—Este camisón que te ha regalado Lucía te sienta muy bien. —Gloria cambiaba de ropa a la anciana después de haberla enjabonado con mimo durante más de veinte minutos—. ¿Cómo te has sentido hoy? ¿Te duele?
Había hecho caso a Lucía, le había bajado algo más los calmantes y ahora la veía bien, pero como nunca se quejaba era difícil saber en qué fase del dolor estaba realmente Aurora.
—Hoy te necesitaba un poco más despierta —le dijo—, un poco más tú…
Eran casi las ocho y media de la tarde. Una hora en la que habitualmente estaba aún alerta preparando su cuerpo para una nueva noche de sueño. La enfermedad sumaba un agotamiento extra a los años. El sol marcaba sus horarios y los de León. Mujer y gato vivían de la mano.
—Nunca me lavas a esta hora y, mucho menos, me cambias de ropa. ¿Estoy disfrutando de algún tipo de ritual? —León maulló, exigiendo también una respuesta—. Tampoco me has dado la pastilla para dormir. ¿A qué vienen estos cambios?
—La rutina también mata, viejita. Eso me lo has enseñado tú.
Justo en ese momento, como si llevara mucho tiempo esperando poder dar ese toque, sonó el timbre de la puerta. León saltó desde la cama y corrió hacia la entrada.
—¿Quién es? ¿Lucía? —preguntó la mujer, sorprendida.
—No, Lucía vendrá dentro de una hora. Ya he hablado con ella. Dame un minuto…
Aurora escuchó los pasos de Gloria. Era cierto que se sentía más despierta que ningún día de los que recordaba desde que la visitó el médico, aunque a cambio le dolía un poco el vientre; notaba una tirantez desagradable debajo del ombligo, como si una goma fuerte estuviera a punto de romperse. León regresó a la cama, anticipando la llegada de la visita.
—Ha venido Freddy. —Gloria entró en la habitación y la ayudó a incorporarse colocando unos almohadones detrás de su espalda. No dejó de hablar mientras lo hacía, y la enferma se preguntó si mantenerse activa era una forma de rehuir su mirada—. Los dos queremos decirte algo importante y nos gustaría que nos dieses permiso para contártelo como nosotros queremos.
Aurora no supo qué pensar. Confiaba tanto en su niña de las estrellas y deseaba con tanta fuerza que ese amor que estaba experimentando fuera a más, que decidió dejarse llevar por la propuesta fuera lo que fuera. «¡Qué carajo, me muero! A todo que sí, ¿verdad?, todo lo que sea vivir algo diferente merece la pena». Advirtió que estaba hablando mentalmente con el gato y sonrió. Unas semanas con el animal en casa y ya se comportaba como Lucía.
—Estoy en tus manos. Tú dirás qué hago.
—Tú no tienes que hacer nada.
—Mejor, porque no tengo muchas fuerzas. —Por suerte sí notaba la cabeza muy despierta y ágil. «Dios… cómo echaba de menos esa sensación».
—Verás, Aurora —Gloria le cogió la mano—, Freddy no ha venido solo. Está esperando en la puerta con unos amigos que me gustaría que conocieses. ¿Puedo dejarlos pasar?
Aurora percibió la madurez en cada uno de sus gestos. Su niña, en un recorrido sano y natural, dejaba paso a la mujer rotunda que llegaría a ser.
—¿Hombres? ¿Jóvenes? ¿Al anochecer? ¡Por supuesto! —Rio con esa risa que la chica echaría tanto en falta—. ¿Estoy guapa? —dijo atusándose el pelo en un gesto que a Gloria le recordó a alguna actriz de la edad dorada de Hollywood, solo que un tanto venida a menos.
—Mucho. —Sonrió—. Por cierto, yo no te he dicho que todos sean hombres, ni jóvenes… Eso te lo has inventado tú. —Desanduvo sus pasos hasta la puerta y se asomó al pasillo—. Podéis pasar.
