En veinte minutos fue imposible recuperar la frescura que necesitaba para impresionar a Román, aunque mucho peor era la posibilidad de perder la ocasión de volver a verlo. Lucía era extremadamente puntual, pero esa tarde sopesó todos los pros y los contras: «León, ¿crees que puedo llegar diez minutos tarde? ¿Me esperará?… ¡Ya sé que no le conoces! ¡Yo tampoco! Pero… ¡No voy a llegar a tiempo! ¿Qué hago?… Está bien, me lavaré los dientes y no me ducharé». Al segundo pensó en sexo. «Da igual, no me ducharé. Ya improvisaré si tengo que hacerlo».
17.49.
«¿Qué se pone una mujer para una cita a las seis, mi gato?». Recordó que Román no era muy alto y eligió unas sandalias con un cierre dorado y una pieza central en aro; un pantalón desgastado con el que siempre había triunfado y una camiseta desbocada en color blanco con un estampado ligero que le permitía no llevar sujetador. Una cadena con una medalla que se perdía en su escote y un recuerdo en cuero con un anzuelo de tiburón pegado al cuello. En el último instante, antes de cerrar el armario, cogió de una percha una chaqueta blanca de lino por si él aparecía demasiado elegante. «Puede ser, León, no sé adónde vamos, ni qué quiere, ni cómo vendrá… Ni si vendrá en realidad».
Cogió un bolso vintage; desestimó las grandes marcas en un estúpido intento de parecer más accesible —«Más aún», pensó León mientras se asomaba a la ventana que daba al portal— y cerró la puerta con un portazo.
Tras los antiguos muros de la casa, Alicia escuchó su carrera escaleras abajo y se asomó al balcón: el gato y ella, testigos desde las alturas del segundo piso de la salida apresurada de Lucía.
—¡Diosa! ¿Qué te espera? ¿Por qué vas tan apurada? —gritó paralizando el tránsito de aquellos metros de calle.
—Voy… al otro lado —respondió sonriendo Lucía mientras subía la cuesta caminando hacia atrás y abriendo los brazos.
—Sacate esa chaqueta ya. Sea lo que sea que hay al otro lado, merece que le muestres todo eso. —Alicia se acarició el pecho haciendo tropezar a un hombre de traje que regresaba tranquilo a su hogar.
Lucía rio y, sin dejar de caminar de espaldas, sin asomo de preocupación por el coche que pudiera bajar aquella cuesta, se quitó la chaqueta y saltó para que Alicia viera su cuerpo balancearse libre y entregado a lo que deseaba experimentar.
—¡Te voy a poner a vivir! —gritó finalmente Alicia en un mensaje que no era solo para Lucía, sino para todo el mundo.
La licorería estaba muy cerca de la calle Atocha. Fue muy fácil encontrarla. Llegó a la puerta a las seis menos tres minutos, acalorada y jadeando. Volvió a pensar en sexo y en sus muslos sudorosos por la carrera. No le importó mucho: se sentía excitada y hermosa ahora que había recuperado una libertad ya olvidada. Esperó inquieta la llegada de las seis, escrutando todas las esquinas próximas a la licorería. «¿Cómo crees que vendrá, León? ¿Caminando?». Lo imaginó acercándose con un móvil pegado a la oreja, quizá despistado y saludando de lejos. Lo imaginó dentro de un coche, bajando la ventanilla para ella. Lo imaginó en otro lugar, sin acordarse de su nombre… En eso justo estaba cuando alguien le agarró la cintura; alguien que acababa de salir de la licorería.
—¿Eres Lucía? —preguntó una voz femenina. Ella se giró sobresaltada.
—Sí, soy yo.
Una mujer rubia con voz dulce y sonrisa maliciosa la arrastró hasta el interior de la tienda. Le señaló el camino hacia el fondo de la trastienda mientras cogía un bolso del mostrador dispuesta a marcharse. Lucía avanzó y, al girarse, vio a la chica cerrando la puerta desde fuera. No sabía qué estaba ocurriendo, pero deseaba que ocurriera. Escuchó el ruido de la persiana metálica de la licorería estallando contra el suelo de la calle y respiró hondo antes de seguir una débil luz que parecía proceder de un piso subterráneo.
