31

Una semana después de su última cita con Román, parecía que se lo hubiese tragado la tierra. Cada mañana, en el trabajo, Lucía revisaba en persona y con cuidado todo su correo postal. Llegaba a repasar cada uno de los envíos, muchos de ellos claramente comerciales, hasta tres o cuatro veces. «Son cosas mías», le decía a su secretaria. Le echaba de menos y le desesperaba no tener la opción de disculparse, de poder arreglar aquel embrollo fruto de una noche con demasiado alcohol. ¿Román se había marchado, o la estaba castigando por su mal comportamiento? «Solo tenía que ser otra, León. Disfrutar de lo vivido sin pensar en el día siguiente y no pude… Estúpida, estúpida, estúpida», se fustigaba. Cada día de esa semana, había pasado por su casa entre las cinco y las seis y media con la esperanza de escuchar un timbre, recibir la visita de un mensajero, un sobre por debajo de la puerta, cualquier mínima señal… «¿Seguro que no ha llegado nada?», preguntaba con insistencia a su vecina. «Yo también tengo vida, Lucía. No paso todo el día aquí, pero te lo prometo: no recibí nada, ni siquiera por error…».

El resto de la tarde hasta la mañana siguiente la pasaba con su madre, permitiendo además que Gloria y Freddy disfrutaran de sus paseos y citas diarias. Al caer el sol, él la recogía al salir del mercado y se marchaban. Lucía se quedaba con Aurora y la observaba dormida o atontada por los calmantes durante horas. La vida se había detenido otra vez. Ella tenía claro que su prioridad actual era su madre, pero tenerlo claro no evitaba que Román se colara por todas las rendijas de su mente con cualquier excusa. «Solo quiero saber que se ha acabado, León», porque la duda la estaba volviendo loca. El gato reposaba desde hacía días con Aurora. Solo bajaba de su cama para comer algo a medianoche. El resto del tiempo desde que Lucía lo llevó, complaciendo el deseo de su madre, la guardaba y protegía. León vigilaba la débil vitalidad de Aurora. A veces, mientras ella soñaba, se recostaba al lado de sus costillas para medir su respiración y acompasar la suya con la de la anciana. Esta, drogada y casi desvanecida, sentía el calor de su pelo cerca del pecho y lo asía con uno de los brazos. Sentir a su vigilante la calmaba.

Una mañana, Gloria le contó a Lucía que había encontrado a León sentado sobre el vientre de Aurora: se estaba lavando sobre ella y acercaba su hocico al cuerpo enfermo.

Ojalá cualquiera de los tres hubiera podido limpiarla y arrancarle aquel mal de cuajo. «¿Cómo me avisarás cuando llegue el momento, León? —le preguntaba su dueña—. ¿De verdad puedes ver la muerte?».

Los días habían dejado de tener nombre. No había lunes, ni martes, ni miércoles… solo noches de sueños delirantes, dolores de espalda en una pequeña cama que había instalado en la habitación de Aurora, y comidas que volvían a la cocina para rellenar nuevos envases. Cuando el efecto de la morfina entraba en su fase menos incisiva, la mujer lograba volver durante algunos minutos. Madre e hija se disfrutaban entonces, pero no como antes. Aurora estaba zombi por las drogas y nunca recuperaba del todo su rapidez, aunque sus comentarios seguían haciéndolas reír.

—No me gusta pasar el día dormida.

—Ya lo sé, mamá, pero es por tu bien.

—Prefiero un poco de dolor pero poder estar lúcida a cambio.

—Yo también te echo de menos.

—Reconoce que te encanta tenerme en la palma de tu mano. —Reía.

—Como sigas sin comer, podré tenerte en la palma de mi mano literalmente.

—Mira qué tipín. —Aurora le cogió las manos y las puso encima de sus tetas. Ambas habían comparado siempre el tamaño de sus senos: los de Aurora eran el triple que los de Lucía.

—Eres una gamberra, mamá. Y puesta como estás ahora, mucho más.