Aurora se acomodó y se colocó bien el camisón.
—No me has traído ni un espejo —susurró apresurada.
Freddy entró el primero, sonriente y con aire ceremonial. Se había puesto una camisa blanca y un pantalón de pinzas que le quedaba un poco corto. Aurora interpretó al instante que se había vestido, probablemente con la ropa de otro, para una ocasión especial. Al segundo miró a Gloria y la imaginó vestida de novia. Ella también se había arreglado un poco más, pero no tanto como para ser una de las partes protagonistas de la ceremonia. «Aunque esta niña es tan especial que la imagino casándose ataviada con cualquier trapo».
—¡Qué elegante, Freddy!
—Gracias, señora.
El chico se había colocado al lado opuesto de Gloria en la cama.
—He traído a unos amigos que, insisto, quiero que conozcas.
A la señal, un fuerte olor a pescado entró en la habitación, y con él entró también León, que se había quedado olfateando a uno de los chicos. Gloria lo cogió en brazos para calmar su curiosidad, y el gato maulló bajito, mientras miraba de un lado a otro; ahora a ella, ahora a Freddy… como si tuviese que elegir entre ambos, apresurado y nervioso. Su visión cambiaba al caer la noche. La estructura ocular de cualquier gato le permite multiplicar entre treinta y cincuenta veces cualquier rastro de luz. Cuando el mundo se ensombrece para todos, brilla para ellos. De esta forma veía León a aquel original grupo de amigos y a la propia anciana: brillantes e iluminados conforme caía la tarde.
—Os presento a Aurora —dijo Freddy moviendo la mano a modo de introducción, en un abanico abierto tal y como hacen los niños narradores que dan inicio a la obra de fin de curso en el teatro del colegio. Aurora no llegó a reírse para no ofenderle, aunque pensó que estaba tan tierno como ridículo en esa pose de solemnidad—. Ellos son Paco y López, los pescaderos; Enrique, el carnicero más fuerte del mercado —Aurora reparó en su estatura y corpulencia—, y Pascual, mi jefe en la frutería en la que trabajo.
—Encantada —dijo Aurora femenina y señora. Una dama hasta en esas circunstancias—. Bienvenidos a mi casa.
—Todos son muy amigos —Freddy continuaba hablando como quien ha reproducido un guion decenas de veces frente a un espejo— y van a ayudarnos.
—Muy bien —respondió perpleja ella.
Los hombres del Mercado de Antón Martín se dividieron en dos grupos y dos de ellos salieron de la habitación como si conocieran la casa. Aurora miró a Gloria, aunque no dijo palabra.
—No pasa nada, tranquila. Confía en mí.
La chica le retiró las sábanas y cedió su sitio a Enrique. Freddy y él flanquearon a Aurora mientras Pascual se quedaba a los pies de la cama. Los dos hombres la incorporaron hasta que estuvo completamente sentada.
—Ahora, Aurora, te vamos a coger. Podemos llevarte a la sillita de la reina o te puede cargar Enrique solo, que es más cómodo para pasar por las puertas, lo que tú prefieras.
Aurora miró a Enrique, que la sonreía con unos ojos verdeazulados tan alegres como las flores de la primavera.
—Me da igual. Lo que sea más fácil.
—Dobla las rodillas —le pidió Gloria.
Enrique la izó en un movimiento certero, como si fuese una niña de diez años.
—Es usted un peso pluma, Aurora. Así la puedo llevar hasta Ecuador de vuelta con Freddy y regresar corriendo.
Gloria se fijó en las piernas de Aurora, que colgaban de los brazos de Enrique. Tenía los tobillos muy hinchados y los huesos de las rodillas como puntas de flecha. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Gloria —susurró Freddy—, dijimos que lágrimas no. Esto es algo feliz. Recuerda.
Aurora reposaba la cabeza con los ojos cerrados sobre el hombro de Enrique. Hacía tanto tiempo que nadie la cogía en brazos… Un hombre fuerte y robusto. Pensó en las pocas veces que le había ocurrido. «Cuando una se muere, hace cuentas», se dijo. Alejó ese pensamiento melancólico y disfrutó del balanceo.
