—A mí me parece un cabrón —dijo Marisol repartiendo las tres cañas que llevaba en la bandeja.
—Esa reflexión es muy básica, boluda. Un cabrón. ¿Qué es un cabrón? ¿No nos gustan los cabrones? ¿En el fondo, no deseás que te encuentre un buen cabrón? —respondió Alicia, enfadada después de una hora de charla.
Lucía se sentía perdida. Sus amigas de toda la vida, amigas también de César, no podían ser sus confidentes. El mundo que conocía y en el que podía compartir sus inseguridades se reducía a estas dos mujeres: una camarera con la que se había visto tres veces y a la que otorgaba dones adivinatorios de bajo perfil, y una loca argentina que paseaba semidesnuda por su casa y que le metía mano en cuanto tenía oportunidad. Por fin se conocían, pero lejos de enamorarse de la personalidad arrolladora de la otra, habían decidido declararse la guerra desde el primer momento. En la primera media hora de ese encuentro, Lucía había explicado con todo lujo de detalles sus dos citas con Román. No se había dejado nada en la narración. Si algo intuía, es que la única manera de sacar algo en claro era no tener miedo a provocar un incendio y echar todos los troncos en la chimenea. Ambas, Marisol y Alicia, eran combustibles. Ambas eran opuestas y por eso, juntas, las mejores consejeras. Después de sus explicaciones, las dos se enzarzaron en su cruce de pros y contras. Alicia con los pros, Marisol con los contras. Lucía las observaba sabiendo que minutos atrás se había disipado el objetivo de salvarla a ella: Román se había convertido en una imagen general de todo lo excitante para Alicia y de todo lo destructivo del sexo masculino para Marisol, y a partir de ahí, el debate se había abierto como un puente levadizo. Como consecuencia de esto, quien estaba de entrada en su centro había quedado en el aire, y todo lo que podía haber pasado al otro lado del puente había resbalado hacia abajo por ambas pendientes anulando cualquier posibilidad de encuentro.
—Lamentate de lo que hacés, boluda, no de lo que no hacés… Esto es tan simple y tan estúpido como la propia vida. Experimentá, equivocate… Cómo podés ser tan linda y racional, Marisol, y ser tan… de este bar.
Alicia no se mordía la lengua lo más mínimo a la hora de decir lo que pensaba y hacer lo que sentía. Era su máxima: ser siempre Alicia. Parecía que le salía de forma natural, sin buscarlo. El único signo de fidelidad en su vida era ser fiel a su propia libertad. Asumía el error como un posible futuro acierto. Por eso, era capaz de convertir la ofensa en una simple salida de tono, aunque para llegar a esta conclusión había que aguantar muchos de sus golpes. Superados estos, tenía hasta gracia; pero antes, podía ser la «jodidamente insoportable», como decía que la apodaban algunos de sus amigos.
—Las oportunidades son para quien las busca.
—Tú estás defendiendo que hay que buscarlas y encontrarlas a cualquier precio. —Soltó un derechazo Marisol ante el silencio expectante de Lucía—. Mira… No te conozco de nada, pero creo que aconsejas a Lucía de corazón, lo que pasa es que, aunque me gusta escucharte, no estoy de acuerdo contigo, no es mi forma de pensar. En el fondo, creo que de entrada todas querríamos pensar como tú y no perdernos nada, pero, por mi edad, puedo asegurarte que cuando luego sale mal, duele el doble.
Alicia se había calmado un poco ante la rotunda serenidad de Marisol. Lucía, sentada entre ambas, se sentía más templada que nunca, batida por las acometidas de las diferentes olas de frío y calor que lanzaban aquellas dos mujeres a las que por minutos, quería más y más.
—No es una cuestión de edad, linda… Ojalá lo fuera, pero no lo es. Es casi una de principios, y mirá que odio la palabrita… Lo que creo es que Lucía está viviendo algo más que una relación, está viviendo una oportunidad —dijo alargando la última sílaba, envuelta en su rotundo acento argentino—. Me da igual que salga bien o no, ¿entendés? —Miró a Lucía con una especie de gesto de disculpa minúsculo—. No es la cuestión, reina… La cuestión es: ¿cuántas veces en la vida presentís que aparecerá alguien especial que te revolverá de arriba abajo y te transformará para siempre?
Marisol la interrumpió.
—Me he debido de perder parte de esta historia, porque creía que estábamos hablando de dos polvos en los últimos tres días.
—¡Dos polvazos, boluda! —elevó la voz Alicia. Lucía sonrió asintiendo con la cabeza y acompañando el gesto con un «muy buenos». Las tres se rieron.
