26

Los tiempos de la enfermedad de Aurora eran un misterio. Ella tenía claro que el final no podía estar tan cerca, aunque siempre jugase a mentar a su enemiga para provocar la reacción de quienes entraban en ese cuarto y componían su mundo. En el fondo, Aurora quería saber cuánto la amaban. La vida finalmente se había empeñado en eternizar su condición de viuda y ahora, sin pareja y a falta de amor romántico, necesitaba llenarse de la poca dependencia que pudiera despertar en los que debían centrar sus esfuerzos en hacer su vida.

Todas las mujeres y hombres que la rodeaban eran jóvenes. Ella había elegido no relacionarse con demasiada intensidad con nadie de su generación y hacía años que había ido abandonando sus escasas amistades, en parte porque se volvió perezosa, y en parte porque no le rentaba. Los de su quinta le aburrían ya cuando era niña, y la vejez, al menos, le brindaba la oportunidad de desprenderse de ellos de una vez por todas sin sentirse por esa razón aislada y sola. Comprendió quizá demasiado pronto que estamos solos desde siempre y que solo los gemelos llegan realmente acompañados al mundo. Quizá ese fuera el único vínculo que no quebrantaba de manera injusta el egoísmo humano. Dos gemelos podían llegar a odiarse con los años, pero su dependencia inicial no era comparable a nada. Ella era madre y sabía que, bajo circunstancias extremas, uno puede separarse de un hijo, pero nadie puede ser tu gemelo por elección. Lo eres o no lo eres. En esa reflexión andaba, orgullosa de su soledad, cuando entró Lucía.

—Desde que te conté que me moría, no dejas de visitarme. Creí que nunca llegaría a decirte eso de «déjame respirar», pero estoy a punto…

—Hoy no he venido a hablar de tu cáncer, ni siquiera de tu muerte, por mucho que tú lo disfrutes. Vengo a pedirte consejo, mamá.

Sonó el timbre de la puerta y ambas pudieron oír cómo un objeto pesado golpeaba el suelo de su piso o del piso anexo. Al segundo se abrió la puerta del baño y chocó contra la pared. Gloria la había abierto como quien huye de la falla desnuda que provoca un terremoto. Oyeron sus pasos apresurados por el pasillo y su figura voló por delante de la puerta a tal velocidad que ni Lucía ni Aurora pudieron descifrar su gesto.

—Es Freddy seguro —dijo Aurora bajito—. Ella sabe cuándo viene. Asegura que oye su reproductor de música incluso antes de que abandone el puesto de fruta y verdura. Yo la creo. A estas alturas quiero creérmelo todo. Y necesito creer en ellos dos.

Llegó hasta ellas la voz de Gloria —«Hola, Freddy»— y el paso decidido de la pareja hacia la cocina.

—¿Es él? —preguntó Lucía.

—¿Habías visto correr de esa forma a Gloria alguna vez?

—No.

—Pues entonces, es Freddy.

—Me muero de la curiosidad. ¿No puedes llamarlos?

—No. Si quieres hacerte la encontradiza, adelante, pero no te ayudaré. —Aurora rio maliciosa y despertó aún más la curiosidad de su hija.

—Y ¿cómo lo hago?

—Esta no es su casa, es la nuestra. Tú puedes provocar lo que deseas si quieres que ocurra. Siempre has podido. —Jugaba a retar a Lucía. Gloria y Freddy rieron en la cocina intercalando silencios que sonaban a roces—. ¿Te acuerdas de los minutos que pasabas con tus novietes en el portal antes de subir a casa cuando tenías su edad?… ¡Qué lento pasa el tiempo cuando no se mira, Lucía! Aunque te parezca mentira, hubo un momento en tu vida en el que tú también perdías y te gustaba que te ganaran.

—Quizá no haya pasado tanto desde la última vez que me ocurrió algo así. No soy tan calculadora y competitiva, mamá. Ya es hora de que nos pongamos al día y nos contemos quiénes somos en realidad, ¿no crees? Seguro que ahora me dirás algo así como «ahora o nunca». Pues es ahora…

Una hora después, Aurora y Lucía seguían hablando de Román, del pulso vital y de los errores. La madre más crítica sí estaba moribunda. Cerca de la muerte física, sus rasgos personales más histéricos e inseguros se atenuaban; regresaba a lo puro dejando atrás lo aprendido. Aurora simplemente quería querer a su hija, ya no necesitaba más. La niña que ella también fue se abría paso en su cuerpo cada vez más menudo. El presente, único tiempo de los niños y de ancianos como ella, no le permitía juzgar con el supuesto peso de la sabiduría. Si de algo servía ese montón de años que había cumplido, era para colocar las poquísimas cosas importantes de la vida y relativizar el grueso que la engorda, ese «todo lo demás».

