El regreso a casa no fue sencillo. Necesitó tres días para salir del refugio de Marisol con fuerzas para creer en lo que su amiga defendía a capa y espada: la bondad de las personas. Habían pasado prácticamente todo el fin de semana juntas, quitando las visitas al caer la tarde a Aurora y las noches que dormía con ella. Marisol sabía de sobra que Lucía no exageraba cuando le describió lo ocurrido, porque el miedo crudo te hunde el rostro. En su mente, Lucía aún corría empapada por la calle mientras explicaba las amenazas de Román a su «mujer adivina». La camarera de pecho caliente y manos que siempre perdonan sintió la ira de la venganza y quiso actuar, pero ¿qué podía hacer? Román era un fantasma y Alicia no contestaba a las llamadas. Quiso identificarle a través de ella, apelar a su compasión para que Lucía pudiera interponer una denuncia, pero no logró nada de lo que se propuso. La chica del corazón roto solo deseaba seguir corriendo por esa calle hasta alejarse tanto como para olvidar los dos últimos meses de su vida.
—Es hora de que vuelvas a tu casa. ¿Cuándo llega César? —Marisol le acarició la espalda. Lucía había vuelto muy temprano después de pasar la noche con Aurora y se había echado a dormir en el sofá, rota por el cansancio y el desánimo—. Te he traído cruasanes recién hechos, aunque no te acostumbres. Me encanta tenerte cerca, pero tienes que enfrentarte a esto y atravesarlo hasta hacerlo pedazos. Te he preguntado cuándo llega César… y la respuesta es… —Acercó sus ojos azules con pintitas verdes a la cara somnolienta de Lucía.
—Hoy. César llega hoy.
—¿A qué hora?
—Creo que por la tarde. Ya le dije que no iría a buscarle.
—¿Y sigues pensando lo mismo?
—Sí. No quiero ir. —Lucía negó con la cabeza.
—¿Le esperarás en casa?
—Tampoco. Creo que no me apetece verle aún.
—Quizá encontrarte con una mirada en la que puedes confiar te ayude… Mi niña, le has visto la cara a la maldad. Un poco de cariño y consuelo te irían bien.
Lucía asintió levemente.
—Me llevo tus zapatillas y la ropa que me has prestado estos días. La lavaré en casa de mi madre y te la traeré de vuelta. Gracias, Marisol.
—De nada. —Su amiga se levantó para darle un abrazo y ella se dejó querer sin fuerzas.
—¿De verdad crees que es una buena idea desandar el camino hacia César? —preguntó, con la barbilla aún apoyada sobre el hombro de la adivina.
—No creo en las buenas ideas, pero sí en las buenas intenciones. Te has equivocado. No pasa nada. No te tortures. Ahora ya sabes qué es lo que no quieres. Lo demás está por definir, aunque vienen tiempos muy complejos… Lo de tu mamá, Lucía… Tienes que estar fuerte cuando llegue el momento.
En eso su amiga tenía razón. Ahora solo quería centrarse en ella. Volcar su atención en lo único que sabía que merecía la pena. Aunque una pregunta la rondaba las veinticuatro horas, sobrevolando cada latido, cada paso del segundero, cada aliento, como un buitre que ha olido la muerte.
—¿Cómo he podido ser tan estúpida, Marisol? —lloró otra vez sin poder evitarlo—. ¿Por qué me ha hecho algo así?
—Pues porque es un mierda y una malísima persona de la que en realidad no sabías nada. Era un desconocido y lo sigue siendo. Te toca sacarlo a patadas de tu corazón, ¿me oyes? —Marisol la apartó con un gesto dulce y la obligó a mirarla a los ojos—: Nunca, nunca mereció poner un pie en él.
Tenía tiempo de pasar por casa y darse una ducha antes de ir a la oficina, aunque en el camino de regreso desde el bar hasta su portal sintió la angustia de un posible encuentro con Alicia. No tenía nada que reprocharle más allá de… Buscó cómo completar esa frase… «Más allá de nada», se dijo. Román solo era una ilusión y Alicia, evidentemente, no era su amiga. «Ni siquiera se molestó en bajar la voz», pensó repitiendo en su cerebro por enésima vez las órdenes, los gemidos, las risas de ella. Preparó alguna frase vacía. «No me esperaba esto de ti», «Yo nunca te hubiese engañado así»… Absurdo, absurdo, absurdo. Mejor el silencio.
