Lucía calculó en el calendario el día exacto de la llegada de César. «Llego en cinco días. Tengo ganas de verte», decía su último mensaje. Sopesó las opciones: de entrada no iría a buscarle al aeropuerto, y quizá podría mudarse unos días a la casa que ponía a su disposición Marisol. No se sentía con fuerzas suficientes para encarar su regreso. Bastante duro era llevar el día a día con la lenta despedida de su madre y la desaparición de Román a un tiempo. ¿Por qué había vuelto a hacerlo?
Aquel «No eres el amor de mi vida» de su última cita fue como poner en marcha un reloj en cuenta atrás que marcaba el final de sus encuentros. Desde entonces había ido a casa de Marisol cada tarde, un día tras otro, pero nunca apareció nadie. Muchas mañanas, bajo la ducha, rompía a llorar con la primera luz y no era capaz de identificar el origen de su melancolía. ¿Dónde estaría Román? ¿Cuándo moriría Aurora? ¿Qué le depararía ese futuro sin rumbo ni amor? La tristeza le nacía de la médula como si su ADN llevara escrito también el peso de lo que le esperaba. «Destino y ciencia… Me estoy volviendo loca. ¿Me escuchas, León?». Echaba de menos a su gato, amigo y confesor. Sufría puntuales crisis histéricas cada vez menos frecuentes de las que escapaba liberando el llanto como un vómito depurativo de un alma enferma. Era consciente de lo que le ocurría y sabía identificarlo y confiaba en que sus dolores la sanarían, pero echaba de menos a Román y ya echaba de menos a Aurora sin haberla perdido. Una vez más, se anticipaba a la pérdida.
Las palabras de su madre le habían marcado un camino difícil: «Tienes que aprender a no sufrir de forma gratuita». Lucía le había puesto nombre a su objetivo: «Atrapar la felicidad». Pero ¿dónde encontrarla? Siempre que intentaba ubicar un momento feliz en su memoria, Román reaparecía y César se transformaba como líquido en gas, se disipaba en su interior. Lucía recordaba cada una de sus citas intentando recordar si ella y Román se cruzaron alguna vez con alguien que le conocía, alguna señal que pudiera ligarlo a algún lugar, una pista… pero nada. Pensó en recorrer los lugares que habían disfrutado juntos: ese restaurante subterráneo lleno de tesoros, el chino del parking, los garitos de Chueca o de Malasaña… No lo hizo. El vacío se extendía por los rincones de su cuerpo y llenaba de un silencio insoportable esa casa sin vida y sin dueño. El futuro era una ciudad situada en un valle sin luz, y aunque intuía que estaba allí, llegar hasta ella era por ahora del todo imposible.
Había pasado más de una semana sin noticias. Ni avances en la enfermedad de Aurora, ni un mínimo sonido de la existencia de Román. Lucía dormía en su cama arropada por el efecto de un somnífero suave, inerte y fría, cuando la despertó un portazo en casa de Alicia acompañado de unas risas agudas y unos gritos que anunciaban una persecución. Miró el despertador. Eran las dos y veinte de la madrugada. «Ahí está, la argentina feliz, la más lista, encajada en una vida mucho más sencilla». La escuchó removiendo vasos en la cocina.
—¡Una copa! ¡La última! —la oyó suplicar.
Era obvio que no estaba sola. Se preveía una noche de sexo indeterminado y Lucía necesitaba descansar. Se cubrió los ojos con el brazo, tendida boca arriba en la cama. A través de la ventana abierta, oyó cómo Alicia y su acompañante entraban en su habitación y al minuto la sucesión de caricias pareció eliminar las barreras. Un par de golpes contra la pared de contacto. Suspiros y jadeos. Lo que antes era un estímulo para Lucía se había convertido en una tortura; la alegría que la inspiró la hundía ahora en una soledad pastosa y veraniega.
—Metémela, ya. No puedo esperar —dijo claramente Alicia.
El siguiente sonido que se coló por la ventana fue el de una especie de hipo de recibimiento. Su amante la penetraba y ella respondía acompasada con una hiperventilación rítmica y perfecta.
