—Así huele la tierra.
—No, mamá, así oléis tú y tu enfermedad.
—¿Quieres decir: a podrido?
—Veo que tres días con la medicación mucho más baja te han sentado muy bien.
—Quizá no estaría mal que tú te tomases lo que a mí me sobra.
—Mamá… —dijo Lucía, cansada.
—Al menos, te relajaría. Mírame a mí, parezco otra.
—Eso no es cierto. Hay que darte dosis de caballo para aplacarte, por lo que veo.
—Estás demacrada, triste, malhumorada y, por lo que sé, en esta habitación solo hay una que se muere y esa soy yo.
—Mamá, ya está bien.
—¿Estás desesperada porque un hombre que no te quiere te ha dejado tirada y otro que te ama con locura quiere regresar a tu lado? —Lucía pensó que aquello era simplificarlo todo demasiado—. Estás sana, eres joven, tienes trabajo…
—Ese discurso no te pega nada, es de madre vulgar y de corto recorrido —le interrumpió su hija.
—¿Eso crees? ¿Recordarte todo lo bueno que tienes es vulgar? Esa historia no vale nada y tú lo sabes y deberías esforzarte por salir corriendo todo lo rápido que puedas.
—Lo dices por tu experiencia. —Lucía no tuvo piedad.
—He salido corriendo en muchas ocasiones, y en otras muchas, porque he tenido tiempo para todo, me quedé cuando no debí hacerlo. Me he equivocado un millón de veces y entiendo tus errores mejor que tú misma, pero, Lucía, no puedes sufrir de esta forma.
—Coincidirás conmigo en que no es el mejor momento de mi vida —seguía utilizando un tono frío y enfrentado.
—Sí. No es el mejor momento de tu vida. ¿Y? ¿Es el peor? No lo creo. La vida te va a llevar por caminos que ahora no puedes ni siquiera imaginar. ¡Resuelve los nudos! Tienes capacidad para hacerlo. Desata y rompe lo que te hace daño. Hay cosas que no se pueden cambiar, pero tú puedes cambiar lo que te está pasando. Tienes que tomar una decisión inteligente, no desesperada y dramática.
—Es muy fácil para ti decir todo eso desde esa cama.
Había dicho en voz alta lo que llevaba ya un buen rato pensando, y su madre respondió airada, abandonando la calma a pesar de la medicación.
—¿Ah, sí? ¿Es fácil? —Se removió en la cama—. ¡Es todo menos fácil! No me quejo porque no quiero y porque nunca lo he hecho…
—Pues quizá te deberías haber quejado más.
—No es mi manera de afrontar las cosas. Regodearse en el dolor no conduce a nada; genera más dolor y punto. —Levantó la voz para zanjar la discusión.
—Mira, mamá —Lucía se levantó de la cama y habló a su madre desde la relativa ventaja de quien mira en pie a quien yace postrado. Sé que no es justo y sí muy egoísta hablar de cosas «mundanas» de una vida cuando tú estás pasando por lo que pasas, pero creo que no me entiendes y hoy no es un buen día para mí. Me marcho. Seguir esta discusión no nos lleva a nada.
—¿Te vas otra vez para comprobar si tu torturador reaparece?
—Me voy porque no quiero seguir discutiendo contigo. —Lucía ya estaba cerca de la puerta.
—¿Volverás luego?
—¿No lo hago cada día?
—Hoy, y lo has dicho tú, no es un día cualquiera.
Lucía necesitó sentarse en la escalera para llorar y desahogar la tensión. Se dejó caer, aunque las maderas se le clavaban en las costillas. Deseó que le alcanzara una de sus ausencias para poder descansar, pero nunca había sido capaz de convocar a voluntad a la nada, y la consciencia ganó la batalla. Una vibración en su móvil anunció la llegada de un email.
Hola, Lucía:
¿Cómo estás? San Francisco, esa ciudad que tanto nos gusta, es un infierno sin ti. Ya que no he recibido respuesta, entiendo que no quieres venir. He estado pensando mucho, dando vueltas a todo lo que hablamos en Nueva York y a todo lo que nos ha pasado en los últimos años y creo que puedes tener razón. Quizá no te he cuidado como merecías y he permitido que todo se enfriara, pero te juro que no te he hecho tanto daño a sabiendas. Al contrario, sabes que lo habría evitado de haberlo sabido.
He decidido que adelanto mi regreso a Madrid un mes. Llegaré en algo más de tres semanas porque necesito cerrar unos contratos antes de irme, pero si necesitas que llegue antes, allí estaré. Creo que ambos nos merecemos la oportunidad de hablar las cosas con calma y aprender a querernos mejor. Eso, si todavía me quieres… Yo te amo con todo mi corazón. Pronto estaré en casa.
Te quiero,
César
Lucía dejó el móvil en la escalera y volvió a recostarse. Durante unos segundos meditó si debía o no contestar, si quería realmente hacerlo.
