El nuevo amante de Aurora saltó del teléfono a la vida real. Poco tiempo después de la muerte de su marido, decidió que «Cuarenta y seis años y una niña» no era la obra que quería representar cada noche sola. Ya sabía mucho de soledades. Llevaba lidiando con ellas desde siempre. Había perdido a gran parte de su familia a una edad temprana y comprendía la muerte con serenidad y sin histerismos. Era del todo consciente de que la muerte nos acompaña en cada respiración, sin molestar, sin ningún ánimo de protagonismo, pero, irremediablemente, lista para actuar. Quizá por eso no le daban miedo los muertos y tampoco le asustaba el camino de los que se quedaban.
Cuando su marido —el padre de Lucía— murió, se dejó llevar por todas las sensaciones lógicas y sanadoras que vive y vivirá cualquiera a quien se le arranque su amor. De la euforia al miedo, pasando por el dolor extremo —el único dolor no físico que encuentra la somatización en los órganos internos—, el deterioro estructural, la ausencia de sueño y sueños, y una alteración nerviosa que raya en muchos momentos la irrealidad. Aurora era consciente de que no tenía más remedio que pasar por aquel dolor que terminaría por integrar la pérdida en su vida. Una cicatriz más —puede que un tanto más profunda— de entre todas las que mostraba su espalda ahora ligeramente encorvada. Sí, las muertes eran latigazos. Un fuerte latigazo que te hace arrodillarte y querer acompañar a los muertos. Por fortuna, las experiencias que había vivido Aurora le ayudaron mucho a la hora de ordenar su amor, sus pensamientos y sus emociones. Fue muy disciplinada y eficaz. Jamás pasó un día en la cama llorando, aunque tuviera que hacerlo mientras caminaba por la calle. Jamás pasó un día entero sin comer, aunque solo hacer la compra le provocara náuseas. Jamás evitó una sonrisa, si podía atraparla. Sanó a fuerza de querer sanar, y lo hizo motivada no solo por su hija, sino, principalmente y también, por ella misma.
Quienes la rodeaban le repetían en un enunciado cruel y evitable —de no ser porque las viudas son el alimento y la mejor descarga de las maldades de patio de vecinas—: «Si no lo haces por ti, hazlo por Lucía. Tienes que salir adelante por la niña». ¿Eso era lo mejor que el mundo podía decirle?, ¿en serio?, pensaba sollozando mientras su hija dormía la siesta. ¿Se podía ser madre y ser egoísta? Al final cambió el sufrimiento lógico de la pérdida por este otro debate moral. «¿Puedo ser Aurora y salvarnos a las dos?».
La niña cambió de postura en el sofá mientras ella daba vueltas y vueltas en busca de una solución al dilema.
—Tendrás que ser muy fuerte, Lucía —le susurró a su pequeña rebelde dormida—. Lo que vamos a atravesar no será fácil. Te pido perdón por el daño que te haré, pero si esto no puede conmigo, tampoco podrá contigo, mi amor.
Aurora sopesó la responsabilidad de aquellas palabras. Las sintió como un juramento. Haría todo lo que tuviera que hacer para seguir viviendo sin hacerlo a medias; volvería a sentirse viva, plena y hermosa, feliz. Era su responsabilidad y lo haría por ella. Lo que el mundo que no sabe mirar a los muertos no entendía es que Aurora únicamente podía sanar a Lucía si antes conseguía sanarse a sí misma. Si fallaba en este propósito, arrastraría a las dos a un fracaso mucho mayor que el de haberse quedado solas siendo tan niñas.
«El nuevo novio de mamá», pensó Lucía. El hombre paseaba por la casa junto a Aurora, y su madre, sonriente y en apariencia feliz, le mostraba una a una todas las habitaciones con una breve explicación sobre cada una de ellas.