—Mirá cómo me ponés. Me matás, loco. Dame fuerte. Dame con ganas. Vamos.
Alicia pedía lo que quería, igual a la vida que al sexo. Su cama se hundió una y otra vez: el somier también gemía.
—¿Querés que te coja yo? Dejame que te la chupe. Dale.
Lucía dejó de oír el acento argentino durante unos minutos. Pudo sentir una respiración controlada e imaginó a Alicia volcada sobre su amante. Extrañó a Román y sus horas de sexo en los dos meses que habían disfrutado. Rememoró caricias y besos, momentos de furia y placer desatado; ese sexo oral que le daba la vuelta a su cuerpo como un calcetín, tantos orgasmos largos y puntiagudos… Guiada por lo que ocurría en la habitación de al lado, deseó volver a aquel restaurante en el que se encontraron por primera vez para tener la oportunidad de hacer las cosas de otra forma. Porque claro que había otra forma de haberse enfrentado a aquello. Se sintió estúpida y niña. Ella había perdido todo el ardor que quemaba las cortinas de la habitación de Alicia. La envidió y la odió sin razón. Ella dormía dentro de una nevera mientras su vecina daba coletazos como una ramera en un infierno rojo y visceral.
Alicia y su amante no se dieron tregua en las dos horas siguientes. Cada vez que parecía que los dos habían alcanzado su límite, todo volvía a empezar. Unos minutos de respiro anunciaban una paz que un nuevo gemido abortaba. «¿Cuándo vais a parar?». Lucía metió la cabeza bajó la almohada y la apretó fuerte contra sus oídos, pero solo logró que los sonidos vibraran aún más dentro de su pequeño cuerpo.
Pasadas las cuatro y media de la madrugada, se rindió. Decidió que dormiría en el salón, dado que la fiesta sexual no tenía fin. Se levantó a hacer pis y bebió del grifo del lavabo. Unos pasos en la casa de Alicia le dieron la oportunidad para desaparecer de esa escena y llevarse el poco sueño que le quedaba al sofá. Se puso una camiseta por si se cruzaba en la galería con ella o con su amante. No quería tener que dotar de imagen a lo que ya había escuchado con tanto detalle. Dos horas de peticiones y ruegos, orgasmos y pequeños ritos, sonidos propios del esfuerzo de quien, agotado, no puede detener su deseo. Salió de la habitación a oscuras para no delatar su presencia y agachó la cabeza al atravesar su pasillo. El de Alicia se hallaba también a oscuras. Estaba a punto de llegar a la entrada de su casa cuando, a través de la última ventana, pudo distinguir la espalda de un hombre que mantenía a Alicia contra la pared, montada sobre él a horcajadas y con los dedos de los pies apoyados en la ventana como una bailarina incapaz de atrapar un suelo que cayera bajo sus plantas. El cuerpo de Alicia se agarraba a su amante como una capa de aceite. Él resoplaba a todas luces exhausto, tirando de una rabia masculina y brutal. La cabeza de Alicia golpeaba la pared en cada embestida y su boca abierta era el vivo retrato de la rendición.
Lucía se escondió en la oscuridad de su propia pared y espió el final de aquella noche que no quería compartir pero que no podía evitar observar. El hombre de espalda ancha y brazos musculados giró a Alicia ciento ochenta grados y posó su cadera en la ventana. Por su postura, entre la penumbra, adivinó que la había desarmado para chuparle los senos.
—Tocate para mí —dijo Alicia.
«No me puedo creer que esté aquí mirando esto, ¿en qué me he convertido?», pensó Lucía.
Su vecina era un gemido continuo. Cada poco, abrazaba la cabeza de su amante para lamerle la oreja desde su posición más elevada.
—Estás muy duro. Tanto… —Alicia guiaba a su compañero hacia la eyaculación.