Aurora cayó dormida mientras Lucía abordaba el tercer intento de describirle los confusos sentimientos que le provocaba Román. Era la primera vez que su madre se desconectaba de la vida sin pretenderlo y Lucía la miró convencida de que esa era solo una novedad de las muchas que vendrían. Sintió que llegarían en cascada como la multiplicación del propio mal que invadía su útero. Aurora se iría diluyendo mientras el cáncer la devoraba. Y esto, que hasta ese entonces solo había sido una mala noticia por confirmar, se transformó en una pesada certeza.

Escuchó el portazo cuando Freddy se marchó y unos minutos después fue al encuentro de Gloria. La encontró en su habitación.

—Hola, ¿puedo pasar?

Era un cuarto pequeño, sin apenas recuerdos personales, únicamente una foto de una niña junto a una adolescente que la abrazaba. Intuyó que sería la hermana de Gloria. También había un planisferio celeste azul y blanco en la pared de enfrente, una cama de metro diez con sábanas color crema, un butacón —que Lucía recordaba de cuando aún vivía con Aurora—, y una mesa con una silla de respaldo alto delante, algunos libros y un portátil encendido: Gloria buscaba en la Red letras de canciones. La luz que entraba por el balcón le acariciaba la espalda.

—Una actividad normal para una vida normal. Por fin.

—A tiempo, diría yo —respondió la chica.

—Probablemente sí. Es posible que solo tú conocieras tus tiempos y los demás no supiésemos respetarlos. —Gloria dejó de teclear.

—¿Eso lo has dicho tú? La Lucía que yo conozco no sabe admitir sus errores. No, no creo que eso sea posible. Tú —la señaló con el índice en un juego de sonrisas inteligentes— ¡debes de ser una impostora!

—Quizá la impostora era la otra Lucía que conociste.

—Bien dicho. Seas quien seas ahora, me gustas mucho más. Ya era hora de que comenzaras a escucharte. Tanta rabia y tensión iban a acabar contigo.

—Sigo nerviosa.

—Pero no rabiosa. No es lo mismo.

—Ahora estoy hecha un lío, Gloria.

—Pero no estás triste. Y a la Lucía que yo conocí le encantaba presumir, incluso de su tristeza. Era una mujer realmente insoportable y egocéntrica.

—Tampoco te pases, porque en cualquier momento puede volver.

«Aunque si vuelve —se dijo—, tampoco se encontrará a la misma Gloria». La chica que miraba las estrellas cerró la tapa del portátil, se sentó en la cama e invitó a Lucía a acompañarla.

—Me ha dicho mi madre que estás enamorada.

—Sí, lo estoy.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque le escucho en todas partes, incluso dentro de mí cuando no está.

A Lucía le impactó la claridad que notó en su interior. Ojalá ella fuese capaz de verlo tan claro como ahora lo veía aquella cría a la que sacaba más de quince años. Con el rabillo del ojo vio un jarrón con margaritas al pie de la cama de Gloria. Parecían recién cortadas. Asintió despacio con la cabeza.

—Sí, eso debe de ser amor.

—¿Y a ti qué te pasa? Tu madre está muy preocupada y yo empiezo a estarlo un poco también… Un poco, no te hagas ilusiones. —Lucía y Gloria se sonrieron por primera vez.

—Hay un hombre que me está volviendo loca, mientras una parte imprescindible de mi vida se deshace sin que pueda hacer nada.

—¿Ese hombre es tan perverso como César?

No es que le extrañara su sinceridad —ya sabía que para bien o para mal, Gloria era de ir al grano—. Se preguntó si aquella chica se llevaría bien con Alicia… La noche y el día, y aun así, en cierta forma, parecidas.

—¡César no es perverso! —respondió al final airada.

—Ah, ¿no?

—No.

—¿Segura?

—Sí.

—Y el nuevo ¿tampoco?

—¡César no es perverso, te he dicho! —Lucía se removió sobre la cama. Gloria no le hizo ni caso.

—Vale. Te lo preguntaré de otra forma: ¿tu nuevo amor es perverso?

—No. —Se dio un segundo para contestar—: Es incomprensible.

—Ambos son perversos —insistió, cabezota como la mujer que dormía unos metros más allá de ese cuarto, y Lucía se rindió—. Si no te gusta lo que escuchas, lo siento. Escuchar también conlleva esa parte. Los que escuchamos lo escuchamos todo.

—Ninguno lo es, pero Román…

—Román.

—Es el nombre de esta locura que vivo. —Gloria advirtió el destello en el rostro de Lucía—. Ha decidido que nuestra relación se desarrolle en unos términos claramente injustos.

—¿Te sientes utilizada?

—No.

—¿Te sientes maltratada?

—No.

—¿Sientes que te quiere?

—No sabría responder a esa pregunta. Sus emociones son… distintas también. —Acariciaba la sábana sin darse cuenta. Los roles habían desaparecido. ¿Quién era la niña y quién la mujer? ¿Cuál de ellas era la más sabia y madura en ese momento? Gloria volvió a la carga.

