Lucía llegó a Madrid atrapada en un nudo de sueños extraños. En su delirio a 30.000 pies de altura, vio cómo dos hilos tensos tiraban de la cavidad que formaban sus omóplatos, tratando de juntarlos. Su carne se abrió en un grito de dolor inhumano en el que no reconoció su voz. La perspectiva de esa transformación la mostraba de perfil, desnuda, con los senos y el cuello empujando todo su cuerpo para zafarse de aquellos anzuelos que le habían dado caza. Su cabeza se revolvía echada hacia atrás, y su pelo se enredaba en los metales que le desgarraban la piel. Los brazos, completamente estirados, buscaban un punto de agarre para poder liberarse, doliese lo que doliese. De repente, en las heridas de la espalda, entre la carne sanguinolenta, empezó a adivinar dos pequeños codos más claros. Retorcida por el dolor, se agarró la cabeza con ambas manos y curvó la espalda separando sus omóplatos tanto como era capaz, abrazándose con fuerza y determinación. Gritó con el rostro hundido en el pecho. El pelo le caía ahora en cascada hacia delante. Su nuca dibujaba un comienzo perfecto de la columna vertebral. Una espina que se movía como una serpiente inquieta. Y de las lesiones surgieron dos extremidades nuevas. Al desdoblarse y estirarse del todo, se descubrieron como dos alas grises y mojadas similares a las de un buitre leonado. Dos alas de tremenda envergadura que se agitaron con violencia mientras Lucía gemía agotada. Los anzuelos continuaban clavados en su piel. «Le deseamos una feliz estancia en Madrid. Gracias por volar con nosotros».
Despertó a pocos minutos del aterrizaje. Seguía tumbada en su estrecha cama en clase business y la espalda le dolía horrores. Sentía la angustia de los sueños que te transportan a la irrealidad de forma completa, esa desazón que se queda agarrada al pecho hasta que tu cerebro despierta del todo. Eran las cuatro de otra tarde de domingo en Madrid, y estaba muy cansada. Hoy no iría a buscar a León, nada de planes. Solo tenía que levantar el teléfono para decir: «Me estoy volviendo loca, sueño que tengo alas y que soy un monstruo atrapado por anzuelos», y todas sus amigas se la llevarían a tomar unas copas para compartir tal locura. Pero no. En principio, no. Lucía sabía que huir la primera noche que debía pasar sin César en casa no era la idea más valiente. Libre de sus ataduras norteamericanas, debía aprender a ser feliz sola.
Descargó un par de decenas de mensajes y de mails mientras aguardaba el equipaje, salía de la terminal y se desplazaba al centro de la ciudad. Entre los correos, una oportunidad para acercarse a La Casa de la Portera a ver el ensayo de Animal, de Rubén Ochandiano. Madrid y sus demandas, siempre tan exigente y tan lleno. Se dio un minuto para mirar desde la ventanilla del taxi: eran las carreteras de siempre, con la misma gente, los mismos árboles, exacta atmósfera, pero sintió algo distinto, una cierta excitación ante la posible novedad. Tener miedo, al fin y al cabo, no estaba mal. Era parte inevitable de aquel trance.
Cuando el coche entró en su barrio, pasó a pocos metros de la casa de su madre y aprovechó para mandarle un mensaje telepático a León. «Pequeño, sé que ya puedes escucharme. He vuelto. Mañana paso a buscarte. Te he echado de menos». Lucía se emocionó al hablar con su gato. Sintió que los dos estaban un poco más solos en el mundo, pero también la reconfortó la idea de que serían más libres. Algo tan sencillo como ir o no ir al teatro. Decidir hacerlo o no en el último momento… No verse obligada a contárselo a nadie, no avisar, ni tener que invitar, no hacer planes comunes, simplemente individuales… Un mundo para Lucía en una ciudad dispuesta a darte todo lo que puedas buscar.
El taxista paró en doble fila, unos metros más allá de su portal, después de sortear a una furgoneta blanca, parada justo delante. Sacó la maleta de Lucía del maletero y se despidió de ella con una sonrisa.
—Que pase buen día, señorita —le dijo mientras regresaba a su asiento al volante. Ella le contestó inclinada sobre la ventanilla del copiloto.
—Disfrute y descanse.
