Lucía necesitó casi una semana hasta encontrar el momento adecuado para responder de forma natural y mucho más desenfadada a la invitación de Alicia. En esos días, inmersa en la rutina del trabajo, intentó ir colocando su vida a la vez que las emociones y los recuerdos, tratando de guardarlos a buen recaudo, pero sin tenerlos delante a todas horas, igual que guardaba cada año la ropa de verano en varios baúles distribuidos por los cuartos.
Pasaba las mañanas en la oficina y las tardes en casa. Llevaba cinco años en una empresa de comunicación y organización de eventos, como responsable de la gestión de varias carteras de clientes internacionales que dirigía personalmente como única cabeza visible en España. Su faceta creativa no quedaba cien por cien satisfecha, pero su trabajo le permitía contar con una variedad inmensa de proyectos: la diversidad es lo contrario al aburrimiento. Además, esos trabajos ocupaban su ya de por sí estresada mente hiperactiva. Entre sus obligaciones: gestar y dirigir campañas mediáticas para grandes marcas y crear nuevas iniciativas que a su vez provocaran a nuevos clientes a picar en sus vistosas e iluminadas propuestas. En su vida profesional siempre había ruido, música, photocalls, ruedas de prensa, periodistas que pedían más tiempo y más respuestas, cientos de llamadas de teléfono, sonidos de un móvil que no paraba de vibrar, reuniones de equipo, tormentas de ideas aceleradas… Como contrapunto ya estaba su vida personal, la cara opuesta de la moneda, donde imperaba un desesperante e inamovible silencio; al menos, esa era la pauta y la rutina hasta la irrupción de Alicia.
Desde la llegada de su nueva vecina, Lucía compartía el orden y la disciplina de sus quehaceres con esa especie de bullicio constante de la misteriosa recién llegada. Mientras Lucía doblaba de forma idéntica cada una de sus camisetas, se giraba para observar las ventanas de la galería y, en muchas ocasiones, pillaba a Alicia semidesnuda caminando por la casa. Cuando eso ocurría, daba por sentado que la argentina estaba sola, pero casi siempre se equivocaba. Segundos después del desfile de ese cuerpo exuberante y dorado, otra figura, casi siempre distinta, recorría el camino a la inversa o siguiendo sus pasos. Unas veces otra mujer; otras, dos hombres que parecían marcharse; e incluso parejas con el atuendo propio de los turistas que hacían breves escapadas a Madrid. La desnudez de Alicia la alteraba y su sexualidad libre, que seguía despertándola muchas noches, amenazaba su tranquilidad.
En su silencio, el ruido de la vida de Alicia resultaba atronador. Era consciente de que el comportamiento de su vecina no alteraba en absoluto la vida de la comunidad. Sabía que esa diversión implícita no era molesta para nadie, ni siquiera para ella, pero sí era envidiable. Sentir a Alicia la llevaba a un territorio en el que Lucía también quería ser sexy y dulce, libertina y presa de sus apetencias. En menos de dos semanas, Alicia le había devuelto varios minutos desbocados y alguna que otra conexión a páginas porno a la hora de irse a dormir. Alentada por una liberación contagiosa, Lucía había recuperado su tiempo para masturbarse, siempre bajo la atenta mirada de su gato, el único conocedor de todas sus carencias y de sus cada vez más frecuentes y esperados pecados. Además, como barrera para el silencio, Alicia no paraba de cambiar los muebles de sitio. El arrastrar de las patas de las mesas por el piso, los taburetes que iban y venían de la cocina, las voces de los tangos, las risas… El patio que compartían todos aquellos vecinos desconocidos era ahora refugio de una vida más llena que todas las que se asomaban a aquel hueco en el que hasta entonces solo tendían la ropa mojada. Ahora, la vida se descolgaba por las paredes como el agua de los canalones cae desde los tejados en una tarde de lluvia intensa. Desatada y a borbotones.
Lucía cogió la botella de vino de aquel primer encuentro y la bandeja de aperitivos salados que había comprado para acompañarla. Eligió cuidadosamente su vestimenta: pantalones vaqueros y una camiseta blanca con la figura de Sixto Rodríguez, «Sugar Man». En un primer momento se puso sujetador, pero finalmente decidió quitárselo. Descartó los tacones y se inclinó por unas zapatillas moradas que había comprado en Nueva York. Quiso que todo pareciese un poco más casual, consciente de que Alicia descubriría sus inseguridades. Romper su silencio vital tampoco iba a ser tan fácil. Se despidió de León, cerró la puerta con llave y tocó el timbre de su vecina dispuesta a aprender a volar.
