22

La música del mp3 de Freddy anunció su llegada mientras cruzaba la calle. Ella escuchó sus pasos al ritmo de una melodía repetitiva y escandalosa en una reproducción de muy mala calidad. Solo él podía traer ese ruido infernal desde el mercado. Gloria le había buscado entre sus sonidos durante días y ahora entendía que si no podía distinguir su voz entre todos los gritos de los puestos, sí podría, en los días venideros, localizarlo por una playlist claramente ecuatoriana. Según se aproximaba al portal, distinguió una nueva canción, una bachata cálida, y pudo incluso aislar su tarareo y los errores que cometía porque no conocía del todo la letra. «Yo solo quiero darte un beso y regalarte mis mañanas… cantar para calmar tus miedos, quiero que no te falte nada». Gloria sonrió mientras movía los pies al ritmo de la canción pensando en que quizás habría elegido aquel tema para ella. Se apresuró para retocarse el pelo y hacerse una coleta que despejara su cara y mostrara claramente una sonrisa. Esta vez, no perdería la oportunidad de hablar con aquel chico que ocupaba su fantasía lunar desde hacía varios días. Antes de que Freddy depositara la caja de fruta y verdura en el suelo para llamar al timbre, ella abrió bruscamente la puerta.

—Hola —dijo sonriente.

—Hola, belleza —dijo él con los cascos aún puestos elevando mucho la voz. «Si el mundo fuera mío, te lo daría».

Gloria se ruborizó y le abrió la puerta de par en par para que entrase y pudiese dejar la compra en la cocina.

—«Ya no sé qué hacer para que estés bien, apagar el sol para encender tu amanecer». La, la, la… —cantó él al pasar a su lado guiñándole un ojo—. Te he traído unas frutas en su punto para comer hoy. Frutas tropicales y verduras frescas, para que estés más linda cada día.

—Gracias, pero no soy linda —replicó más colorada aún.

—¿Quién te dijo eso, belleza? Quien fuera, créeme, te engañó. —Su acento dulce le acarició la nuca.

Freddy dio un fuerte tirón de la caja para subirla a la encimera y Gloria pudo ver la tensión en los músculos de sus brazos. Él solo llevaba una fina camiseta de manga corta, vaqueros, zapatillas blancas de deporte y un mandil con el logo de la frutería en la que trabajaba.

—Espera que te busco el dinero —dijo algo sobresaltada al darse cuenta de que él la había pillado de lleno mirando sus bíceps—. La compra de hoy y la anterior, porque te fuiste sin cogerlo… la otra vez…

—Me puso nervioso verte, belleza. Y ahora… ¡sabes hablar! ¡Voy a enamorarme seguro! —pronunció esa frase como si perteneciese al estribillo de la misma canción—. Cuando veo una mujer tan hermosa me cuesta acordarme de algo tan feo como el dinero —exageró la efe para demostrar qué era feo y qué bonito a sus ojos.

—Yo también estaba un poco nerviosa. Se me notó, supongo…

—No, al revés —dijo dando un par de pasos de baile—, te vi enfadada y muy poco simpática… pero muy bonita.

Gloria sacó del cajón dos billetes de veinte y se los dio, junto con el recibo de su última visita. Él le rozó los dedos al cogerlo, y utilizó el bolígrafo que llevaba prendido del mandil para hacer la cuenta.

—Son treinta y tres con ochenta… y no he traído el cambio exacto. En realidad, he subido sin cambio. Puedo traértelo después de la comida, ya por la tarde. Ahora me toca recoger y cerrar el puesto.

—Está bien. Vuelve —intentó que su voz no la delatara: Gloria sabía que en el cajón de los cubiertos había una caja de latón con monedas pero no lo mencionó. Quería volver a verle.

Freddy abandonó la cocina al ritmo de la música amortiguada de los auriculares, que ahora colgaban sobre su pecho. «Pensar como te pienso es un pecado. Mirar como te miro está prohibido. Tocarte como quiero es un delito». Era otra canción, algo más calmada. Gloria le acompañó hasta la puerta sin dejar de mirar sus pies, que casi se deslizaban empujando las palabras de un bolero.

—Otro día que no te traigo flores. A no ser que me las pidas…

Gloria no supo qué decir. Se despidió, cerró la puerta y caminó por el pasillo cantando bajito. Iba pensando en las monedas de la caja de latón, en sus ahorros al fondo del armario, en el globo terráqueo del desván en el que guardaba la partida para un viaje y supo que le daría todo lo que tenía por recibir el primer ramo de flores de su vida.