—Este es el cuarto de Lucía. Al principio fue el cuarto de la plancha, y aunque ahora duerme conmigo algunas noches, por las pesadillas, ya se está acostumbrando a dormir sola de nuevo. Es una niña muy independiente y muy lista. Quizá demasiado lista…
Lucía oyó a su madre reír al final del pasillo e imaginó un pellizco.
—Este es el baño. Tuve que reformarlo porque las antiguas tuberías eran un desastre: el plato de la ducha no desaguaba. Fueron varios meses hasta que encontramos el problema, pero bueno, por fin parece que todo está bien… y que tendremos el baño en funcionamiento mucho tiempo.
El amigo de mamá no parecía tener demasiado interés en todo aquello, pero seguía su discurso sin alterarlo, disimulando, no siempre con éxito, el cansancio que le producían los asuntos domésticos.
—Este es el salón comedor. Aquí hacemos la vida. Cuando estamos solas, comemos en la cocina, pero es aquí donde vemos la tele, escuchamos música… —Aurora reparó en la presencia de la espía y se acuclilló para quedar a su altura—. Y esta… esta es Lucía.
La niña salió de debajo de la mesa camilla como un ratón por debajo de una pesada cortina.
—Hola, Lucía —dijo el hombre, ahora sí, mucho más entusiasta—. Te he traído un regalo. Lo compré en un país muy lejano que se llama Inglaterra el pasado fin de semana. Hay una torre muy famosa con un reloj. —Buscó con la mirada su abrigo, que colgaba de uno de los brazos de los sillones. Se acercó hasta él y sacó un pequeño paquete de su bolsillo—. Y este es tu regalo. Tu madre me habla tanto de ti, que cuando me dijo que a lo mejor hoy podíamos conocernos tú y yo, quise traerte algo.
—Pero este papel es de El Corte Inglés —contestó Lucía, cogiendo la cajita.
—¡Lucía! —Aurora abrió los ojos como una pasajera a bordo de un coche un segundo antes de chocar.
—No pasa nada —le quitó importancia él—. Sí, es verdad que tiene el papel de El Corte Inglés. No quería traértelo sin papel de regalo y este es el que tenía en casa a mano. Lo siento. Te prometo que es un regalo que compré en Londres.
—No te creo. No me engañes —contestó la niña mirándole fijamente a los ojos mientras giraba la caja sin mirarla.
—Lucía, ya esta bien. Vete a tu cuarto —gritó Aurora—. Y, por supuesto, te has quedado sin regalo. —El eco del castigo rebotó en las cuatro esquinas del salón—. ¡A tu cuarto he dicho!
Su madre exageró la orden para demostrar su autoridad, a pesar de que Lucía no dio muestras de resistencia en ningún momento. Al contrario, la niña quería irse a su cuarto y desaparecer cuanto antes «para no tener que aguantar a un mentiroso más». Otro que no la querría y la dejaría tirada. Otro peor que su padre. Al pasar bajo el quicio de las puertas de cristal amarillo, se paró sin mirar atrás y se recreó en su despedida. Sabía que los dos adultos la miraban esperando un gesto de arrepentimiento y, por eso, lanzó el regalo al suelo, contó hasta tres y se fue.
Una hora después, Aurora abrió la puerta de su habitación para darle instrucciones sobre lo que la pequeña ya sabía que iba a pasar.
—Te he dejado un sándwich sobre la mesa de la cocina. Nada de tele. Nada de juegos. Estás castigada. Mañana hablamos.
Lucía escuchó la sintonía de la cabecera de los telediarios. Eran las nueve de la noche.
—Aurora. —Solo la llamaba mamá cuando la quería de verdad.
—Dime —respondió cansada, apoyada de espaldas en el marco de la puerta, como su hija antes de tirar el regalo al suelo.
—¿Se va a quedar a dormir?
Aurora respondió al no decir nada y abandonó la habitación sin un solo gesto de cariño, multiplicando de esa forma el castigo.