—Bueno, sí, muy buenos, pero ¡dos polvos, al fin y al cabo!
—¿Cuánto hace que no echás dos polvos increíbles en tres días? —La argentina levantó las manos señalando el cielo y curvando su espalda como si se desperezara.
La mesa de al lado, cuya conversación llevaba suspendida unos minutos, arrancó un aplauso leve y unas cuantas risas.
—¿Mucho, verdad? —Se giró Alicia hacia ese otro grupo de cinco mujeres.
—Muchísimo —contestó una de ellas, y todas rieron.
—Pues eso, boluda. ¡Fijate! El mundo ruega, reza, llora por vivir esa oportunidad. ¡Queremos que nos follen así! Reconozcámoslo.
—Amén —apostilló una de sus improvisadas compañeras.
—Amén —dijo Lucía.
—De eso hablo, de darle el valor que tiene.
—Eso digo yo —replicó más seria Marisol—, aunque reconozco que no es habitual, chicas… —Pasó su mirada por todas las mujeres que la rodeaban.
—¡Es la bomba! Una oportunidad de vivir. Y la vida se puede acabar mañana.
Lucía sintió la punzada en el esternón. Era cierto, la vida se acababa siempre, en cualquier momento. Su imaginación dibujó a Aurora dormida bajo el sol en su cama. Hubo un segundo de pausa.
—Tienes razón —intervino Lucía—, la vida se va. A veces es la muerte y, otras, es la propia vida la que se estanca y no corre. Es agua estancada. Ahora, aunque sea por unas horas, he sentido que la vida fluye, se abre paso y ya sé… —dudó—, ya sé que son dos polvos, sí, pero también sé lo que he sentido a su lado. Y he sentido exactamente eso: la oportunidad. No es tanto lo que vives, sino la intuición de que lo puedes volver a vivir. De que eso está ahí, existe, ocurre y te puede pasar a ti.
Era una tarde templada y la cafetería de Marisol tenía esa luz que tanto le gustaba. Aparte de ellas, por ahora solo había una pareja joven al fondo centrada en su charla, y las otras cinco mujeres, sus improvisadas compañeras, ya prácticamente giradas del todo hacia la mesa de Lucía. Volcadas en la charla ajena. Las risas habían dado paso a expresiones propias de la melancolía que produce lo casi olvidado o lo aún no alcanzado.
—Ella lo vive, ¿no ves? Lo está viviendo —decía Alicia—. Y no todo el mundo puede. Debe aprovecharlo. Primero por ella, pero en parte también por todas las que no lo tienen o nunca lo vivieron.
—Ese juego tampoco me gusta —dijo Marisol—. Las demás son las demás, pero Lucía no está aquí para vivir nada por nadie, ni para volcarse en una relación destructiva sacrificando su tranquilidad futura por nadie. Lo que hace lo hace únicamente por ella, no es una justiciera de las carencias de ninguna otra mujer, ni de decenas, ni de miles… Es una mujer en manos de un previsible manipulador, y cuando tenga que sufrir el desgaste o el abandono, no podrá apoyarse en esas que según tú iban a disfrutar sabiendo de sus experiencias. Cuando eso ocurra, y ocurrirá, va a pasarlo de pena —señaló a Lucía— y ninguna podrá ayudarte. —Miró a la mesa de al lado—. ¿Cierto o no? No habrá nadie. Será una soledad completa… Es más, porque somos sus amigas… Bueno, vosotras no —descartó al grupito con la mano—, pero habrá incluso un pensamiento que la acompañará en ese momento: «Era demasiado bueno para ser verdad». Y eso, Alicia, ¿eso no te parece dañino?
—Eso es una mierda y pensar así también lo es —se revolvió con tanta fuerza, que su largo pelo castaño osciló en su espalda de lado a lado—. ¡No podemos vivir pensando de esa forma! Tu manera de pensar tiene más que ver con morir que con vivir.
El rostro de Lucía había cambiado. De una discusión centrada en la maldad de algunos hombres malos y unas risas sobre el sexo extraordinario, habían pasado de golpe al dilema de cómo vivir para sentirse vivas. La herida del tiempo compartido con César se agrietó y supuró años de fantasías no realizadas. El cáncer de Aurora se abrió paso en su vientre mientras ella se agarraba a la silla sacudida por un nuevo escalofrío. Al final, ¿se trataba de eso?
—Entonces —Lucía verbalizó sus pensamientos—, ¿de eso va todo? ¿De cómo logramos apenas estar vivas en nuestra propia vida?
Marisol bajó la mirada. Era más sensible que Alicia al dolor de una amiga.