—¿Me acunas mientras me mueves? —pronunció casi en silencio sin saber si su porteador la escucharía.
—Vamos, Enrique —dijo Freddy desde la puerta.
—Dame un minuto —contestó él con Aurora en brazos.
Gloria y Freddy no entendieron lo que ocurría dentro de su plan perfectamente diseñado y repasado mil veces cuando Enrique comenzó a acunar a Aurora al ritmo de una nana que ella misma tarareaba.
Retomado el plan inicial, la comitiva llegó a las escaleras del desván. Freddy alzó la voz:
—¿Todo bien ahí arriba?
—¡Todo perfecto! —Un olor a ballena bajó por las escaleras.
—Ahora, Aurora, puedes apoyarte en mí —dijo Freddy—. Enrique va a subir para tirar desde arriba.
Gloria y Freddy la sujetaron como dos firmes muletas hasta que el carnicero con pinta de titán sacó los brazos desde el hueco de la trampilla.
—Así no llegas —replicó Freddy al movimiento.
—Espera. —Enrique bajó varios escalones de frente—. Tiraré de ella con los brazos. —Solo que la escalera era muy empinada y demasiado alta, y bastó un intento para que todos vieran que con ese movimiento, golpearían a Aurora.
—No me importa hacerme daño —dijo ella—. Ahora ya no me podéis devolver a la cama. Tantas emociones después de años de letargo. ¡De aquí no me muevo! —En un arrebato besó la mejilla de Gloria y ella, poco acostumbrada a las repentinas muestras de afecto, endureció el rostro en un acto reflejo.
—Pues si quieres subir, solo hay una forma —dijo Enrique.
—Haz lo que tengas que hacer.
Gloria y Freddy se miraron. El carnicero se había puesto al mando de la operación con el consentimiento de Aurora. Solo les quedaba la oportunidad del espectador de primera fila.
—Aurora —dijo Enrique mientras bajaba las escaleras—, descargo todas las madrugadas kilos y kilos de carne y piezas completas. Hoy, usted es mi ternera. —Mientras lo decía, hundió la cabeza a la altura de la cadera de la anciana, le asió las piernas sujetando la cara externa de su rodilla izquierda y le agarró la muñeca derecha para acto seguido tirar de ella como si fuese un saco y colgársela de su espalda. La mujer arrancó una carcajada sonora y viva.
—No te rías así, que se te va la fuerza por la boca —le dijo Gloria desbordada por la felicidad al escuchar a Aurora reír de esa forma, y al mismo tiempo preocupada por que la mujer se hiciese pis. Esta se aferraba a las caderas de Enrique.
—¡Es que no sé dónde agarrarme! —gritó Aurora.
—¡Donde quieras! —respondió la chica, que sujetaba su risa agarrándose las costillas.
Aurora dio una palmada en el culo del carnicero y levantó la cabeza mientras él empezaba a subir ya las escaleras. Buscó con la mirada a Gloria, que pudo ver por primera vez el rostro de Aurora cuando era niña. No hay arrugas que tapen la infancia que vuelve. Y en ese momento, las dos mujeres se declararon un amor mutuo e infinito, inmortal. Gloria la vio alejarse y desaparecer dentro del hueco del desván y, sin que nadie la viera, se agarró el vestido a la altura del corazón.
Los pescaderos esperaban en el desván.
Al superar el hueco de la escalera, Aurora alzó la vista de nuevo y no creyó lo que veía.
—Levántame, Enrique, levántame —le ordenó a la vez le palmeaba la espalda.
El chico se inclinó y la posó en las maderas con los pies descalzos. Aurora se irguió apoyada en todos los recuerdos de aquel lugar.
