El pincel difuminador dibujó una curva mortal en los ojos de Lucía. Sombra gris y lápiz negro para enmarcar una mirada turbia y enloquecida. Ojos humo. «Debes estar preparada». Lucía bajó el pincel y se miró despacio, reparando en los detalles de aquellas cuatro prendas que la transformaban en otra persona. Las plataformas de los zapatos de plástico transparente la elevaban hasta el metro setenta y cinco. Sus piernas parecían columnas metálicas, y sus curvas, ríos de mercurio. El sujetador color fucsia asomaba por el escote de una especie de camiseta algo más holgada, pero llena de cortes. Una especie de telón roto que permitía ver la silueta carnosa de Lucía. El encaje de color rosa destacaba desde el interior como una fuente de poder electrónico, un cartel luminoso de carretera. Lucía había completado la locura con un tanga que Alicia no encontró en la maleta y que la hubiera hecho gritar; apenas un hilo que no lograba cubrir por completo su sexo. Tiró hacia abajo de la malla metálica a la altura de las rodillas y respiró. «¿Qué estás haciendo?», se preguntó a sí misma.
León se subió al lavabo y tiró varias barras de labios. Cuando cometía un error, tenía por costumbre huir despavorido, según interpretaba su dueña, y correr a toda velocidad hasta esconderse bajo la cama de Lucía. A ella le reconfortaba el posible sentimiento de culpa de su gato —«Tú sabes que lo has hecho mal»—, pero él realmente no comprendía sus maldades, corría para jugar, tiraba las cosas para dar inicio al crono; tan solo se divertía. A los gatos les falta la sonrisa. «Me gustaría saber si te hago feliz, León». El gato rio a carcajadas en su pequeño cerebro cuando destruyó la perfección del kit de maquillaje de Lucía; todo un bodegón publicitario con las mejores marcas. «Gato malo…». Buscó entre el revuelo una pasta negra para intensificar aún más su mirada. «Puede que me esté pasando». Fue consciente de cuánto le divertía este cambio al sacar del armario un antiguo neceser, que llevaba meses sin abrir, repleto de pestañas postizas. «Ya que estoy…». León regresó a la primera línea para jugar con la peluca en el pasillo; la desplazaba como si fuera un ligero animal muerto. Toque con la derecha, toque con la izquierda.
—¡Suelta eso! Pero ¿qué te pasa? Parece que te vas de fiesta. ¿Qué te has tomado hoy?
Lucía tiró de la peluca y él se resistió a soltarla. Clavó todas las uñas en los mechones enredados y creció con la fuerza de su dueña, que peleaba por hacerse con ella. León se aferró con las patas traseras a su posición, dispuesto a partirse en dos, antes que perder su juguete.
—¡Es mi peluca! ¡Y tú eres mi gato! ¡Suelta de una vez!
—¡Dejá de gritar, loca! —gritó Alicia desde su habitación con la ventana abierta—. ¡Estás luchando con un gato que no te puede entender, boluda!
—Claro que me entiende. —Lucía siguió tirando—. ¡Eres tú la que no entiende nada, argentina!
—Sos una pelotuda, dejá de utilizar mi nacionalidad como un insulto y dominá esa situación ridícula. ¿Querés ayuda? No es un tigre, es un gatito…
Lucía soltó la peluca y León salió corriendo con su trofeo entre las patas… Se asomó a la ventana y retó a Alicia.
—¡Argentina! Si tienes valor, asómate a la ventana y dímelo a la cara —jugó.
Inmediatamente, escuchó los muelles del colchón en un único golpe y estiró el cuerpo en el alféizar intentando ver a su vecina. Logró sacar la cabeza lo suficiente como para ver la melena de Alicia cayendo hacia el fondo del patio.
—¿Ya te transformarte en un putón? Mirá que el tiempo corre y tu tren pasa a las seis. —Alicia no lograba ver el cambio de Lucía más allá de un maquillaje cargado y muy nocturno para esa luz vespertina.