El timbre de la puerta sacó a Lucía de un sueño pesado y seco. Un no dormir pero no despertar típico de las mañanas de fuertes resacas. León dormitaba envuelto en un nudo de sábanas tal, que cualquiera habría jurado que su dueña había acabado con más de tres personas metidas en esa cama. La habitación era un lugar imposible, parecía que una explosión de gas hubiese hecho volar todo por los aires. La ropa sobre los muebles, los cojines lanzados a varios metros de la cama, el despertador roto bajo uno de sus zapatos, y un plato de cerámica que decoraba una de las paredes hecho añicos sobre un nido de pelos de gato. Lucía no quiso reconstruir, sino solo desaparecer. Por eso atendió rápidamente la llamada del timbre y huyó de su cuarto. Al otro lado de la puerta la esperaba un mensajero que le entregó una pequeña caja. El motorista le dijo que había intentado entregar el paquete el día anterior, pero que no había encontrado a nadie en casa. Cuando aquel hombre se marchó, se dio cuenta de cómo le había abierto la puerta a un desconocido, y se avergonzó aún más de lo ocurrido la noche anterior y de sus consecuencias.

Se trataba de una caja negra con un lazo amarillo limón. Cayó en la cuenta de que no había preguntado por el remitente y que la caja no venía acompañada de ningún sobre. La agitó y notó que había una pieza pesada amortiguada en su interior. Al abrirla descubrió un servilletero antiguo de plata con su servilleta y lo reconoció al instante: era el que había utilizado en su cubierto durante la cena con Román. Levantó la servilleta y el servilletero y no encontró nada en el fondo de la caja. «Tú y tus juegos», pensó. Sacó la servilleta manchada y la desplegó. León se puso de pie sobre sus patas traseras para arañarla, descubriendo su presencia felina y, como tal, inadvertida hasta el momento de la acción. En la cara interna de la tela leyó por fin el mensaje: «“El chino del submundo”. Pasaje del aparcamiento subterráneo de la plaza de España. Te espero, mañana, a las seis». Lucía sonrió, calculó el lugar y repasó su agenda. Al hacerlo se dio cuenta de que ese «mañana», que debería haberle llegado con un día de antelación, era, en realidad, hoy.

Aurora sintió el tintineo de las llaves de los armarios que Gloria había tocado al pasar. Su niña estaba alegre.

—Gloria, ¿puedes venir?

La chica se colocó de un salto en la puerta de la habitación de Aurora.

—¿A qué viene tanta alegría? ¿Hemos abierto por fin las ventanas de la casa?

Dejó caer la frase y Gloria sintió un nuevo ritmo que se fusionaba perfectamente con todo lo que oía. De repente, todos los sonidos parecían denotar una musicalidad agradable y sedosa. Cada uno de ellos se sumaba al siguiente como en el juego de cabalgar palabras con últimas sílabas. Todo sonaba sin hacer ruido. Las notas chocaban dentro de su cabeza y ella no podía dejar de sonreír.

—Ha venido Freddy —se limitó a decir.

—Y Freddy es…

—El chico que nos trae la fruta y la verdura.

Aurora jamás la había visto así. Después del dramático encuentro con su hija, sabía que tarde o temprano tendría que contarle lo que acontecía en su cuerpo, pero si había un momento inadecuado era justo ese. La casa brillaba distinta; el sol agitaba el polvo de las mesillas; las tablas de madera no crujían, se doblaban, y el papel pintado de la pared dibujaba animales y árboles en vez de rostros amenazadores… Gloria tenía la capacidad de cambiarlo todo, como ella siempre había sabido. Esa niña era mágica. Su capacidad auditiva y su introspección eran señales inequívocas. Era especial, por primera vez quería enseñárselo al mundo, y ella, a unos cuantos pasos de la muerte, había sido la primera en verlo. Esa ilusión, esa luz que irradiaba Gloria era la pura fuente de la vida y la juventud.

—Ven aquí de una vez y cuéntame todo con detalle —le exigió mientras daba unos golpecitos con la palma sobre el colchón—. ¿Cuándo le conociste? ¿Cómo ha ocurrido? ¿Es guapo? ¿Es dulce?

—Escucha bachata, reggaeton, baladas, boleros… Siempre está escuchando música con sus cascos. Atiende en el puesto, según he podido adivinar, y hace los repartos. No sé mucho más… Le conocí hace unos días cuando nos trajo la fruta y la verdura.

—¿Hace unos días? ¡Y no me contaste nada!

—Lo hice muy mal. No supe qué decir, ni qué hacer. Fue ridículo.

—Pero hoy… ha regresado… —Aurora también puso música a esa frase.

—Para traer la compra.

—Pero… esa sonrisa —siguió hablando como si cantara.