Su desván, ese espacio en el que almacenó su vida y la de Lucía, era otro. Ya no estaba lleno solo de cajas de libros de colegio, baúles de ropa y cajoneras repletas de trastos inútiles. Del techo abuhardillado colgaban hilos de seda con bolas pintadas de colores como si fueran planetas. Pegatinas fluorescentes decoraban las vigas negras marcando en ellas estrellas infantiles. Los ordenadores de Gloria rastreaban el universo. Mapas estelares colmaban las paredes. Fotografías de la Vía Láctea, la Luna y reproducciones de formaciones lejanas, dibujos de cometas… Un trozo de cielo se concentraba en ese desván. Su niña de las estrellas había convertido un agujero oscuro —ese en el que ella un día pretendió destruir la materia que deseaba olvidar— en un refugio de paz universal. Le había regalado un cielo donde antes no hubo nada. Eso Aurora ya lo sabía hacía tiempo, pero jamás hubiera imaginado que tendría una representación física en la nueva imagen de ese lugar. Gloria había transformado su vida mucho más allá, y en vez de hacerlo desde abajo como cualquiera, había empezado desde arriba, desde el techo que las protegía.
—¿Te gusta? —preguntó la chica. Aurora giraba sobre sí misma pasito a pasito para no perderse nada.
—Me encanta. —Siempre le habían inquietado los desvanes, eran lugares turbadores, cerrados, pero esto estaba en el extremo contrario—. ¡Has metido el cielo aquí! Es, sencillamente, maravilloso.
—Pues esto no es nada, viejita. Deja que Enrique te vuelva a coger.
Embriagada por la dulzura de un nuevo lugar inédito y sorprendente, Aurora se dejó caer de nuevo sobre el hombro del carnicero mientras Freddy, Paco y López esperaban al borde de otra pequeña escalera.
—Yo me adelantaré —dijo Freddy, que subió hacia otra nueva puerta hacia el universo.
Se trataba de una ventana —más bien un ventanuco— que Aurora recordaba haber cerrado años atrás para que la terrible Lucía adolescente no se escapara por los tejados de la ciudad. «Siempre me dio miedo —pensó ahora—. Mi niña rebelde…».
Freddy le pidió que se echase hacia atrás. La cogió de las axilas y tiró de ella con la ayuda de Enrique, que la empujaba desde abajo. Era una zona muy baja de la buhardilla y pudieron izarla sin dificultad. Aurora subió de espaldas y lo primero que vio fue el tejado en su ascenso.
—Ya te tengo. —La anciana posó los pies en la plataforma metálica y sintió el viento en la cara y los sonidos de la ciudad—. Date la vuelta, Aurora.
El chico siguió sus pequeños pasos y la sintió temblar como quien se acerca al borde de un precipicio sin mirar al suelo, segura de que él nunca la soltaría, pero inquieta por la magnitud del paisaje que la esperaba. Hacía tanto tiempo que no veía nada que no fuese el pequeño universo de su cuarto… Con el rabillo del ojo, forzando mucho la mirada, creyó descubrir un colchón pequeño en un lateral de la plataforma repleto de cojines de colores. Oyó los pasos de Gloria, que había subido tras ella y que también la protegía. Se sintió alta y blanca como un rayo de luz. Con el giro descubrió el cielo de Madrid y todas sus antenas y tejados; una familia celebraba la caída de la tarde en una terraza llena de plantas; una pequeña huerta colgante salpicaba de verde y rojo una buhardilla más baja que la suya; el atardecer era naranja y rosa. Un enorme sol arañaba el verano. «Sol de noches calientes», le decía a Lucía cuando era niña y veían juntas el crepúsculo. Quiso gritar y no pudo. Quiso poder suplicar un poco más de tiempo. Serían poco más de las nueve. Aún tenía media hora de luz para ver por última vez cómo se escondía el sol y se alzaba la noche.
Freddy y Gloria se sentaron sobre la placa metálica después de colocarla sobre el colchón. Enrique se había marchado sin hacer ruido. Sólo quedaban ellos tres y Madrid.