La noche se cerraba en las ventanas de la casa cuando comenzó a escuchar los ruidos. Los golpes de los objetos cayendo al suelo acabaron de despertarla. No tenía sábanas, ni manta que la arropara, porque su compañero —que ya había descartado como futuro amor— roncaba hecho un rollo de carne entre ellas. Se levantó de golpe y corrió asustada hacia la habitación de Lucía. Ni siquiera pensó por un segundo en solicitar la ayuda de su acompañante. Si Lucía estaba en peligro, era únicamente cosa de ella. Según se aproximaba al cuarto, los ruidos se hacían más salvajes. Abrió la puerta volcando todo su peso sobre ella y se precipitó con la fuerza de una madre asustada dentro de una escena que no olvidaría jamás.
El edredón de la cama de Lucía se hallaba en el suelo hecho un saco mojado. Todo el cuarto olía a vómito. Su niña tiraba de las cortinas. Los juguetes estaban también en el suelo; la estantería, derribada; los libros, abiertos sobre su alfombra color azul… La habitación era un campo de batalla. La lámpara de la mesilla estaba rota y la única luz provenía de la pieza más frágil de aquel espacio: otra lámpara, esta de pie, hecha de papel. Lucía habría decidido no derribarla porque no necesitaba una fuerza adulta para lograrlo. Todo lo demás, cada uno de los muebles, estaba movido. Los cajones del armario, fuera de los rieles; los abrigos, lejos de sus perchas; las muñecas, desnudas; la mesa, arrastrada hasta la ventana… Pudo ver cómo las patas de la silla sobresalían por debajo del edredón, de ahí el volumen de esa especie de pira central, como una ofrenda a punto de arder en llamas. Aurora se quedó sin palabras y sin castigos. Solo podía observar cómo Lucía lo rompía todo. Ella misma rota por la ira y el llanto. No pudo hablar y tampoco pudo moverse durante unos segundos. ¿Qué podía hacer con tanta rabia? Su hija, su pequeña, lanzaba toda su incomprensión contra cada cosa que caía entre sus manos.
—Lucía, Lucía —empezó a decir sin apenas fuerza.
Le dio miedo gritar en ese momento. ¿Cómo calmarla? ¿Cómo hacerlo entendiendo lo que ocurría? Sus dolores internos quisieron unirse a ese festival de la destrucción. Acompañar a su hija en esa especie de catarsis y aquelarre. Ella también había tenido que lidiar con la muerte siendo tan pequeña. Y ahora, era su hija, Lucía, a la que creía más preparada que ella misma, la que pasaba por aquello delante de sus ojos.
—Ven aquí, mi amor —dijo llorando Aurora—. Ven, mi niña pequeña. ¡Cuánto lo siento! ¡Cuánto lo siento, mi bebé! Perdóname. —La abrazó fuerte. Lucía se revolvía—. Pensé que podrías con ello, mi amor. Vamos. —Le cogió la cabeza con las manos—. Vamos, mi amor. Respira, por favor.
La niña sollozaba.
—Que se vaya, mamá. Que se vaya. ¡Que se vaya! —gritaba como un pequeño animal herido, preso de una trampa en medio de un bosque oscuro. Una cría que, guiada por la mala suerte, se había alejado hasta toparse con la maldad del mundo de los mayores—. Que se vaya de casa, mamá… Quiero que vuelva papá…
—Ya lo sé, cariño. Yo también quiero que vuelva, pero sabes que eso no pasará.
—Que vuelva, mamá. ¡Que vuelva! ¡Haz que vuelva! —gritó Lucía como si un monstruo hubiera roto su pecho para arrancarle el corazón—. ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! —berreó sacudiendo su espalda y dando patadas—. ¡Que se vaya, mamá!
—Ahora, mi amor. Ahora le digo que se vaya.
