25

Román le abrió la puerta del estudio.

—Ayer estaba pensando en ti cuando me llegó tu Polaroid. Me sorprende que tengas la dirección de mi trabajo; la de mi casa adivino que la sacaste de mi DNI en nuestra primera cita, pero…

—La de tu trabajo es aún más fácil. Tres búsquedas en LinkedIn y Google y listo. Somos frágiles y localizables, Lucía.

—Una Polaroid de una nota con una dirección; eres un magnífico amante, aunque un artista poco sorprendente.

—Bueno, mi obra no te ha sorprendido, pero su llegada, sí. Algo habré hecho bien.

—Es cierto, hay cosas que haces bien.

Lucía entró en el estudio siguiendo a tientas poco más que una sombra. Estaba muy oscuro. Como en su primer encuentro, se agarraba a la voz de Román para dirigir sus pasos sin pensar en nada, en una estupenda metáfora improvisada de su relación. Se preguntó si al menos él tenía claro dónde pisaba.

—¿No hay luz aquí? —preguntó al fin.

—Espera un momento. Están cortadas, tengo que localizar el cuadro.

—¿Tienes idea de dónde está?

—Me han dicho que a la derecha.

Lucía vio la llama de un mechero a unos metros. Al final, iba a ser cierto que no llevaba teléfono.

—¿Quieres mi móvil? Lleva linterna.

—No, con esto estoy bien. No me gustan los móviles.

—No me digas… —ironizó Lucía—. Yo creo que lo que en realidad no te gusta es estar localizado, que nadie sepa de ti.

—Siento que si el mundo puede encontrarme, pierdo mi libertad. No es tan difícil de entender.

La llama del mechero bailaba frente a ella, alumbrando solo unos centímetros a su alrededor. Lo justo para que desde donde estaba, Lucía llegase a ver el perfil de Román. Su pie tocó algo y miró hacia abajo, había pisado un cable.

—También te pierdes otras cosas —dijo mientras pasaba por encima—. Quizás, yo también soy capaz de sorprenderte y no me das la oportunidad.

—Ya lo haces. A la antigua… Bingo.

Al fin encontró el cuadro de luces y el estudio se iluminó en un estallido de focos, en apariencia desorientados respecto al forillo principal del espacio. La luz oscurecía aún más todo lo que escapaba a su alcance y hacía resplandecer las paredes y el suelo blancos; esa esquina era el área de trabajo de modelos y personajes que posaban y dejaban parte de sus almas frente al artista. El resto del estudio fotográfico era completamente negro. Las estanterías que albergaban las cámaras fotográficas, la mesa corrida sobre la que cargaban varios ordenadores, incluso las puertas que daban a otras estancias, todo estaba pintado de negro. La pintura de las paredes era gotelé. A Lucía le llamó la atención.

—¿Cómo voy a sorprenderte si ni siquiera puedo anularte una cita? No tengo ni esa opción.

—Sí que la tienes. A tu manera, sí que la tienes. Puedes no venir. Un plantón, también a la antigua usanza —rio Román.

—¿Te daría igual que no viniera?

—Si sigues poniéndote tan pesada, llegará un momento en el que ya no me importará que no vengas; sí, eso ocurrirá, no lo había pensado. —Román se descalzó y piso el cuadro blanco—. Si sigues preguntando y perdiendo el tiempo buscando respuestas que ya conoces, ya no será divertido, ni diferente, ni único y no me importará no verte. Pero eso aún no ha ocurrido. Lo que quiere decir que si te he mandado la foto a tu oficina y me he molestado en buscarte y en hacértela llegar, puede ser, y digo solamente puede ser, que tenga unas ganas locas de verte, de estar contigo, de que disfrutemos juntos y de que pasemos una tarde increíble en la que están prohibidas las estupideces. —Finalizó su monólogo en el centro del cubo blanco imaginario.

—Ahora debería aplaudirte.

Él abrió los brazos, como el artista entregado.