—Me llama belleza y dice que soy bonita.

—Lo eres. Y mucho.

—Tenía cambio para pagarle, pero no se lo he dicho para que volviera —le confesó con una media sonrisa.

Aurora rio en la garganta, emocionada ante el descubrimiento de una circunstancia desconocida: Gloria necesitaba hablar, sacar cada detalle, compartir, celebrar… Sintió que la muerte era una mierda para alguien que amaba tanto la vida como ella y que, una vez más, comprobaba que nadie puede resistirse a la furia del empuje vital. Cuando la vida se presenta y ofrece, no hay muerte capaz de rechazarla. Ni siquiera esa niña fantasma podía esquivar una invitación como aquella.

—Bien hecho, Gloria —aplaudió—. ¿Cuándo volverá?

—Esta tarde. —La chica hablaba sin apenas abrir la boca, masticando cada una de esas afirmaciones, saboreándolas y engulléndolas, degustando sensaciones.

—¡Ponte guapa entonces!

—Me lo notará.

—¿El qué? —A la mujer se le escapó un gallo mientras levantaba los brazos y lograba incorporarse unos centímetros del colchón.

—¡Que me gusta! ¡Que me gusta mucho! —Ambas se unieron en una carcajada que bien podría haber sido la de dos amigas adolescentes en una de sus escapadas del colegio.

—Tienes que ponerte guapa. —Aurora la señaló con el índice a pocos centímetros de su cara—. Te lo ordeno. —Falseó un gesto de seriedad imposible.

—Quiere traerme flores.

—¿Te lo ha dicho?

—Sí. Se ha llevado el cambio, pero creo que prefería traerme flores y no dinero.

—¿Y se las has pedido?

—No.

—¿Por qué? —Esta vez Aurora logró despegar toda la cabeza de la almohada mientras agitaba los brazos.

—Porque no me ha dado tiempo a pensar y quería haber llegado a la caja de zapatos que hay en el fondo del armario, solo que, en realidad, la que estaba cerca era la caja de latón de la cocina, pero esas monedas son tuyas y no me he atrevido. —Gloria gesticulaba. Ges-ti-cu-la-ba. Transmitía su rabia. Marcaba las frases con el movimiento de las manos. Aurora entrelazó las suyas y se pellizcó la piel del dorso para no olvidar aquel momento único. «La mariposa naciendo», se dijo—. Por eso se ha ido con los cuarenta euros y ahora volverá con el cambio, pero ya no sé cómo podré volver a decirle que me traiga flores.

—Pídeselo.

—¿Cuándo?

—Ahora. —Miró el reloj de la mesilla—. Aún no son las dos. Seguirá en el puesto.

—Pero no tengo su teléfono.

—¡Qué teléfono ni teléfono! Una cosa es que cambies, pero recuerda —Aurora miró fijamente a Gloria—, no cambies tanto. Hazlo por mí. Tú nunca puedes ser como ellos. —Señaló la ventana—. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Gloria quiso besarla y abrazarla. Saboreó por primera vez un cariño desbordado que quería manifestarse en un gesto concreto. Las sensaciones como los sonidos que ella percibía eran claras y definidas, cargadas de matices y dibujadas sin borrones. No llegó a abrazarla porque el contacto físico completo aún era un reto pendiente, pero sintió cómo crecía la conexión entre ambas. Se levantó y avanzó hacia la ventana, en concreto hacia esa manilla que siempre fallaba y que esa mañana de domingo ella asió con fuerza y convencida de lo que hacía. El viento empujó las hojas desde el exterior y el balcón se desplegó al paso de Gloria.

Mientras Aurora observaba cómo su niña se mostraba ante el mundo del que nunca quiso formar parte —valiente para afrontar el rechazo, orgullosa de portar la extrañeza de los únicos—, Gloria se agarró a la barandilla del balcón y, desde allí, buscó los sonidos de Freddy. Algunos puestos comenzaban a recoger. Cerró los ojos. El viento portó hasta sus tímpanos decenas de voces masculinas y ruidos de cajas y cámaras frigoríficas, los ladridos de un perro, el botón de una cartera y el roce de los billetes… Al fondo de todo ese mosaico auditivo, escuchó las canciones de Freddy. Y poco después, su voz. Su jefe le indicaba a qué hora debía regresar y él contestaba con un «sí, mi comandante» y una sonrisa a todo lo que decía, lanzando sin saberlo las palabras para que ella las recogiera. Lo imaginó cargando cajas, tocando la fruta y la verdura, preparando su cambio de seis con veinte para ir a verla. No tenía los cascos puestos. La música sonaba encerrada en un bolsillo y su tono era bajo y relajado. No estaba lejos, si hablando de esa forma podía oírle. Ella podía. ¿Por qué él no?

