16

«Ya voy, mi gato, escúchame, pequeño. Estoy desayunando y voy a por ti. Espérame en la puerta. Ya ha terminado todo. Tenemos mucho que hacer». Lucía llegó a casa de su madre sobre las once y León no estaba en la entrada. Siempre que se separaba de él tenía que pasar por esta crisis de reconquista: él se empeñaba en darle a entender su enfado y su rabia por el abandono, y a ella, como dueña suya que era, le tocaba mostrar todo su arrepentimiento humillándose ante el animal. Era parte de su juego. Así se querían y esas eran sus reglas.

Como suponía, León reposaba encima de la cama de Aurora, quieto y postrado a los pies de la anciana, de espaldas a la puerta de la cámara y a ella.

—¡Mamá! ¿Qué haces con la ventana abierta? Te vas a resfriar…

León ni siquiera se giró al oír la voz de Lucía.

—Cuando estás en Nueva York no te preocupa que me constipe.

—Mamá…

—Es broma. Ven. Dame un abrazo. A mí, antes que al gato, por favor. —Lucía se sentó al lado de su madre y le cogió las manos—. ¿Vas a bendecirme o algo así? —le dijo Aurora soltándole las manos y abriendo los brazos—. Ya sé que tienes cosas que contarme, pero primero, abrazo.

—¡Qué mimosa te has vuelto con la edad, mamá!

—Y tú sigues siendo un cactus, hija, pero las mujeres muy mayores nos podemos permitir demandar atenciones de todo tipo. ¿Cómo está mi «pequeña rebelde»?

—¿Cómo estás tú? —le contestó Lucía ya fundida en el abrazo.

—Cansada de cuidar a tu gato. —Ambas rieron.

—Tú no lo cuidas, mamá, lo hace Gloria.

—Ya, pero pasa todo el tiempo conmigo. La que aguanta al gato soy yo. —Movió un poco la pierna y León se recolocó lo justo para dejarse caer hacia el lado contrario, perezoso y lánguido, orgulloso, un rey gato—. Hoy te lo llevas, ¿no?

—Sí, mamá. Hoy me lo llevo y, cuando lo haga, le echarás de menos.

—¡Ay, qué poco me conoces! Al menos, atesoro ese misterio. Mi hija todavía no me conoce.

—Te he traído un regalo. Mira. —Lucía sacó un pequeño paquete blando de su bolso y Aurora comenzó a abrirlo sin demasiado interés mientras arrancaba con la batería de preguntas.

—Entonces, ¿cómo estás? ¿Qué tal el viaje? ¿Qué tal César?

—Lejos, mamá. César ya está lejos.

—Entiendo… Tranquila. Date un poco de tiempo. No te precipites. Desde pequeña siempre has querido adelantarte a la vida y eso tampoco es bueno. Está bien que quieras cambiar las cosas, pero también debes serenarte un poco y reflexionar.

—Pero mamá…

—Pero mamá, nada —rechazó ella con un gesto de la mano—. Hazme un poco de caso. Vas a hacer lo que quieras, como siempre, pero tienes varias semanas… ¿Cuánto tiempo estará fuera?

—Casi tres meses. —Lucía contestó pensando que ya habían alcanzado el nivel máximo de entendimiento. La mirada de su madre la traspasaba y sabía todo lo que recorría su mente y su corazón, como el día en el que perdió la virginidad. E igual que hizo aquel día de hacía ya unos cuantos años, intentó cambiar de tercio por pura supervivencia—. ¿Te gusta el regalo? ¡Ábrelo, mamá! Aunque solo sea por no hacerme el feo.

Aurora abrió el paquete y sacó unos guantes rojos de cuero de Moschino.

—Ajá… Preciosos. Perfectos para una vieja que no sale a la calle y una muchacha que se niega a pisarla.

—Son para ti, no para Gloria, y me alegro muchísimo de que te gusten, mamá. Ya vendré a por ellos en unas semanas para ponérmelos yo. —Sonrió Lucía.

—Entonces, me encantan.

—Me quedo a comer contigo. Voy a hacer la comida. ¿Dónde está Gloria? —preguntó echando un rápido vistazo hacia la puerta.

—Estará espiando satélites en su cuarto. La nave MIR no caerá sin que ella nos avise, no. Eso es una ventaja. —Las dos rieron de la misma forma, una risa cristalina que a César siempre le había encantado. La genética, después de tantos años, comenzaba a manifestarse. Se permitieron un silencio amoroso.

—Te veo bien, mamá. Yo tampoco puedo venir con un secreto sin que antes lo descubras. Eres una pitonisa.

—No, hija. Soy tu madre.

Lucía preparó la comida con Gloria. Andaban mano a mano en la pequeña cocina: Lucía, guisando unas judías verdes caldosas, algo fácil de digerir; Gloria, empanando unos filetes de pollo a su lado.