—No. Ahora deberías resarcirme.

—¿Cómo? —respondió Lucía con actitud de niña castigada.

—Te haré unas fotos.

Román salió de la zona iluminada para internarse en la oscuridad. A unos metros, Lucía distinguió una cámara sobre un trípode y un taburete tras ellos.

—¡Vamos! —dijo él—. No tenemos todo el día. Eres preciosa, sexy y has traído mucha ropa. Sedúceme, Lucía.

Ella vio cómo alcanzaba desde el taburete un dispositivo con el que puso música. Sonó el último tema de los Arctic Monkeys.

—Buena elección. Nos encanta para una nueva campaña. Es un gran tema. «Do I Wanna Know?» —Lucía quiso continuar.

—No, no, no, por favor… No me preguntes si me gusta la música. Existen dos posibilidades: yo conocía esta canción y la he pinchado voluntariamente o he pulsado al azar y pertenece a la lista de favoritos del dueño de este estudio. Y ¿es eso importante? No. ¿Te gusta? Sí. ¿Por qué quieres saberlo todo, Lucía? —Él siempre discutía en un tono amable y conciliador, sin ánimo de pelea.

—¿Por qué tú no quieres saber nada?

—Eso no es verdad. No quiero saber nada de lo obvio, pero quiero saber mucho de ti. Ya me lo estás mostrando, de hecho…

Lucía estaba ya dentro del cuadrante. Aguantaba el tipo frente a Román sin salirse de su jaula lumínica. Expuesta. La presa ante los focos. El depredador siempre acecha en las sombras.

—Quieta ahí. —Román disparó la primera foto.

—Pero ¿qué haces?… Al menos, avisa. La que sale en la foto soy yo.

—Parece mentira que vengas del mundo de la publicidad. Son pruebas de luz. Nada más. Pero te necesito ahí.

Román volvió a disparar.

—Creo que no te haces una idea de a qué me dedico profesionalmente. No soy la que organiza las sesiones de fotos.

—Habrás visitado alguna para supervisar una de las innumerables campañas que diriges.

—Pero me fijo más en los resultados que en las pruebas de luz… —Lucía se detuvo—. Veo que has leído algo más que la dirección de mi oficina en internet.

—Ya que estaba…

—No jugamos en igualdad de condiciones.

—No, no lo hacemos. —Román disparó por tercera vez—. Ya casi estamos a punto, dame un minuto.

—Y lo dices, y ¿te quedas tan pancho?

—Sí. ¿Vas a posar para mí o no? —Se levantó y articuló un gesto algo forzado de cansancio. Luego volvió a coger el dispositivo para cambiar el tipo de música. Esta vez Lucía no pudo reconocer el tema, ni la artista. Era una chica—. Te lo digo en serio. ¿Paramos y nos vamos, o seguimos? No quiero ni un minuto de mal rollo y esto empieza a tener un tono gris, feo, poroso, que no me interesa, la verdad…

Ambos callaron durante unos segundos. Parecía que Román esperaba que Lucía tomase una decisión. Ella estaba a punto de coger la puerta cuando le escuchó decir:

—Me dolería que te fueras.

Era consciente de lo que suponía quedarse en ese estudio. Era aceptar el comportamiento de Román y bendecir su manera de entender su relación. Por mucho que le dijera en ese momento, nada valdría si le apoyaba con su presencia.

Y se quedó.

Don’t you think that is boring how people talk? Román volvió a poner el comienzo de la canción.

—Se llama Lorde. Es una adolescente neozelandesa. No tiene ni dieciocho años. Es una sensación. Su voz, su forma de moverse. Y no te imagines una niña preciosa del pop. Ella es distinta. No sigue las normas. No se parece nadie. Su aspecto es… iba a decir hortera… pero es algo más, está fuera de todo pronóstico. Viste mal, se peina peor y es una mujer envejecida. Su rostro es el de una mujer de cuarenta años. Sus ojos son los de alguien que ha vivido tanto… Su primer single sí que lo conoces. Fue un hit en el mundo de la publicidad.