—Estás más buena que comer con las manos —susurró él de repente. Su voz sonó como la de un corredor de fondo en una tarde ardiente de agosto. Y había algo más. Había algo…
—Estás más buena que comer dulce de leche con las manos —replicó Alicia riendo coqueta y sexy, como si fuera ella quien le había enseñado el piropo. Unos dedos firmes y anchos volvieron a agarrar las caderas de la maestra de tango—. Dentro no, ya lo sabés.
—No te preocupes —dijo él.
Lucía se separó de la pared y su corazón se disparó como una metralleta en manos de un niño. Esa voz, ese aliento… Los jadeos, la respiración; el sexo nuevo y vivo… Esas manos. Empujada más por la traición que por la curiosidad, se acercó a la ventana y se expuso a la luz para desterrar sus crecientes sospechas. «Escucha solo los sonidos que necesitas escuchar —le había dicho Aurora—. Aíslalos del ruido que hay en tu interior. Escucha, Lucía, escucha». Permitió que su mente envolviera a los amantes y dejó detrás de ella el miedo a la verdad.
El amante de Alicia apretó su cuerpo y estiró el cuello como un semental que cubre una yegua. Su rostro salió de la oscuridad buscando la luz de la noche. Lucía gritó hacia dentro, quiso perder el sentido. Era Román quien la miraba desde el otro lado de la galería. Cuando sus ojos se cruzaron, él no detuvo su movimiento; por el contrario, lo intensificó. Se agarró al alféizar de la ventana y gruñó como una bestia. Lucía, iluminada por la luna, lloraba y temblaba sin control. Román golpeaba con su sexo el sexo de Alicia, que gimió entregada a lo que fuera a pasar, incapaz de detener los empellones, abrazada a él para evitar la caída. Su cuerpo iba y venía.
«No lo hagas —rogó Lucía sin voz—. No me hagas esto».
En un último embiste, Román alcanzó el orgasmo sin apartar los ojos verdes y profundos de ella. Abrió la boca como un pez que se queda sin aire, envuelto en el placer que le recorrió como un escalofrío de hielo.
Lucía corrió hacia la puerta de Alicia y comenzó a aporrearla a gritos.
—¡Abre, hijo de puta! ¡Abre, Román!
—No lo hagas —oyó gritar a la argentina al otro lado de la madera. Se aproximaban los pasos desde el pasillo.
—¡Abre, cabrón! ¡Abre si tienes huevos! —Lucía había enloquecido. Un trueno eléctrico retumbó a unos kilómetros. Un rayo rompió la oscuridad del cielo madrileño. Se acercaba la tormenta.
—¡No abras! —volvió a gritar Alicia, que forcejeaba con él tras la puerta.
—¡Quítate! ¡Aparta! —dijo Román.
La puerta se abrió y Lucía retrocedió unos pasos, asustada, esperando el envite de la violencia. Román se plantó frente a ella desnudo y empapado en sudor.
—¡¿Qué quieres?! —Acercó su cara a la de Lucía con un grito desafiante que a ella le recordó el rugido de un león furioso. En un gesto instintivo, se tapó la boca con las manos.
Alicia se asomó por un lateral de la puerta y le agarró.
—Volvé a casa —le dijo—. ¡Basta! Entrá.
Román agarró a Lucía y la metió en la casa con ellos. La agarró con tal fuerza que le hizo daño. Lucía tiritaba y lloraba como una muñeca laxa en sus manos cuando él cerró la puerta y la empujó contra ella.
—¡Qué quieres, te digo! ¡Deja de llorar! ¡Habla!
—¡Silencio! —La voz de un vecino rompió el intercambio de gritos. Otro trueno aún más fuerte que el primero colocó la tormenta mucho más cerca. El viento la arrastraba a toda velocidad—. ¿Estáis locos o qué? ¡Son las cinco de la mañana! ¡Voy a llamar a la policía! —Lucía rezó por que lo hiciera.
—¡Ya está bien! —Román sacudió a Lucía, que le abofeteó histérica.
Alicia la miraba un metro por detrás de su amante, completamente desnuda.
—¡Andate, Lucía! —dijo—. Es mejor que te vayas —le pidió también desde el miedo.