—¡Ya va! ¿Quién es? —Casi de forma inmediata, los pasos recorrieron el pasillo en respuesta a la llamada.
—Soy Lucía, Alicia. Tu vecina —respondió aún al otro lado de esa puerta enorme de castillo urbano.
La argentina abrió con una amplia sonrisa. Llevaba una camiseta verde manzana y un short minúsculo demasiado veraniego. Iba descalza.
—Por fin, boluda. Ya era hora. ¿Cuántos días han pasado? ¿Siete? ¿Ocho? ¡Mira que te hacés rogar!
—Solo han sido seis en realidad, pero sí, en general me cuesta decidirme…
—¡Pasá! ¡Qué bueno que viniste!… Aunque sea más tarde de lo esperado. —Alicia se retiró de la entrada para ceder el paso a Lucía.
—El otro día… —comenzó ella mientras se adentraba en un recibidor enorme en el que apenas había dos grandes espejos gemelos apoyados en el suelo.
—El otro día, nada. El otro día vos estabas nerviosa, yo fui inoportuna, y ya fue… Por lo tanto… —Alicia dejó caer sus palabras ampliando su sonrisa—, olvidate de lo ocurrido y abramos ese vino que debe estar delicioso. Vení —dijo enérgica—, acompañame a la cocina.
Lucía reparó en una decoración útil y hermosa. Vacía de pequeños detalles y completa en lo necesario. Entraron juntas a la cocina que daba al patio común.
—¿Vinito, entonces? Gran hora para un vino. Yo no tengo plan, vos no debés tener plan y ya es hora de que nos conozcamos más allá de escucharnos a través de las paredes…
Lucía se sintió violenta. Intuyó que quizá Alicia se había dado cuenta de que la oía y de que, últimamente, la seguía en sus pasos.
—Soy bailarina de tango y arquitecta. También puedo diseñar casi cualquier cosa, te hago lo que quieras. No puedo pagarme esto, obviamente, vivo con cuatro cosas y realquilo cada rincón de esta casa. Por eso, y espero que no te haya molestado, entran muchas y diferentes personas… Ya sé que a veces se despistan y llaman a tu portero y te pido disculpas, pero la profesora de pilates es una boluda y los guiris no se enteran. —Se puso de puntillas para alcanzar dos copas de un armario alto, al mismo ritmo de vértigo al que iba hilando las frases—. Nada más llegar, les hago un briefing más que completo: ubicación del metro, mapa, dirección del piso, solo me falta colgarles una chapita del cuello con un GPS para regresar, pero ya sabés, el turista es boludo por condición… Y ahora que ya te confirmé todo lo que sospechabas, ¿querés quejarte o entendés lo que está pasando frente a tu casa?
Alicia descorchó el vino y sirvió las dos copas a tal velocidad que Lucía pensó que era capaz de hacerlo simultáneamente.
—Bueno, la verdad es que no me imaginaba ni la mitad de lo que me acabas de decir, y no, no he venido a quejarme… —dijo al fin mientras cogía la copa que le tendía—. Es todo un poco extraño para mí, pero no me parece mal…
—¿En serio? ¿De verdad? Llevo varios días camelándome por teléfono a la dueña del piso porque no me deja poner un aparato de aire acondicionado que dé al patio, y si ya está pesado, en el verano, te cocinás. —Estaba claro, Alicia tenía todo el calor que le faltaba a Lucía—. Al final lo instalé igual, sin permiso. Pensé que te habrías enterado al menos de eso… Llevo tres días con el aparato de ventana a ventana. Pensé incluso en tirarlo al patio y mandar a la mierda a la comunidad. Pero no, no estoy tan loca como parezco… o sí… —Alicia le guiñó un ojo y salió de la cocina arrastrando a Lucía hacia el salón.
—Entonces, realquilas partes de la casa… Pero eso es… ilegal.
—No pasa nada…
—Y por eso siempre hay gente que va y viene.