—Estáis locos, pero no sabéis lo importante que es para mí estar aquí. —El pelo de Aurora se revolvía con el viento. La anciana rechazó una colcha de ganchillo que le ofreció Gloria—. No quiero taparme, quiero sentirlo todo. —Respiró la brisa seca y contaminada del centro de la ciudad—. Me gustaría subir muchas veces aquí con vosotros… pero me temo que…
Sintió un pinchazo fuerte en el vientre, como si su cáncer gritara o se riera. Contuvo un quejido: hoy no estaba dispuesta a hablar de la muerte, no iba a darle ese gusto, aunque ya tenía claro que hablar de ella o no daría igual; dijera lo que dijese Gloria, ignorarla no iba a ralentizar su llegada, no podría esconderse de ella. Despejó el nubarrón que había llegado de golpe, decidida a no perderse esa oportunidad única, en ese lugar…
—Os quiero mucho —les dijo a ambos.
—Y nosotros a ti, Aurora —contestó Freddy. Abrazaba a Gloria, que tiritaba sobrepasada por las circunstancias.
—Yo… —comenzó ella.
—Dime, mi niña… Arranca, habla —le animó Aurora cuando se quedó callada.
El sol parecía más cercano ahora que descendía sobre la silueta de Madrid.
—Yo… Nunca pensé que querría a alguien así.
Aurora se mordió los labios y no pudo evitar que las lágrimas se deslizaran sobre su cara. El viento las secó deprisa y, en el silencio que siguió a las palabras de la chica, los tres tuvieron tiempo de grabar esa frase en su memoria.
—Sabes que no creo en nada —respondió al fin Aurora—, pero tú sí eres capaz de creer, incluso en que alguien allá afuera puede que algún día nos mandé un mensaje. Somos tan pequeños y tú tan grande por creer en ello… Si eres capaz de albergar esa esperanza, tienes que creer en mí cuando mires a las estrellas. Colócame donde tú quieras y construye un cielo para mí. ¿Lo harás? —Gloria asintió y el tono de la mujer se relajó al añadir—: Y ahora, decidme… ¿qué es eso tan importante que me teníais que contar? No me digáis que me pierdo una boda, con lo que me gusta a mí una fiesta.
Gloria y Freddy se miraron.
—¡No! —dijo ella.
—¿¿Un bebé??
—¡No! —respondieron los dos al unísono, entre risas y aceptando la posibilidad como un sueño ya integrado. La niña de las estrellas desveló el misterio, agarrada a la mano de su amor:
—Hemos reservado nuestro viaje con el dinero que me has transferido. La segunda quincena de agosto nos vamos a Puerto Rico.
Celebraron la decisión, hablaron de planes futuros aun sabiendo que ella ya no los vería, y luego, después de varios minutos disfrutando juntos de las vistas, Aurora les pidió que la dejaran sola. El sol estaba a punto de romper la azotea de varios edificios.
—Estaremos abajo con los chicos, si nos necesitas. Después te bajaremos. No tengas prisa, pero no hagas tonterías, ¿vale? Lucía está al llegar.
Aurora respiró e intentó elegir las palabras adecuadas para dirigirse a su única hija. Tenía miedo y se sentía sola, pero no era eso lo que deseaba compartir. Necesitaba decirlo, pero su «pequeña rebelde» no debía escucharlo. Ese silencio sería su último regalo, uno de los últimos miles de gestos de amor que, a pesar de sus diferencias, siempre tuvo con ella. Podría haberla querido más; podría haberla protegido mejor; podría haber sido una mejor madre, pero a estas alturas de su vida, en el tiempo de descuento, solo podía aspirar al perdón y la comprensión. Aurora recordó esa leyenda que asegura que tu vida pasa por delante de tus ojos como una película cuando la muerte está muy cerca. Ella solo podía ver una y otra vez la vida de Lucía. Quizá la suya llevaba un tiempo debilitada y algo más vacía de lo que deseaba o quizá, simplemente, se la entregó a aquella niña en el mismo momento en el que murió su padre. No le importó ni se arrepintió de nada de lo que había hecho. Es más, aguantó el llanto para recibir a su hija como ambas merecían.
