Lucía y Alicia miraron la maleta de cuero color rojo con los párpados aún sucios y pegajosos. Una noche revuelta, habría dicho Aurora; una noche de pesadilla, habría corregido Lucía. Sin embargo, Alicia estaba de buen humor. Comenzó a rodear la maleta roja como un toro a su rival derribado.
—Que nadie se atreva a tocarla —rio—, de su contenido depende el destino de nuestras vidas —bromeó la argentina sabiendo que la risa le despejaba la mente. Sus neuronas estaban ya a punto de alcanzar la velocidad previa al despegue. Sus comentarios irónicos fueron también el despertador de Lucía, que se sentó y envolvió las piernas con los brazos.
—¿Qué hacemos con ella? —entró en el juego estirando la espalda en una «C».
—Vos sabrás —dijo Alicia sin dejar de dar vueltas—. La trajeron para vos. Menos mal que el mensajero intuyó que podía dejarla en mi casa, si no, te hubiera tocado ir a buscarla a cualquier almacén… muy, muy lejos.
—Está claro de quién es. —Un dibujo en el lomo de la maleta no dejaba lugar a dudas—. Lee lo que pone.
—Mañana, a las seis —leyó Alicia—. ¿A qué vendrá siempre la misma cita?
—En realidad, es lo básico de una buena campaña. Ese es su mensaje. —La cabeza de Lucía rebuscó en el apartado de sus experiencias profesionales para responder—. En esas palabras está todo lo que me quiere decir. Por ejemplo, lugar y hora, eso es lo básico, pero también me envía un punto fijo, algo estable en sus propuestas. Una única idea estable en una relación caótica. Siempre, pase lo que pase, es «Mañana, a las seis». Eso no sufre variaciones, no se mueve de ahí. Es la única forma que tiene de darme un mínimo de seguridad. Por otro lado el «mañana» es la expectativa que se torna repetidamente insatisfecha en todos los «hoy». Hay que esperar por él. Eso también va en el mensaje. ¿Y el seis?… Bueno, es un bonito número. Maldito para algunos, bendito para otros. No es la tarde, no es la noche, no es el final de nada en esta época del año, ni tampoco el comienzo. Es una hora que te permite hacer casi cualquier cosa.
Después de escuchar con mucha atención a Lucía, Alicia aplaudió.
—¿Ves como sos una diosa? Sos capaz de analizar un mensaje como lo acabás de hacer y podés, a la vez, situar en tus sueños un trasatlántico en pleno centro de Madrid a punto de zarpar. ¡Una genia!
Lucía sonrió y quiso besar a su preciosa vecina, capaz de escarbar en todo lo turbio hasta hacerlo brillar.
—Ahora que la luz del sol nos protege, ¿querés que comprobemos, antes de hacer nada, antes de abrir la valija, si los dos tíos de tus pesadillas siguen en tu casa? Es posible que la hayan ocupado, pongámonos en lo peor, amiga… —se burló cariñosamente—. Igual nos prepararon un gran desayuno y nos están esperando, baby. —Alicia se acarició el contorno de su cuerpo del pecho a las caderas—. Además… —ya estaba abriendo la puerta—, no tengo ni café. Agarrá tu bulto, barco-bulto, bulto-barco… Lo que sea, y dale.
La argentina entró en sus pensamientos un instante y su voz regresó, ya más allá del umbral.
—Sos especial, ¿no te das cuenta? —Alicia siguió riendo en una mezcla cantarina de ternura y admiración—. ¡Vaya nochecita me diste, vecina! Es tu turno. Te toca compensarme.
Lucía dejó la maleta en la entrada, pegada a la puerta como si quisiera darle una opción para marcharse de nuevo. No tenía claro cuándo quería abrirla o siquiera si quería hacerlo. Una parte de ella no soportaba los juegos de Román y ese ejercicio tan obvio de manipulación, aunque otra, la que estaba sola y perdida, sin planes claros, sin opciones, se agarraba a cualquier propuesta que le hiciera avanzar un metro en su camino de resurrección. En el fondo, sentía que el contenido de esa maleta era otro regalo envenenado, pero ¿cómo resistirse a saber en qué consistiría esta vez? León saltó sobre la valija y se tumbó a lo largo de ella componiendo una improvisada foto artística.
—Primero, café. Tenemos tiempo hasta mañana, a las seis… —dijo Lucía.