Gloria respiró fuerte tres veces llenando cada vez más sus pulmones. Aurora cerró los ojos y escuchó las inspiraciones y espiraciones por encima del silbido del viento. La voz de la chica rompió el vuelo de una bandada de pájaros que se posó al escucharla; varias monedas se derramaron de la mano de una clienta, que se giró buscando el origen de aquel mensaje. El mercado entero levantó la vista hacia su ventana. Y Gloria lo gritó por segunda vez, por si él no la había escuchado.

—¡Freddy! ¡Tráeme flores!

«El chino del submundo, el chino del submundo…». ¿Dónde la habría citado? ¿En qué lugar extraño le encontraría esta vez? Eran las 18.02 y Lucía caminaba por la plaza de España buscando la entrada del aparcamiento. Por fin, halló el pasaje y el restaurante entre una tienda y una agencia de viajes chinas. La cristalera de una cafetería daba paso a una especie de comedor pequeño con unas cuantas mesas llenas a esa hora de chinos que cenaban ruidosos y cómplices. En una de las mesas, recostado contra la pared, estaba Román. Llevaba puesto un jersey azul cielo sobre una camisa blanca. No pudo advertir más. Lo primero que hizo fue buscar un móvil, pero no lo encontró. Román no la esperaba whatsappeando, ni navegando en internet como haría cualquiera. Solo la esperaba.

—Hola, Román. Gracias por el servilletero.

—¿Te ha gustado? —Román se levantó y la besó en los labios con una normalidad que ella no pudo devolver.

—Sí, mucho. Es una forma original de firmar tus mensajes ocultos. Es, como mínimo, distinto…

—No tenía claro que fueras a venir. La empresa de mensajeros me llamó ayer tres veces para decirme que no estabas en casa y que no habías recibido el paquete. Y hoy no me avisaron de que lo habías recibido. He venido hasta aquí a ciegas… por ti.

—Yo siempre vengo a ciegas… por ti.

—Eso está bien. Confiar en el destino y en la fortuna. «Nos veremos», ¿recuerdas? Eres muy desconfiada, pero con el tiempo dejarás de serlo.

—¿Qué sitio es este?

—Un restaurante chino.

—Eso es obvio, pero ¿por qué aquí?

—¿Te gusta la comida china?

—Mucho.

—Pues esta es la mejor. Mira a tu alrededor. ¿Qué ves?

—Chinos.

—Tú has dado la respuesta. Y ahora dame una más. ¿Dónde comen los chinos?

—En el mejor restaurante de comida china.

—Chica lista. —Román había vuelto a conseguirlo. Una sorpresa más.

—Después del despliegue de la última noche, no podía esperar un lugar tan, tan… —Lucía buscó la palabra correcta y finalmente la encontró—: auténtico.

—Me he permitido la libertad de pedir.

—Pero son las seis de la tarde.

—Una hora perfecta para cenar con ellos.

Ni hao —saludó la camarera.

Ni hao —respondió Lucía.

La camarera traía varios platos con rollitos, un par de sopas, un plato de arroz y otro de fideos chinos con setas.

—¿Por qué no puedes darme tu número de teléfono? —se adelantó ella en cuanto volvieron a quedarse solos.

—¡Vienes fuerte! Mejor, cuanto antes acabemos con esto… Sí puedo dártelo, pero no quiero.

—Y ¿por qué? ¿Qué puedo hacer? ¿Acosarte?

—No. Simplemente, no quiero que las cosas entre nosotros sean ordinarias.

—¿Ordinarias? Querrás decir «ordenadas»…

—Interprétalo como quieras. ¿Cómo lo pasaste en nuestra primera cita? ¿Bien? —Lucía se ruborizó al pensar en todas aquellas caricias y acabó mirando de nuevo las manos de Román, que esta vez sujetaban firmemente dos palillos.

—Muy bien y lo sabes.

—Para mí también fue espectacular. Me encantaste. Si cierro los ojos, aún puedo saborearte.

—Ahora empieza el momento «te llevo a mi terreno». Creo que hoy volveré a dejar que lo hagas.

—Perfecto. Me alegro de que así sea, porque si no, te perderías una gran noche.

—Arrogante —repitió Lucía cinco días después.

—Hoy, ¿puedes dormir fuera de casa? —Román volvió a dejarla descolocada. Su especialidad.

—Creo que sí… Sí.

—Muy bien. ¿Me pasas un rollito?