León subió por delante de Lucía al tejado. Una vez en la plataforma, miró a Aurora como quien confirma que en un despiste ha invadido territorio ajeno. «Hoy soy un poco gata en el tejado, como tú», pensaron a una Aurora y Lucía. Madre e hija se abrazaron sin decirse nada.
—He traído una botella de vino, ¿te apetece?
—Claro.
Regresó al desván y León se despidió de ellas adentrándose en terreno de gatos. Lucía volvió al poco tiempo con una botella abierta y dos copas.
—¿Tienes a los asistentes echándote un cable?
—Son geniales, mamá. ¿No crees? Todo ha sido idea de ellos.
—Esto es lo más bonito que me ha pasado nunca desde que te hiciste mayor y mucho más difícil de lo que ya eras de niña. —Aurora sonrió y Lucía bajó la cabeza—. ¡Ríete, cariño! Estoy bromeando. Tú no sabes qué decir y yo no sé qué decir… Sonríe. Cuando te acuerdes de estos minutos, querrás sonreír… Sabes que no soporto la melancolía.
Lucía llenó las dos copas de vino y le entregó una a su madre.
—Pero, mamá, tú eres más fuerte que yo…
—Eso no es verdad —negó ella con la cabeza—. No empieces a decirme ahora lo maravillosa que soy. Ambas sabemos que tenemos muchas cosas que decirnos y un tiempo precioso para hacerlo, por eso debemos elegir bien nuestras frases. Yo, por ejemplo, empezaría con un «Nos perdonamos»… —Aurora dio un trago al vino y dejó escapar un suspiro de pura satisfacción antes de completar su idea—: «Nos perdonamos» —repitió—. Con eso nos quitamos mucho dolor innecesario… «Nos perdonamos todo, porque nos queremos…».
Lucía miró hacia el horizonte, más allá incluso de los tejados y las antenas, hacia donde acababa el mundo, incapaz de mirar a su madre a los ojos. La tristeza que sentía le doblaba la espalda.
—¿Nos perdonamos, Lucía?… Vamos, háblame, mírame…
—Pues claro… —contestó ella, aún sin girar el rostro hacia su madre—. Tú piensas en trapos sucios y yo solo puedo pensar en qué voy a hacer sin ti, cómo lo voy a soportar… ¡No quiero! —dijo la niña Lucía desde las entrañas del cuerpo adulto en el que vivía.
Aurora tragó saliva y espero que su hija fuera asimilando lo que estaba ocurriendo. Le costó unos minutos —que vivieron en silencio— encontrar las palabras que buscaba:
—¿Recuerdas cuando vivíamos en Sainz de Baranda, en aquel piso feo desde el que, por supuesto, no se veía ni una esquinita del Retiro? —Lucía sonrió admirada por el sentido del humor de su madre—. Teníamos una vecina que se llamaba Juani. Tú no te acordarás porque eras muy pequeña. Juani era un cielo, nos veíamos mucho y nos echábamos una mano. Ella era soltera y tú y yo estábamos completamente solas… Pues Juani, un día, sin saber por qué, empezó a escuchar sonidos dentro de su cabeza. Sonidos, no voces. Ella me decía: «Esto será parecido a lo que le pasa a tu hija». Tú por aquel entonces llorabas muchas tardes y te agarrabas la cabeza y me decías: «Mamá, mamá, quiero dejar de pensar…». ¿Lo recuerdas? Lo tuyo era cierto, pero no tenía nada que ver con lo que le pasaba a Juani. Acudió al médico y le dijeron que sufría acúfenos. No es una enfermedad tan rara, aunque no se conoce demasiado: son sonidos que se producen en el oído pero que no tienen un origen físico exterior. Pueden ser martillazos, golpes, pitidos, y en algunos casos no se detienen, solo se atenúan… Juani aprendió a vivir con sus crisis de acúfenos y a tener una vida más o menos normal con sonidos dentro y fuera… —Aurora bebió otro sorbo de vino. Lucía ya había vuelto por completo la cabeza y la miraba—. Lo que te quiero decir, hija… Lo que necesito decirte —recalcó Aurora— es que tú siempre has tenido mucho ruido dentro de la cabeza, siempre… Nunca he sentido que tuvieras un minuto de paz. De alegría y emoción sí, pero no de paz… Tú no sufres acúfenos, Lucía, ni tampoco ningún trastorno psiquiátrico; de hecho, eres una mujer inteligente, muy inteligente ¡a la que parece que le gusta sufrir!
