17

Las mañanas eran mucho peores que las tardes. La llegada de la noche sorprendía a Lucía entre ocupaciones que, sumadas al cansancio, disfrazaban la tristeza y la acunaban hasta enganchar el sueño. Llevaba meses sin descansar bien. Caía rendida, pero no había forma de sentir la recuperación nocturna en su cuerpo y, principalmente, en su mente. Dormía, sí, pero no tenía tregua. El trabajo, los mails, el teléfono, los chats, los quehaceres diarios taponaban la salida de todos los dolores que se disparaban en cuanto ella, capaz de dirigir sus emociones diurnas, dejaba escapar a su cerebro, libre de controles, entre las oscuridades de todas las noches. Una vez sueltas las riendas, la memoria o los miedos o las preguntas se desbocaban, y ya no había forma de sujetarlos hasta que el amanecer entraba otra vez por la ventana.

Por las mañanas, cuando lograba sacar de la cama su cuerpo tenso y malherido, se miraba en el espejo y veía claramente dibujadas todas las arrugas de un rostro que duerme esperando un choque frontal. La ebullición de lo que se desataba en su cabeza contraía sus músculos faciales. Le dolían la cara, los dientes, la mandíbula, el ceño, el interior de los ojos… Le dolía el alma. Apagaba el despertador a tientas, sintiendo cierto hormigueo en las manos, que amanecían también retorcidas, con los puños cerrados y el rastro de las uñas clavadas en las palmas. La cara interna de las rodillas y los huesos de los tobillos sensibles al contacto después de horas de presión. Lucía necesitaba descansar, y aunque León vigilaba su sueño, él tampoco era capaz de transmitirle paz. Muchas veces, cuando la luz reptaba desde el alféizar, Lucía alejaba la ansiedad llorando con la cara hundida entre los almohadones. Se despertaba angustiada por la prolongación de una tensión que la consumía. Entre pensamiento y pensamiento, en el resquicio que le permitían sus amontonadas preocupaciones, mantenía el contacto con el portador de todos sus secretos: «León, mi gato, ¿cuándo acabará esto?… ¿Duermes conmigo? ¿Sabes si hablo en sueños?».

Ya había pasado algo más de una semana desde su llegada a Madrid y aún no había deshecho sus maletas del todo. No había querido encontrar el tiempo que le hacía falta para lavar la ropa sucia y acondicionar la casa de cara a esa nueva temporada en soledad. Quería cambiar las cosas sin que las cosas cambiaran del todo. En su fuero interno sabía que eso era imposible, pero también sabía que cambiar cuatro muebles de sitio no le daría la tranquilidad necesaria. El cambio que ansiaba era mucho más profundo, aunque pudiese empezar por un simple ciclo de su lavadora.

León lamió los dedos de los pies de Lucía. La falta de sueño le provocaba repentinas ausencias en las que su cabeza se desconectaba de la realidad por unos segundos, una especie de siestas de apenas cinco minutos en las que prácticamente perdía el conocimiento, si la situación se lo permitía. Un desvanecimiento en la calle garantizaba el auxilio, pero comenzaba a no sentirse segura dentro de casa, porque una ausencia cocinando podía convertirse en un accidente doméstico. Por fortuna, su control era mayor de lo que creía. Descansaba sin remedio en cualquier oportunidad de evasión que su cuerpo identificaba: un sofá cercano, una silla lo bastante arrimada a una mesa, o incluso el propio suelo después de que una Lucía, ya adormecida, se arrodillara. Ya se había despertado en un par de ocasiones tendida sobre la alfombra del salón con la sensación de haber dormido más de tres horas que, en realidad, habían sido tres minutos. La saliva en la comisura de los labios y una intensa sed o necesidad de azúcar. León le mordió suavemente la mano y se encontró hecha un ovillo en el recibidor de la casa. No había perdido el conocimiento. Simplemente, un rastro de llanto y unos instantes para huir de su propia vida, a la que había regresado con la cara desencajada y extraña, la marca de la alfombra en la mejilla derecha y los ojos hinchados por el sueño profundo y las lágrimas.

Ya estaba en pie cuando sonó el timbre.

Lucía abrió la puerta sin saber todavía muy bien qué estaba haciendo, una mera respuesta refleja al sonido de la llamada. Al otro lado de la puerta, reconoció sin la menor duda a su flamante vecina. Era tal y como la había imaginado despierta y en sueños… simplemente, perfecta. Llevaba entre las manos una botella de vino y había dejado la puerta de su casa abierta, en una invitación explícita.

—Hola, ¿qué tal?, soy tu nueva vecina, Alicia…

—…

—¿Quizá no vengo en un buen momento? ¿Estás sola o con tu chico? La casera me explicó que ustedes dos viven juntos y solo quería invitarles a una copa de vino. Un kit de recibimiento… Ya sé que no es mucho, pero no sé hacer tartas, ni bizcochos, y esto siempre es una solución amable…

—…

—Bueno, quizá no sea el momento… Mejor te doy la botella y lo hacemos al contrario, ¿querés?… Vení a casa cuando vos quieras con esta misma botella y charlamos… o no… como veas…

Alicia se atropellaba en una sucesión de palabras tan veloz como certera. Sabía lo que quería decir y el ritmo de sus pensamientos superaba con creces la vocalización de los mismos. Era rápida, lista y decidida.