—¿No te morís de la curiosidad, loquita? Yo la habría abierto nada más firmar el acuse de recibo —le arengó Alicia desde el salón—. Por cierto, acá no hay nadie. Ni rastro de ningún pibe misterioso con llave de tu casa. Ya no tenés que preocuparte de nada más, diosa… —se plantó de repente en la cocina—, ya sabemos que estás completamente pirada. Ahora, basta de disimulos. —Las dos comenzaron a reír camino de la carcajada—. Sos un puto agujero negro del infierno, una fuckingloca sin remedio y una prota de peli de terror cuando te da por los paseítos sonámbulos.
Lucía comenzó a llorar de la risa, incapaz de rebatir ninguna de las afirmaciones de su amiga. Mientras tanto, preparaba los cafés encantada de ese ritmo que imprime la vida cuando es alegre y armónica.
Después de unas tostadas con tomate y aceite y un par de cafés, cogieron la maleta y la llevaron al salón.
—Creo que hoy no voy a ir al trabajo. Voy a llamar a mi secretaria y me inventaré algo. O podrías hablar tú con ella y explicarle que estoy completamente pirada.
—Si vos querés… yo, encantada.
—Estás loca, Alicia.
—Vos más y ni siquiera te das cuenta… ¡Abrí la valija de una vez y luego llamás a la oficina, boluda! Parece que buscás excusas para retrasarlo, ¡dale!, ¡abrila!
Lucía terminaba de mandar un whatsapp a su secretaria explicando que una gastroenteritis le había dado una noche infernal y que se quedaría en casa trabajando y tomando suero.
—Está bien, vamos… —dijo a la vez que tecleaba a toda velocidad «un abrazo, nos vemos mañana». Dejó el móvil en el sofá y se arrodilló frente a la maleta—. ¿Y tú hoy no trabajas? —volvió a interrumpir la acción disfrutando de la travesura.
—¡Daaaaaale! ¡Sos una torturadora!
La argentina se lanzó hacia la maleta y tiró de uno de sus lados. La pieza se desplegó y mostró todo el interior.
—No me lo puedo creer. —Alicia enmarcó su rostro con las manos en un gesto de sorpresa cien por cien femenino—. ¡No me puedo creer lo terriblemente sexy que es este pibe! —Terminó la frase en un grito que, de ser escuchado por otros, habría arrancado el aplauso de todo un auditorio.
—¿Qué es esto? —dijo Lucía elevando una prenda a la altura de los ojos.
—Eso, boluda, son unas mallas de color metálico que te van a quedar como un guante. Esto —cogió otra pieza—, un sujetador de encaje fucsia para que nadie pierda tus tetas de vista, y esto —Lucía seguía tocando las mallas mientras Alicia revolvía y extraía el contenido pieza a pieza—, esto —agitó su última captura como un premio de caza—, esto es… ¡una peluca pelirroja de pelo liso sin cortar de al menos setenta centímetros! Vos estás fatal, pero este señor, este dios para mí, está remal… ¡Lucía, es… es-pec-ta-cu-lar!
Lucía cogió la peluca con las dos manos y la miró durante unos segundos sin poder decir nada. Sentía una mezcla de inquietud y alborozo que le amargaba la boca. Alicia sacó unos zapatos de charol con tacones de aguja con la ilusión de una niña en la mañana de Reyes.
—¡Este loco quiere que te disfraces! ¡Te ha enviado un disfraz para que seas otra! Mirá, boluda… Es increíble… —Reía y jugaba con todos los elementos. Los colocaba en el suelo y los componía emocionada por lo estrafalario del atuendo completamente opuesto al estilo de su amiga—. Es puro polígono, loquita. Quiere que vos seas una poligonera, una choni, un… «putón».
Las risas de Alicia llegaron a la calle. León salió al balcón para no tener que escucharla más.
Al fondo de la maleta, Lucía distinguió una tarjeta que completaba la única información que le faltaba para aquella cita. Sujetó la peluca con una sola mano y la dejó caer como si fuera una medusa muerta para leer la instrucción definitiva: «Te pasaré a buscar. Espero que estés preparada».
Se preguntó si alguna mujer estaría preparada para soportar la presión de no decidir lo más mínimo de lo que de verdad le importaba. Lucía no pintaba nada en su propia vida: Román jugaba con ella; la enfermedad de su madre era ineludible; y César no parecía haber cambiado un ápice… Lucía estaba, pero no era. Al menos, no era un protagonista definitivo en la resolución de lo que estaba viviendo. Sí, podía no responder a las llamadas de Román, solo que no encontraba ninguna razón para perderse lo único que la satisfacía entre tanta angustia impuesta. Lo demás estaba completamente fuera de su control. Solo podía vivirlo y pasar por ello. Sin más.
