Camino del hospital, Lucía repasó cada palabra de su última conversación con Román en busca de alguna pista, alguna referencia que le indicara cuándo o dónde le volvería a ver. Habían pasado tres días desde su primera cita y en cada hora de cada uno de ellos, incluso en sueños, había hecho el agotador esfuerzo de rememorar todo lo percibido en un encuentro de tanta intensidad. Y nada. No halló ni un solo guiño en el juego de palabras de su amante. De paso, en la reconstrucción de cada uno de aquellos segundos que, en el tiempo real, se estiraban como chicles muy masticados, revivía sensaciones, escalofríos y muchos besos. Al final, más allá de todo lo ocurrido entre sus piernas, recordaba con lentitud y detalle, por encima de cualquier otra revelación, los besos. Todos los que le dio antes y después de pronunciar aquel enunciado misterioso. Pero tú nunca podrás encontrarme.
Román no le cedió ni una palabra extra, no le dio ninguna pista, ni una sola certeza más allá de la confianza que ya le había pedido en dos ocasiones —«Confía en mí, nos veremos…»—. Un discurso manipulador y medido que no dejaba rastro, pero que en su pulcritud tampoco daba pie a la equivocación.
No le ofreció nada, ni cierto ni falso, a lo que aferrarse en aquella caída donde solo su mano podía sujetarla y evitar que se precipitase en el abismo. La llenó de esperanza y la vació al mismo tiempo, creando en ella una inquietud incapaz de culparle en esencia. Al fin y al cabo, siempre había puesto por delante de cualquier acción su estilo, lo que él denominaba sus reglas. Adaptarse a ellas no sería fácil, ni siquiera sabía aún si merecería la pena por muy atractivo y buen amante que fuera. En ese dilema estaba cuando su memoria se colmó con todos los abrazos, caricias y mimos de Román en sus últimos minutos juntos. A cambio de un rotundo vacío de información, la colmó de besos. Besos a cambio de palabras que casi nunca significan ni cambiarán nada. Una conversación de boca a boca dedicada a los suspiros y a respirar el aire del otro.
Días atrás Lucía había llamado al hospital universitario de la Princesa para reclamar los informes médicos de su padre, fallecido treinta y dos años atrás. Su madre la había autorizado moralmente para indagar en aquel misterio: el verdadero origen del cáncer que lo derribó a tan temprana edad. Aurora había insistido por teléfono en lo improductivo de su misión, pero, a la vez, la había animado a comprobar por ella misma que todo cuanto le decía era cierto. «Si lo ves escrito, quizá entonces me creas…».
El vestíbulo del hospital no había cambiado mucho. Lucía recordaba bien aquella luz y las visitas a la habitación de la muerte. Entre aquellas cuatro paredes, la niña que fue había descubierto la presencia de aquel extraño habitante capaz de llevarse la vida de otro, y también le había puesto cara a la enfermedad, ese otro visitante de rostro gris y dientes ensangrentados. Palabras como deterioro, dolor, medicación, terminal… Expresiones como con los pies por delante habían entrado en su infancia como un río de barro se cuela por las ventanas superiores de una casa construida a los pies de una empinada ladera, arrastrando todo a su paso. Lucía recordaba que el ingreso de su padre coincidió con unas inundaciones en una zona de España que ahora no lograba ubicar. En una de esas trombas de agua, que vio en los telediarios, murió una niña: ella y su hermana jugaban en su habitación en el ático de su casa familiar cuando el agua, las raíces de árboles y las piedras, ligando con la tierra roja, entraron por uno de los ventanales. Como una zarpa de mano de lodo, lo arcilloso envolvió todo el contenido de aquella habitación. En su caída, el barro atrapó a una de las niñas y la sumó a su carrera, pero la otra se salvó porque una de las camas de hierro volcó sobre ella e hizo de parapeto. Una cama que fue su puente, su techo, el hogar de la salvación.
Lucía aprendió muchas cosas en aquellas semanas y no solo fueron realidades tan determinantes como la presencia de la muerte en el mundo de los vivos o la enfermedad acechante en el de los jóvenes… Más allá de eso, entregó su pensamiento mágico —el que protege a todos los niños de la madurez que precipita el conocimiento del final inevitable— a otra máxima: la muerte es caprichosa y ni siquiera sabe por qué hace lo que hace.