—Estoy en ello. Prometo enseñarte el resultado antes de irme. —Una y otra apenas veían la media cara de su interlocutora. Parecía un juego de papeles doblados a la mitad.
—No sé si me dará tiempo, vecinita. Quedé con una amiga, pero voy a intentar aguantar para ver a tu Román. Hoy no quiero perdérmelo. ¡Me enloqueció! ¡Qué loco está! ¡Qué suerte tenés!
—Voy a seguir, tengo que recuperar la peluca que he perdido por tu culpa.
La vecina del cuarto piso se asomó y pidió silencio.
—¡Señora! ¡Son las cinco y media de la tarde! ¡Un poquito de chance! —gritó Alicia rompiendo todos los silencios presentes y futuros—. Ponete los pelos y disfrutá, loquita. Esto no lo vive cualquiera.
El timbre del telefonillo sonó a las seis en punto. Lucía se quitó las plataformas para bajar las escaleras: un mal paso y caería rodando hasta el mismísimo infierno. Al llegar al portal, se calzó y, sin apenas pensar, aceleró el ritmo al encuentro de Román. Cuando abrió la puerta, lo encontró sobre una moto roja deportiva, una naked macarra de las que tanto aborrecía. Un cero en estilo y un todo en las carreras. Él llevaba una camiseta blanca de tirantes, pantalones vaqueros lavados, unas botas de cuero negras con cordones estilo militar y una chupa de cuero con tachuelas e imperdibles en una de las solapas. La foto no podía ser más típica y, sin embargo, Lucía estaba emocionada como una chiquilla. No recordaba que ni siquiera en su juventud algún chico tan guapo la hubiera intentado seducir a lomos de una moto y con esa pinta de bruto. Rejuveneció quince años. Miró su pelo pelirrojo cayendo hasta la cintura como el de una sirena urbana y motera. Vio dos cascos sobre el motor de la moto.
—Mi chica que no tiene miedo a nada. Ven aquí.
Ella se acercó volcando las caderas en cada paso, exagerando cada movimiento como si vendiera su cuerpo en la calle Montera.
—Dime lo que quieres y te lo daré. —Román la agarró de la cintura y apretó todo el cuerpo de Lucía contra su torso y su rodilla izquierda.
La besó como quien come de la boca del otro, con la boca abierta y la lengua enrollada buscando picar en la garganta contraria.
Lucía dejó de sentir su propia respiración y apretó aún más la cadera contra él. La moto se movió, pero Román sujetó a ambas sin soltar el beso. Perdida en los rincones de la boca de su amante, no se percató del paso de Alicia, que en ese momento salía del portal, pero él sí la vio: abrió los ojos y la siguió un par de metros. Alicia le aguantó la mirada hasta perder el ángulo necesario para ese cruce.
—Sos una hija de puta. Una hija de puta afortunada —gritó la argentina desde lejos.
Lucía volvió a la realidad y detuvo ese beso de competición adolescente. Vio cómo se alejaba la figura de Alicia, que ya no volvió a mirar atrás.
—Es mi vecina. Un auténtico misterio, como tú.
Román ya miraba al frente y arrancó la moto.
—Espero que te guste la velocidad, porque vamos a correr —le dijo al tiempo que le ofrecía un casco.
—Llévame donde quieras. Ya he perdido mi gran pelea del día y el ganador ha sido un gato. No me atreveré con alguien de tu tamaño.
Lucía buscó a León en la ventana y lo vio cazando moscas.
Rodaron durante casi una hora. Por carreteras, grandes avenidas… En las paradas de los semáforos, Román se recostaba en el cuerpo de Lucía, que tan pronto apoyaba las manos en el depósito de la moto como, amparada en su disfraz, le agarraba directamente el sexo. Los pasajeros de los vehículos que paraban a su altura miraban la escena con envidia y cierta sorpresa. Uno y otra eran la expresión del deseo que no se esconde. Ese que no solo pretende enganchar al otro, sino arrastrar a todos los que se cruzan en su camino. Al final de aquel viaje sin destino —era evidente que Román improvisaba su andadura—, él se giró en una esquina cualquiera.