Agarró su equipaje y tiró de él hacia la puerta de su edificio. Justo enfrente, un grupo de desconocidos se turnaban para sacar cajas de cartón de la furgoneta blanca y cargarlas más allá del portal, escaleras arriba. Eran claramente amigos ayudando a alguien con una mudanza. Uno de ellos permanecía sentado en la parte trasera del vehículo con los pies colgando y se liaba un porro mientras ordenaba entre risas a sus colegas qué debían subir y en qué orden. «Esta silla recogida de la basura podéis ponerla en el nuevo salón de Alicia. Seguro que hará un buen servicio», o «cuidado solo con la lámpara naranja, que si llega mal arriba, os van a moler a palos», o «antes de que os desmayéis, chavales, propongo que subamos la mesa de comedor todos a una… esa mesa en la que luego cenaremos gratis en compensación por nuestros esfuerzos». Una frase tras otra, todas rápidas, todas con la risa lista.
—¡Ali! —gritaba ahora mirando a los balcones—, ¡no te olvides de pagar a tus obreros, en carne!
Lucía pasó entre todos aquellos hombres con su maleta de cuatro ruedas, ligera como el papel de fumar del improvisado capataz, y que prácticamente se deslizaba por las aceras. Ellos la saludaron sonrientes. No, no eran obreros de los que te alegraban el día con un piropo. Parecía claro que esos seis hombres nunca prestarían más de un minuto a alguien tan preparado para la vida como ella. Eran demasiado libres, guapos, masculinos, jóvenes e interesantes para eso. Lucía pulsó en el botón del ascensor con rabia. Hizo cálculos. ¿Cuántas cosas tendrían que cambiar en su vida y en su aspecto, incluso en su forma de ser, para que un hombre así la viera pasar y, a continuación, llamara a su puerta con cualquier excusa estúpida? Sintió cómo se humedecía al imaginar a cualquiera de ellos, o más de uno, entrando en su casa y descargando en ella toda la furia de aquel día. Apoyada contra la pared del ascensor, cruzó las piernas y se ruborizó ligeramente. Si las fantasías sexuales estaban regresando, algo marchaba bien.
La puerta automática se abrió y, desde la altura de ese medio piso que separa muchos de los elevadores de Madrid de las plantas naturales de las casas antiguas, descubrió que la puerta abierta como una boca enorme que iba devorando uno tras otro todos aquellos muebles era la de su piso vecino. Observó la escena unos segundos desde las alturas, apoyada en la barandilla. Esa casa, la letra B de su planta, era casi cincuenta metros cuadrados más grande que la suya. Su superioridad venía claramente marcada por una puerta espectacular de madera y hierro forjado. Los amigos de esa chica llamada Ali —«Mi nueva vecina»— subían muebles arañados y cajas de cartón deslavazadas. Nada parecía tener ningún valor, el cargamento podría haber sido una compra impulsiva en el Rastro de no más de media mañana.
—¡Chicos! —Se oyó una preciosa voz de mujer con acento argentino—. ¡Adoro mis cosas y a ustedes también! ¡Bienvenidos a Alicia’s home! ¿Terminaron de transportar mi vida? ¿Podemos tomarnos ya algo fresquito y celebrarlo?
—Aquí manda Sergio, que sigue en el coche organizando y tocándose de paso los cojones —respondió uno de los porteadores con un sillón desvencijado sobre los hombros. El sonido de unos pies desnudos recorrió la casa.
—¡Sergio! —gritó la voz de rostro desconocido desde uno de sus balcones, revolucionando de paso toda la calle—. ¿Terminaste, amor mío?
—Casi, ángel de amor —gritó él aún más fuerte.
—¿Cargaste algo o como siempre te hiciste el loco y engañaste al universo?
—Te voy a dejar un par de mesillas en el portal y me voy a aparcar la furgo. ¿Contenta?
—Muy contenta. Dale.
Lucía escuchó la conversación desde el descansillo de la casa como si estuviera asomada a su propio balcón. No parecía que la convivencia que «recién» empezaba fuera a ser cuando menos silenciosa. Lejos de molestarle, le gustó. Nuevas voces, nuevos muebles y nuevos vecinos. El escenario también se ponía de su parte. La fortuna la rodeaba como la corriente que generaba aquella enorme puerta abierta de par en par. Entró en casa y el ruido de trastos se quedó tras la puerta mientras ella caminaba hasta el dormitorio y dejaba la maleta sobre la cama, en su mitad izquierda: desarmar las costumbres llevaría su tiempo. Antes de deshacerla, recorrió la casa despacio, estancia por estancia, imaginando cómo serían sus días en los siguientes meses. Le faltaba León enredándose entre sus piernas y arañando las esquinas.