Los ojos de la locura acuchillaron los de Lucía. Román estaba fuera de sí. Comenzó a respirar profundamente y cerró los ojos sin dejar de sujetarla. Ella pensó que le iba a pegar e intuyó que Alicia no la salvaría. Los truenos se acercaron tanto que hicieron vibrar las ventanas del salón de Alicia. Román respiró de nuevo. Lucía imaginó su corazón desbocado encontrando un pulso algo más lento. Por fin, la presión de sus manos disminuyó. El miedo la bloqueaba. Aporrear aquella puerta había sido un acto demencial. Ahora, por fin, sabía de lo que era capaz Román. Quiso volver a nacer para no vivir aquello.
—¡Lucía, Lucía! —repitió él varias veces—. ¡Lucía, Lucía!
Román respiraba con los ojos cerrados y el rostro hacia el suelo… cabeceaba como un toro cuando escarba el suelo antes de la embestida. ¿Dónde estaba el hombre que jamás soltaba las riendas de nada? ¿Qué había pasado desde su último encuentro? ¿Por qué de pronto la odiaba el mismo que decía que no podía evitar estar enamorado de ella? Por un instante tan breve que apenas logró atrapar la idea, Lucía pensó que Román se defendía de lo que sentía por ella. Que quizá había sentido que ella estaba matando su esencia. Ahí estaba Lucía, cargando la culpa sobre su espalda antes de sacudírsela. Porque eso no era cierto y lo sabía: una furia tan desbocada, tan irracional y destructiva, lo que busca no es salvar la propia vida, sino aniquilar la de enfrente. Lo pensó en lo que dura un parpadeo, y de pronto tenía el cuerpo de él sobre su pecho, aplastándola con fuerza.
—No me hagas daño —llegó a verbalizar desde el pánico—. No me hagas daño, por favor —gimoteó temblando—. Me iré, te lo prometo. —Cerraba los ojos al sentir el aliento del cazador.
Dos truenos rompieron encima de la azotea. La tormenta también los atrapaba. De repente, Román se incorporó y soltó a su presa, y en el mismo segundo Alicia se abrazó protegiendo su cuerpo del ataque que ella también podía recibir.
—¡Ya basta, Román! —intervino—. ¡Ya es suficiente! ¡Dejala irse!
Él la cogió delante de Lucía, le agarró un pecho y comenzó a acariciarlo lascivamente sin dejar de mirarla. El pezón de la argentina respondió a las caricias, pero ella estaba asustada; tenía los ojos cerrados y las piernas juntas.
—No te pegaré, Lucía —dijo Román con esa voz calmada y firme que tan bien conocía—. Yo no soy así. Ahora mismo solo tienes dos opciones: quedarte y unirte a nosotros, o largarte y dejar de molestar.
Su frialdad era despiadada. Sus ojos brillaban en la oscuridad como los de un demonio nocturno. La tormenta estalló en la calle. Una lluvia pesada comenzó a inundar Madrid mientras el agua desplazaba los truenos y relámpagos hacia el extrarradio.
Lucía buscó el pomo de la puerta y logró abrirla sin girarse. Román masajeaba los pechos de Alicia con una mirada densa color petróleo.
—Estás loco —dijo Lucía con la puerta abierta y preparada para su fuga.
—No más que tú, zorra. Al menos, mi vida es real…
Ella se giró bruscamente y bajó las escaleras sin saber dónde apoyaba los pies. Corrió sin descanso, aterrorizada y exhausta, durante varios minutos. Sintió los charcos a golpes en la planta de los pies y estuvo a punto de caer esquivando varios bolardos. Dos taxis le pitaron cuando les faltó poco para atropellarla. La tormenta dibujó la silueta de una mujer desquiciada y descalza, sin más ropa que un pantalón corto de pijama y una camiseta de tirantes blanca, calada de agua. Asomado a la ventana de Aurora, León la vio pasar y arañó el cristal hasta perder una de sus uñas.
«Solo es una tormenta», dijo su madre desde algún rincón de sus sueños.