—Busca viajes a Puerto Rico. Hay pocas cosas tan esperanzadoras como planificar un gran viaje.
—¿Con Freddy?
—Claro ¿con quién quieres ir, si no?
Aurora y Gloria estaban tumbadas en la cama. El calor de las horas de siesta ya era pegajoso a finales de mayo. Un verano prematuro obligaba a Gloria a entornar las contraventanas a partir del mediodía para que Aurora no sudara postrada en el colchón. La transpiración le irritaba aún más la piel, le producía llagas que la humedad complicaba. Ni los polvos de talco, ni las cremas podían con ellas. Llegaba otro verano. Aurora ya no deseaba más calor. Cuando pensaba en su muerte, imaginaba un invierno largo y calmo. Una cama de nieve en medio de una salina infinita que reflejaba un sol lejano como espejo. Su cuerpo no mentía. Los dolores habían cambiado: una especie de angustia a borbotones la ahogaba durante la noche y los fuertes picores le recordaban a su madre hablando de tener enferma la sangre en plena guerra. «Eso era —pensaba Aurora—, tengo mala la sangre».
No todas las personas tienen la capacidad de interpretar las señales de su propio cuerpo, pero si Gloria era capaz de escrutar los anillos de Saturno, ella podía viajar por su sistema circulatorio, sentir la tensión en su ramal nervioso como si fueran cuerdas de violín y templar sus órganos principales llevando hacia ellos un mayor caudal de sangre. No era tan difícil. Ya llevaba casi tres años en esa cama. Al principio, podía levantarse por las tardes y disfrutar de la mitad del día en una postura diferente, viendo la televisión o leyendo, pero un tiempo después, los libros se hicieron indescifrables, y la televisión, demasiado acelerada para seguir cualquier trama de una serie o para asimilar el contenido completo de un informativo. Las horas en la cama fueron ganando terreno. Resignada a la espera, cogió la costumbre de escuchar la radio cada mañana hasta que un día también la apagó y decidió centrar toda su energía vital en mantener su cerebro alerta los ratos que pasaba despierta. Identificó las pequeñas cosas que le sentaban bien y que mantenían su capacidad mental a flote. Una era charlar con Lucía. Otra, escuchar el cielo con Gloria. Cuando el sol entraba por la ventana con fuerza, a veces llegaba a calentarle los dedos de los pies, y cuando eso ocurría, rápidamente llamaba a Gloria para que retirara las sábanas y los destapase. «Me carga la batería, soy como una estrella que se apaga». Los sonidos espaciales surtían el mismo efecto: los sonidos del sistema solar, Júpiter, Ganímedes o Saturno no desperdigaban sus sentidos; por el contrario, concentraban todo su poder en el interior.
Años atrás, leyó la biografía de un traumatólogo, cuyo nombre ya no recordaba, que se negó a operarse de una grave lesión en la columna y logró sanarla desde una cama gracias a una severa disciplina de meditación y mínima oxidación de su cuerpo. Aquel médico, contraviniendo la experiencia de sus colegas y la suya propia, pasó meses acostado cerca de una ventana por la que entraba el sol, alimentándose únicamente de frutas y alimentos que no exigían un gran esfuerzo metabólico. Pidió que le colocasen bien a la vista la reproducción de una columna vertebral a tamaño real. Cada vez que abría los ojos, visualizaba aquella columna y, apoyado en esa visión, buscaba los recovecos de sus vértebras, las espinas, los discos dañados, y los imaginaba sanando, creciendo, rotando hasta encontrar la posición correcta. Todo su pensamiento durante meses se ciñó en exclusiva a eso; como una corriente eléctrica potenciada por el sol y con la meticulosidad de un batallón de hormigas, su energía vital trabajaba alrededor de sus huesos. Y su disciplina que otros calificaban de locura finalmente le sanó. Aurora sabía que su curación era imposible, pero desde su cama y escuchando la luna Titán de Saturno o lo que ella llamaba los vientos de planetas como Urano, cerraba los ojos y comprimía su cáncer para que no se extendiera a gran velocidad. Cuando intentaba imaginarlo, tal y como hacía el traumatólogo con su columna, pensaba en una masa color chocolate y grumosa, como una bolsa compacta de frijoles triturados; un saco baboso de patatas negras. Sabía de sobra que su aspecto no era ese, pero necesitaba darle forma, color y tamaño para situarlo dentro de su cuerpo y poder actuar sobre él. Muchas noches, antes de dormir, se concentraba hasta arrugar el ceño para abrazarlo y contenerlo, rodeándolo de su energía como si fuera un papel film. «Hasta mañana, cabrón».