—¿Crees que tenías con César una relación más transparente y bonita solo porque vuestra ropa interior diese vueltas en la misma lavadora?

—Supongo que no.

—¿Duermes bien? ¿Te diviertes? ¿Tienes muchas ganas de que llegue el día siguiente?

—Sí… Las seis de la tarde de todos los días siguientes… —contestó mientras se decía que si llevase un tanteo, ahora mismo aquella chica y Alicia le estarían dando una buena paliza a las teorías de Marisol.

Gloria no había entendido su última respuesta, pero como no iba con ella eso de pedir aclaraciones que no se brindaban a la primera, se limitó a darle carpetazo al asunto:

—Mira, ya sabes que no me gusta nada César. Román tiene todas las de ganar si hablas conmigo.

—Estoy hablando contigo. —Lucía reconoció el carácter extraordinario de aquella conversación que ambas se debían. En realidad, no era tan importante de qué hablaban, sino que lo estaban haciendo, cómodas, cómplices, unidas. Lo perecedero se deshizo al paso de lo fundamental. Era el momento de tratar el asunto que la había llevado hasta la habitación de esa chica que solo una semana atrás crecía únicamente al calor de Aurora—. Me alegra saber que estás bien —añadió—. Para mi madre es muy importante todo lo que te pasa, Gloria. No te voy a decir eso tan cursi de que «eres como su segunda hija», pero realmente lo eres. Por eso… Por eso, y si eres a sus ojos mi hermana pequeña, creo que debo ser yo quien te cuente lo que le está pasando.

El rostro de Gloria cambió hasta transformarse en las aguas heladas de un planeta color nácar. Los ojos se le humedecieron al encontrar en los de Lucía las sombras de varios eclipses y le tapó la boca para no oír lo que ya estaba haciendo temblar esos tímpanos del alma que solo ella poseía. Por primera vez en su vida, Gloria estaba escuchando claramente los pensamientos de otra persona.

Lucía dio un paseo hacia su casa, pero al llegar a la altura de su portal, lo dejó atrás y siguió andando. Pasó por delante sin mirarlo, en un ejercicio para huir por un momento de muchas cosas que ya no quería compartir. ¿Lo que estaba viviendo pertenecía a otra etapa? ¿Debía interpretarlo así, o era un simple accidente del embrionario verano? La casa que alquilaba Marisol, ¿sería bonita? Sin desearlo, fantaseó con un lugar que solo fuera de ella y de Román. Quizá debiera hablar con su amiga adivina y ver de una vez el refugio que le brindaba.

La vibración de su móvil se perdió entre todos los objetos que chocaban dentro de su bolso. Un número 1 de color rojo arropó el icono de sus mails. León escuchó ese zumbido desde la ventana y arqueó el espinazo como si un perro hambriento de pelea hubiera salido de la nada desde un rincón en una calle oscura.

Mi amada Lucía:

No te escribo más porque presiento que es importante para ti estar sola estas semanas. Te conozco y sé que, a veces, necesitas tanto esa soledad como la compañía que nos hemos dado estos años. La compañía y el amor. Sí, el amor. Quizá en este momento no te guste reconocerlo, pero nos hemos querido mucho, tanto como yo te sigo queriendo ahora desde las avenidas de esta ciudad tan lejana. Las crisis de pareja no son una novedad para nadie. Ahora nos toca a nosotros, Lucía, pero quiero que sepas que me duele no tenerte, que te echo mucho de menos y que estoy dispuesto a hacer todo lo que sea necesario para no perderte. Tú no eres la mitad de mi vida. Eres mi vida. Necesitaba decírtelo hoy para que lo recuerdes cada minuto cuando tengas dudas. No quiero presionarte. Estoy aquí si quieres venir. Estaré allí si quieres que vaya. Estoy. Siempre y para siempre si es lo que deseas.

Te beso,

César

Gloria identificó la tristeza sin tinturas. La tristeza limpia de los sentimientos limpios. Lo vivido en su entorno familiar era parte de otro tipo de dolor. Ahora ya sabía lo que era simplemente amar y sufrir por ello. Amar a una vieja tan loca como ella misma y no poder soportar la idea de separarse de ella. Esa noche, solo acertaba a escuchar sirenas y más sirenas recorriendo las calles. Todas las ambulancias de la ciudad en un coro de urgencias y mala suerte.

Subió al altillo del desván. Una brisa caliente anunciaba los excesos del próximo verano. Sacó el móvil de su bolsillo, se sentó en la plataforma y dejó que sus pies se balancearan al ritmo de un columpio imaginario. Canturreó una melodía desconocida que surgía de alguna parte de su cuerpo y, antes de comenzar a llorar, escribió un mensaje. Gritaba hacia dentro dejando que las palabras de auxilio se deslizaran por sus pantorrillas hasta lanzarlas en rítmicas patadas.

Ven a verme a casa, Freddy. Ven, por favor. Sin ti, ya no escucho el universo.