Freddy volvió a la casa pasadas las seis. Después de una larga ducha, Gloria se había alisado el pelo y llevaba un vestido antiguo de Aurora con un escote en pico. Se había puesto unos zapatos que encontró en el desván, con tacones bajitos. Parecía un precioso fantasma de otra época. Desde la cocina, y después de haber horneado un bizcocho de yogur, escuchó los pasos de Freddy y el rozar de los pétalos de las flores.

El timbre no llegó a sonar. Antes de que él lo tocara, Gloria abrió la puerta. Allí estaba, manchado por los olores de las frutas con las manos llenas de margaritas.

—Nunca pensé que unas margaritas pudieran ser tan caras, belleza. Y menos, en una floristería paquistaní.

—Son preciosas. —Gloria quiso aplastarlas para unirse a él.

—Como tú, mi reina.

—Pasa. He hecho un bizcocho de yogur.

—¿Para mí?

—Claro. Para ti, para mí y para Aurora.

Freddy siguió sus pasos hasta la cocina. Gloria cogió las margaritas y las colocó en un precioso florero de cristal de los años setenta, antes de devolvérselas.

—Tú coge el ramo. Como si nos las hubieras traído a las dos.

—¿Quién es Aurora? —preguntó Freddy. Se le veía cómodo y con ganas de conocer a la mujer misteriosa.

—La que en realidad siempre quiso flores.

Salieron juntos al pasillo. Gloria llevaba una bandeja con tres tazas vacías, una cafetera preparada y una lechera, además de tres servilletas de hilo que aún olían a almidón y un recipiente minúsculo de plata con varios azucarillos. Entraron juntos en la habitación de Aurora y Freddy se aproximo rápidamente a la cama.

—Buenas tardes, señora.

—Buenas tardes, Freddy. Tenía ganas de conocerte.

—Un pajarito me dijo que las flores eran en realidad para usted.

—Y así es… Ella no necesita lo que ya posee.

—¿Es… su madre?

—No. No lo soy. Cuéntaselo tú, Gloria.

—Vivo con Aurora desde hace tres años. Mi hermana me encontró este lugar para vivir y cuidar de ella. A las dos nos gusta estar en casa. —Ambas rieron mientras observaban la perplejidad de Freddy.

—Vivimos juntas, y juntas escuchamos el universo.

Gloria sonrió a pesar de que había comenzado a invadirla un leve temor a que Freddy huyera pensando que eran un par de locas. Un temor que se disipó al calor de un claro pensamiento: «Si no nos quiere como somos, es mejor que se vaya».

—Escuchan el universo —repitió él, sin asomo de sorpresa—. Galaxias, estrellas y cosas así… Algo de eso leí una vez.

Gloria suspiró con ganas de dar un salto de alegría. Él sabía de lo que hablaban.

—Escuchamos juntas el universo a la hora de la siesta —explicó la anciana—. Gloria pasa mucho más tiempo mirando a las estrellas que yo. Ella es especial, Freddy, ya lo habrás notado. Es mágica.

—Ya lo entendí, señora. Nada más verla. —Lo dijo con una sonrisa, pero Aurora supo que hablaba en serio y le encantó oírlo.

—Así me gusta.

Como si hubiese estado entre aquellas cuatro paredes cientos de veces, Freddy plantó el jarrón de margaritas sobre la cómoda, cogió la silla que había justo al lado y la colocó entre Aurora y Gloria. La chica había dejado la bandeja sobre la mesita auxiliar, y permanecía de pie a la expectativa, mientras Aurora seguía hablando.

—Quería reuniros conmigo para compartir este maravilloso bizcocho y… Gloria, ¿no nos vas a dar a probar? —Aurora dio movimiento a la situación para atrapar el tono de merienda. Había comenzado el baile y ella iba a ser la directora de orquesta—. Como os decía, quería formular una pregunta con los dos delante.

La chica tragó saliva. Habían ensayado este encuentro a la hora de comer. Ambas sabían que Freddy debía entrar en la habitación de Aurora y que era importante que lo conociera, pero esa pregunta ¿cuál sería? Esto no entraba en los planes.

—Gloria…

—Dime.

—¿Cuál es el mayor radiotelescopio del mundo?

Freddy y Gloria se miraron como una pareja en un concurso televisivo, buscando la sorpresa uno, y la respuesta el otro.

—Dinos cuál es, anda. Tú lo sabes… —insistió Aurora.

—El mayor —comenzó casi tartamudeando— está en Rusia, el RATAN-600 tiene casi novecientos reflectores rectangulares dispuestos en un círculo de 576 metros de diámetro…

—Pero… —insistió Aurora, que conocía bien la respuesta.