—Y tú, demasiado seria. Mi niña perfeccionista. Mi eterna insatisfecha.

Aurora agarró las tetas de su hija y volvió a reír.

—Quién nos lo iba a decir: ahora soy como tú.

Aquel mediodía, decidió que comería con Marisol para cambiar de escenario. Camino del bar llamó al doctor Agudo.

—Hola, soy Lucía, la hija de…

—Sé quién eres. ¿Cómo está tu madre, cómo sigue? Pensaba llamarte para pasarme esta semana a verla.

—Quiero bajarle los paliativos. Ya no es ella. Está demasiado ausente. Creo que esta tampoco es la manera. Ella no querría irse sin darse cuenta de nada.

—¿Estás segura? Bueno… La verdad es que conociendo a tu madre, es posible que tengas razón. Redúcele un tercio lo que te dije. Mantén la toma de la mañana y, si quieres, retírale los parches a ver cómo reacciona, pero prométeme que volverás a darle la misma dosis si sientes que sufre.

—El dolor también es una opción, si ella lo prefiere.

—Encontraremos un término medio, pero no la hagas sufrir innecesariamente.

—Delira por las noches.

—Eso no es solo por las drogas. Es parte del proceso.

—Está bien, la observaré hasta que puedas venir a verla de nuevo.

—Tienes que estar calmada, Lucía. Puede que esto se alargue un poco más. ¿Tú necesitas algo? ¿Quieres ansiolíticos, algo para dormir?

Parada ante un paso de cebra, miró a su alrededor: otro día lleno de sol, de luz, de calor. De vida. No supo cómo encajar en ese escenario una conversación tan repleta de muerte. Suspiró; nada de treguas.

—No, puedo con ello —le dijo. Era más una decisión que una certeza.

—¿Estás comiendo?

—Poco.

—¿Y ella?

—Apenas nada. Está adelgazando mucho. Cada vez abulta menos y me mira drogada como si fuera una niña muy pequeña. No sé en qué piensa a veces cuando me mira así.

—En que te quiere. En que estás con ella. Está volviendo al punto de partida. Al final, solo quedará su esencia. —«Eso también es hermoso», se dijo Lucía—. Se desprenden de todo lo innecesario y recuperan la inocencia perdida. El cuerpo es tan sabio que también desarrolla sus mecanismos para congraciarnos con la muerte.

Cerca de Lucía, una madre tiraba de un niño enrabietado que no levantaba dos palmos del suelo. Ya veía la cristalera del bar a unos metros.

—Quiero tenerla un poco más, doctor.

—Todos querríamos que así fuera —respondió él con voz grave al otro lado de la línea. Lucía lo imaginó de pie ante la ventana de su despacho en el hospital—. Pero ella tomó su decisión y debemos respetarla.

—Llevarle la contraria siempre fue una mala idea —dijo únicamente para sí misma.

—… rebájale la medicación y me llamas en unos días. Ya sabemos que así está en paz y siempre podemos regresar a este punto. Hazlo y hablamos cuando quieras.

—Gracias, doctor.

—Eres muy fuerte, Lucía. Tu padre estaría orgulloso.

Lucía cortó la conversación en la misma puerta del bar de Marisol. Un golpe seco de aire acondicionado le paró por un momento el corazón y tuvo que detenerse y apoyarse en la puerta.

—Lucía —la llamó Marisol—. Acércate, tienes muy mala cara.

«Mejor en una mesa», pensó ella. La camarera rodeó la barra y salió a su encuentro.

—¿Estás bien?

—No mucho.

—¿Te traigo algo? ¿Agua? ¿Algo con azúcar?

—¿Comerías conmigo?

—Claro, tengo a la chica y no hay mucha gente. Has venido muy pronto. Estamos en horario de almuerzo europeo y este es un bar de madrileños. —Marisol sonrió prolongando su barbilla picuda.

—¿Puedo pedirte un favor?

—Dime.

—¿Podemos comer en esa casita que alquilas?