Las oficinas del hospital estaban al fondo de uno de los pasillos que partían del vestíbulo. Se dejó llevar por el eco de sus pasos de antaño, más que por las indicaciones de la pared, y estos la situaron a la entrada de la capilla, una de las localizaciones fundamentales en sus sueños sanadores, esos que inevitablemente supura cualquier pérdida importante. Los recuerdos infantiles, cuando llegan desde edades muy cortas, se erosionan tanto que a veces no parecen ya ni recuerdos, sino invenciones de una mente que no quiere olvidar aunque su proceso interno la obligue a ello. Por eso, Lucía no había borrado la capilla, pero siempre creyó irreal el Cristo que colgaba de la de sus sueños. Era rubio y no tenía barba; por su aspecto era claramente una fantasía… Fue la adulta y no la niña quien entró en la capilla aquella mañana de sábado para corregir la información errónea de sus sueños y dibujarla de una vez por todas en un entorno real y, por distante, menos doloroso. Sin embargo, no encontró lo que esperaba. Allí no había ningún Cristo moreno y con barba, ninguna Virgen con manto, ninguna imagen previsible. Allí estaba, colgado en el mismo lugar, su Jesús rubio y lampiño tallado en madera clara. Lucía se sentó en uno de los bancos frente a la talla y, luchando contra su ausencia de fe, lo maldijo como si existiera mientras enviaba un pensamiento a Aurora: «Mamá, no podrías creerlo… Él sigue aquí».
La secretaria de administración le entregó los informes médicos de su padre. Le dijo que les había costado encontrarlos porque no estaban informatizados, pero un buen trabajo documental en los archivos del hospital había resguardado la memoria de ese y otros miles de pacientes. Los datos estaban escritos a máquina con un exceso de tinta, lo que hacía aún más difícil la lectura de todos aquellos términos médicos. Se sentó a estudiarlos cerca de una ventana, esforzándose tanto por entender todo lo que los informes reflejaban, como por no dejarse arrastrar por el dolor. Solo eran palabras borrosas escritas hacía más de tres décadas, pero cada una de ellas transformaba en presente lo ocurrido. Lucía se levantó y pidió ayuda. La secretaria tomó los documentos y comenzó a leer.
—En el informe se describe el alcance del cáncer de tu padre en el momento de la intervención, aunque no hay nada de lo que buscas. Según lo que se expone aquí, no se pudo determinar el origen, dado su carácter invasivo y su expansión, permíteme, salvaje, cuando fue localizado. Eran otros tiempos. También sabíamos menos sobre la enfermedad.
—Ella tenía razón —murmuró Lucía.
—¿Qué dices?
—Que mi madre tenía razón —respondió clavando los ojos en la ventana para tratar de espantar las lágrimas contenidas.
—Ella no te ha podido decir más de lo que dice aquí. Esta es la información que recibió en su momento. La firma el doctor Agudo. Aún trabaja aquí, en Oncología.
—¿El doctor Álvaro Agudo? Mi madre siempre le recuerda. Se hizo muy amigo de mi padre en aquellos días. —Era cierto: su madre le había contado muchas veces cómo él y su padre pasaban horas charlando sobre política y cómo cada tarde el oncólogo salía de la habitación triste y desesperado porque no podía hacer nada para salvar al que hubiera sido un gran amigo—. Me encantaría conocerle —dijo.
—Suele venir los martes. ¿Quieres que pregunte si pasa consulta o si está operando?
—Sí, por favor.
La secretaria —Carmen, según la etiqueta de su bata blanca— marcó el número de una extensión del hospital y comenzó a asentir hacia ella antes incluso de colgar el teléfono.
—Me dice su secretaria que puedes subir. Yo voy a mandarle el informe escaneado para que, cuando te vea, sepa de quién estamos hablando. Tendrás que esperar a que tenga un hueco, pero, si no tienes prisa, intentarán que te vea durante la mañana.
—Gracias.
Carmen cogió los papeles y sonrió a Lucía. Luego se giró de golpe y le dijo que esperara un minuto, antes de salir decidida hacia la parte más alejada de la sala. Fotocopió los documentos y regresó con la mirada alta.