—Estoy sola. César ya no vive aquí —respondió Lucía al fin, y ella misma se sonó seca y antipática.

—Bien… Bueno… Acá estoy, en la puerta de al lado. Hechas las presentaciones… Lucía, ¿verdad?

—Sí.

De nuevo, un silencio incómodo hasta que Lucía, finalmente, se derrumbó. No pudo evitarlo y comenzó a llorar. Alicia la miró sorprendida y violenta, pero no asustada.

—Yo también estoy sola, igual que vos… Es perfecto para ese vinito cuando sea un buen momento. Por favor, tomá. —Le acercó la botella.

—Lo siento —respondió una Lucía con la voz rota y atragantada.

—Tomá la botella, che, no te apures. Paso mucho tiempo en casa —insistió Alicia con una musicalidad que transformaba la invitación en un cálido abrazo.

Lucía no lograba contener el llanto. Le temblaban los labios y el cuerpo entero. La casa se venía abajo sobre ella mientras miraba a esa mujer preciosa cargada de buenas intenciones.

—Dale, llamá a mi puerta. Creo que nos sentará bien a ambas. Estoy segura de ello.

Lucía cerró sin responder. No era propio de ella comportarse de esa forma y se sintió fría y distinta, indisciplinada y radical. Caminó hacia la cocina y colocó el vino en la encimera. Acto seguido, como si aquel breve encuentro hubiese supuesto un pistoletazo de salida, comenzó a recoger, puso un lavavajillas, ordenó la ropa y pasó más de dos horas limpiando la casa. Lo que acababa de pasar no debía volver a ocurrir jamás. Nadie debía verla en esa desnudez emocional. Ese comportamiento solo le reportaba vergüenza e inseguridad. León la seguía por la casa, de cuarto en cuarto, y cuando ella regresó a la cocina, se quedó delante de la lavadora, viendo cómo el tambor giraba y giraba en círculos hipnóticos de agua y espuma. Como si fuese capaz de lavar algo más que manchas en la ropa blanca. «Saldremos de esta también, mi gato».

A unas calles de distancia, unas voces masculinas desordenadas y claramente ebrias entraron por el balcón de Gloria. Los hombres cantaban Asturias, patria querida. Eran las dos de la madrugada y la niña del más acá observaba el cielo de Madrid desde su particular terraza en los tejados. Relajada y plena de luna, retrocedió hasta regresar al desván como una sombra que hubiese ocupado ese lugar desconocido para todos. Ya en su escondite secreto, sacó de una cómoda antigua una barra de maquillaje para disfraces. Eran recuerdos de la infancia de Lucía: sus disfraces de las fiestas del colegio, todo tipo de pelucas, sombreros, coronas de cartulina, varitas mágicas y zapatos de cristal. La barra favorita de Gloria era de color plateado.

Se puso delante del espejo y buscó en su rostro el toque justo para ser un poco más ella donde nadie podía verla. Apoyó la barra grasa en el comienzo de una de sus cejas y la cubrió de un baño de plata. Luego dibujó dos arcos perfectos sobre los ojos, de un grosor suficiente como para cubrir por completo el pelo humano. Dos cejas plateadas enormes sobre dos ojos llenos de galaxias memorizadas en horas de estudios del universo. Le emocionó pensar que, entre el mundo que no amaba y el que la subyugaba, existía ese rincón intermedio: el lugar mágico en el que ser parte de algo distinto y al margen de lo reconocible. Se sintió afortunada y libre.

En ese instante, Aurora soñaba con el nacimiento de un bebé hermoso y resbaladizo. Los pasos en el desván la trajeron de vuelta. En la clarividencia que a veces otorgan los sueños más extraños, comprendió que los ruidos que la inquietaban pertenecían a su niña solitaria. No quiso saber entonces qué hacía Gloria en el desván; es más, le encantó no saberlo y no poder imaginarlo. El hecho de que la muchacha silenciosa tuviera un secreto la llenó de esperanza. Quien tiene un lugar para la escapatoria tiene en esencia una oportunidad para encontrar una salida. «Está buscando —pensó aún adormecida—. Vieja tonta, donde tú creías que había fantasmas, solo hay estrellas».

A trescientos metros de aquella sonrisa nocturna, León saltó del suelo a la ventana de la cocina. La lavadora entraba en el ciclo de centrifugado con un ruido semejante al de las hélices de una pequeña avioneta. El gato de todas aquellas mujeres sintió un leve despegue en sus vidas, levantó la cabeza al cielo y ronroneó con la vista fija en las estrellas.