Dos días atrás, Gloria y ella escucharon sonidos de las proximidades del planeta Venus, sonidos como llamadas de una versión futurista del cuerno vikingo. Aurora llevó su conciencia hasta su tumor y lo sintió palpitar. El mal se extendía ya sin control. Tendría que renunciar a muchas siestas si quería organizar su marcha y pegar un puñetazo en la mesa a tiempo, como siempre le gustó hacer. La muerte se la llevaba.
—Me encanta escuchar el universo contigo —le dijo a su radar favorito del cosmos—. Es lo mejor que tengo y lo sabes, pero necesito que estos días, como mucho estas semanas, me escuches con atención a mí.
Gloria sabía el porqué de los cambios en los hábitos de Aurora. Esa vieja que anunciaba cada una de sus sonrisas con un brillo en los ojos no iba a permitir que el azar le estropease los planes. Todo su empeño por cambiar su vida tranquila y concentrada entre las paredes que ambas compartían merecía ser escuchado ahora que lo pronunciaba con la intención de los últimos mensajes.
—A veces te dará la impresión de que todo acaba sucediendo más o menos como yo quiero, pero nada más lejos de la realidad. Mira, Gloria, vivo dentro de una cama; no tengo amigos; no puedo echar a correr para socorrer a mi hija, que está, es evidente, pasando por serios problemas; no puedo viajar, ni enamorarme; no puedo ganar, celebrar, brindar, saltar… Solo puedo mirarte y desear que todo eso te pase a ti. ¿Me escucharás a mí entre todos nuestros sonidos del universo?
—Claro que sí, Aurora.
Charlaban con los cuerpos en idéntica postura, tumbadas boca arriba con los ojos mirando al techo. No necesitaban mirarse. Se rozaban en ocasiones con los brazos sin causar molestia. Eran dos y les gustaba sentir el ímpetu de la otra en sus gestos al hablar o en cualquier movimiento sencillo para acomodarse. Un «tranquila, sigo aquí».
—El interior femenino —dijo Aurora.
—Nuestra galaxia.
—Eso es.
—No va a ser fácil ganar la partida en la búsqueda de vida extraterrestre. Ese sonido, por muchos que hayas oído, no te llega. Pero te ha llegado el de Freddy.
—Sí.
—Has escuchado en tu interior una llamada tan importante como un saludo de otra civilización.
—Sí.
—Y solo tú has podido detectarla.
La chica pensó en cuánto quería a esa mujer que se le escapaba entre las manos como el agua. A su lado, escuchando sus palabras, entendía aún mejor lo extraordinario de lo que le había ocurrido. Solo ella para un mensaje. Una frecuencia única en la que solo podían encontrarse ellos dos: Freddy y Gloria. Gloria y Freddy. Dos estaciones de ida y vuelta; ondas que viajaban a una velocidad aún no registrada.
—¿Cuántas veces se han recibido señales de vida inteligente desde esos lugares que escuchamos?
—En realidad, nunca.
—Y ¿cuántas veces crees que se logra escuchar una señal única entre dos almas terrestres?
—No lo sé.
—Muchas… pero cada una de ellas parece la esperada cuando ocurre.
Gloria meditó el contenido de este último mensaje encriptado.
—Tú ya la has escuchado y, si no me equivoco, es la primera.
—Sí, lo es.
—¿No te gustaría amplificarla? ¿Hacerla sonar cada día?
Tumbada en la cama, la chica sonreía ahora que todos los enunciados de Aurora encajaban.
—Sí.