Al final, pulsó el icono para responder:
Hola, César:
No creo que este sea el mejor medio para contestarte. No te quiero mentir. No creo que tengamos ya esa oportunidad. Cada día estoy más lejos de ti.
Lucía
PD. Mi madre está muy mal y mereces saberlo. Está muy enferma y el médico dice que le queda poco. La distancia es larga y el dolor… lento.
Alicia intentaba meter su bici en el ascensor cuando Lucía llegó a su casa.
—¡Hey, Lucía! ¿Subís?
—No te preocupes. Voy por la escalera.
—Dejo la bici y paso a verte. Tenés que alegrar esa cara, boluda. El mundo no se acaba en ese espectacular chulazo que pasa a buscarte de vez en cuando…
Lucía quiso mandar a la mierda a Alicia. No soportaba los chistes como remedio para el dolor; le escocía horrores la herida, llegaba casi hasta el hueso, ¿por qué esa que se decía amiga suya se empeñaba en que lo viera solo como un rasguño? Le pareció un comentario de muy mal gusto.
—¡Dame un minuto y voy! —escuchó desde el interior del ascensor ya en marcha.
La casa estaba extraña y moribunda sin León. La rabia la consumía. Román no merecía la discusión que acababa de tener con su madre. Los minutos que compartían era parte de «los últimos» y ella se había permitido el lujo de malgastarlos. Sin pararse a pensarlo, cogió un pequeño cenicero de cristal y lo estalló contra el suelo. Era ella en realidad la que estaba hecha añicos, y la naturaleza siempre busca simetrías. El timbre sonó. «Ahora no».
Se dirigió a la puerta dispuesta a gritar a su vecina y hacerla entender que solo podía ayudarla desde la comprensión, pero nunca desde la burla o minimizando el dolor que ella sentía. Estaba un poco harta de que todo fuera llevadero y superable para Alicia. Seguro que el ruido del impacto del cenicero la habría asustado.
Abrió la puerta de golpe y, en el descansillo, a quien encontró fue a Román.
—¿Estás bien, Lucía?
Ella quiso cruzarle la cara. Que si estaba bien… Bien… Después de más de diez días sin saber nada de él.
—¿Qué haces aquí, Román? ¿Por qué has venido?
—Me he acordado mucho de ti.
—No voy a dejar que entres aquí. En la casa que compartía hasta hace poco con un hombre que me quiere… —Movió las manos como si quisiera rectificar—. No, no lo hace bien… pero me quiere, no me deja tirada en un after de mala muerte, no me ignora de una forma tan brutal, no me maltrata… Eres un maltratador psicológico. Eso es lo que eres. —Lucía elevó el tono hasta que su voz rebotó por toda la escalera de vecinos. Alicia abrió la puerta.
—¿Estás bien, Lucía?
—No. No estoy bien. Este es Román, Alicia.
—Hola, Román. —Volvió a dirigirse a Lucía—. ¿Querés que me quede? ¿Querés pasar aquí?
Lucía tuvo tiempo para respirar y bajar pulsaciones.
—No. Estoy bien. Déjanos solos. Por favor.
La maestra de tango se retiró sin decir nada y cerró la puerta despacio. Román dejó pasar unos segundos, con la vista puesta en la puntera de sus zapatillas y las manos dentro de los bolsillos. Retrocedió un paso y apoyó la espalda en la barandilla, luego levantó la mirada y la fijó en los ojos de Lucía.
—Si no puedo entrar y no podemos hablar aquí, ¿podemos salir a dar un paseo?
—No lo sé.
—Te pido disculpas, pero darte explicaciones no servirá de nada. Me equivoqué. Yo también estaba borracho y muy alterado.
—De estar borracho a ser un hijo de puta hay un trecho. Lo que hiciste es propio de un psicópata. Un hombre trastornado. No estás bien, Román. —Se tocó la sien con la yema de los dedos—. Tú quizá no te des cuenta, pero no estás bien.
—Vámonos, Lucía. Ven conmigo.
Ella sabía que cruzar de nuevo ese umbral para irse con él era una mala idea. «Corre tan rápido como puedas», escuchó la voz de Aurora uniéndose a la de la camarera adivina, como dos hadas que se la susurrasen al oído. Pero el encantamiento de él era mayor. «Vaya novedad», se dijo mientras cogía el primer bolso que vio colgado del perchero y se iba con él. Pasearon sin rumbo por el barrio.
—¿Qué hice para provocar una reacción tan salvaje? ¿Hablarte de que había encontrado un lugar que podíamos hacer nuestro? ¿Proporcionarnos un refugio para no tener que estar acostándonos aquí y allá y encontrar un poco de paz para poder querernos con un poco más de tranquilidad? No entiendo lo de los teléfonos, Román, no soporto tus misterios, pero incluso aceptando esto… —le cogió del codo y le giró hacia ella—, no te dije nada malo, nada tan grave… Propuse algo razonable y tú reaccionaste con una crueldad que ni yo ni nadie merece.