Lucía abrió la boca, pero pensó que no debía contestar. En el fondo, sabía que su madre tenía razón.
—Cuando lo tienes todo, también sufres —continuaba Aurora—. Eres tú misma quien llena de ruidos inútiles tu cabeza y tu alma… Hija, ya está bien. Para eso de una vez. —No era un consejo, sino una orden—. Es lo único que te pido: distingue los ruidos de lo que de verdad debes escuchar, busca la paz y evita el sufrimiento gratuito. Busca la felicidad y da con ella. Es tu obligación, y yo, que soy tu madre y estoy al borde de la muerte —Aurora miró los laterales del colchón para cerciorarse de que ese borde lo marcaba solo el cáncer y no los quince metros de caída al suelo—, te lo exijo…
—Pero mamá…
—«Pero mamá» nada. Me da igual que se llame César, Román, Perico de los Palotes o simplemente Lucía… También puede ser solo Lucía… Ser huérfana no exige que estés siempre arropada por un hombre, eso ya lo hemos peleado juntas, ¿no?
—Sí, mamá. —Le empezaba a gustar lo que escuchaba.
—¡Vive, hija mía! Te lo pide una moribunda tumbada sobre un tejado de Madrid que, además, es tu madre. —Aurora volvió a sonreír—. Vas a salir de esta, hija, vas a salir de todas.
—Tengo miedo…
—Y yo. Estoy muerta de miedo, hija. —Hizo un esfuerzo por reírse mientras lo decía—. Pero ¿a que sé disimularlo?
—Nada, no se te nota a nada. —Lucía correspondió al brindis que le ofrecía su madre. La miró a través del cristal de la copa y la vio resplandecer ahora que el sol se había marchado rumbo a otros tejados. La noche las había cogido de golpe, aun cuando estuviesen avisadas, tal y como las atraparía la muerte.
Lucía no pudo evitar lanzar ese pensamiento, para no ahogarse, para que no se hinchase en su garganta y acabase por taponarle la tráquea:
—Llegará así, mamá —dijo bajito—. De repente, como la noche…
—Sí, así espero que sea…
—No te dejaré sufrir. —Se desplazó unos centímetros a su derecha por la plataforma y se abrazó al cuerpo de Aurora. Apoyó la cabeza en el corazón de su madre, que latía como un tambor en tiempos de guerra.
—Y yo a ti tampoco, Lucía. Hazme caso por una vez en tu vida, solo esta vez. Haz las cosas muy bien con quien lo merece, no intentes salvar el mundo, ni convertir a los malvados… No cargues con todo y sé feliz, por favor…
—Sí, mamá… —Sollozó agarrada a su madre como quien presiente la llegada de un tornado.
—Se está levantando viento, hija…
—Llámame «hija» hasta que te vayas —dijo Lucía congestionada, porque luego nadie más lo haría nunca.
—Claro que sí.
León cruzó unos metros por delante de ellas, demostrando sus habilidades de funámbulo sobre el canalón. La noche era tan oscura que el gato de color plomo parecía completamente negro.
—Lucía… Digo, hija… ¿Tú crees que tienes mala suerte?
—…
—Pues con un gato como ese, no te lo puedes permitir.