—Todo, absolutamente todo, trata de eso.
El aire se detuvo en esa esquina del bar. Las cinco mujeres de la mesa de al lado se levantaron y comenzaron a recoger sus bolsos. La situación ya no tenía ninguna gracia. Prefirieron quedarse en la anécdota y no profundizar. Al ver cómo el grupo se levantaba sin despedirse, Marisol también se puso en pie.
—Os cobro en la barra. —Todas la siguieron.
—Hasta luego —dijo una de ellas mirando a Alicia como si esta hubiera roto algo importante en una travesura. Cuando se quedaron solas, Lucía sintió ese frío que tan bien conocía. Alicia jugueteaba con el servilletero, haciéndolo girar entre las manos.
—Me gustaría pensar que todo es tan fácil como dices, Alicia —le dijo mientras se ponía de nuevo la chaquetita fina con la que había llegado—, pero no lo es. Hay dolores que te acompañan toda la vida y los pasos en falso son, por definición, resbaladizos. Perfectos para propiciar accidentes graves.
La argentina tardó varios segundos en contestar, y cuando lo hizo, también ella parecía más seria de lo que nunca la había visto.
—No me arrepiento de lo que dije, pero hay que ser muy valiente para defenderlo no solo frente a un café sino todos los días. Yo lo hago —dijo levantando la mirada hacia ella—. Lo llevo haciendo desde que era chiquita. Vos hacé lo que te parezca correcto, mejor, más saludable o menos arriesgado, ¡hacé lo que vos quieras, sea lo que sea! Hoy me has llamado nerviosa y necesitada de esta charla y he venido, pero si me traés, a esta o a otras, no podés esperar que te diga a vos o a tu amiga lo que querés oír. Yo nunca voy a ser la excusa para que te pierdas a Román. Si te lo querés perder, dale… Hacelo… Pero no quiero ser yo la que te lo aplauda. Yo prefiero recogerte en medio de la escalera, como ya he hecho —estiró estas últimas palabras—, besarte, abrazarte y consolarte, mejor que escucharte sollozar porque le echás de menos. Colmate, llenate de él, rompete por dentro, sacá todo lo malo y lo bueno, viví, viví de una puta vez, Lucía. Y ahora… vamos a bailar.
Sus dos amigas se despidieron delante de Lucía, que parecía el mánager de una de las dos luchadoras aunque no tenía claro de cuál de ellas. Marisol abrazó a Alicia con los brazos pegados a su cuerpo, tocando apenas los omóplatos de la argentina. Colocó la barbilla sobre uno de sus hombros y cerró los ojos. Su gesto reflejaba más resignación que cariño, un gesto sorprendentemente frío a los ojos de Lucía, que conocía el calor que desprendía siempre la camarera. Todo el cuerpo de la mujer adivina gritaba hacia dentro algo así como «paciencia, Marisol, paciencia». En ese instante quiso ser Gloria para poder oír lo que otras no escuchaban. Quiso poder escuchar el interior de aquellas dos mujeres, el interior de Román y, por encima de todos ellos, el interior de Aurora.
Alicia salió del bar con la cabeza alta. Lucía se dijo que no sabía lo que era llevarla agachada.
—¿Tú nunca te arrepientes de nada? —preguntó mientras subían la calle hacia el portal de su casa.
—No del todo. Asumo los errores como parte del aprendizaje.
—¿No crees que te has pasado con Marisol?
—Le acabo de dar un abrazo enorme y ella apenas me respondió al saludo. Se llama corresponder. Ni siquiera ha sido capaz de hacerlo y, por cierto, tampoco sabe disfrutar del placer de una discusión. Hacé lo que a vos te parezca, pero dejá de joder. Asumí lo que sos y lo que querés ser y no sigas consejos de mujeres que ya se rindieron. Tu amiga es linda… para un café… pero no para tomar una decisión. ¡Esa mina va cuesta abajo! Es obvio. Tú quieres vivir, vos querés vivir —se corrigió a sí misma mezclando sus dos acentos—, entonces sé coherente y apostá por eso en todos los sentidos, y eso también incluye aislar influencias contrarias, al menos hasta que todo esto pase y sepamos hacia dónde va.
—Y si sale mal…
—Salió y basta. Es tan sencillo como eso. Salió mal, ¿y? ¿No lo querés intentar?
—A veces siento que eso es lo que ocurrirá.
—Porque sos una fatalista y un fucking agujero negro del demonio. —Alicia se paró frente a su amiga—. Eso sos vos. Un fucking agujero negro del demonio.
Las dos soltaron una carcajada y se abrazaron con fuerza en medio de la calle.