—¿Cómo quieres que te llame esta noche? —La luz empezaba a caer, las nubes del día aproximaban la hora de la oscuridad.
—¿Llamarme?
—Sí, elige un nombre y, si te apetece, una historia. La defenderé a muerte mientras lleves esa peluca pelirroja tan, tan, tan sexy. —Román se retorció sobre la moto para besarla de nuevo.
Lucía dudó unos segundos, pero no se lo hizo entender con ningún gesto. Decidió que no cuestionaría el juego; esta vez, otra vez, se lanzaría sin pensar.
—Aurora. Se me ocurre Aurora.
—Bonito nombre.
—Lo es.
—¿Y a mí? ¿Cómo quieres llamarme? La elección es tuya, y digas lo que digas, te prometo que lo respetaré.
—¿Que elija yo?
—Sí, tú. Siempre te quejas de que no participas en nada y ahora que puedes, ¿te quedas en blanco?
—No, no, no… Es solo que…
—Solo que…
—Que no quiero otro nombre. Te llamaré Román.
Cenaron de tapas por el centro de Madrid. Dejaron la moto en la plaza de Santa Ana y se perdieron entre tabernas, sangría y cerveza.
Los turistas miraban a Lucía como una atracción más.
—No pueden dejar de mirarte —le decía Román—, y yo tampoco.
La noche los cazó entre risas y besos contra las paredes de las calles.
Alguna incursión acelerada en un portal, alguna caricia bajo la camiseta, los suspiros con sabor a alcohol, azúcar y vino. Román la llevó a la discoteca Kapital.
—¿En serio? —dijo Lucía cuando él detuvo la moto frente a la cola de la entrada en la calle Atocha.
—Y tan en serio.
En las siguientes dos horas, bebieron sin parar y bailaron sin dejar de tocarse. Las manos de uno siempre en contacto con el cuerpo del otro. Se buscaban y enloquecían; se susurraban intenciones y reían… Eran el uno del otro, sin diferencias.
—Quiero llevarte a otro sitio. ¿Quieres saber adónde o confías en mí?
—No confío en ti, aunque no pienso negarme. Soy tozuda, pero ya aprendí. No quiero más que esta noche, sea lo que sea lo que tienes planeado.
—Estoy improvisando.
—Mentiroso. —Lucía sintió el mareo de una embriaguez eufórica y deseada—. Tomemos esa otra copa donde quieras.
Nunca había estado en el Fulanita de Tal, pero había oído hablar mucho de ese bar famoso en el ambiente. Cuando entró, vio apenas a unos ocho o nueve hombres entre las decenas de lesbianas que poseían el lugar. A su paso, sintió las miradas de muchas de ellas, que siguieron su cabellera roja hasta una de las esquinas de la barra. Una morena de ojos verdes, apoyada en una de las columnas, le dijo algo a la mujer que la acompañaba. Llevaba una camiseta de los Rolling. Un corte de pelo con flequillo asimétrico enmarcaba un rostro de los que ganan centímetros sin moverse. Una mirada que abría el paso como un rompehielos.
Ellos dos ya habían pedido su copa cuando la morena avanzó a su encuentro y Román le susurró al oído:
—No ha dejado de mirarte ni un segundo. —Lucía se dio cuenta de que él no la había tocado desde que entraron en el bar.
La mujer de ojos como el láser se colocó delante de él.
—¿Tu amiga entiende?
Román la miró entera, desatando fantasías que despertaron unos celos nuevos en Lucía. Ella nunca había sido celosa. Jamás había sufrido ese miedo que hasta ese momento consideraba estúpido e infantil y ahora, sin esperarlo, hubiera preferido marcharse con la mujer pantera antes que dejarla ni un minuto más cerca de él. Se sintió irreconocible. Quizá no era ese disfraz el que la transformaba. Posiblemente la metamorfosis venía de cada movimiento del hombre al que empezaba a ¿amar? ¿Era esa necesidad una clase diferente de amor? ¿O era solo eso: pura necesidad, como la sed? ¿Qué sentiría si él estuviera con otra?