Román pinchó Royal y Lucía la reconoció al instante.

—¿Te gusta?

—Ahora ya sé que te gusta la música y que no la eliges al azar. Me preocupaba pensar que todo lo hicieras por impulso, porque eso me convertiría a mí en uno. —Lucía rebajó el tono y lo llevó al terreno de la seducción.

—No lo hago todo al azar. Tú no eres solo el producto de la casualidad y de una noche de fiesta. Claro que no. —Román se acercó.

—Me elegiste porque era irresistible —bromeó en un ejercicio de inmodestia que no le correspondía.

—No pude elegir —aseveró Román mientras cogía su cara entre las manos.

Su amante cerró los ojos al tiempo que la besaba despacio, rozando con su lengua todo el contorno de sus labios y haciéndole cosquillas en las comisuras. Lucía abrió los ojos mientras la besaba y le observó. Dejó la boca entreabierta para que él jugara. Sus pestañas dibujaban dos curvas perfectas en el óvalo de su rostro. Estaba relajado y disfrutaba de cada beso. Mantenía la cabeza con una ligera inclinación. De beso en beso, ejercía una leve presión en el cuello de ella para anunciarle que la mordería en el labio inferior. Finalmente, no pudo evitar rendirse al festival de besos sin tiempo, entregada, seducida y brillante.

Después de aquellos besos, vinieron las fotos. La fotografió durante más de una hora. Empezó vestida, terminó casi desnuda y siguió todas sus instrucciones sin rechistar. Le dio todo lo que pedía, y si él hubiera querido, ella habría ido, incluso, más allá. Román disparaba fotos mostrando una visible erección. Lucía se entregó al presente como una niña que juega entre pañuelos de seda, se sentía hermosa y sexy, bañada por una luz resplandeciente. No, ella no era la presa, era la cazadora. En dos ocasiones se acercó hasta él y vio las fotos. Eran preciosas, naturales, pura verdad. Cada una de esas veces que se aproximó a él, Román la echó de su lado entre risas, no sin antes agarrar su cintura y morderle en el hombro en una sucesión de gestos rápidos que expresaban más contención que entrega.

—Vuelve a tu posición. Vamos —decía riendo. Y la fotografiaba de nuevo—. Mírame, Lucía. Disfruta. Yo sé quién eres realmente. Muéstrame lo que los demás no pueden ver.

Lucía enloqueció de amor en esos minutos en los que primero posó tímida, casi de espaldas, y terminó rodando por el suelo con la camisa desabrochada. Miraba a Román detrás de la cámara. Oía su respiración más acelerada según avanzaba la sesión. Ella se dejaba observar, escrutar… y fue ella, sin ninguna instrucción, la que decidió convertir aquello en un juego sexual. Empezó a bailar sin que él se lo pidiera, se acarició en cada posado sin demanda alguna; se dio y le dio todo lo que tenía esa tarde. En aquel cuerpo no había más.

Román la acompañó a casa en un taxi. Lucía podía parecer avergonzada, pero no lo estaba. Miraba por la ventanilla y pensaba en Aurora y en César. Sus críticos más feroces nunca entenderían el rumbo de todo aquello. A decir verdad, se limitaba a saltar de fantasía en fantasía, disfrutando de todo lo que sus amigas más de una vez habían identificado como «lo que cualquier mujer en edad madura desearía vivir».

Para otras eran simples deseos, sueños, invenciones, ardores que despertaba «el último chico que ha venido a reformar la casa»; simplemente eso. Pero para Lucía era realidad. Era lo que le estaba pasando. Román tenía parte de razón: ¿para qué destruir la magia de algo único? Centrada en ese pensamiento, una pregunta encontró el camino hasta el centro de su alma y resonó dentro de la cabeza de Lucía. «¿Estás enamorada?». Una voz sin identificar argumentó aún más. «Si estás enamorada, no podrás soportar esta situación. No podrás, ¿eres consciente? Reconócelo: ¿lo estás?». Zanjó ese diálogo interior con una estúpida pregunta de contraataque: «Y ¿qué es estar enamorada?». Lucía resopló aire caliente por la nariz y empañó el cristal de la ventanilla. Román la acompañaba en silencio. «Responde tú, León. Si puedes», sentenció en sus pensamientos al acercarse a casa.