—¿Sabés bailar tango?
—No.
—¿Lo bailarías sabiendo que te caerás?
—No.
—¿Estas segura?
—…
—Dentro de una hora no dirás lo mismo.
La casa de Alicia tenía una entrada gigantesca, tan grande como algunos estudios que Lucía había visitado cuando buscaba alojamientos en su etapa universitaria. Como le había reconocido, su nueva vecina realquilaba ese espacio para actividades. Esa tarde, la actividad era una de las suyas. «Soy bailarina de tango», le había dicho en su primera conversación. Y lo era. Justo ahora que veía el rostro de Alicia apretando el de su pareja de baile lo entendía todo. Solo que la argentina no bailaba tango como ella había visto hacerlo. En vez de arrimar su mejilla a la de su compañero, colocaba la cara en un ángulo que enfrentaba a medias su rostro al del bailarín. Su frente presionaba la sien del hombre y su respiración descendía por su cuello. Los brazos de Alicia se desprendían sobre los de él dejando claro que su dominio no dependía de algo tan evidente. El hombre la sujetaba desde el centro de la espalda haciendo de su palma abierta un timón, y del brazo elevado a la altura del hombro, amarrado al de ella, la vela de su barco. La nave viraba hacia donde él quería. O eso pensaba… porque el cuerpo de Alicia se movía como un viento de golpes. Sus pies se deslizaban arrastrando cada paso, marcando cada tablón de madera y dibujando líneas. Sus zapatos de un dorado viejo eran lo único de su indumentaria que la situaba en una clase de tango. Alicia llevaba pantalones vaqueros y camiseta, el pelo suelto, el rostro limpio. Estaba entregada como nunca la había podido imaginar Lucía. Ese era el lugar, el momento; sonaba Carlos Gardel y Alicia era de otro.
Cómo ríe la vida si tus ojos negros me quieren mirar.
La maestra de tango no abría los ojos para nada. Los mantenía cerrados sujeta a ese barco, agarrada al mástil, atada a él presintiendo el soplar de las corrientes. No necesitaba mirar para ser movimiento.
El día que me quieras… las estrellas celosas nos mirarán pasar.
Lucía quiso llorar viendo bailar a su amiga. Era tan hermoso lo que estaba presenciando. Y Gardel desgranando, acariciando poco a poco con la letra… La noche que me quieras… Dejó a su amiga meciéndose en el tango y pasó un instante a su piso para regresar con León en los brazos. Lo llevaba como quien lleva a un bebé. El gato la observaba alternando la mirada entre su ama y la pareja de baile. Lucía sintió el corazón de su gato y avanzó un pie. Lanzó la pierna y agarró el pelo gris de León. Se balanceó con él en los brazos. Y por un instante, los cuatro bailaron…
… el día que me quieras, florecerá la vida, no existirá el dolor.
Lucía comenzó a llorar. León apoyó la pata en su mejilla y ella lo elevó hasta colocar la cabeza del gato a la altura de la suya. Le miró fijamente y luego cerró los ojos para apoyar su frente en la de él.
Y al viento las campanas… dirán que ya eres mía.
Alicia y su compañero se deslizaban por el vestíbulo tomando tierra en cada uno de sus cambios de paso. La frente de ella presionaba más fuerte la cara de él, su mano agarraba ahora el cuello del bailarín, la intensidad crecía como los acordes de un nuevo tango.
Caminito amigo, yo también me voy…
Abrió los ojos, la nariz húmeda de León respiraba en su mejilla. Soltó al gato en la madera dibujada por los pasos de los dos virtuosos y se acercó a ellos. Comenzó a rodearlos a una distancia menor. El barco se revolvía ahora en una tormenta en medio de un mar embravecido. El pelo de Alicia se agitaba en cada empellón de él. Lucía no podía separar los ojos de la boca de su vecina y el gesto de su rostro contraído. ¿Dónde estaba Alicia ahora? Su imaginación, sus fantasías… No podía concretarlo. No la conocía tanto. Pero supo que en algún rincón de aquel gesto y dentro de ese pecho que respiraba aprisionando el cuerpo del otro, había dolor, un dolor que no se resistía a presentarse en la sala de baile. Supo que admiraba a aquella mujer de acentos confusos y emociones siempre recién nacidas.
Y también ella quiso quemarse.
Por una cabeza, todas las locuras…
Su boca que besa borra la tristeza, calma la amargura…
Por una cabeza, si ella me olvida,
qué importa perderme mil veces la vida, para qué vivir…
«Tienes razón, Alicia —pensó—. Tenés razón».