—Busca ese viaje —insistió la anciana—. Hazlo por mí. No quiero que después de haber escrutado el sistema solar juntas, dejemos pasar por alto así como así nuestro único descubrimiento. Yo también he escuchado esa señal y porque soy vieja, y porque tengo prisa, te pido que busques ese viaje y lo hagas por mí. —Aurora giró la cabeza en la almohada y sus ojos enfrentaron los de Gloria—. ¿Lo harás?
—Sí.
—Trae el ordenador.
—¿Ahora?
—¡Claro! ¡Ahora! Mañana ya empieza a ser tarde para mí.
Gloria se incorporó de un salto y Aurora oyó el ruido de los pies descalzos sobre la tarima, el levísimo chasquido de un picaporte, los pasitos de vuelta y al minuto allí estaba: otra vez en el cuarto y con el portátil entre las manos.
—Ayúdame a incorporarme —pidió.
Su niña de las estrellas cogió un par de cojines de un sillón cercano y los alineó con la almohada en una fila vertical. Aurora tiró de su cuerpo para ayudar a Gloria y encontrar la postura en ese nuevo respaldo.
—Siéntate a mi lado. —Y en cuanto la chica regresó al colchón, sentada ahora con las rodillas flexionadas bajo su cuerpo, ordenó—: Busca en Google.
—¿Qué busco?
—«Viajes a Puerto Rico Vuelo + Hotel».
Gloria siguió las instrucciones.
—Aquí hay una página de ofertas.
—Pásame las gafas.
—¡Pero si ya no puedes leer!
—¡Pero veo las fotos! —Las dos se echaron a reír—. Para una cosa que puedo hacer. Déjame viajar contigo.
—Te dejo, viejita.
Era la primera vez que Gloria pronunciaba su apelativo secreto y colmado de amor. Aurora interrumpió la sonrisa, sorprendida por el término.
—Me gusta. Me gusta mucho que me llames así. —Se miraron, Gloria desvió apenas un segundo la vista y Aurora lo supo—. Ya veo que no necesitas que te cuente nada…
—Me lo ha dicho Lucía.
—Pero tú ya lo presentías, «mi niña de las estrellas». ¿Podré llamarte así si tú me llamas viejita?
Gloria lloraba calmada y serena.
—Puedes llamarme como quieras, porque… —interrumpió la frase.
—¡Continúa! ¡Dime lo que sientes, no te dé miedo!
—Iba a decir que puedes llamarme como quieras, porque ni siquiera me queda tiempo para enfadarme contigo. —El nudo en su garganta emitió un sonido agudo.
—Nadie mejor que tú para comprender lo que está ocurriendo.
Aurora le dio la mano y Gloria respondió inmediatamente apretándola como si siempre hubiese querido sujetarse a ella, aunque nunca antes se hubiese atrevido.
—¿Qué soy yo? Búscame en el cielo.
—Eres una estrella. Una de las mías.
—Y ¿qué me está pasando?
—Llegas a una fase final, pierdes masa, capacidad lumínica, tu núcleo ya no tiene el poder que tenía…
Aurora soltó una risilla cascada.
—¡Me he convertido en una de tus enanas blancas! Mi núcleo es compacto y es verdad que me apago, mi niña, aunque tú siempre me veas… ¿Cómo se dice? —Hizo un gesto con la mano como si la boca de un pato se abriese y se cerrase rápidamente.
—Titilante. Como las estrellas, titilante… Siempre serás así para mí.
—Y tú para mí, pero si hay alguien en este planeta que sabe lo pequeño que es este mundo, y mucho más aún esta habitación, esa eres tú.
—Sueño con que te irás como el viento estelar y que algo de ti, como ocurre con las estrellas, seguirá colgado en alguna parte.
Gloria lo había dicho muy bajito, como si temiese acelerarlo con solo darle voz. Pero al mismo tiempo, decirlo le ayudaba: el dolor parece un poco más controlable cuando queda encerrado en palabras. Aurora quiso recordar algo vivido para enmendar el futuro que ya no podría ver.