—¿Todavía sigues con eso?

—No quiero quedarme en el bar. He venido a verte, pero necesito un lugar más íntimo. Me gustaría hablar contigo tranquila. Están pasando muchas cosas y ninguna de ellas debería formar parte del ruido de un bar.

Marisol se dio la vuelta decidida, se desabrochó el mandil y lo dejó sobre la barra.

—Todavía recuerdo el primer día que te vi entrar escondida dentro de ese jersey de cuello alto. No tienes termino medio, chiquilla: o te tapas hasta las cejas o te despelotas, y eso no hay corazón que lo aguante. —Puso los brazos en jarras para demostrar su firmeza—. Voy a coger las llaves y comeremos arriba. Dame un minuto: voy a pedirnos algo caliente y una buena botella de vino, porque me da que esto va para largo.

La casita de Marisol era un estupendo estudio de sesenta metros cuadrados al que se llegaba tras subir a pie seis tramos de escalera. Una vez dentro, a Lucía le gustó incluso más que en su primera visita. Era un espacio perfecto, casi cuadrado, con la habitación amplia que prometía el anuncio, una cocina más que aceptable y una sala con un balcón de puertas oscuras de teca y barandilla de hierro forjado, que daba a la misma calle por la que se entraba al bar de abajo. La camarera fue directa hacia ella y, nada más abrirla, el murmullo de la gente y el calor de esos días se derramó sobre los muebles de madera.

—Lleva vacía demasiado tiempo. Eso pasa factura —dijo recorriendo con el índice un hilo de unos cuantos centímetros en la pared color ocre de la sala, y Lucía se preguntó si eso mismo podía aplicársele a ella.

Durante la comida, conversaron principalmente sobre la situación de Aurora. La mujer adivina solo lograba ver un poco más allá que otros en el corazón de Lucía, que seguía fantaseando con su don para dar con la respuesta antes de escuchar la pregunta.

—Siempre sabes qué decir.

—¡Menuda tontería es esa! Llevo una hora escuchándote y no sabría por dónde empezar. La muerte de una madre es un asunto demasiado íntimo y serio. No hay mejores ni peores maneras de llevarlo. Las pérdidas no son menos dolorosas por esperadas. Solo deseo que no sufra mucho y que si es inevitable, como me cuentas, se vaya dulcemente y solo una parte de ti se vaya con ella. Ya estás demasiado rota, Lucía.

—¿Así me ves? ¿Rota?

Seguían sentadas frente a frente con los platos ya vacíos en la mesa baja del salón, y las copas aún manchadas de un tinto peleón que a Lucía le había devuelto al menos algo de calor al cuerpo. Marisol se recostó en el sillón, terminó la botella rellenando mínimamente la copa y se la llevó a los labios. Hizo una pausa antes de contestar para decidir si suavizaba o no la respuesta. Optó por no hacerlo.

—Nunca te he visto feliz desde que te conozco —le dijo sin rodeos—. He tenido la suerte de encontrarme contigo en esta vida que es, en todos los sentidos, absurda, pero no ha sido en tu mejor momento. Te veo entrar, salir, viajar, tomar decisiones precipitadas, dejarte llevar y no soy nadie para decirte nada… Tu mundo está, como podría explicarlo… explosionando. —Hizo ademán de juntar las yemas de los dedos formando una bola vacía entre las manos, que finalmente se separaron repelidas como imanes de polos idénticos—. Un montón de energía se está acumulando en tu interior, más y más, y tú no puedes hacer nada para calmar las pulsaciones de ese otro corazón bomba que te ha salido; solo puedes vivir lo que estás viviendo de la mejor manera posible.

—¿Y cuál es esa manera? —Lucía no dejaba de seguir los movimientos de manos de Marisol, que parecían formular un hechizo.

