19

El correo había registrado la entrada de setenta y ocho mails. Como cada mañana, Lucía echó un vistazo rápido para filtrar todas las entradas de publicidad e invitaciones de eventos a los que no pensaba ir. Seleccionó casi treinta y dos mails y, un segundo antes de confirmar el borrado, pensó que quizá Román se escondería en alguna de esas fiestas que rechazaba por sistema. Decidió eliminar únicamente las llamadas de la propaganda on line y dejó todas aquellas invitaciones intactas por si acaso él no acudía a su cita. Todo lo que había ocurrido la noche anterior era tan extraño que una parte se le hacía irreal. Su cerebro era incapaz de distinguir la euforia del alcohol, de la producida por aquel hombre mágico.

Cogió el bolso y sacó la tarjeta que Román había dejado en su clutch en aquellas escaleras de cuento de hadas. «Te espero mañana, a las seis, en la puerta de la licorería de la calle León». La había leído mil veces a esas alturas. ¿Una licorería? ¿Por qué? No llegaba a reconocer el sitio, pero la calle León, en pleno Barrio de las Letras, no era demasiado larga; podría recorrerla sin problema hasta dar con él. Le resultó chocante lo cerca que estaba de su casa y de la de su madre. Esa calle situaba el lugar de la cita en la punta de un triángulo equilátero que completaban sus dos hogares. Tal circunstancia solo acrecentó la magia y el desconcierto que despertaba en ella Román. Creyó en las casualidades, en el destino y también en Susan Miller y su horóscopo cuando leyó en sus previsiones del día para las capricornio: «La vida te asaltará, atenta».

Fue una mañana en el trabajo tensa y diluida. Un par de contratos que no acababan de cerrarse y el desencanto y la prisa de todos por dar por zanjada esa semana y dejarse llevar por el viernes. Lo que pasara en la oficina ya no podría solucionarse hasta el lunes, pero cada uno en su puesto quería hacer lo que estuviera en su mano por dejar los proyectos a punto de caramelo para empezar con el mejor pie posible el lunes. Lucía dedicó buena parte de la mañana a uno de sus principales clientes. Debían concretar las fechas para la presentación de una campaña publicitaria que aunaría el talento de varios grupos del panorama pop con una bebida sin gas que quería seducir a un nuevo target más joven y consolidar a sus clientes habituales. Diseñó un calendario con una gran rueda de prensa en Madrid y tres conciertos acústicos en Barcelona, Sevilla y Madrid como escenario de cierre. Escribió un informe sobre el tratamiento on line y la proyección viral de los futuros espectáculos, las entrevistas en radios, su prescripción en Twitter y Facebook y varios encuentros de los fans con sus ídolos con una bebida refrescante y sin gas de por medio. También desarrolló una idea en un documento que aún no presentaría: la grabación de un documental en el que varios de esos personajes mediáticos viajaran juntos por una zona de España —probablemente la ruta de los pueblos blancos de Cádiz—, sin más compañía que una guitarra. El refresco y la música como únicos compañeros… No le dio muchas más vueltas cuando echó un vistazo al reloj y vio que ya eran las dos de la tarde. Cerró el plan de ruta y dejó enviado el calendario para que su cliente trabajara en ello a primera hora del lunes. Había hecho mucho, muchísimo más de lo que esperaba teniendo en cuenta que no había pegado ojo ni un solo minuto pensando en Román.

Llegó a casa a las tres y fue derecha a la nevera, dispuesta a cocinar, pero enseguida entendió que no era el día para ensuciar cacharros, recoger y perder el tiempo. Cogió de nuevo su bolso y se marchó a comer al bar de Marisol.

—En este bar no hay hamburguesas de calidad. —Lucía impostó la voz para sorprender a Marisol, que estaba de espaldas organizando la caja.

—Ni falta que hace —replicó la mujer adivina sin darse la vuelta.

—Esto jamás me pasaría en Nueva York.

Nada más oír esto, ya sin forzar el tono, Marisol se giró como una flecha.

—Lucía, maldita, ¡ya estás aquí! ¿Vienes a ponerme los dientes largos o simplemente me echabas de menos? How are you, sweetie? —Se subió a una caja para besarla, tuvo que ponerse de puntillas para salvar la barra.