—Papá no volverá si está él, papá no volverá si está él… —Lucía repetía una y otra vez cada frase, enlazándola con la anterior y la siguiente en una cadena de deseos, reproches, miedos, anhelos y dolor—. Me duele mamá, me duele ma… —Comenzaba a calmarse y se dejó caer en el regazo de su madre.
—Lo sé, hija, duele mucho.
—Duele mucho, mamá. Me duele mucho.
—¿Dónde te duele, mi amor?
Lucía se tocó el pecho con las dos manos.
—Aquí. Me duele aquí.
—¿Qué puedo hacer para que te duela menos?
—Quiero dormir contigo. ¡Que se vaya, mamá! —Lucía volvió a levantar la voz, anunciando una nueva arremetida de histeria.
—Está bien, cálmate, hija.
Aurora lloraba sin soltar una lágrima. La boca de su estómago era una piedra informe y pesada que caía hacia su lumbar. Se tumbó para aguantar la presión y respiró hondo dos veces; Lucía se expandió sobre su cuerpo como una estrella de mar.
—Mamá, mamá… ¿Qué te pasa?
—Estoy bien, bebé. Dame un segundo y lo arreglo todo, ¿vale?
—Vale, mamá. Se va a ir, se va a ir… —sollozó en su pecho.
—Claro, mi amor. Eso iba a pasar tarde o temprano. —Aurora ya no buscaba las palabras. Simplemente las dejaba salir para vaciarse y controlar sus niveles de adrenalina—. Pero aunque él se vaya, papá no regresará. —Al repetir la frase, agarró con determinación a Lucía y le hizo sentir quién controlaba la vida de las dos.
—¿Y si regresa? ¿Y si se ha ido a vivir con otra mujer, a otra ciudad?
—Lucía, ya lo hemos hablado. —La brisa sacudió las cortinas y el olor a vómito volvió a llenar la habitación—. Es muy tarde. Sabes que lo que acabas de decir no tiene sentido. Ya eres mayor para entenderlo. Y también tienes que ser mayor para controlar tu rabia.
—No quiero ser mayor, mamá. No quiero morirme.
Aurora no podía detener el huracán dentro de aquella pequeña cabeza. Nadie estaba entrenado para mitigar esa pérdida. Ella, adulta, había aprendido a hacerlo con disciplina, rigor y sentido común, pero esa niña, su hija… ¿cómo iba a poder?… Tan pequeña… ¿Cómo podría llegar a asumir que una enfermedad mortal había consumido la vida de su padre en poco más de tres meses?
Se levantó y puso en pie a la niña.
—Haremos una cosa. —Lucía tenía el rostro deformado por el llanto, pero la rabia se había replegado allá donde viviera dentro de su minúsculo pecho. La pequeña asintió—. Tú vas a recoger lo que puedas de la habitación. Yo voy a llevarme las sábanas y el edredón para lavarlos. Mientras tanto, le diré a él que se vaya, y después, vendré a por ti y dormiremos juntas en mi cama. ¿Quieres que hagamos eso? —sonrió Aurora sin convicción pero con la ternura debida, que no espontánea.
—Sí, mamá. —La niña la miró haciendo evidente su dependencia. Ambas se amaban tanto y se lo demostraban tan poco…
—Se acabó entonces el dolor. ¿Te duele menos? —Aurora apoyó la mano en el pecho de su niña como estrella de mar.
—Sí, menos…
Lucía agarró la cabeza de su madre, abarcando apenas el contorno de sus orejas, y en un gesto absolutamente natural y preciso, la besó en los labios renovando su pacto de supervivencia.
—Mamá.
—Dime, Lucía.
—¿Cuándo se lo vas a contar a Gloria?
—No tengo ni idea, no sé cuándo ni cómo hacerlo, pero sé que debo hacerlo yo… antes de que te ofrezcas.
—Es una chica muy sensible, pero también muy fría a veces. Creo que lo aguantará.
—No tienes ni idea del momento de cambio que está viviendo Gloria. Ahora que me muero…
—Ya basta, mamá.