Una escalera de madera, recia pero peligrosamente quebradiza en alguno de sus tramos, la llevó hasta el sótano de la licorería. El resplandor intermitente de pequeños fuegos estratégicamente situados guio sus pasos a través de una especie de soportales repletos de botellas apiladas. «Estoy en una bodega, León». Pequeñas redomas, botellones cilíndricos, damajuanas de vidrio con líquidos de un tono ámbar, rosado o de un rojo fuerte como la sangre, ocultos tras una capa de polvo… Caminaba por una senda abierta en un bosque de botellas unidas en una salsa de telarañas. Un olor húmedo y rancio protegía aquellos tesoros que Lucía se atrevió a acariciar con las yemas de los dedos. No lograba distinguir el final del recorrido; solo una pared de piedra al fondo. Cuando la alcanzó, miró a la izquierda sin encontrar salida; sin embargo, en el lado derecho halló una puerta. Estaba entreabierta. Tiró del pomo y la base de metal arañó el suelo irregular. No pesaba demasiado, pero la humedad la había deformado por completo y costaba moverla.
El corazón le latía muy fuerte, por encima del silencio absoluto que trepaba hasta sus oídos. Ya no se sentía tan cómoda como al principio. Los juegos la excitaban, pero no le hacía gracia esa sensación de formar parte de un experimento donde el ratoncito era ella. Soltó el pomo, sujetó el canto de la puerta con las dos manos y tiró con fuerza hasta abrir un hueco de treinta centímetros, lo justo para deslizarse al otro lado.
La estancia se abrió ante ella como la cueva de Alí Babá. Había pasado de una bodega en los sótanos del centro histórico de Madrid, a un almacén de antigüedades. Cómodas asiáticas, burós franceses, baúles, alfombras persas y turcas, una pila de Beni Ouarain que parecían recién llegadas de las montañas bereberes, gigantescas máscaras africanas, esculturas clásicas, columnas de mármol, instrumentos musicales del sudeste asiático, tronos ingleses repujados en cueros —que ella podía imaginar en bibliotecas cercanas a pabellones de caza—, relojes suecos y biombos, rejas modernistas, barandillas art déco, cuberterías de plata, cuernos de elefante, pieles de tigre y cebra, copas de cristal tallado que brillaban a la luz de decenas de velas… Los muebles formaban un intrincado laberinto y dibujaban estancias en las que halló mesas de restaurante sin montar. Lucía prosiguió el camino escrutando las joyas antiguas hasta toparse con un nuevo puesto para seis u ocho comensales. A lo lejos, detrás de al menos otras tres paredes de armarios, mesillas y telas, resonó su voz:
—Es el almacén de la tienda de antigüedades que hay en el piso superior. Por la noche, es un restaurante clandestino… Uno de mis favoritos, entre tantos.
Lucía no dijo nada. Simplemente siguió su voz.
—A esta hora aún está cerrado, pero le he pedido al dueño, que es amigo, una cena temprana en soledad. Imaginé que te gustaría… algo distinto.
Llegaba a ella como una caricia, como una mano extendida. No quiso contestar, absorta en todo lo que veía y tocaba acompañada de su voz. Ese lugar la había librado en el acto de la precipitación. Román no lo sabía, pero ella era una auténtica fanática de las antigüedades y del interiorismo. Aquel lugar era una cueva llena de tesoros, y su voz, en aquel momento, solo una guía para recorrerla… Pero, finalmente, Lucía alcanzó al dueño de esas palabras.
La aguardaba al otro lado de un biombo japonés que representaba una colorida batalla a la orilla de un río. Lucía se refugió tras él, podía sentirle a pocos centímetros.
—No pensaba que jugaríamos al escondite —le dijo la sombra de Román.
—No estoy jugando. De hecho, es evidente que el que juega eres tú.
—Pasa, Lucía. No me hagas esperar más. Quiero verte de nuevo.
Levantó su pie del suelo y, en un ligero degagé, salió del biombo como si acabara de vestirse tras él.
Román la miró fascinado, sin incorporarse de su asiento. Sus ojos, más verdes de lo que podía recordar, aprovecharon el brillo de las velas para traspasar su camiseta y calcular su desnudez. Ella hizo ademán de ponerse la chaqueta.