—Veo que la distancia hace que nuestra relación avance a pasos agigantados…

—Dame un beso y cállate, pesada. He pensado en ti y he sentido una envidia tan grande que me he rendido a este cariño que iba a llegar tarde o temprano.

—Me alegro. —Lucía la besó encantada y cálida. Esa mujer era como el mismísimo centro de la Tierra: puro magnetismo.

—No me enseñes fotos, ni me digas que Nueva York es la mejor ciudad del mundo… Solo cuéntame que te ha sentado bien… —Marisol respiró y se retiró el pelo de la cara en una rápida e improvisada coleta, dejando ver una sonrisa amplia.

—Bien… Digamos que ha sido un viaje determinante… decisivo y complicado.

—Pero ¿tú estás bien? Te veo radiante. Guapa y veraniega.

—Gracias, tú también estás estupenda… Nunca he venido a comer, pero he supuesto que algo tendrías.

—Algo hay —dijo asintiendo con la cabeza—. No damos menús, pero unos pinchitos te pueden hacer el arreglo. ¿Qué te apetece?

—Jamón, tortilla de patata, ensalada…

—Una comanda de vuelta a Madrid, me imagino…

—Eso mismo. —Ambas rieron.

—Siempre pasa igual en este país. Nos morimos por salir de aquí y luego regresamos y vamos besando las farolas de Lavapiés. —Lucía soltó una carcajada—. Sea lo que sea que hayas encontrado allí, me alegro de corazón. Nunca te había visto reírte así, haciendo ruido.

—En realidad, allí… —hizo una pausa—, no es que haya encontrado nada, más bien me he dejado algo. —Cambió el gesto, de la sonrisa más amplia a la sombra de una tristeza profunda y pegajosa.

—Si se te tuerce la cara así, no quiero saberlo y tú no debes recordarlo. Volvamos a la tortilla, el jamón y lo que nos hace reír. Voy a la cocina a pedirlo ya, porque en unos minutos se me va la señora.

Marisol y su coleta en forma de nido dejaron a Lucía apoyada en la barra. Se giró para comprobar que el bar de su inesperada amiga gozaba de buena salud: las señoras del barrio con su café, los modernos que lo conquistaban a base de tecleos casi coordinados, música suave, tres amigas haciendo punto en una esquina abstraídas por la moda del knitting y un perro enloquecido que corría de un lado a otro abrazando la posibilidad de que en una de sus carreras se abriese la puerta hacia la libertad. A ella le gustaba ese sitio por su bullicio con sordina. Un pincho de tortilla y un platito de jamón después, las dos mujeres se despidieron con el mismo cariño espontáneo. Lucía había encontrado en los rizos y ojos verdes de su amiga camarera una razón más para creer en el brillo del ser humano.

—No tardes tanto en volver.

—No lo haré, ya estoy aquí y… ya te contaré…

—Sea lo que sea, si te calienta el alma, ve a por ello. —La mujer adivina se manifestó y casi la hizo llorar.

Mientras Lucía intentaba recuperar una noche de insomnio en media hora de siesta, Gloria asomó la cabeza por la ventana del baño para registrar los ecos de la calle. Estaba entrenada para distinguir cualquier sonido grabado más allá de nuestra atmósfera. Había llegado el momento de aprovechar esa cualidad para escrutar lo único que le importaba de lo que acontecía en el ruido de nuestro mundo: los movimientos de Freddy. Lo primero que distinguió fue el rodar de los coches e intencionadamente fue el primer sonido que decidió bloquear para no darle importancia. Ecualizó su registro auditivo y aisló ese ruido uniforme de fondo en su cerebro. A continuación, se concentró en los sonidos del Mercado de Antón Martín y sus puestos callejeros. A esa hora, Freddy estaría allí. Pudo distinguir el ruido de las cajas, las puertas de las neveras, los cuchillos sobre las tablas e incluso alguna moneda repiqueteando contra el metal de la caja registradora. Pudo distinguir todo aquello, pero las voces… Las voces eran demasiadas, y las conversaciones se superponían, imposible abrirlas para desmenuzar su contenido. Pensó en rescatar palabras de la avalancha, términos capaces de guiarla hasta él: tomates, cebollas, ajos, naranjas, manzanas… En esa compleja operación andaba cuando un ruido entró en su radar como un estruendo. Cristales rotos sacudieron sus tímpanos afinados en extremo. Abrió los ojos y salió corriendo del baño.