Cuando llegó al portal, un fuerte sol de verano la empujó como un buen anfitrión hacia el interior y pensó en que César pisaría esas baldosas pocas horas después. Subió las escaleras para evitarse el mal trago de un encontronazo en el ascensor. Había dejado las llaves en el piso, en su huida precipitada, y sacó del bolso el juego que siempre guardaba en casa de su madre. Le encantaba ese llavero lleno de ochos. Estaba buscando la llave correcta cuando un ruido tras la puerta vecina la alertó. «Ya está bien, por favor. Si hay un guionista y esto es una película de terror, ¡que pare de una vez!». Metió rápidamente la llave en la cerradura con cierto temor. Podía ser Alicia. Podía ser Román. Pero la persona que salió no fue ninguno de los dos.
—Hola, Lucía, ¿qué tal? ¡Cuánto tiempo sin verte!
—¡Nieves! —Además de la propietaria del 2.º B, Nieves era la presidenta de la comunidad y una bendición para todos los vecinos. Una mujer discreta, extremadamente sigilosa y nada entrometida—. Ya. No lo entiendo, porque no me he movido de aquí excepto una semana para acompañar a César a Nueva York. Él ha estado en San Francisco estos meses. Ahora que lo dices, es cierto que se me ha hecho raro no verte todo este tiempo…
—Mi padre anda pachucho y hemos pasado la primavera con él en el campo. Vamos a quedarnos allí al menos hasta el otoño. No sabes lo fresquitos que estamos en La Vera. ¡Felices! Cuando me llamó Alicia con tanta urgencia… La verdad es que no quería venir, pero alguien tenía que cerrar la casa hasta que encontremos un nuevo inquilino.
—¿Alicia se ha ido?
—Se marchó ayer. Yo no he llegado a verla. Ahora tengo que mandarle a su mail la confirmación de que todo está bien y devolverle la fianza… En realidad no ha cumplido ni la mínima estancia y encima acabo de ver que al final plantó la dichosa maquinita de aire acondicionado. —Lo dijo abanicando el aire, como quien prefiere restarle importancia a algo que a todas luces no le había hecho maldita gracia—. En fin, ya sabes cómo soy y esa chica me caía bien. Creo que hay que echar una mano a la gente buena.
—Claro.
Nieves cogió con ambas manos un llavero bien cargado y empezó a sacar de la anilla una de las llaves de la puerta blindada.
—Oye —le dijo aún concentrada en la tarea—, ¿te importaría enseñarlo en el caso de que hubiera alguna visita a la que no pudiera venir mi hermano?
—No, por supuesto que no. Cuenta conmigo.
—Te iba a dejar una llave en el buzón porque ya sabía que dirías que sí. Al fin y al cabo, eso te da una buena ventaja a la hora de seleccionar a tu nueva o nuevo vecino. —Le tendió la llave—. A ver si tienes suerte y encuentras a alguien con tanta fuerza como ella.
—Ojalá.
Lucía la cogió como quien coge un escorpión acorralado por el fuego.
El día fue una cuesta arriba tan empinada como las paredes verticales de esas montañas asesinas de los documentales de deporte extremo. Cerró su ordenador exhausta y recordó la anécdota que le contó su madre acerca de los acúfenos y aquella señora llamada Juani. «Necesito dejar de pensar… Un poco de tu paz, León».
Esa tarde se quedó dormida al lado de su madre sin haberle retirado la bandeja de la cena. Aurora dormitaba sobre las almohadas con la boca abierta, y ella misma había caído rendida, medio sentada medio tumbada, buscando en el duermevela un hueco en los pocos centímetros que Aurora no ocupaba. Los ruidos de las terrazas de verano entraban por las ventanas como en las plazas de los pueblos. Aurora dio un respingo y Lucía ni se movió. León regresó del balcón y se subió a una de las mesillas para respirar en el oído de la enferma. De no ser un gato, cualquiera que le hubiese visto habría jurado que le susurraba un secreto.
Se despertó de madrugada tendida en la cama pequeña de la habitación, aunque no recordaba cuándo se había quedado dormida, ni cómo había llegado hasta allí. Cuando se giró para ver cómo respiraba Aurora, fue César quien la miró desde el otro lado. Estaba tumbado junto a la anciana, que dormía abrazada a él como una niña en una noche de pesadillas.
—Charlamos un rato. Me lo contó todo y luego volvió a quedarse dormida… —dijo César recogiendo aún más a Aurora entre sus brazos—. No sabes cuánto lo siento, Lucía.
Ella no pudo contener los nervios. Sus labios comenzaron a temblar y su corazón se expandió arrítmico como si deseara escapar de su caja torácica. León dormía panza arriba a los pies de Aurora.
—Yo también lo siento mucho —respondió. Hablaba de su madre, pero también de Román, de su vida entera, de ellos.
—No pienso dejarte sola en esto te pongas como te pongas. Seré tajante: lo nuestro puede esperar, pero ella no.
—Claro, César. —Lucía agarró la almohada sin intención de incorporarse, ni darle la bienvenida—. Lo que tú digas.