—Como yo, que viajo mucho, pero por resumir: lunes y miércoles, clases de tango: una para alumnos y otra solo para mí, algún lujo tengo que darme… Martes y jueves, viene una chica que se llama Lola y que da pilates para dos grupos, y algunos sábados también da yoga, depende de cuántos alumnos consigue reunir. Y todos los días, tres habitaciones alquiladas por AirBnB. La zona no es mala, no alquilo todas las noches, pero suma… La verdad es que es un incordio mayúsculo, aunque es la única manera de bancarme esta mansión… En serio, ¿no te molesta?
Lucía lo valoró un instante, y se reafirmó en lo que llevaba pensando días:
—No, la verdad es que no me molesta, al contrario… He oído los tangos sin entender demasiado, he visto pasar a decenas de personas por esa galería que compartimos, pero no me ha molestado en absoluto. Simplemente no lo entendía…
—Mi vida no es… ¿cómo diría?… tranquila… Pero es divertida, diferente, loca… Es sexy.
—Sí lo es.
Alicia brindó con Lucía por primera vez.
—Me alegra saber que pensás lo mismo que yo. Prefiero estar siempre al límite, tener miedo, equivocarme y hacer pelotudeces, pero sentirme viva. Total, si no puedo con esto, me marcharé por donde vine y todos tan felices… En el peor de los casos, dejaré atrás un aire acondicionado de 400 euros y ¡a la mierda!
Levantó su copa de vino y la apuró, antes de soltarla en la mesa. Luego, en un ejercicio coordinado de ambas manos, rellenó las de ambas.
—¿Y vos? ¿Estás mejor? ¿Un poco mejor? ¿Nada?
—Estoy… Estoy.
—Bueno… ¿Te gusta mi casa?
—Mucho. Es perfectamente… incompleta.
—¡Qué jodida que sos! Pero me gustás. Sos divina. —Alicia entornó los ojos—. Tan impertinente y directa… Me encantás… En serio.
Lucía no supo qué decir.
—No me gustan las mujeres sin ira y vos tenés para dar y repartir. Hay mucha rabia ahí dentro… —Alicia le puso la mano en el pecho y ella se estremeció—, y por lo que veo, muchas cosas por vivir, aunque… algunas vivimos… si tus gemidos no me confunden…
Lucía no podía creer que la mujer que llenaba cada noche de sonidos sexuales le estuviera hablando a la cara de sus contadas masturbaciones.
—Bueno, tú tampoco te lo pasas mal —respondió sonrojada.
—Pero, boluda, no pasa nada. ¡No te avergüences! ¡Pronto llegará el verano! ¡Dormimos con las ventanas abiertas! Y, obvio, somos calientes… somos vecinas, es una alegría bestial que nos escuchemos, ¿no te parece?
—No sabría qué decirte. —Lucía empezó a sentir mucho calor—. Lo que sé es que eso tampoco me molesta. No solo no me parece mal, sino que me parece bien.
—¡Perfecto! Vamos por el buen camino. —Alicia volvió a brindar y apuró su tercera copa de vino—. ¡Tomá conmigo! ¡Estamos de celebración! Somos jóvenes, hermosas, somos vecinas y ya somos prácticamente amigas… Emborracharse es lo que toca.
Lucía asintió, segura de que no había oído nada tan concreto y sabio en toda su vida. La frescura de esa mujer le llenó las venas de algo mucho más excitante que el alcohol.
—Por cierto, también doy masajes y hago reiki. Podés recomendárselo a tus amigas y, por supuesto, vos estás invitada cuando quieras y a la hora que quieras…
Ambas rieron, aunque no estuvieran pensando en lo mismo.
Lucía salió de casa de Alicia dos horas más tarde. Estaba lo bastante borracha y excitada como para no desear otra cosa que vivir con mucha más plenitud de lo que lo hacía. Se dio una ducha rápida y llamó a algunas amigas hasta dar con un plan al que apuntarse esa noche. «Hoy te quedas solo, León». La revista Vogue España celebraba una fiesta en honor del fotógrafo peruano Mario Testino en uno de los palacetes más bellos de Madrid. Lucía decidió estrenar un mono vintage de Armani color violeta, otra de sus compras neoyorquinas. Se subió a los tacones más altos que tenía —unos Louboutin bicolor— y se lanzó a la fiesta esperando encontrarse como mínimo a Kate Moss.