Cuando llegó a la habitación de Aurora, la encontró inconsciente en el suelo a los pies de la cama, junto a un vaso hecho añicos y un charco de agua. Gloria levantó a la mujer que adoraba mientras escuchaba los latidos apresurados de su corazón y sin poder advertir los de ella, débiles, casi imperceptibles.

—¡Aurora, despierta! Despierta… Dime algo, por favor.

—Estoy bien —contestó la anciana cuando al fin logró incorporarse, con la cara serena y pálida. Tragó saliva con tanto esfuerzo como si estuviera aprendiendo sobre la marcha—. No pasa nada. Me he mareado. Solo quería ir al salón.

—¿Ir al salón? —La chica alzó la voz—. Al salón, ¿para qué? ¿Por qué lo has hecho? Sabes que no puedes caminar sola. ¿Qué ha pasado? ¿En qué pensabas?

—No lo sé. Me duele el cuerpo. Estoy atontada. No sé… Se me ocurrió… Me apetecía —dijo antes de empezar a reír.

Gloria logró subirla de nuevo a la cama y, una vez acostada, fue a por una toalla, un vaso de agua y un camisón limpio.

—No entiendo lo que ha pasado. Me has dado un susto…

—… de muerte. —La anciana volvió a reír y Gloria suspiró y rio con ella—. Hay tantas cosas que aún no sabes…

—Voy a llamar a un médico. —Lo dijo ya de camino hacia la mesita del teléfono, justo al otro lado del cabecero de la cama. Aurora se lo impidió con un gesto.

—No, no lo hagas. De verdad, no hace falta. No ha pasado nada, estoy bien. Solo ha sido un despiste, cosas de viejas. No te alarmes. Mira. —Levantó las manos como en una prueba de alcoholemia horizontal improvisada, y se tocó la punta de la nariz con los índices (primero uno, luego el otro) sin borrar la sonrisa de la cara—. ¿Lo ves? Estoy despejada y no me he roto nada.

Cuando devolvió las manos a su posición de partida sobre las sábanas, Gloria advirtió que le sangraba la palma derecha.

—Déjame ver eso. —Se le había clavado una pequeña esquirla, y cuando Gloria la sacó, la sangre brotó sin fuerza. Apretó con la toalla—. Todo habrá pasado en un momento —le dijo. Se filtraba en su voz el nudo que llevaba en la garganta: era la primera vez que sentía el peligro de perderla—. Voy a llamar a Lucía —decidió.

—Deja de llamar a todo el barrio por una caída estúpida. Mírame. Mí-ra-me. ¡Todo está bien! No te asustes. Es nuestra hora de escuchar el universo.

—Hoy debes descansar.

—Eso es lo último que debo hacer.

—…

—No llores, vamos… Ha sido una anécdota, un secreto más entre nosotras. —Gloria no encontró esa lista de secretos entre sus vivencias y las extrañas palabras de la anciana la desconcertaron—. ¿Tienes alguna grabación del Sol? —preguntó Aurora como si hubiera despertado de un sueño de años en una nave espacial.

La chica levantó la vista y se perdió en las pintas violetas de los ojos de esa anciana increíble. Vio el universo en ella y eso la tranquilizó. Volvían a hablar su único lenguaje común.

—Sí, claro que tengo. Muchas. Hasta creo que podría encontrar un archivo de una explosión solar. —Dejó de apretar la mano con la toalla, la retiró y confirmó que había dejado de sangrar.

—Pues a qué esperas, chica del desván. Escuchemos el Sol.

En un arco imposible, la vida subió como un cohete a la altura de un satélite europeo y cayó con la misma fuerza en la cama de Lucía. Esta se despertó sobresaltada y envuelta en sudor. Una pesadilla que acababa de olvidar la devolvió a este mundo mientras en el fondo de su pecho escuchaba un susurro repetido y lejano: Román, Román, Román… Miró el reloj en la mesilla. Faltaban veinte minutos para las seis.