Freddy aún dormía abrazado a Gloria cuando los puestos del mercado comenzaron a abrir y tronaron calle arriba las primeras persianas metálicas. Unas horas antes, había acudido a socorrer a la mujer que le desvelaba y ese encuentro clandestino había terminado en una noche hermosa de besos lentos y caricias casi adolescentes. Al despuntar el sol, la había mirado durante al menos media hora, abstraído y embobado. La fragilidad de Gloria era hechizante. Se levantó sin hacer ruido en un intento de resguardar el sueño de las dos mujeres que habitaban la casa. No deseaba esconderse, simplemente no quería despertarlas. Muy despacio, se puso los pantalones y las zapatillas sin dejar de mirar a la chica —«Eres tan preciosa mientras duermes»—. Al menos tres canciones resonaron a la vez en su cerebro, todas tan melosas como lo que realmente sentía.
Él era dulce y le gustaba mucho serlo. Prefería los tiempos claros, el romance, el descubrimiento… Las estrofas antes que los estribillos, como en las buenas baladas. El carácter científico de alguno de los intereses de su amada no le alejaba. En realidad, escuchar el cielo, por mucha ciencia que lo recubriese, era algo tremendamente romántico. La mujer que dormía con una media sonrisa sabía de las estrellas y los planetas; debía por tanto sentirse orgulloso. La curiosidad de Gloria era admirable, y su candor, inédito para Freddy. Las mujeres que había conocido querían bailar siempre el final de la canción y a toda prisa. No sabían de pausas, silencios, momentos de quietud… Buscaban el amor armadas de sexo, y eso, vivido con frecuencia, era aburrido. Podría haber hecho el amor con Gloria esa noche. Él lo deseaba y ella también, pero mirarla como la había mirado sin tiempo era más importante. Confiaba en poder amarla preso del deseo en los días venideros, pero ahora no precisaba nada más que ese abrazo para sentir que el amor estaba ahí, respirando muy fuerte a su lado.
Freddy se ató la segunda zapatilla, se puso la camiseta, recogió móvil y llaves y unas monedas que dejó la noche previa en la mesilla y salió hacia la entrada. En su camino de puntillas, la voz de Aurora sonó como la alarma de un coche.
—Freddy, ven.
El chico dio un paso atrás para entornar la puerta de la habitación de la anciana.
—Dígame, señora.
Aurora estaba completamente despierta. Sonreía:
—Solo quería decirte algo que he podido comprobar que ya sabes: la vida es mucho más ancha que larga.
Lucía fue al banco e ingresó seis mil euros en la cuenta de Aurora. No sabía cuánto podía costar una urna funeraria y los gastos de todo aquello que no quería vivir, pero su unión con ella, su confianza en las decisiones de su madre y un nuevo gesto de obediencia la reconfortaban. Una vez hecha la operación, consultó el extracto de una de sus cuentas destinada al ahorro y decidió ir en busca de Marisol para ver el piso que alquilaba. Había llegado el momento de participar en las locuras de Román. Un lugar para los dos que él no pudiera rechazar. Convencerlo de aquello no sería fácil, pero necesitaba una baza ganadora para sentir que podía remar en alguna dirección que no fuese la que él marcaba.
Marisol le mostró la casa sin hacer preguntas. La camarera adivina no necesitaba pruebas de lo que Lucía planeaba. Estaba claro que quería un lugar para encontrarse con Román y, aunque no le gustaba demasiado la idea, tampoco tenía argumentos para rechazar la oferta de aquella mujer que entró en su bar aterida de frío y que ahora era una bomba de calor. Quizá ella, por muchos cafés que hubiera servido en la vida, también se equivocaba. Un cuarto y un saloncito no iban a cambiar lo que tuviera que suceder y, de alguna manera, proporcionarle un refugio le permitía estar cerca si el desastre que ella presentía se confirmaba.
—Piénsalo bien —se limitó a decirle, sin hurgar en el tema.
—Tengo poco que pensar —contestó Lucía acariciando el sofá de Ikea que Marisol había comprado meses atrás—. Es posible que pensar no sea lo más acertado en este caso y en este momento.
—Al menos, piénsalo unos días. La llave está en la barra. Está a tu disposición si de verdad la quieres, pero no abandones tu hogar de forma precipitada.
—Eso es lo que creo que aún no has entendido. No estoy buscando un hogar.