Sus amigas la miraron extrañadas cuando subió las escaleras que daban acceso a los salones del palacio. Caminaba arrogante, casi soberbia, elegante y muy sexy. El escote interminable de ese mono hubiera sido impensable meses atrás en su vida: cualquier aguja o broche lo hubiera cerrado a la altura del pecho, pero esa noche, Lucía había dejado a la vista de todos lo que cualquiera se atreviese a mirar. Los senos acariciaban desnudos la tela y la movían a cada paso de tacón de dieciséis centímetros. Sus caderas se bamboleaban mientras sonreía tan segura de sí misma como copas de vino llevaba encima. Tenía un brillo en los ojos impropio de la serenidad de esa mujer que muchos de aquella fiesta conocían. Recorrió cada rincón de la fiesta saludando a unos y otros, repartiendo besos y rozando su cuerpo con cada uno de ellos. La Lucía arisca y extraña se había convertido en un experimento imparable. Y cuando alguien le preguntó por César, se limitó a no contestar.
Al fondo de uno de los salones laterales, Lucía pudo sentir que alguien la miraba insistentemente. Un tiempo después encontró esa mirada en otro punto de la fiesta. Estaba borracha, pero no tanto como para inventarse ese lazo que ya la había atrapado. En la oscuridad de la fiesta, solo lograba distinguir a un hombre moreno vestido de esmoquin que la atravesaba con los ojos. La seguía por los pasillos desde lejos y reposaba su cuerpo contra las paredes cuando ella se detenía para charlar con alguien. Mirase donde mirase, él siempre estaba allí. No demasiado cerca. Nunca demasiado lejos. Lucía no entendía lo que estaba pasando. ¿Quién era? ¿Por qué no se acercaba? Quiso pensar que quizá no era ella a quien él seguía, pero cuando cruzaron la mirada, más de tres veces, las dudas desaparecieron. No hablaba con nadie, no la perdía de vista, únicamente la perseguía, la acechaba. Se planteó acercarse a él sin más, lanzada y valiente, pero una mezcla de vergüenza y miedo se lo impidieron. Su determinación la acobardaba. Era demasiado directo, atractivo y desafiante.
Durante más de una hora fue registrando a ráfagas detalles del desconocido. Pelo corto, moreno, mirada baja y afilada, estatura media, barba de algunos días… A esa distancia no podía entrar en más detalles, aunque quería saber más y más de él. Estaba completamente segura de que nunca antes lo había visto. «Lo recordarías, Lucía, no habrías olvidado a un hombre así». En eso estaba, buscando en su memoria, cuando lo perdió. Ocurrió de pronto, mientras pedía una copa en la barra principal, y se sintió inquieta y estúpida. A esa hora había mucha gente en la fiesta y entre el gentío y sus pensamientos había dejado marcharse a su perseguidor, justo cuando empezaba a disfrutar entregada de su condición de presa. El camarero se giró para entregarle su gin-tonic, pero ella ya no estaba. Atravesó los salones acelerada y rabiosa. Otra vez esa falta de determinación, otra vez su cobardía ensayada durante años con César, otra vez no poder ser como Alicia… Decidió irse a casa, esconderse y abrocharse el escote, dejar de ser lo que no era, si no era capaz de aprovechar lo que ello le reportaba. No estaba preparada. ¿Para qué engañarse? Quizá nunca podría ser lo que esperaba.
En ese momento de ira, mientras bajaba los escalones de la misma escalera que había pisado con rotundidad horas antes, el desconocido se interpuso en su camino como una cortina que se despliega desde ninguna parte y le cerró el paso. Lucía frenó hasta casi caer en sus brazos. En su cabeza sonó la voz de Lana del Rey y el mundo que los rodeaba empezó a diluirse.
—¿De verdad te vas a marchar sin conocer la respuesta? —dijo él con una voz clara y, a la vez, susurrante.
De cerca era aún más guapo e intenso. Era… espectacular. Capaz de hacer en un instante que todo lo que los envolvía fuera secreto y traición. En un mecanismo de defensa especialmente torpe, Lucía intentó mantenerse firme y distanciada.
—Y según tú, ¿qué es lo que necesito saber? —le dijo incapaz de averiguar si su rostro mostraba seriedad o desconcierto.
—Hazme cinco preguntas y te prometo que no te mentiré. Elígelas bien, porque nunca más tendrás esta oportunidad.