El frío del vaso subió por su palma hasta el hombro en busca del calor de las arterias. La garganta de Lucía se congeló, sintió el dolor agudo del hielo y extendió la mano hacia la de Román.
—Su nombre es Aurora…
—Y Aurora, ¿entiende o no entiende? —La morena la miró desde el costado de Román.
—Podemos hablar —respondió él, al tiempo que rechazaba la mano de Lucía.
—No me interesas tú. Me interesa ella.
Sin darle tiempo a entrar en una discusión que ya no le interesaba, Román le dio la espalda.
—¿Por qué no me has dado la mano? —protestó mientras rezaba por que su voz sonase más a enfado que a lloriqueo—. ¿Qué pretendías? ¿No estarías pensando en…?
—Y tú, ¿en qué estabas pensando?
—En ti y en esa morena, pero nunca en los tres.
—Yo no te he dicho que haya pensado en los tres.
—¿Pensabas en ella?… Peor…
—Tampoco he dicho eso… Tú lo dices todo, como siempre… Aurora.
Román acercó su cuerpo al de Lucía y ella no se apartó.
La noche avanzó entre rugidos de moto y el volumen creciente de la música que acabó por bloquear cualquier conversación. El enfado de Lucía se diluyó entre rondas de chupitos. Perdió la capacidad de hablar pero no de transformarse. Fuera quien fuera «su Aurora», desató toda la rabia de lo no vivido. Román había accedido al último local en el que entraron gracias a una contraseña. Era el último piso de un edificio de las afueras de Madrid, solo que Lucía no podía ubicarlo porque, a esas alturas de la noche, en cuanto se sentaba en la moto, cerraba los ojos y se aferraba a su amante como un caparazón al cuerpo de su tortuga.
—Agárrate fuerte —le decía él cada vez que paraban en un nuevo semáforo que Lucía distinguía por una extraña fusión de sus luces.
La contraseña fue «Blancanieves» y, guiada por el nombre de la princesa que mordió la manzana envenenada, Lucía descubrió el significado real de lo turbio y lo sórdido. Unos cuantos billares separaban dos salas con una acústica terrible. Los graves rebotaban contra los muros a la velocidad de una pelota de ping-pong histérica; los notó dentro de ella cuando perdió el equilibrio y se apoyó en una pared para continuar caminando. Recorrieron un pasillo interminable lleno de pequeños reservados en los que pudo adivinar la locura de las noches que se eternizan resguardadas entre cortinas.
—Estoy mareada, Román —dijo.
Él caminaba sin problemas. Erguido y calmado. Un animal perfecto en la difícil tarea de la adaptación. Entendió que su amante podía ser una versión mejorada de sí mismo en cualquier situación a la que le expusieras. Él era un mundo sin contar, inagotable.
Lucía entró en el baño pintado de color verde botella. Los sanitarios eran negros; los lavabos, negros; los espejos no recogían ninguna luz.
Adivinó la posición de su cuerpo casi a tientas y respiró hondo en un intento de frenar el bamboleo de su cabeza. Las paredes iban y venían, el suelo se desplazaba como si fuera un enorme tablón en equilibrio sobre un cilindro. Flexionar las rodillas no le ayudaba. Sujetarse a la puerta, tampoco. Logró con mucha dificultad alcanzar el lavabo y distinguir el grifo para mojarse la nuca.
«¿Seré capaz de salir y mantenerme en pie sin él?».
No hizo falta. Nada más salir, Román la sujetó como quien porta a un mal nadador que perdió las fuerzas contra el mar. Sin darle ni una sola explicación, la llevó hasta una puerta al fondo del pasillo, la abrió y la metió en un despacho de aspecto tan siniestro como el resto del local.
Lucía echó la cabeza hacia atrás sin poder controlar su peso. Román la agarró y respiró muy cerca de su boca. Ella, incapaz de dominar completamente su cuerpo, encontró un punto de referencia en sus ojos color verde. Eso la equilibró.