—Toma una copia y no la pierdas. Tu madre también merece tenerlos.
Apenas media hora después, Lucía se asomaba a un despacho amplio y luminoso, con una de las paredes forrada de tomos encuadernados en cuero, y el aire de las bibliotecas de los médicos de otros tiempos.
—Pasa, pasa… Cierra la puerta. —Álvaro Agudo tenía más o menos la edad que habría tenido su padre. Se levantó y rodeó la mesa para acercarse a ella—. No me puedo creer que seas tú. La pequeña Lucía que corría y se deslizaba sin descanso por aquel pasillo mientras tu padre y yo charlábamos.
—Pues esa soy… o eso creo —respondió sonriendo y dejándose abrazar por aquel obligado instinto paternal que despliegan los amigos del fallecido. Al calor de unos segundos paternales, tan exagerados como beneficiosos.
—Me han contado que has venido a por los informes de tu padre. ¿Aurora no te explicó lo ocurrido con detalle? Tu madre es una mujer muy lista y consciente de tu capacidad de comprensión… Ya entonces lo era, aunque teníais una relación complicada que no sé si se mantiene… —El doctor dejó la frase en alto esperando la conclusión.
—Todo está mucho mejor. Las dos nos hemos hecho mayores. Y sí, he comprobado en los informes que ella me decía la verdad. Nunca se pudo determinar el origen.
—No. Fue imposible. —Suspiró y se dio la vuelta para dirigirse a su asiento. Le indicó con un gesto de la mano la silla que había al otro lado de la mesa, mientras su memoria se remontaba más de treinta años en el tiempo—: Abrimos a tu padre para ver si podíamos hacer algo por él, y con las mismas tuvimos que cerrarlo. Eso lo sabía tu madre. No pudimos hacer nada más que aliviarle en los meses que le quedaban de vida. También debo decirte que esperábamos que muriese en unas semanas y aguantó casi cuatro meses. Tu padre era muy fuerte. Tanto como tu madre… —El médico se apoyó sobre la mesa con las manos cruzadas—. Háblame de ella. Eso es lo importante ahora, Lucía. ¿Cómo está Aurora? ¿Han comenzado los dolores?
—¿Qué dolores?
El doctor Agudo se había inclinado hacia ella al lanzar la pregunta y ahora también Lucía cambiaba su postura a una que él conocía de sobra: la de una paciente perpleja y asustada. El médico, amigo de su padre, suspiró un par de veces, negando con la cabeza.
—Esa mujer imposible y espectacular que es tu madre… hasta el último momento complicando las cosas. —Suspiró de nuevo y se peinó el bigote pasando toda la mano por la cara—. Hablo como hablaría tu padre, Lucía. Tu madre es una mujer distinta, independiente, irrompible. Vino a verme hace unos meses, pero no puedo desvelarte el contenido de esa conversación. La casualidad o el destino han querido que estemos aquí, los dos, y que salgan a relucir detalles que ahora entiendo como secretos… Dile a Aurora que no se enfade conmigo y que te cuente la verdad de una vez. Eres su hija, maldita sea, ¿en qué ha estado pensando todo este tiempo?
Lucía condujo hasta casa de su madre en un evidente estado de ansiedad. Sentía un hormigueo en las manos y en los labios y, de nuevo, respiraba con dificultad. Dejó el coche en el aparcamiento y corrió hacia el portal; subió las escaleras de dos en dos y llamó al timbre varias veces como si la mera insistencia fuese a derribar la puerta. Gloria no aparecía. Volvió a apretar el timbre, pero con la otra mano ya estaba abriendo el bolso: buscó la llave rogando encontrarla, y allí estaba, en el bolsillo interior… Abrió la puerta con el grito entre los labios —«¡Mamá, mamá!»— y se lanzó hacia la habitación como si hubiera recibido una llamada de extrema urgencia.
Aurora dormía plácidamente tumbada boca arriba en la cama. Llevaba los cascos puestos y el portátil de Gloria sobre la mesilla de noche mostraba en su pantalla imágenes de la Vía Láctea. La anciana casi sonreía. Lucía se agarró al quicio de la puerta y se echó a llorar.