—Tienes razón.
—Ya está. —Apartó la vista, más enfadada que antes—. Tienes razón. Y con eso tiene que bastar, ¿verdad? Ahora nos besamos y aquí no ha ocurrido nada.
—No sé por qué te gusta hablar tanto del pasado. Culparme no te aliviará.
Román hablaba con el tono reposado y tajante que empleaba siempre, como si las cosas fuesen tal y como él decía y los demás solo pudiesen limitarse a verlo como él. Pero no tenía razón. No la tenía.
—Te equivocas —se revolvió ella—, me alivia darme cuenta de que haces cosas que una buena persona no haría.
—Yo nunca te dije que fuera una buena persona y tampoco te lo estoy diciendo ahora.
Lucía se detuvo en seco. Caminaban por las estrechas calles del centro y los dos allí quietos, de repente, formaron una pequeña isla en el tráfico de paseantes.
—Román, ¿a qué has venido? —le preguntó, harta de rodeos.
—A verte.
—Pareces un niño de catorce años.
—¿Todavía quieres enseñarme esa casa?
Lucía no podía creer lo que estaba oyendo. Lejos de sentir vergüenza por lo que había hecho, Román volvía a la carga. Transformaba la ira en deseo. La culpa en redención.
—¿Para qué quieres verla?
—Porque quizá tuvieras razón, quizá la tengas ahora y deba escucharte más.
Ella giró por completo y miró en los dos sentidos. Si seguía bajando la calle Lavapiés, se alejaría del bar de Marisol. Si, por el contrario, desandaban sus pasos, caminarían hacia él. Todos los sonidos de su universo gritaban que zanjara aquella relación perversa y dañina, pero estaba enamorada, completamente ciega. Le miró y sintió calor.
Marisol le dio las llaves que tenía en la caja registradora sin mirar a la puerta. Fuera, en la calle, esperaba Román.
—Me alegro de que no hayas entrado con él. Una cosa es que te apoye en este momento tan frágil, y otra, que me obligues a sonreírle por cortesía. Aprecio tu delicadeza. En el fondo, no quiero saber nada de esto. Ahora, largo.
Entraron en la casa que fue propiedad de la madre de Marisol. Una luz amarilla de tarde caliente se filtraba por las cortinas viejas color té.
Las copas y los platos de la última comida de Marisol y Lucía seguían en el fregadero. Estaban aclarados, pero no fregados. Lo demás estaba perfecto.
—Este era el infierno en el que no querías entrar. ¿Qué lo hace tan temible? Alquilo un piso. Bueno, en realidad me lo deja mi amiga, pero no te estoy pidiendo que te cases conmigo.
Román sonrió.
—Es bonito. Castizo.
—Pensé que aquí podríamos encontrar un poco de paz de la que ahora necesito.
—No soy un hombre que dé paz.
Los dos se sentaron en el sillón. De repente, Román cogió las piernas de Lucía y las colocó sobre las suyas. Le quitó las sandalias y comenzó a acariciarle los pies. Ella no los apartó, aunque trató de quejarse.
—No puedes también ganar esta vez. No puedes dulcificar este momento tan agrio para mí. ¡Llevo días sin saber de ti!
—No sabía si podría volver a mirarte a la cara después de lo que te hice.
—¿No sabías si podrías mirarme a la cara y ya me estás acariciando las piernas?
Román extendió la caricia hasta sus muslos con una mano mientras con la otra le apretaba fuerte uno de los pies.
—Tienes una piel demasiado suave para no regresar.
—Necesito algo más que la piel.
—La piel lo ha sido todo entre nosotros y sabes que eso no es malo.
—Necesito más que eso.
Román se detuvo, pero no la soltó.
—¿Qué quieres? —preguntó—. ¿Que traiga un cepillo de dientes y lo deje en el lavabo? ¿Eso te haría más feliz?
—Hay un término medio.
—Solo si tú lo deseas.
—No entiendo lo que nos está pasando, Román, no entiendo nada.
Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas. Cada una de sus caricias le llenaba el alma de esperanza y cosquillas infantiles. La piel se le erizaba al contacto de su amante, el único hombre que la había vuelto completamente loca. Renunciar a él era cada vez más difícil. Sus ojos y su boca se centraron en el pecho de Lucía que se colocó el escote desbocado.
—Hace calor. Llevas demasiada ropa encima, ¿no crees?
—Román… —Retiró las piernas y se encogió hecha una bola en el sofá—. Pero tú… ¿me quieres?
Él se colocó a su lado, apoyando solo una rodilla en el asiento. Le desabrochó el vestido y lo dejó caer hasta descubrir sus senos de verano. Con el índice dibujó el contorno de su cuello y sus hombros hasta hacerla estremecer. Lucía sintió de nuevo el abandono y la renuncia y rogó con los ojos una respuesta.
—¿Me quieres Román? —repitió.
—No consigo no hacerlo.