—La forma en que lo vivas. No hay jueces, yo no soy nadie para juzgarte —le repitió—, realmente nadie lo es. Como te acabo de decir, la primera vez que nos vimos en el bar, tu mundo sentimental ya se había derrumbado, y ahora, una historia que no tiene ni pies ni cabeza machaca los restos sobre los que podrías reconstruirte. A veces, la única manera de volver a levantarse es hacerlo completamente sola.

Lucía no estaba preparada para oír algo así: aún no podía renunciar de manera voluntaria a Román. Quería a esa mujer adivina, pero ni siquiera el mejor de los oráculos de la antigüedad —ni la misma sacerdotisa de Delfos— sería capaz de mover con el peor de sus vaticinios un milímetro del camino de un enamorado.

—Yo creo que él siente algo por mí —se repitió, como llevaba haciendo los últimos días.

—Seguro que sí. ¿Cómo no? Pero ¿qué es lo que siente? ¿Tú estás ahora en condiciones de analizarlo limpiamente? —La pregunta se quedó colgada entre ellas como un cristal grueso.

—No es la mejor situación para mantener la cordura, desde luego —coincidió al fin Lucía—. En eso tienes razón. Quizá no lo sea.

—¿De verdad crees que me importa toda esta estupidez del piso? Aquí está. —Marisol abrió los brazos—. Lamento haber estado un poco arisca la primera vez que te lo enseñé, pero, de verdad, ¿quieres un refugio? ¿Quieres contar con la seguridad que te da poder acceder a esta madriguera? Aquí está, Lucía. Ya te lo he dicho: ven cuando quieras.

—Pero el alquiler…

—Escúchame, porque a veces siento que no me escuchas. Siento que no escuchas a nadie. —Marisol se tapaba ahora los oídos—. Lo único importante, lo único urgente, quizá lo único que te está pasando es «todo a la vez». Y parece que no puedes elegir. —Se levantó y en tres pasos estaba en la puerta del estudio, cogiendo de la cerradura la llave que habían dejado puesta por dentro. El llavero del que colgaba tenía forma de sol: un sol de verano, redondo, amarillo y con rayos naranjas—. Esta es la llave de esta casa —le dijo mientras volvía con otros tres pasos y se la entregaba—. Si los recuerdos de César te acechan en tu piso, ven. Si la enfermedad de tu madre te ahoga, ven. Si quieres retozar con tu locura, ven. Te lo digo en serio. Todos hemos pasado por situaciones en las que nadie podía comprendernos, y los que hemos tenido la suerte de haber recibido ayuda, aunque no fuese del todo acertada, lo agradecemos eternamente. Hasta que te encuentres mejor, hasta que la situación de tu madre se defina, esta es tu casa. —Respiró y añadió, sentándose de nuevo al lado de su amiga:

»Pareces una nube cargada de electricidad a punto de estallar en una tormenta. Ya no falta tanto, Lucía. Si esto te puede ayudar, adelante. Pero prométeme que te cuidarás. Si tienes que estallar, hazlo hacia fuera. Los que podamos estar de pie después de que tu particular bomba atómica arrase tu mundo seremos afortunados de poder verte regresar. Estallar hacia dentro para salvarnos a todos no es una opción. Mírame. —Le levantó la cara con las manos y fijó sus ojos en ella—. Eso es lo único que no puedes hacer. Lo demás será comprensible cuando pase el tiempo. Ahora, bastante tienes con vivir lo que te ha tocado.

—Marisol. —La camarera adivina le soltó el mentón.

—Dime.

—Son casi las seis y debo estar en casa a esa hora.

—Como tú quieras.

—¿No vas a echarme la bronca por irme a esperar noticias de Román?

—No. No te voy a echar ninguna bronca. Algo en mí me dice que sobrevivirás a esto.

—¿Ves como eres una adivina?

—Ojalá. —Marisol sonrió y una galaxia dio la vuelta dentro de sus ojos hasta hacerlos reverdecer más aún, como si dentro de ellos los ingredientes de una pócima de bruja encontraran el catalizador y reaccionaran—. Ojalá lo fuera… pero decir en voz alta lo que deseo no me convierte en ello.