—¿Tienes frío? —preguntó él enseguida.
—No, en realidad no, pero este sitio… pide un punto más…
—Créeme, prefiero mirarte. No te la pongas, por favor.
Lucía deshizo el movimiento y dejó la chaqueta en el respaldo de su silla. Frente a ella, a este lado del biombo, una mesa aguardaba repleta de platos pequeños, llenos de invitaciones a otros escenarios y hasta otros mundos. Reconoció algas coreanas, un buen curry con pescado tailandés, samosas indias, un par de minúsculos udones japoneses, arroz chino cocinado en bambú…
—… y champagne francés —continuó Román como si le leyera el pensamiento.
—Me encanta —susurró Lucía. Fue entonces cuando él se levantó. Se acercó buscando la respuesta de ella, esa primera comunicación no verbal que marcaría el resto de la noche.
Lucía extendió el brazo y le ofreció su mano. Él la recibió sonriente y la besó, en un gesto leve y más sensual que caballeroso.
—Siéntate, por favor —le dijo mirándola a los ojos—. ¿Una copa de champagne?
—Sí, por favor… gracias. —Lucía se arrepintió instantáneamente de no haber sido más próxima y no haberle besado al menos en la mejilla a la vez que agarraba su hombro…
—El primer saludo nunca es el mejor. Yo también hubiera preferido abrazarte, pero tenemos tiempo.
—¿Siempre tienes que ser tan directo? —le increpó. Quiso mostrar su poder, sus armas, sentirse menos… débil.
—Sí, siempre. Hay que ser directo y muchas cosas más para organizar una cita como esta, ¿no crees? Y ahora no te hagas la interesante y me digas que no es la mejor, que tampoco es para tanto, blablablá.
—Eres un arrogante… Soy quien debe decirte que la cita es increíble y, es verdad, por el momento, el sitio es increíble y la cena también, pero tu actitud es bastante soberbia y eso no ayuda.
—Que tú quieras controlar la situación, tampoco. Te lo aseguro.
—Lo importante es participar… Eso dicen. —Ella insistió en la ironía.
—No es el camino, Lucía. Mírame. Estoy aquí por ti. Vuelve a mirar a tu alrededor, mira la mesa, las velas… ¡disfruta! ¿Por qué no me dejas que te lleve?
No supo qué decir.
—¿Quieres ser feliz? Yo te haré feliz… pero solo si me dejas.
Ella levantó la vista como una niña que acaba de recibir una buena reprimenda y le miró. Solo entonces pudo fijarse en lo que rodeaba a aquellos ojos verdes. Román llevaba puesta una camisa blanca desabrochada hasta el segundo botón. Pudo adivinar un cuerpo elegante y fibroso con un pectoral poblado y tremendamente masculino. Tenía las manos anchas y grandes. Manos fuertes. Un pantalón vaquero desgastado apenas y unos zapatos de ante color topo. No pudo distinguir más…
—¿Más tranquila? ¿Tienes hambre? ¿Quieres que charlemos? Empezamos de cero, ¿te parece bien?
—Bien. —«Vale, ¿y por dónde empezamos?». Respiró hondo—. Pues… tengo treinta y nueve años, trabajo en…
—Para, Lucía. No me has entendido. —Su mano derecha acariciaba el cristal de la copa cuando la miró a los ojos y le preguntó despacio—: ¿Cómo te gusta que te hagan el amor?
—¿Perdona? —gritó ella.
—No te hagas la ofendida, por favor. Te lo ruego. No perdamos el tiempo. Estas son mis reglas: la verdad. No las mentiras que les cuentas a los demás. Solo tu verdad. Las preocupaciones reales, las carencias que no te dejan dormir, los besos que quieres, los lugares donde te gustaría que te arrollara… Nada de cuentos… Cuéntame tu verdad.
Y para su propia sorpresa, lo hizo.
Dos horas después, Lucía le había contado a aquel hombre lo que no se atrevía a contarle ni siquiera a León. Ahora solo pensaba en encontrar el valor suficiente para rodear aquella mesa y pedirle que la cogiera de una vez e hiciera con ella lo que quisiera.