—¿Todo bien, Gloria? ¿Cómo está mi madre?

—Bien. —Y luego—: Bueno, bien, pero preocupada por ti.

—No hay nada de lo que preocuparse.

—Si tú lo dices…

—Mira que eres borde, Gloria. Pase lo que pase, no quiero que mi madre esté preocupada.

—Es tu madre. Y sabe escuchar…

—Pues tú también estás aquí para mitigar esa preocupación y hacerla pensar en cosas entretenidas. Mi vida no es perfecta, pero nada grave debe inquietarla.

—Insisto: es tu madre.

—Pues engáñala.

—De eso nada. Y se te están pegando.

Lucía bajó el fuego sin detener la respuesta.

—No me cambies de tema. ¿De eso nada, por qué?

—Porque ella es tu madre y tú eres su hija, pero yo no soy ninguna de las dos cosas. Si haces ruido, por muy lejos que estés, ella te oirá —le dijo mientras hundía un filete en el cuenco donde ya había batido dos yemas de huevo.

—Eres rara con ganas, te lo digo en serio… O eso o te gusta hacerte la rara…

—¿Has terminado con la otra sartén? —Lucía se la tendió después de secarla—. Mira, yo a tu madre la quiero y la cuido, pero eso a ti y a mí no nos convierte ni en amigas ni en hermanas.

—Además de rara, eres un poco impertinente.

—¿Ves como tienes problemas?

—No. No los tengo. —Lucía elevó la voz.

—Ya —respondió tajante Gloria mirándole a los ojos mientras aplastaba el filete contra el pan rallado.

—Estás siempre… a la defensiva.

—No es cierto. Digo la verdad. Eso es todo. ¿A ti qué te importa que yo te diga que no somos amigas ni hermanas?

—Simplemente sobra. Podrías ser más cariñosa.

—Tú, en general, también.

El aceite chisporroteaba en la lumbre.

Gloria acomodó a Aurora para que pudiera comer en la cama y luego regresó a la cocina para almorzar sola. Mientras tanto, Lucía había cogido la pequeña mesa del tocador, depositado su plato en ella, y se había sentado cerca de su madre. Las judías quemaban.

—Oye, mamá… Aquella tarde… ¿de verdad sabías que había perdido la virginidad cuando me preguntaste «qué tal me había ido»? —le preguntó sin más: había estado dándole vueltas mientras terminaba de preparar la comida.

—La verdad es que no. —Aurora no pareció extrañarse por la pregunta. Se limitó a negar con la cabeza mientras recordaba el rostro de su hija aquel día de dos décadas atrás, cómo su niña estaba asustada y fría, incapaz de compartir y, a la vez, incapaz de no pedir auxilio. Regresó del recuerdo—: No, cariño, la verdad es que no lo sabía, pero era evidente que algo te había pasado. Cuando algo importante te ocurre, siempre pones esa cara. La misma que traías hoy.

—Hablemos de otra cosa —se defendió Lucía mientras soplaba la cuchara.

—No te he preguntado nada —respondió Aurora levantando las manos.

—No, tú no abres la boca, pero no dejas de mirarme.

—Tampoco diría yo tanto… Y además, si me preocupo por ti, ¿qué tiene de raro? Tú dirás que estás bien, pero te veo apagada.

—Ya sabes que no lo estoy, mamá.

—Mi vida… —Aurora cambió el gesto, más seria de repente—: Tienes todo para sentirte bien, incluso una tristeza lógica, si ahora es lo que te toca.

—Pues mira, entre otras cosas, estoy preocupada porque quiero hacerme unas pruebas médicas. —No es algo que tuviese realmente pensado; le había venido sin más a la cabeza porque no podría aguantar que su madre acabase mencionando a César y quería evitarlo con cualquier artimaña. Pero ahora que lo había dicho, no sonaba tan insensato—. Estoy muy cerca de cumplir la edad de papá cuando murió —improvisó, cada vez más convencida—. Me da por pensar que moriré en esa fecha o antes, como si estuviera escrito… Él siempre te decía que moriría joven y yo también lo siento así.

León, que había estado vagando castigador por la casa, cruzó el umbral en ese instante y se subió de un salto a su atalaya, para presenciar la conversación: se había olido que aquello era más importante que seguir fingiendo una indiferencia absoluta hacia su dueña. Aurora se removió sobre la cama y detuvo a Lucía con un gesto cuando ella hizo ademán de llevarse una cucharada de judías a la boca.

—¿Te refieres al cáncer, a tener cáncer como él? No digas eso…

—Mamá, papá murió muy joven y hay cánceres que se heredan.

—Era un cáncer de células indiferenciadas.

—Siempre dices eso, ni siquiera sabes de qué murió. —Había vuelto a perder los nervios, en esta ocasión con su madre.