—… el más famoso es el radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico. —Hablaba de memoria, tranquila ya al verse en terreno tan conocido—. Se trata de una antena esférica construida en una depresión al norte de la isla. Hasta la construcción del RATAN, el de Arecibo era el más grande del mundo. Su antena tiene un diámetro de 305 metros. Determinó la duración correcta de la rotación de Mercurio y descubrió los primeros planetas extrasolares…

—¿Y? —inquirió Aurora guiando a su pequeña. Ya llegaban al tema en cuestión. Atento en su silla, Freddy dio un buen mordisco al dulce.

—… y es la fuente de datos de SETI at Home, un proyecto de la Universidad de Berkeley que pretende captar señales de otros mundos, mensajes, algo nuevo que aún no hayamos oído. En 1974, el Arecibo mandó un mensaje hacia otros mundos, un mapa de bits con personas dibujadas, fórmulas químicas y una imagen del telescopio. El mensaje se envió al cúmulo globular M13 que está a veinticinco mil años luz de nosotros.

—Y Gloria participa en ese proyecto —cortó Aurora—. Por eso escuchamos el universo. ¿Qué te parece, Freddy? —El chico engulló el último trozo de bizcocho.

—Muy interesante —contestó.

—Lo es —respondió la anciana.

—Es el radiotelescopio que aparece en la película Goldeneye, de James Bond, ¿la has visto? —Gloria quiso bajar su especialidad a la Tierra.

—¿Está en medio de una selva o algo así? —preguntó él.

—Sí, ese es, ese es. —La chica aplaudía.

—¿Te gusta Gloria, Freddy? —le soltó de sopetón Aurora.

A Gloria la sonrisa se le congeló en la cara, pero al mirar a Freddy vio que la suya era ahora incluso más grande.

—Sí, claro que sí —dijo él rápido y sin el menor atisbo de incomodidad—, me gusta, ella lo sabe, he traído flores…

—Pues esas flores que has traído se esfumarán y se perderán en este mundo mientras ella pone sus sentidos en los mundos que no conocemos —le interrumpió Aurora—. Por si no te has dado cuenta, ella no solo es especial, es única. Y ahora que os veo juntos, os imagino perfectamente a los dos al norte de la isla de Puerto Rico, paseando sobre la estructura del Arecibo.

La noche no tenía estrellas a las afueras de Madrid. Román conducía decidido hacia un lugar aún envuelto en misterio. Lucía ni siquiera se atrevió a preguntarle adónde la llevaba. En realidad, ya había hecho un pacto con ella misma: dejarse ir. Más allá de ese coche, todo lo que la rodeaba en ese momento era desesperanzador y muy doloroso y le demostraba a golpes lo poco que valía la vida a veces y lo sorpresivamente que podía cambiar de un día para otro. Adiestrada por los acontecimientos, dejaba que lo bueno también pudiera sorprenderla. La mente de Lucía era una casa gigante llena de cuartos de baño y ella debía abrir todos los grifos de las bañeras —consciente de que muchos solo ofrecerían barro, agua sucia y aire acompañado de ruido de tuberías—, porque si uno, uno solo, era capaz de verter agua caliente, estaba obligada a probar con la grifería de todos. Cuando la fortuna te da la espalda, la disciplina para buscar agarres debe ser militar.

Román tomó una de las salidas de la autovía y se adentró en un laberinto de calles anchas que circunvalaban una urbanización inmensa. Parecía conocer bien el camino, aunque un par de giros repetidos en rotondas la despistaron. Por fin, puso el intermitente para acceder a un edificio algo más grande que los que habían dejado atrás. Lucía apenas tuvo tiempo de fijarse en la estructura o la ubicación del sitio; en un vistazo rápido, no advirtió referencia alguna: ni gasolineras, ni tiendas, ni restaurantes. Fuera lo que fuera ese lugar, se erguía en mitad de la nada. El coche avanzó por una rampa que terminaba en una garita situada a la entrada de un aparcamiento y el hombre que hacía guardia dentro del cubículo le indicó con un gesto a Román que no avanzara, mientras atendía a otro cliente que había llegado justo antes que ellos.

Lucía y Román permanecieron en medio de la rampa al menos tres minutos. El coche que los precedía entró en el parking y Román esperó la señal del vigilante que observaba el avance del vehículo. «¿A qué estará esperando?», se preguntó ella. Un gesto con la mano les dio paso. Parados a un metro de la garita, pudo ver el aparcamiento en toda su extensión: unas treinta plazas cerradas, cada una de ellas con un vehículo en su interior. Una cortina rígida de color grisáceo, semejante a las pantallas de proyección, difuminaba el contorno de los coches y hacía imposible distinguir su número de matrícula o la identidad de sus ocupantes. Grandes lazos rojos decoraban las columnas que separaban las plazas numeradas, convirtiendo aquel lugar en un gran almacén de regalos. Lucía nunca había visto un espacio como ese. El vigilante no era un vigilante al uso. Se mantenía de pie frente a una ventanilla perfecta y cristalina. Detrás de él había tres grandes pantallas sobre un buen escritorio. Iluminados en rojo, Lucía pudo ver una lista ordenada de números de tres cifras; solo dos parpadeaban en verde.

