ha pasado la noche? —Solicitaba una especie de informe en cuanto cruzaba la puerta.

—Lucía me ha dicho que se ha quejado y que sobre las cuatro de la mañana se ha despertado dando gritos y llamando a voces a su padre. Ella ha intentado tranquilizarla, pero muchas veces ya no reconoce ni a su propia hija. —Le daba explicaciones mientras lavaba con agua templada a la enferma—. Este calor la está volviendo loca.

—Ya no se entera de casi nada.

—¿Eso crees? —contestó poniendo en duda su afirmación por no negarla tan directamente.

—Sí, eso creo. —César no despegó la mirada del ordenador.

—Pues cuando la lavo respira más despacio y a veces sonríe, y cuando Lucía llega al caer el sol, a veces, tararea sonidos como si fuesen canciones.

—Yo no he escuchado nada: ni delirios, ni gritos, ni canciones, ni nada de lo que escucháis vosotras.

—Por supuesto que no. —«En tu registro, no existe esa frecuencia».

A punto estuvo de dotar de voz a su pensamiento pero no era el momento: Aurora necesitaba calma y paz. Su enemistad con César no se había relajado ni aun con la muerte haciendo guardia en la puerta. «No nos llevamos bien, para qué cambiarlo a estas alturas», pensaban ambos.

—Aurora se irá y nunca seremos amigos —Gloria pronunció esta última frase sin querer.

—En algo estamos de acuerdo, mira. No tengo ningún interés en que tú, yo, y ese noviete frutero nos veamos más allá de esta casa. Estos son nuestros límites y los controla Aurora… mientras viva.

Lejos de sentirse herida, Gloria se sintió orgullosa por no haber cedido a la fragilidad del instante. Cuando alguien está a punto de morir, su final puede ser un catalizador envenenado y dar por buenas acciones que nunca lo fueron, salvar a personas que nunca merecieron la salvación, construir relaciones de arena que apenas resistirán el paso de unos pocos días… Lo mejor era saber que la vida era la vida, y la muerte, la muerte. Y que, como ocurría con la tierra y el cielo, no había mundos intermedios.

César y Lucía se evitaron hasta que un día ella decidió que, dado que era imposible calcular cuánto le quedaba a Aurora, y se sentía incapaz de prohibirle que la viera, lo mejor sería normalizar la situación. Sería por tiempo indefinido, pero finito. Habían sido o eran aún pareja, eso no lo tenía claro; las circunstancias dotaban de una turbiedad extrema el paisaje vital de todos los que rodeaban a la enferma. Lo que pasara tendría que pasar después de ella.

Lucía pensaba mucho en el «después de Aurora». Hasta ese momento la mayor parte de su vida —una vez murió su padre— se había construido en el «antes» o «después» de determinados hechos. «Antes de conocer a…», «después de que ocurriera esto o lo otro…»; pero ahora todo sería antes o después de Aurora. Por eso, porque las personas solo rompen el tiempo como un cuchillo afilado el día que vienen o se van, Lucía decidió que César era un buen compañero, también, para este viaje. No la atormentaba con el dolor que llegaría, no la agobiaba con las sensaciones que tendría que asimilar y digerir… se limitaba a esperar a su lado. Como ella, sabía bien qué implicaciones tenía el que los calendarios fuesen gritando el nombre de quien ya no estaba. «Ver a César de vez en cuando no será para tanto, al fin y al cabo. Ya pasa todas las mañanas con vosotros, León».

Una mañana, sin avisar, esperó la llegada de él sentada en la cama sin quitar los ojos de Aurora. Cuando entró, seguro de que su única compañía sería la anciana, la imagen de Lucía le sobresaltó.

—Ya no recordaba que algo pudiera asustarte —dijo ella perfectamente vestida y maquillada. Lista para marcharse.

—Pues tengo miedo. Yo también tengo miedo, mi amor —respondió él como si ella le hubiese invitado a bailar.

—Tengo que irme, César. —Lucía le miró como si le observase desde un lugar a miles de kilómetros—. Debo ir al trabajo, pero no quería irme sin decirte que hoy te he hecho café.

León salió corriendo hacia la cocina como si el desayuno fuera para él.

La orquídea blanca que había conseguido vivir durante varios meses sobre la mesa de Lucía estaba perdiendo todos los pétalos. «Tú tampoco has podido soportar tanto…», pensó ella mientras encendía el ordenador. Su zona de trabajo parecía una avenida bombardeada y llena de escombros. Los trabajos luminosos y coloridos de hace meses ahora solo parecían montañas de letras e ideas estúpidas que merecían ser destruidas.

—Recuperaremos el brillo —dijo Lucía a la orquídea.

Su secretaria entró con la correspondencia. Caminó hasta detenerse delante de la mesa mientras ojeaba los folios y sobres como cada mañana, para separar el grano de la paja.

—Entre lo que has recibido, hay una carta sin remitente —le dijo al mismo tiempo que la ponía en lo alto del montón que aún sujetaba—. Solo lleva escrito tu nombre, sin apellidos. ¿Quieres que la abra?

—No —respondió al instante Lucía—. Dámela. —La mirada que le dedicó era una orden muda, en una señal inequívoca de que abandonase el despacho.

La chica le pasó la carta y dejó el resto sobre la mesa, en la bandeja caoba que tenía justo al lado de la orquídea, antes de darse la vuelta y cerrar la puerta tras ella. Se trataba de un sobre pequeño escrito con una letra irreconocible para Lucía. Lo abrió despacio, como quien avanza de puntillas en un terreno minado. En su interior había una tarjeta con una dirección de Barcelona. Le dio la vuelta varias veces buscando alguna información extra, volcó el sobre por si hallaba algún añadido en su interior… Nada.

Sin que nadie la viera, agarró uno de los pétalos que aún parecían en buen estado y lo arrancó. «Cuanto antes, mejor, León. Cuanto antes, mejor…».