—¡Lucía! —protestó ella—. Ese fue el diagnóstico. Ya te lo he dicho mil veces. No tengo ninguna razón para mentirte.

—Pero empezaría en alguna parte, algún órgano en concreto…

—No se podía saber —insistió su madre tajante y muy seria.

—Bueno, espero que no te importe que vaya al hospital a pedir los informes. Me gustaría tenerlo claro para saber qué pruebas debo hacerme.

—Ve si quieres…

—Porque tú no los tienes, ¿verdad? —le cortó Lucía.

—No, no los tengo. También te lo he dicho mil veces. Tu padre murió en tres meses. Cuando le detectaron la enfermedad ya era tarde. Le abrieron y le cerraron en la misma operación sin poder hacer nada. Estaba invadido.

Como había pasado otras veces al llegar a este punto de la charla, las dos se quedaron calladas, sosteniéndose la mirada. Al final fue la más joven la que rompió el silencio.

—Bueno, pediré el informe y comprobaremos si fue así —dijo, y se arrepintió al segundo de ese final tan policiaco y tan poco cariñoso.

—Fue así. No me lo discutas.

—Vale, mamá… Hablemos de otra cosa.

A pesar de su aparente debilidad, Aurora se impuso. Luego suspiró cansada e intentó retomar un tono amable ahogado por las acusaciones y los errores.

—¿Para eso te quedas a comer conmigo…?

—No, mamá, pero siempre me mientes cuando hablamos de todo aquello. Como lo del día del entierro. No reconoces que Pilar me llevó a casa de los primos y que crucé la catedral.

—Porque no fue así: Pilar no se acuerda y ninguno te vimos. Creo, sinceramente, que te lo has inventado con los años. Aquello no fue fácil para ti. Es normal que reconstruyas situaciones que ni siquiera viviste. —Aurora fue la madre conciliadora y comprensiva que Lucía esperaba.

—Pero yo estuve allí, mamá…

—No, no estuviste y no había ningún edificio derribado…

—Como no hay ningún cáncer con nombre…

El ánimo de Lucía siempre tuvo ese carácter sísmico: cualquiera de sus primeros estallidos tenía réplicas de menor intensidad.

—Exactamente —dijo segura Aurora.

—¡Mamá! —Una réplica breve esta vez.

—Lucía. Yo creo que hay fantasmas en el desván y no te lo cuento.

—¿Fantasmas? ¿En el desván?

—Oigo pasos por la noche. Ruido de pisadas…

—Ahí no hay nada, mamá —dijo igual de segura Lucía y en el mismo tono.

—¿Lo ves? Es cierto… Yo escucho a alguien en ese desván y da igual lo que yo te diga porque tú no me crees. Piensas que estoy vieja o loca. Y ¿sabes cuál es la diferencia? Que a mí me da igual que no me creas, que me da igual que no creas que escucho el universo u oigo pasos, que lo importante no es lo que tú creas, sino lo que crea yo… Y por eso no te pregunto por César.

—¿A qué viene César ahora? —Se desesperaba—. Estamos hablando del entierro, del cáncer de papá, del día que perdí la virginidad y fantasmas que no existen el desván…

—No, Lucía. Estamos hablando de lo mismo. Lo que tú escuchas y sientes no lo podremos oír nunca los demás. Ya es hora de que aprendas a vivir con ello.

Lucía miró hacia la cómoda, desde donde la observaban los ojos entornados de su gato. Se preguntó de parte de quién estaba.

—Pero lo que es cierto es cierto —replicó—, y lo demás es mentira. Lo que ocurrió u ocurre es cierto, y lo demás son invenciones.

—¿Estás segura?

—Sí. —«Muy segura», pensó.

—Pues yo creo que ese día tú estuviste de alguna manera en esa catedral, igual que creo que una parte de tu corazón aún es de César aunque nadie pueda verlo, ni confirmarlo. —Su madre le cogió la mano: estaban frías como un témpano de hielo—. ¿Podrías decirme que sí? ¿Podrías decirme que no? ¿Podrás decirme que sí o que no dentro de veinte años?

Lucía reflexionó sacudida por la sabiduría materna.

—No, no podré. Ni siquiera puedo ahora.

Aurora sonrió.

—Pues cómete las judías, llévate a tu gato y cuando estés preparada para contarme lo que tú quieres que sea verdad, aquí estoy.

Lucía retiró el plato de su madre, y dejó todas las judías flotando en un caldo más frío que templado.

—Me voy, mamá —dijo ya en pie, después de darle un beso rápido.

—Te quiero, hija. No te hagas más daño del necesario.

Gloria entró en la habitación con los cascos dispuesta a iniciar otro viaje por el universo de la mano de Aurora. León permitió que Lucía lo apresara y ambos se marcharon, aún sin dirigirse la palabra.