—Ahora mismo me quedan dos estancias. —Por su estética y el volumen de sus brazos, el vigilante podría haber pasado sin el menor esfuerzo por portero de gran club—. Ambas son suites y están libres por horas hasta las dos de la madrugada; a partir de ese momento, la cuota incluye toda la noche. Tiene una lista de precios a su disposición si lo desea, señor.

Él rechazó la oferta. Tal y como lo vio Lucía, o bien no le importaba el coste, o bien ya había estado allí en alguna otra ocasión.

—Nos quedaremos toda la noche —respondió Román.

—Estupendo, señor.

Lucía se dio cuenta de que el portero de club transformado ahora ya en recepcionista jamás desviaba la mirada para buscarla. Únicamente mantenía contacto con los ojos de Román, como si pudiera centrarse solo en ellos sin registrar la información del resto de su cara. Era un autómata entrenado en la discreción y la sucesión de días idénticos; Lucía hubiera apostado por que ese hombre tenía la capacidad de olvidar cada minuto un instante después de haberlo vivido. El vigilante-portero-recepcionista continuó en un tono monocorde que a ella le recordó a una grabación de centralita:

—El único inconveniente es que tendrán que esperar unos seis minutos porque están arreglando la habitación ahora mismo.

—No es ningún problema, gracias.

—Su estancia es la número 302. Está en el lado derecho al fondo del aparcamiento. Que disfruten de su velada. —Lucía pensó que una música de espera habría sido el final perfecto para aquella no-conversación.

Román soltó el pedal de su coche automático y se dejó llevar por él hasta la plaza indicada. Estaba abierta y aparcó con facilidad, dada la amplitud de la cochera. Había unas escaleras de mármol en la parte derecha. Una vez el vehículo estuvo estacionado, la cortina, a modo de escudo, bajó hasta convertirlo en una sombra más de las que se ocultaban tras ellas. Lucía miró a su pared. A la altura de sus ojos, un cartel luminoso rezaba: «Esperen». Sobre él, otro apagado: «Adelante».

—¿Dónde me has traído, Román? ¿Dónde estamos?

—En un sitio distinto para pasar una noche distinta.

—¿Es un hotel por horas?

—Algo así. —Sonrió.

—¿Un hotel de citas clandestinas?

—Podría definirse de esa forma… sí… Aunque es algo más.

—Está claro que parece un lugar donde traer a tu amante, echar un polvo y salir corriendo. Tanta medida de seguridad, tanto control…

Se hizo la ofendida, pero, al final, su rostro no pudo disimular la excitación que sentía. No tanto por lo que era obvio que iba a ocurrir, sino más aún porque estaba a punto de disfrutar de una experiencia nueva: una noche completa en un «hotel del amor». Sabía de la existencia de este tipo de sitios por alguna amiga, aunque nunca había llegado a creer que fueran tan pulcros como le habían contado. De momento, el aspecto de todo era impecable; en absoluto sórdido, sino, por el contrario y simplemente, de una elegancia mal entendida.

—Un poco hortera, pero limpio —rio Lucía.

—Tiene su punto. Como todo, depende de cómo se mire. A mí me gusta. Es mejor que cualquier otro lugar para lo que vamos a vivir.

El cartel que impedía la entrada se apagó para dar paso a un violeta y luminoso «Adelante».

Lucía bajó del coche y miró a su alrededor. Luego, miró a Román.

Cuando empezó a subir la escalera de mármol, sonreía.

Los techos de la habitación eran inmensos. Lucía calculó que debían de estar en la primera planta del edificio y que no habría menos de tres. Nada más cruzar la puerta de su suite se había encontrado con un espacio enorme en el que un pequeño salón daba paso a una cama flanqueada por dos espejos de más de tres metros de alto. Al fondo, una pared blanca con un jacuzzi a ras de suelo y unas puertas acristaladas a la izquierda, tras las que se adivinaba una ducha al aire y dos lavabos. Luces indirectas en los laterales de la estancia y juegos de velas colocados en dos mesillas geométricas y en torno al jacuzzi, lleno de agua burbujeante. Música suave, una botella de champagne en una gran cubitera con dos copas sobre la mesa de la entrada, y dos platos: uno con frutas, y otro, colmado de chocolates. Lucía observaba atónita la habitación mientras Román avanzaba hacia el fondo quitándose el jersey y descalzándose.