El taxi frenó en la puerta siguiendo sus indicaciones.

—Sube conmigo.

—No puedo. Se me ha hecho tarde y hoy no puedo.

—Por favor, por favor. Hazlo por mí. Nunca te pido nada, Román…

—Tengo que irme, Lucía.

Esa última frase la expulsó del coche. Vio alejarse el taxi con Román dentro, se giró para mirar la fachada de su casa y encontró a León tras la ventana, observando la escena muy concentrado. Lucía bajó la cabeza y se dirigió hacia el portal. «Lo sé, no me mires así. Lo estoy, León, lo estoy».

La puerta del 2.º B se abrió para recibirla.

—Escuché tus pasos y me dije: «Es hora del tango».

—Alicia, vengo de estar con él.

—¿Otra vez? —dijo sorprendida su vecina—. Se ven más que un matrimonio. ¿Y ha sido… increíble, de nuevo?

—Y más… Cada vez más…

—¿Y cómo fue? ¿Sos feliz?

—Sí, pero no ha querido subir conmigo. —Estaba realmente contrariada por la decisión de Román y no hizo nada por ocultarlo.

—Te dejó en mis manos. Resumen: mujer despechada a punto de volverse loca de amor termina en los brazos de su vecina —Alicia la arrastró con las palabras hasta el interior de su casa—, en medio de una clase de tango a tres.

Allí estaba el mismo bailarín de la única clase que presenció Lucía.

Alicia le conminó a recogerla.

—Diego, agarrá a esta mujer necesitada de calor, por favor.

Él cogió a Lucía entre los brazos y la pegó a su cuerpo sin admitir resistencia. A su vez, Alicia, en un movimiento de acoplamiento perfecto, se colocó detrás de ella y apoyó la barbilla en la curva de su trapecio. Con su brazo, rodeó el de Lucía y prendió el de Diego. Comenzaron a bailar. Lucía se tropezó un par de veces. En apenas unos segundos, sintió cómo las caderas de la argentina y el chico presionaban la suya. Ambos estaban excitados, su cuerpo y sus movimientos los delataban.

—Alumna avanzada —dijo Alicia.

Lucía supo que estaba preparada para seguir experimentando, pero ¿una sesión de fotos de alta carga erótica y, ahora, un trío que arranca en un tango? La situación le sobrepasó. Se sentía abierta a todo tipo de nuevas experiencias, pero su pequeño cuerpo y, sobre todo, su mente y su corazón no podían procesar tantas novedades de un solo golpe. Logró escabullirse entre los bailarines de tango. Notó que lamentaban su marcha, pero ya estaban rendidos a lo que la conjunción de los tres había despertado.

—¿De verdad no te quedás? —preguntó en susurros Alicia mientras dejaba que Diego le lamiera el cuello.

—No puedo. Hoy no.

Lucía cerró la puerta de la casa de Alicia y, con un paso de tango decidido, abrió la suya. León la esperaba tumbado para que le acariciara. Ella se agachó y le tocó la panza a mano abierta. Sin poder esperar más, caminó por el pasillo acelerada por todo lo vivido. Se desabrochó los pantalones, se tumbó en la cama y se masturbó. Alcanzó el orgasmo en apenas unos segundos. Cuando abrió los ojos, descubrió a León a sus pies. Sus párpados se cerraron con la precisión de una óptica profesional. Detrás de cada parpadeo, en vez del negro interminable de una cámara, Lucía encontró la intensidad de los ojos amarillos de su gato. «Ya lo sé, tú llevas haciéndome fotos mucho más tiempo».