Terminaron los postres, terminaron los cafés, prácticamente agotaron el champagne. Lucía estaba lo bastante desinhibida para avanzar, pero no tanto como para dar el primer paso. Deseó que lo diera él. Sentía a la vez el deseo y el miedo. Intentaba no mirar hacia su escote, no fijarse obsesivamente en sus manos, no escrutar el más mínimo movimiento de sus labios, pero no logró ninguno de sus propósitos.
Román la enloquecía. Sentía un cosquilleo constante entre las piernas, un ardor desconocido hasta entonces en su sexo… Quería tocarse, tocarle y no sabía cómo precipitar la situación… En ese momento, mientras ella descruzaba y cruzaba por enésima vez las piernas, él se levantó.
—Ven conmigo. —Le tendió la mano con suavidad, y la colocó al lado de la suya seguro de que aceptaría la invitación.
Lucía lo hizo sin pensar y se levantó de la silla con su mirada ya del todo fija en la mirada de él. Siguió sus pasos sin soltar su mano, guiada por un movimiento decidido y brutalmente masculino.
Román la invitó a una de las mesas de madera vestidas con un mantel de hilo, pero desnudas de cubiertos y menaje. La agarró de la cintura y en un impulso calculado con fuerza, pero sin un ápice de agresividad, la sentó sobre el tablero. Sin forcejear, se hizo un hueco entre sus piernas y comenzó a desnudarla. En primer lugar, fue levantando la camiseta hasta liberarla de ella y dejó que sus pechos cayeran al bajar los brazos. Aún no la tocó. Ella no supo qué decir, pero no se resistió a nada. Román le desató las sandalias y las colocó suavemente en una silla al lado de la camiseta que había colgado del respaldo, dando a cada movimiento un tiempo acompasado que nunca sugería la prisa, pero sí el deseo. Le desabrochó los pantalones, pasando la yema de los dedos por el interior de su cintura y acariciando el bordado de sus bragas. De repente, en un único movimiento, tiró de todo a la vez, y la dejó completamente desnuda.
Lucía seguía sentada, anulada y extrema como nunca. Su sexo palpitaba pegado al mantel de hilo, esperando un toque de inspiración para ser capaz de acompañar con la suficiente magia todo lo que estaba pasando. Ahora ya no quería tocarle, necesitaba hacerlo, pero Román seguía marcando su ritmo y su poder y no pudo reaccionar.
Cuando quiso alcanzar el paso de lo que ocurría, la situación se le volvió a escapar como un animal escurridizo.
Román comenzó a desnudarse delante de ella.
—Antes de que comencemos lo que ya no podremos parar quiero recordarte que para mí las reglas son muy importantes. —Se acercó a su boca y la besó despacio. Ella gimió por primera vez. La cabeza le dio vueltas en ese beso correoso y compacto que enredó su lengua y mordisqueó sus labios—. Te deseo tanto como tú a mí, pero no ocurrirá nada si no entiendes que hay cosas que no pueden existir entre nosotros… —Román se quitó el pantalón y la ropa interior, y se descalzó apoyando las punteras de sus pies en los talones contrarios—. Nunca debes decirme que no. Un no no es una respuesta a nuestra desnudez ni a nuestro deseo. No hay noes. No hay rechazo. ¿Lo entiendes?
Lucía le escuchaba mientras miraba su sexo en una erección completa y perfecta.
—Lo entiendo.
—Eso quiere decir que las propuestas serán acogidas con celo y excitación, con deseo y curiosidad. No tendrás miedo a decirme que sí, ni a pedirme lo que deseas. No te haré daño nunca, pero te voy a amar como ningún otro lo ha hecho. Te voy a disfrutar, Lucía. Y tú me disfrutarás a mí…
En ese instante, mientras pronunciaba de nuevo la palabra disfrútame, abrió las piernas de Lucía. Lo hizo agarrando sus rodillas a la vez que acariciaba con el pulgar la cara interna de sus muslos.
—Túmbate.