—¡Mamá, mamá! —gimoteó.
Su madre se despertó al sentir la angustia de su pequeña rebelde. No la había oído, pero sus temores le erizaban la piel desde el mismo día de su nacimiento.
—Lucía, hija —dijo aún adormilada—. ¿Qué te pasa? Ven aquí.
Ella se acercó hasta la cama y se sentó junto a su madre. Lloraba.
—¿Qué ocurre? —Aurora buscó una explicación a aquel drama y la encontró en los informes sanitarios con el logo del hospital que sobresalían del bolso todavía abierto de su hija—. Pero ¡mira que eres cabezota! No has parado hasta encontrar los documentos… Y ahora, ¿cuál es el problema? Ya los tienes. Ya tienes las respuestas. ¿A qué vienen esos llantos?
Lucía no dejaba de llorar, no era capaz ni de mirarla.
—Los documentos no me importan, mamá. —Necesitó limpiarse los mocos con el dorso de la mano para poder continuar—. ¿Qué te pasa a ti?
Aurora terminó de quitarse los cascos en un gesto cansado y lleno de resignación, como el de un estafador que ha vivido bien en el engaño, pero que siempre ha sabido que algún día acabarían por pillarlo.
—¿Has estado con Álvaro? —preguntó.
—Pues claro. Sea lo que sea, solo lo sabe él, ¿verdad?… Y lo mismo, Gloria. Seguro que esa niña sabe más de nuestra vida que tu propia hija. —El llanto se tornó en enfado, y la mirada perdida en un gesto desafiante que encaraba a Lucía con su madre.
—Gloria no sabe nada. Está arriba en nuestro desván. Ella es mi fantasma y los fantasmas no deben saber nada de nuestro mundo más allá de lo que naturalmente presienten. —Sonrió.
—¿De qué hablas, mamá? ¡No juegues conmigo! ¡Ya está bien!
—No juego. Es que no quería que te enterases, Lucía. Yo recuerdo cómo eras cuando la inocencia aún dominaba tu mente superdotada. Recuerdo tu felicidad en la ignorancia y tu dolor al perderla. Dejaste de hablar, creciste y maduraste a una velocidad insana; nuestra diferencia de edad tampoco ayudó; tardé en darme cuenta de lo importante que era preservar lo poco que te quedara de aquella niña, pero es a lo que me he dedicado estos últimos años: a rescatar aquel placer del «no saber», y en algún momento, creo que lo he conseguido…
—¡Que me lo digas, mamá! —Lucía gritó esta vez, desgañitándose y perdiendo el control. Agarró a Aurora de los brazos y la zarandeó—. ¡Dímelo! ¡Eres una mentirosa! ¡Dímelo! —gritó más y más fuerte, como si su garganta fuera ese timbre que había golpeado minutos atrás, como si sus gritos también fueran a derribar el aplomo de Aurora.
—Tengo cáncer de útero, Lucía.
Los gritos cesaron. Lucía inspiró una pequeña cantidad de aire de golpe. Una inspiración seca y cortada que contenía parte de la sorpresa y el dolor que empezaba a sentir y que ya no se iría. Ella no decía nada, así que fue Aurora quien volvió a tomar la palabra, y de paso la mano de Lucía, que después de soltarla se había quedado inerte sobre la cama.
—No creo que sea eso lo que me mate. O igual sí, pero de todos modos he decidido no seguir ningún tratamiento, solo paliativos cuando lleguen los dolores fuertes. Soy mayor y no quiero someterme a esa barbaridad. Quiero vivir y morir en mi casa y no pelear contra lo inevitable. Tengo derecho y no pienso discutir al respecto. Espero que me apoyes en esto.
Aurora vio cómo las lágrimas corrían por las mejillas de su hija y no pudo evitar la emoción, pero se tragó su dolor para evitar que su niña volviese a pasar por lo mismo. De algún modo, tenía que conseguir que lo viviese de otra forma; resignándose y acompañándola a la muerte.
—¿Me apoyarás, Lucía? —Apretó su mano.