—Lucía…
Román le quitó la peluca y hundió la nariz en su cabeza para olerle el pelo. Las manos ya estaban debajo de su camiseta y los pies arrastraban sus tobillos abriendo sus piernas. La dejó reposada contra la pared y ella le perdió de vista. Le quitó los pantalones y volvió a ponerle los zapatos transparentes. Subió a la altura de su cara. Lucía pudo oír el sonido de una cremallera y, antes de que pudiera entender dónde estaban exactamente, Román la agarraba de la cadera y la montaba sobre su pelvis.
—Agárrate, Lucía.
Ella abrió los ojos y logró alcanzar con una mano la parte alta de algo parecido a una caja fuerte y, con la otra, uno de los brazos de un perchero de madera. Sintió el tacto del papel de pared en la espalda y tomó aire.
Román la levantó y dejó caer su peso contra él. Lucía notó un pequeño dolor en el fondo de las entrañas y apretó los dientes. Hizo toda la fuerza para apoyarse bien, pero estaba borracha. Finalmente, se dejó caer sobre el sexo de Román sin miedo a que ese dolor creciera. Por el contrario, se amoldó a él y halló en la no resistencia el camino hacia algo que pudo intuir como «éxtasis».
—Lucía —oía como si llegara de muy lejos—, me estás volviendo loco.
Imposible recordar cuánto tiempo llevaba allí. Se despertó en un sofá de uno de los reservados. Un brillo claro e hiriente se colaba por una cortina mal cerrada. Román no estaba. ¿Qué hora era? De repente, una escena se proyectó en su cabeza como una película en un mal cine de verano. El sonido borroso, la imagen estirada. Lucía acariciaba la cabeza de Román y le decía que ya tenían un hogar, un lugar para esconderse, una casita para ser lo que no habían podido ser hasta ahora. Sintió una fuerte arcada. Le había desvelado la existencia de la casa de Marisol. Una idea ordinaria en una aventura extraordinaria. «¡Estúpida! ¡No era el momento aún!».
Intentó levantarse y, como no pudo, volvió a recostarse en el sofá. No conseguía abrir los ojos. Sintió el rebote del asiento y el peso de alguien a su lado.
—Te ha dejado tirada, cielo. Un mierda más de todos los que pasan por aquí.
—Él no es un mierda. La mierda soy yo. —Pegó la cara contra el terciopelo de un cojín—. Lo he estropeado. He hablado de la casa y él nunca quiere hablar de lo que otros hablan… —Lucía gimoteaba, balbuceaba, ojalá hubiera podido aparentar que se parodiaba a sí misma.
—¿Cómo te llamas?
—Aurora —respondió sin dudar.
—Ya —dijo su improvisada rescatadora sin darle valor ni veracidad—. Y yo, Mari Trini. Anda, deja que te ayude a salir de aquí. Te montaré en un taxi y, a partir de ahí, te toca apañártelas para sobrevivir tu solita. ¿Entendido?
—Entendido.
Lucía caminó cerca de esa mujer con la que inauguró su vacía lista de «milagros».
—Gracias.
—No te preocupes, pero hazme caso y espabila. No debes salir de este agujero en estas condiciones. Ese hijo de puta te ha dejado en el infierno y aquí no durarías ni veinte minutos. ¡Despierta te he dicho, joder!
Lucía logró abrir los ojos y se topó con una mañana ya avanzada. La mujer detuvo un taxi y la ayudó a sentarse. Ya a salvo en el interior, dejó el miedo para buscar las mejores palabras de agradecimiento.
—Yo… —miró a su salvadora— no sé cómo agradecértelo.
Se fijó mejor en su rostro y supo que había encontrado algo que no sabía colocar en su mente extenuada. Lo había visto en alguna parte, más joven, mucho más aniñado de hecho… El taxi comenzó a moverse despacio y, en ese instante, lo supo. Era el rostro de la única foto de la niña de las estrellas. Esa sonrisa amplia, ya desgastada, era inconfundible. Su ágil respuesta, que entró desde la distancia en el taxi, confirmó sus sospechas:
—Lo tienes fácil. Cuida de Gloria por mí.