—Cuando Lucía era muy pequeña, un día le pegué un bofetón —confesó sin más—. No sé si ella se acuerda. Después de que mi marido muriese, intenté reconstruir mi vida con otros hombres y Lucía me lo puso muy difícil; de hecho, creo que el cansancio y su actitud imposible me vencieron. Era muy niña, muy cabezota y muy celosa. Un día volvió del colegio y me llamó puta. Creo que había aprendido la palabra ese mismo día. «¿Qué has dicho?», le pregunté yo, y ella me contestó: «Puta, porque seguro que te pagan». En aquel momento, y sin pensarlo, le crucé la cara con la mano abierta.
Con las fuerzas que aún le quedaban, alzó el brazo y abanicó el aire, despacito, como si el recuerdo del movimiento llegara a ella a cámara lenta.
—Fue un latigazo que todavía siento, pero del que no me arrepentí entonces. Ahora, sí. Sin embargo, más allá del golpe, que me calentó la palma de la mano, me dolió lo que le dije después. —Gloria se recostó a su lado sin soltarse de ella—. Mi hija, mi pequeña Lucía, me miraba de pie, sin moverse, enfrentada y dispuesta a pelear. Tenía la mejilla roja, temblaba de pura rabia, y había cerrado sus manos en dos puños que no eran capaces de contener su ira. Y le dije: «Siempre estarás sola. Yo acabaré sola, pero tú también». —Aurora necesitó un silencio para continuar—. Nunca pude disculparme por aquella barbaridad imperdonable, pero creo que la maldije con un temor que la acecha. Lucía puede estar sola perfectamente, igual que tú, las dos sois mujeres fuertes, inteligentes y preparadas, pero no deseo vuestra soledad si os da miedo.
—A mí no me da miedo la soledad. —Negó con la cabeza.
—Eso no lo sabes. Yo no soy una gran compañía, pero estás conmigo.
—Antes, estuve muy sola mucho tiempo.
—Y ¿quieres eso o te apetece algo distinto?
Gloria pensó su respuesta un par de segundos.
—Me gusta estar contigo y me gusta estar con él.
—Pues debemos trabajar en eso. Escúchame bien, Gloria, tú no estarás sola. —Algo en el interior de Aurora se abrió como una compuerta que libera agua fresca y le rozó un lateral del corazón hasta hacerle cosquillas. Necesitaba decirlo.
La página de viajes se había abierto hacía ya unos minutos. En la pantalla parpadeaba una oferta: «Consigue tu vuelo+hotel y conoce San Juan desde 946 euros».
Lucía arrastró su cuerpo a la salida del trabajo. Había llegado muy tarde y sin dormir. El reloj de su móvil marcaba las cinco y cuarto. No sería la primera vez que Román intentara contactar con ella un día después de la cita, pero las circunstancias de su última despedida, esa misma mañana, lo habían cambiado todo. Quizá él necesitara una disculpa, o quizá no quisiera volver a verla. Decidió pasar por casa antes de visitar a su madre por si acaso ocurría el milagro.
León y ella esperaron dormitando en el sofá durante más de una hora y media. Ya eran casi las siete y ni rastro de Román. No vendría. León y su postura parecían adivinar el vacío. El sueño del gato cada vez más profundo hundía su cuerpo en el respaldo mullido; la desconexión de él fue lo que alertó a Lucía de que estaba perdiendo el tiempo en ese sofá.
«Mi madre me necesita, gato».
Un olor putrefacto inundaba la casa de Aurora. Era rancio y ácido a la vez. Lucía entró en la habitación de su madre y la encontró durmiendo con Gloria, con la pantalla del ordenador semicerrada en el suelo, en el lado en el que reposaba la chica. Ninguna estaba escuchando los sonidos del universo.
Tocó despacio el hombro de Gloria y ella se despertó de inmediato.
—Qué raro que no me hayas oído.
—Nos hemos dormido hace unos minutos.
—Muy tarde, ¿no?
—Estuvimos charlando —dijo frotándose un ojo con el pulgar; su mente se había despejado antes que su vista—. Tu madre ya no descansa igual. Creo que tiene más dolores.
—¿A qué huele?