—Lucía, me muero. ¿Podemos tratarlo con normalidad? ¿Tú y yo? Nosotras, que ya hemos vencido a la muerte otras veces y la hemos dejado pasar hasta el salón de casa a tomarse el té, ¿podemos vivir esto con naturalidad, hija? Te lo suplico.
—Está bien, mamá. —Lucía asimiló la petición de su madre y decidió que intentaría no molestarla con sentimentalismos recurrentes y dramas prematuros—. Hablabas de Gloria…
—Pues eso, que ahora que me muero, Gloria florece. Madura cada minuto delante de mí. Es el fantasma de nuestro desván, Lucía.
—¿Eso quiere decir que no estás loca y no escuchas a almas en pena que se pasean sobre tu techo?
—Exactamente eso. Gloria es la dueña del desván. No tengo ni idea de qué tiene montado allí, pero es su mundo… Tiene un mundo propio; un mundo al que ha llegado Freddy.
—¿Freddy? ¿Quién es Freddy?
—Gloria por fin se ha contaminado del mundo exterior. Creo que se ha enamorado del repartidor de la fruta y la verdura. —Aurora disfrutaba como una niña del chisme que compartía con su hija.
—¿El repartidor de la fruta y la verdura? ¿Es una broma?
—El repartidor de la fruta y la verdura.
—¿Un repartidor del mercado?
—Un repartidor del mercado.
—¿Y dices que está enamorada?
—Creo que lo está, porque los he visto juntos.
—¿Juntos, aquí?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Ayer.
—¿Y?
—Él es un chico alto y fuertote. Muy simpático y educado. Buena gente, se ve a la legua, y ella le mira como solo mira las estrellas desde la ventana. Está tontita, tontita…
—Freddy.
—Freddy; ya sé que el nombre no es el mejor, pero ¡no sabes cómo la mira él! Hice la prueba.
—¿Qué prueba?
—Hice que ella hablara del universo y sus escuchas para poder analizar la reacción de él.
—¿Y?
—Triunfó. Fue curioso, comprensivo y dulce. Gloria se rindió.
—¡Bravo, mamá! —dijo Lucía incapaz de contener la ternura que le despertaba la fuerza de su madre—. Tú nunca te rendirás.
—Nunca, mi pequeño bebé. Sabes que nunca me rendiré.
Ambas aprovecharon un par de segundos de silencio para mirarse fijamente, apoyadas la una en la otra no tanto para salir a flote como para afirmarse y resistir las embestidas que aún quedaban por delante. Tenían que vencer, así que lo harían. Su madre le leyó la mente:
—Volveremos a hacerlo —le dijo.
—Lo sé, mamá.
—Ahora que cuento con tu ayuda, estoy mucho más animada. No me hace ninguna gracia morirme, pero…
Gloria entró en la habitación con un plato de sopa y Aurora calló de golpe.
—Hola, Lucía.
—Hola, Gloria.
—¿Ya está otra vez con la cantinela de la muerte? Si sigues llamándola, vendrá, Aurora.
Lucía percibió a la chica claramente más dicharachera que otras veces. No solo entraba casi forzada en la conversación, sino que participaba sumando intensidad. Su forma de moverse también era distinta, «Mucho más… saltarina», pensó.
—Eso le digo yo, Gloria. Al final, va a venir obligada.
En ese instante la posible muerte de Aurora creó un ligerísimo vínculo entre «sus dos niñas».
—Venga por la razón que venga… —insistió la mujer en cuanto Gloria dejó el plato de sopa en la mesilla y desanduvo su camino de vuelta a la cocina— quiero ser yo quien se ocupe de mis cosas. Quiero elegir mi urna y preparar los detalles de mi incineración. Pero… —utilizó la pausa para atrapar toda la atención de Lucía y lo consiguió— no tengo un euro. Hija, necesito que me prestes dinero, aunque debes estar segura de una cosa: jamás te lo devolveré.