Freddy llegó a la casa con una mochila en la que guardaba su portátil. Gloria le esperaba con todo preparado. Pasaron juntos por delante de la habitación de Aurora.

—¿Cómo está? —susurró él.

—Dormida. Desde que comenzaron a medicarla para los dolores pasa el día completo dormida… pero sé que aún no ha dicho la última palabra. Lo siento dentro de mí.

León giró la cabeza desde la cama como si quisiera mostrar su acuerdo con la niña galáctica. Aún no estaba todo dicho.

—Ven a la habitación —dijo Gloria.

Habían quedado en que le ayudaría a descargarse el programa SETI@home: Freddy quería entender qué escuchaba ella en el cielo. El ordenador de Gloria estaba abierto sobre su pequeño escritorio y en la pantalla había una carpeta de nombre Arecibo. Hacia allí se movió la flecha del cursor.

—¿Abro mi ordenador? —preguntó él.

—No, aún no. —Freddy no llegaba a entender lo que estaba ocurriendo—. Antes quiero enseñarte algo… Sabes que no sé mentir y menos aún disimular. Si tu cumpleaños fuese dentro de un mes y tuviera escondido tu regalo, tendría que dártelo. Yo soy así.

—Y por eso me encantas.

Gloria abrió la carpeta y se desplegaron más de una decena de subcarpetas con nombres como Planes del viaje, Visitas al radiotelescopio de Arecibo, Presupuesto vuelos y estancias, Imágenes de la isla… Se giró hacia él:

—Aurora quiere regalarnos este viaje.

Miró los ojos negros del primer hombre al que amaba en su vida.

—Quiere que lo hagamos por ella. Es su… ilusión. —La chica de las estrellas no quería utilizar la expresión última voluntad. Sobre todo porque su viejita aún no estaba muerta—. ¿Vendrías conmigo? —le preguntó.

Freddy estaba sorprendido por la oferta. Las cabezas de estas dos mujeres funcionando a la vez estaban muy lejos de su alcance. No era un chico impulsivo, pero sabía bien que los tiempos de la vida se rigen por un único empuje: vivirla. La mujer que le acompañaba le ablandaba el corazón como si fuese un caramelo de tofe al sol, y tenía la suerte de su parte: en menos de un mes, había encontrado por fin un trabajo, su familia en Ecuador recibía ya algo de dinero y, de repente, un amor mágico le retaba con una vida nueva y desconocida. No podía pedir más. Haber frenado ese viento caliente lo convertiría en un ingrato. «Lo que ahora te da… no lo sueltes…», le dijo su mamá cuando dejó su país.

—Iré contigo.

Gloria se abrazó a él escondiendo la cabeza entre sus propios brazos.

—Ella sabe que siempre he querido ver Arecibo. —Su voz resonó mocosa desde el hueco de flor que formaban sus cuerpos.

—Eso es precioso, belleza. Que ella piense de esa forma en ti y te quiera tanto es un verdadero regalo. Mucho más que ese viaje.

Gloria levantó la cara.

—Quiero hacerlo. —Pronunció las palabras decidida y dejó los labios entreabiertos. Ya no hablaba del viaje; era algo aún más serio. Freddy iba camino de besarla cuando añadió—: Me va a costar. Tengo veintiún años, pero nunca he estado con nadie.

Freddy sintió un pinchazo en las ingles y un temblor en el pecho. Gloria le miraba entregada sin miedo. En calma. Serena y reluciente como la Vía Láctea.

—Solo necesito preguntarte una cosa. —En cada una de las letras que él pronunció se derramó el amor que sentía por esa mujer que era una fuente de luz—: ¿Estás segura de que quieres que sea yo y no un extraterrestre?

Gloria se lanzó a su boca enamorada de su rapidez, su inteligencia y su dulzura. Todas las demás reacciones que se sucedieron en esa noche entre esas cuatro paredes dejaron el cielo de Madrid en una extraña media luz propia de un eclipse.