Gloria hizo un gesto hacia Aurora con la barbilla.
—Es ella. Desde hace un par de días, mancha una especie de flujo marrón que huele muy fuerte. La lavo dos veces al día, mañana y noche, pero no se va.
—Voy a llamar al médico. No la despiertes aún.
Cuarenta minutos más tarde, el doctor Agudo saludaba a Lucía como si fuera su tío paterno. Las visitaba en calidad de amigo familiar especialista en la bestia que crecía dentro de Aurora.
—¿Está despierta? —preguntó mientras dejaba un pequeño maletín sobre la cómoda.
—No del todo. Duerme muchas horas, pero mal. Intenta mantenerse despierta, pero no siempre lo logra. Habla en sueños y solo cuando baja la guardia dice que le duele mucho.
—Sí, le tiene que doler… —asintió él. Se acercó a la cabecera.
—Y ¿este olor?
—Es su cáncer. Tu madre está muy enferma. Puede morir de un fallo renal o desangrada en cualquier momento. Establecer unos plazos a estas alturas es imposible. No necesito más revisiones —añadió contestando una pregunta muda de Lucía—. Conozco la evolución de estas cosas. Ha entrado en una fase que debemos hacer que sea lo menos dolorosa para ella. Ese es el único objetivo que tenemos por delante. Lo demás es imposible. Se muere, Lucía. Y se muere ya.
Hablaba con serenidad y entereza, como un hombre acostumbrado a batallar con noticias como esa cada día. En su voz había compasión, más quizá por los que se quedaban que por los que se iban.
—Hola, Álvaro… —dijo Aurora. Se había despertado, aunque sonaba mucho más débil que hacía unas horas, como si hubiera agotado toda su energía en la charla con Gloria.
El sol caía fuera de los balcones en una tarde de bochorno.
—Hola, Aurora. ¿Cómo te encuentras?
—En plena forma —rio ella.
—No me mientas, por favor.
Aurora suspiró; para algunas personas reconocer el daño es un dolor añadido. Lucía observaba la visita desde una esquina de la cama y supo que su presencia allí le hacía cien veces más difícil a su madre la respuesta.
—Peor —accedió—. Claramente peor. Empieza a dolerme mucho.
—Mujer testaruda, cabezota y hermosa. No me extraña que te quisiera tanto mi amigo. Siempre fuiste una señora y también lo serás para morir.
Los ancianos hablaban en su lenguaje, como si el resto de la humanidad paseara por un piso inferior.
—Soy una reina vieja, pero una reina. No vivo en un palacio, como ves, pero tengo maneras de noble.
El médico sonrió.
—Necesito que alimentes ese buen humor y que huyas del miedo. ¿Quieres que busque a un psicólogo para que venga a verte un par de veces por semana?
—No.
—¿Quieres…? Ya sabes…
—Ni se te ocurra.
Lucía se estremeció imaginando a un sacerdote al borde esa cama.
—Ahora te diré lo que yo quiero —continuó el doctor—. Quiero que tomes morfina. Y esta vez no aceptaré un no. ¿Está claro? Te he traído las pastillas y unos parches: utilízalos y no te dé miedo estar drogada. No quiero que te duela. Nada mina más la dignidad de una persona que el dolor y hemos quedado en que eres una reina.
El médico se giró.
—Lucía, te voy a dejar las pastillas a ti: úsalas sin problema, la morfina no va a matarla a estas alturas, y sufrir no es una opción. No hay que regalarle a la muerte ni una mano de esta partida. ¿Lo entiendes?
—Perfectamente. Pero y si…
—Y si ¿qué?
—¿Y si se engancha?…
En el rostro del doctor Agudo se fue abriendo poco a poco una sonrisa. Agarró la mano de la reina enferma.
—¿De verdad te importa que tu madre sea una yonqui las últimas semanas de su vida?
Aurora rio.
—Nos lo vamos a pasar fenomenal, hija.
Los dos ancianos rieron. Lucía no pudo seguirlos.