Román volcó todo su cuerpo sobre el sexo de Lucía y comenzó a lamerle el clítoris al tiempo que acariciaba la entrada de su vagina con las dos manos. Una la abría y la otra acariciaba sus labios como buscando una huella única en su orografía sexual. La lengua, acompañada de una especie de besos sin aire, hacía crecer su clítoris, que se estiraba saliendo de su cuerpo. Lucía nunca había sentido tanto placer. No se atrevía a mirar, tampoco a negarle nada. Finalmente, aturdida por el bombeo de la sangre en su cuerpo, con las falanges de Román ya dentro de su vagina, abrió aún más las piernas y se agarró a los bordes de la mesa al tiempo que pensaba que no podría soportar tanto. Arrastrada por el flujo nervioso que despertaba cada una de sus terminaciones, despegó la nuca del tablero y le miró. Su cabeza reposaba entre sus piernas. Sus hombros empujaban con decisión los brazos en un movimiento corto que repercutía directamente en su interior. Su boca se deslizaba ya por todo su sexo. Román levantó la vista y la miró sin dejar de succionar su clítoris y Lucía se deshizo en un orgasmo salvaje que la hizo convulsionar sobre la mesa como un animal que, preso de un cepo, se resiste a quedar atrapado.
Jadeaba aún por la intensidad de aquel orgasmo largo que cayó en las manos y la boca de Román cuando él comenzó a subir por su pecho:
—Ahora te la voy a meter —le dijo al oído—. Sé que estás muy sensible. Te voy a disfrutar con todo mi cuerpo, Lucía.
Arremetió contra ella agarrándola con fuerza. Su decisión era incontestable; su conocimiento del cuerpo femenino, indiscutible. Lucía se sentía agarrada, poseída y plena. La deseaba sin dudas, sin pasos torpes; las manos la recorrían, se paraban en el pelo para inclinar su cabeza y brindarle el cuello; mientras un brazo sujetaba toda su espalda, el otro presionaba su perfil desde el hombro hasta las corvas. Román suspiraba y le hablaba —«Mírate, Lucía, siente cómo te deseo…»—. Estaba borracha de sensaciones, abandonada en sus manos, completamente en shock.
Sabía que no participaba tanto como hubiera deseado, pero apenas tenía fuerzas para comprender todo lo que ese hombre le estaba descubriendo. Sentir la plenitud de cada una de aquellas caricias era también repasar todas las que no había recibido en su vida. Sintió el sexo como algo nuevo, los olores se transformaron, su erección se transformó… No llegó a saber cuánto tiempo estuvo enredada en su cuerpo, pero, en un suspiro ronco y masculino, sintió a Román alzarse y salir de ella para enderezarse por completo con los músculos en tensión. La lámpara del techo formó un completo contraluz y dejó su contorno en un brillo y su torso en la oscuridad. Lucía pudo notar cómo Román se volcaba sobre su vientre y su pecho en una eyaculación que pareció interminable.
Él la envolvió durante varios minutos y la besó sin parar. Le besó los labios, las manos, los antebrazos… Lucía no podía creer lo que estaba viviendo. Era… perfecto. Román la miró con una sonrisa pegada a la boca mientras sujetaba su cabeza entre las manos.
—Eres tan hermosa —dijo.
A continuación se levantó y regresó con una toalla mojada. La lavó con delicadeza, riéndose a cada paso por sus zonas erógenas; la secó con la otra punta de la toalla y finalmente, la incorporó. Le entregó los pantalones, la camiseta y las sandalias y él comenzó a vestirse, invitándola a seguir sus pasos.
—Ha sido…
—Shhhhh —la silenció con suavidad—. Lo sé. Ambos lo sabemos. No caigas en lo esperado.
—Román, yo…
—Nos veremos, Lucía…
¿Qué quería decir con «Nos veremos»? ¿«Nos encontraremos»? ¿«La vida hará que nos crucemos por una calle»? No llegó a preguntárselo.
—Yo quiero verte y tú quieres verme a mí. Nos veremos… pero no estropees esto. No destruyas la magia.
—No quiero destruir nada, solo…
—No, Lucía.
—¿Puedo darte mi teléfono?
—No.
—¿Puedes darme el tuyo?
—No.
Ella sonrió reaccionando a una broma que no era tal.
—¿Un email?
Román se levantó y la miró serio, para poner fin con aquel gesto firme pero no severo ese cruce de preguntas y respuestas a ritmo de interrogatorio.
—Lucía, nos veremos, pero tú nunca podrás encontrarme.