Lucía enterró el rostro en la almohada, junto al de su madre, y se agarró a las sábanas intentando que no le estallara el corazón. Se le escaparon todas las fuerzas. Perdió casi la conciencia. En un susurro apenas audible repetía sin parar con los ojos cegados por las lágrimas:
—Te mueres, mamá… Te mueres, mamá… Te mueres, mamá…
—Lucía, mi amor, no me hagas esto… Te necesito fuerte a mi lado, como siempre.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—¿Qué importa eso ahora?
—¿Desde cuándo lo sabes?
—…
—…
—Hace más de un año…
—Ma-má —volvió a gimotear con la respiración entrecortada.
Lucía se levantó incapaz de soportar la idea de su ausencia. El visitante de aquella cama de hospital había regresado y ahora ocupaba una de las sillas de la habitación de Aurora. La muerte y la enfermedad volvían a aterrorizarla mientras lloraba como una niña. Todos los miedos regresaron de golpe, como la imagen de ese Cristo; todo lo que llevaba años evitando caía a plomo desde la nada como un escenario del futuro transformando la realidad. Apenas pudo acercarse a Aurora para reposar su frente sobre la de ella unos segundos. Después se fue, tambaleándose como uno de los pasajeros del Titanic en pleno naufragio. De lado a lado del pasillo. De lado al lado de la escalera. De lado a lado de la propia vida. Lucía también se estaba hundiendo…
A la altura de la puerta escuchó la voz de su madre.
—Lucía, necesitas una nueva perspectiva. Tienes que salir de ese círculo enfermizo. El universo es más grande. Debes escucharlo de una vez…
Alicia celebraba una gran fiesta en casa. Había decenas de personas en el salón cuando Lucía entró de la mano de su vecina, que la había recogido de la escalera. Había pasado el día entero dando vueltas. No había comido siquiera: se había limitado a callejear sin más y había logrado sobrevivir hasta llegar al portal de su casa, pero una vez bajo techo, la había atrapado otra de sus ausencias. No sabía cuánto tiempo había estado tirada allí cuando apareció la argentina. Sin preguntarle, había tirado de ella hacia el interior de su hogar, ahora casi club. Alicia la agarró de la cintura y no la soltó durante horas. En aquel tiempo, Lucía no habló, solo bebió pegada al cuerpo de su vecina. Entre copa y copa, creyó sentir alguna caricia a la entrada de un baño, incluso algún beso robado, dulce y femenino. Bailó y se dejó caer sobre un cuerpo conocido una y otra vez. En medio de todo aquel bullicio electrónico, su silencio se hizo fuerte y reclamó más espacio, y el sonido, en un segundo de claridad, se hizo insoportable. Lucía avanzó rápido hacia el pasillo y arrastró a Alicia a su paso, porque a esas alturas de la noche iba atada a su cintura con un fular brillante.
—No podés escapar de mí —le dijo cuando entraron en el baño.
Alicia le agarró el culo y la besó, pegando su cuerpo al suyo, mientras le acariciaba los pezones anticipando un próximo beso.
—Alicia, para.
—¿Por qué? ¿No te gusta? Estamos borrachas. Somos vecinas. Disfrutá.
—Alicia, no solo he dejado a César… También he conocido a alguien…
—Perfecto. —Alicia no dejó de acariciarla mientras Lucía se desahogaba.
—Es una relación, en principio, odiosa… Y mi madre… mi madre… se muere.
—¿Alguna buena noticia, flaca?
—Lo digo en serio.
Alicia paró entonces en seco y la miró a los ojos. Lucía lloraba. Apoyada en la pared se dejó deslizar hasta sentarse en el suelo. La argentina le cogió la cara entre las manos y la besó en la mejilla, despacio.
—Alicia, ¿qué voy a hacer?
También ella buscó el respaldo de la pared y abrazó a aquella mujer desencajada. Lucía volcó su cabeza contra las rodillas de su amiga y se quedaron así cinco minutos en silencio. Sus hombros se agitaban por el llanto y Alicia le pasaba la mano despacio por el pelo, una y otra vez, sin decir palabra. Hasta que poco a poco las sacudidas fueron remitiendo.
—Alicia… —dijo al fin, todavía sin poder levantar la cabeza de las rodillas empapadas.
—¿Qué?
—¿Tú crees que debería escuchar el universo?
—Ya lo estás haciendo, diosa. Ya lo estás haciendo…