Esa misma tarde compraron rosa mosqueta para aliviar el cuerpo irritado de Aurora. Lucía le masajeaba las piernas que acababa de lavarle Gloria. Las dos, mano a mano, aseaban e hidrataban a la anciana en silencio en una suerte de ritual iniciático. El doctor Agudo y Aurora habían charlado solos durante un buen rato mientras las dos jóvenes esperaban en la cocina en silencio intentando prepararse para lo que venía. El doctor había sido brutalmente claro: podía ser una semana, dos meses, pero les aseguró que no pasaría el verano. No era una noticia fácil de encajar para ninguna de ellas.
—Si esto es así, moriré de la pena. El gato habla más que vosotras. —Nadie podía sonreír en esa habitación excepto Aurora—. Lucía —continuó—, quiero que me traigas a León. Dicen que los gatos sienten la muerte, y cuando ocurra no quiero estar sola, prefiero sentir su cuerpo a los pies de la cama, por mucho que me moleste, que empezar ese viaje sin compañía.
—No estarás sola, mamá, estaremos aquí. —No estaba dispuesta a dejar que su madre pasase por eso sin ella cerca.
—Pero puede ser en cualquier momento —insistió Aurora, como si fuese posible olvidarlo—, y León no se separará de mí. Leí hace tiempo un libro titulado El tiempo del loto que asemejaba el momento de la muerte al del nacimiento. Nos vamos como venimos y en ambas ocasiones, decía, sentimos miedo. Tener los ojos de alguien cerca, su tacto, su respiración, es importante. —No hablaba preocupada, simplemente ordenaba el momento en su mente.
—No te dejaremos con el gato —protestó—, una de las dos estará contigo. Voy a hablar con mis jefes en el trabajo y…
—Lucía —le interrumpió Aurora—, me puedo morir mañana o dentro de seis meses. —Gloria levantó la vista y volvió a agacharla sin rectificar a la anciana—. No puedes vivir pegada a mí y ella tampoco. Tú tienes que recomponer tu vida, porque la tienes patas arriba y bastante preocupada me tienes ya, procura arreglar las cosas para que al menos me vaya tranquila. Y ella… ella está viviendo su primer amor —dijo mirando a la más joven de las tres—. No voy a permitir que se pierda esta oportunidad única para incorporarse al mundo.
Gloria no pudo soportarlo y salió corriendo de la habitación envuelta en lágrimas. Aurora, ya limpia y seca, yacía completamente desnuda sobre la cama. Era hermosa y blanca.
—Eres muy bella, mamá. —Lucía estaba hundida, pero ella no podía salir corriendo. Una vez más, la vida las unía en un imposible. Una situación inhumana y cruel que debían también pasar juntas.
—Incinérame. Tanta belleza no debe ser enterrada —volvió a reír Aurora.
—Lo sé. Mamá…
—Dime.
—No puedes ser también la única anciana generosa cerca de la muerte. Permítete ser egoísta.
—No quiero. Esta vez no seré egoísta contigo.
Lucía tragó saliva e, incapaz de contenerlo más, lloró. Se agarró a la pantorrilla resbaladiza de su madre y bajó la cabeza hasta dejarla colgando. Lloraba sin hacer ruido.
—Ven a mi lado. Ven a mis brazos, hija.
Lucía se arrastró por el lateral del colchón y se fundió en un abrazo de cuerpo completo con su madre, acurrucada sobre su pecho y agarrada a ella como un náufrago a un tronco en medio del mar. Dos cuerpos a la deriva. Sintió su cuerpo desnudo, su piel de terciopelo como la de los bebés…
—¿Puedes rascarme el centro de la espalda?
Lucía cerró aún más el abrazo y giró el cuerpo de su madre hacia ella. Una vez frente a frente, le rascó la espalda.
—¿Aquí?
—Un poco más arriba.
—¿Ahí?
—Un poco más a la derecha.
—¿Ahí?
—Ahí. —Se estremeció del gusto y la calma.
—Anda, dame un beso como cuando eras pequeña.
—Claro, mamá. —Lucía posó la mano con la que la había rascado en la mejilla de Aurora y la besó en la boca varias veces sin poder frenar las lágrimas.