—Ven —dijo sin mirarla.

Lucía le siguió como un perro a su dueño con el corazón retumbando en el pecho. Soltó el bolso en los sofás y se reunió con él a la altura de la cama.

—Por ahora —le dijo Román mientras buscaba un mando en las mesillas— no la utilizaremos.

Dirigió el mando hacia la pared del jacuzzi y presionó un botón. Sobre la pared, un proyector escondido lanzó la imagen de dos mujeres besándose, el inicio de una escena porno. Estaban ya desnudas y se acariciaban. Las medidas de la proyección estiraban sus cuerpos para convertirlas en dos gigantescas diosas del sexo.

—¿Te gusta lo que ves?

Ella no podía dejar de mirar la pared y el conjunto que formaba con el jacuzzi y las velas. Un templo dedicado al placer. Román ni siquiera abrió la botella de champagne. Antes de que pudiera darse cuenta, Lucía estaba desnuda de cara a uno de los espejos y él la agarraba por detrás, cruzando uno de sus brazos hasta alcanzar de lleno su sexo. Restregó la mano por Lucía, y en su ímpetu la elevó varias veces, logrando que su postura natural la sostuviese de puntillas. Lucía miraba el rostro de Román, su propio cuerpo estirado y el reflejo de la pantalla desde el espejo. Una de las mujeres lamía el clítoris de su compañera de juegos entre suspiros y gemidos ensayados. Román le abrió un poco más las piernas y, con la mano que no sujetaba su cadera, presionó su espalda y la obligó a inclinarse formando casi un ángulo recto. Fue rápido y resbaladizo. La embistió con rabia y deseo. Otra vez, ese deseo desconocido para ella. Arrebatador e irrechazable. Lucía amortiguó los empujones apoyando las manos en el espejo. El pelo le tapaba medio rostro, el balanceo de su cuerpo acompañaba el movimiento de su amante. Las mujeres gemían, ella gemía… Miró al agua. Su carne se abrió de dentro afuera y sintió que se sostenía apoyada únicamente en la punta de los dedos de los pies. Lucía crecía, hacia arriba, hacia los lados, hacia delante. Román la asía ya a dos manos inclinando su cuerpo hacia atrás para observar la penetración completa. Ella quería morir de placer. La vergüenza se esfumó, las dos actrices cambiaron de postura y empezaron a rozar sus sexos vistas desde un plano cenital. Román no miraba la película, solo a ella. De vez en cuando, lanzaba una mano en un cachete corto y la agarraba aún con más fuerza. Por su erección y el ritmo de sus resoplidos, Lucía pensó que Román llegaría al orgasmo en cualquier momento, pero su amante bajó el ritmo y pegó su cuerpo al de ella, y el de ella al espejo. Estaba frío. Román agarró sus pechos desde abajo y le mordió la nuca.

—Vamos al agua —dijo rápidamente mientras la transportaba como a una muñeca laxa.

El jacuzzi fue el culmen de todas las fantasías juntas. Unos metros más allá de todo cuanto había soñado o visto en sus incursiones en el mundo de la pornografía. Sobre su cabeza apoyada en los bordes de la bañera, las piernas y los brazos de las mujeres de la imagen se deformaban. Román seguía retorciéndose sobre ella, escupiendo el agua de sus cuerpos, besando sus hombros, apretando sus manos bajo el líquido caliente. Llegó a un orgasmo hecha espuma, asfixiando el pene de Román con las convulsiones de su vagina. La mujer del proyector llegó al orgasmo con ella. Ambas gritaron. Lucía quiso sumergirse para sentir que toda ella, hecha un ovillo, nacía de nuevo. Dejó resbalar su cabeza hacia las paredes de la bañera y miró los ojos verdes de Román hasta que no vio nada más.

—Me corro, Lucía.

Decidida, fue ella quien asió su cintura y, haciendo que se incorporara apoyado en sus rodillas, le sacó de su cuerpo para, en apenas tres segundos, cambiar la posición de los dos y recogerlo entero en su boca. Román volcó la cabeza hacia atrás y bombeó un semen espeso y salado en su garganta. Lucía miró los restos de la imagen que enmarcaba el cuerpo en tensión de Román. El sexo proyectado ya no era nada sino él. Las bañeras se desbordaban en los compartimentos de su mente y, por una vez, por un instante, todos los grifos abiertos de su vida regalaban agua hirviendo.