El desconocido le atravesó el pecho con esa propuesta y se sintió molesta porque claramente él había tomado la iniciativa y controlaba la situación. Aun así, no supo cómo escabullirse y, sobre todo, no quería por nada del mundo perderlo de vista otra vez. Pensó en su primera pregunta, cualquiera que lo retuviese allí, con ella.
—¿Por qué me mirabas? ¿Por qué te has acercado a mí? —No pudo ser más original. Estaba muy nerviosa.
—Esas son dos preguntas, aunque las aceptaré como una. —Se aproximó un poco más para contestarle—. No he podido evitarlo y creo que tengo algo que tú necesitas.
Lucía retrocedió de nuevo unos centímetros sin querer hacerlo realmente, pero movida por la prudencia. Esa prudencia… estúpida. Tanteó el escalón para no pisar en falso, incapaz de retirarle la mirada.
—No me conoces de nada. ¿Cómo puedes saber que necesito algo? —Al formular esa pregunta supo que ya se había destapado.
—Porque lo buscas —le contestó al instante su provocador adversario—. Eres como un animal precioso y hambriento y creo que podríamos cazar juntos.
—No me gusta la caza —respondió torpe y atropellada—. ¿Y a ti?
—Solo cuando cazo para otros.
El desconocido se acercó aún más a ella y le susurró su nombre al oído. Román. Lucía le contestó con otra pregunta igual de susurrada y al acercarse comprobó que él olía a todo lo que ella deseaba en ese momento.
—Y ¿qué podrías conseguir para mí? —Empezó a dejarse llevar.
—Lo que necesites. Sea lo que sea. —Él apoyó la mano en la cintura de ella, casi pellizcándola—. Lo conseguiré para ti y después podrás hacer con ello lo que quieras.
Lucía sintió un escalofrío y deseó que la agarrase más fuerte. No lograba separarse de él. Tampoco quería hacerlo. Sintió cómo le cogía el bolso rozando con él su vientre y cómo lo abría para deslizar una tarjeta que soltó en su interior. Mientras lo hacía, se retiró unos centímetros para mirarla directamente a los ojos.
—Piensa bien en tu siguiente pregunta porque será la última que podrás hacerme…
Lucía tragó saliva y suspiró de forma evidente, incapaz de reaccionar y con los labios entreabiertos. Pasó un segundo interminable. Ante sus dudas, Román hizo el amago de marcharse pero ella le agarró del brazo y bajó un escalón para enfrentarlo de nuevo a ella.
—Espera. Me llamo Lucía.
—Solo una más y sabes cuál es… Si no, me iré.
Ella pensó en cómo decirlo, cómo ordenarlo, cómo no fallar… Respiró y se lanzó.
—Y si tenemos que conseguir algo juntos…
Román la miró y dibujó en su rostro una media sonrisa. Volvió a inclinarse a su oído para susurrarle la respuesta, pero finalmente se retiró y en ese recorrido dejó un silencio largo que llenó de tensión el aire y de inquietud a ella. Se iba. No podía marcharse. Debía hacer aquella pregunta completa, certera, sin miedo… o jamás volvería a verle. Era más que un presentimiento. Era la amenaza de perderlo ahora que lo había encontrado. Román bajó un escalón dispuesto a marcharse, pero paró al oír a Lucía:
—Y si tenemos que conseguir algo juntos… —repitió nerviosa, aunque absolutamente decidida—, ¿cuándo… cuándo deberíamos hacerlo?
Él se giró y se quedó de perfil. Sonreía como sonríen los ganadores. La miró de arriba abajo muy despacio y volvió a hacerlo en sentido contrario. Cuando sus ojos encontraron de nuevo los de Lucía, no dudó. Como si siempre hubiera sabido que ella llegaría hasta ahí, hasta esa fiesta, hasta esa hora y esa cita. Y entonces, todo lo que los rodeaba desapareció por completo, las figuras se disiparon, la escalera se hundió bajo sus pies, las paredes del palacio se abrieron como una caja desarmada, las voces cesaron, la luz bajó y ella sintió la soledad de los momentos perfectos. Ese instante que sabes que nunca olvidarás.
Román abrió los labios y pronunció las cuatro palabras que cambiarían para siempre la vida de Lucía:
—Mañana, a las seis.