La casa la recibió con una cierta inquietud. Las dos casas compartían un patio interior y se enfrentaban en sus pasillos en una perfecta simetría. Uno frente a otro con un total de seis ventanas que se miraban cara a cara hasta llegar a los espacios comunes, estos sí, ciegos para vecinos curiosos. La pared de su cuarto separaba dos estancias gemelas. Las ventanas de los dormitorios principales ocupaban una misma cara de la fachada, lo que hacía imposible ver nada de lo que ocurría en el interior del rincón más íntimo de la casa, pero, por el contrario, su proximidad permitía que los sonidos se filtraran como si formaran parte prácticamente de un piso compartido.
Allí estaba Lucía, cuando escuchó a su nueva vecina tararear una canción que nunca había oído antes: la melodía iba y venía, superponiéndose al ruido de los cajones que se abrían y cerraban. Estuvo a punto de asomarse a la ventana y saludar —sabía que la oiría sin problema—, pero, aunque su vida y ella estaban cambiando, aún no era momento para permitirse gestos inusuales. En vez de eso se quedó quieta escuchando hasta que la vecina se marchó. A continuación, siguió su sonido por las ventanas de las galerías y pudo intuir entre las cortinas la silueta de una mujer con una camiseta que dejaba ver su espalda completamente desnuda. Pelo castaño y largo, piel dorada y estatura media, no excesivamente alta. La perdió de vista de nuevo y abrió todas las ventanas con la excusa de eliminar el olor a casa cerrada. Los sonidos de los dos pisos se mezclaron: los ruidos de los muebles entraron en sus habitaciones; la música, aunque a bajo volumen, se coló en su pasillo y su cocina.
Lucía regresó al dormitorio y empezó deshacer la maleta. Había decidido que esa noche iría al teatro.
Regresó contenta de La Casa de la Portera. Todo lo que hacía Rubén le gustaba, y en su manera de ser libre, se veía reconocida y hermana. No se había quedado cuando cayó el telón: ya le llamaría al día siguiente para felicitarle por el montaje. Ahora solo quería llegar a casa y estabilizar sus horarios para ponerse en marcha cuanto antes; ya llevaba demasiadas horas luchando contra el jet lag. Sin embargo, al introducir la llave en la cerradura, asumió que el descanso iba a ser complicado. En la casa de su nueva vecina había una gran fiesta. Probablemente, esa mesa grande de comedor estaba llena de vino y comida, porque no hacía falta esforzarse mucho para oír risas y abrazos, complicidad y ganas de vivir. Cerró la puerta tras de sí. Primero la de la calle; luego, la de su propio cuarto. Podría dormir siempre y cuando mantuviera las ventanas cerradas a cal y canto.
Cuando logró conciliar el sueño era ya tarde, cerca de las tres de la madrugada. Había dado vueltas una y otra vez pensando en Nueva York y César. En ella y en César. En César. Lloró unos minutos, abrazó las almohadas en decenas de posturas y dejó que sus miedos la atraparan durante un rato para que, al menos, la dejaran en paz el resto de la noche. Ocurrió justo de esa manera. Después de varias horas de inquietud, cayó rendida. Aunque no duró mucho, apenas un par de horas. Cerca de las cinco de la madrugada se despertó acalorada y con el miedo en la cabeza. Agotada y con la boca seca. Se levantó para beber un poco de agua. Ya no se oía el murmullo de la gente en el piso de al lado, aunque Lucía ni siquiera se acordó mientras arrastraba los pies hasta la cocina atontada por el sueño.
De regreso a la cama, sus pasos se sumaron a otros que recorrían la galería en la misma dirección hacia el dormitorio principal vecino. Su habitación seguía oliendo a cerrado después del viaje y abrió las ventanas antes de volver a la cama. Minutos después, comenzó a escuchar unos gemidos tibios mezclados con sonidos de colchón. Los suspiros y la saliva, los besos y la piel. La quietud de la noche le permitía escuchar todo con tal nitidez que, en un principio, se sintió violenta. Su curiosidad y su cansancio se aliaron para que no se levantara a cerrar de nuevo la ventana. Escuchó tranquila y en una suerte de duermevela un sexo creciente y mágico. Una especie de baile en el que cada suspiro parecía colocado exactamente donde y cuando debía. Una coreografía precisa que iba acelerando el corazón de quienes, afortunados, ocupaban la cama que había al otro lado de la pared. Los gemidos fueron incrementando su frecuencia y su fuerza; los suspiros se transformaron en hiperventilación: su nueva vecina se perdía del todo, camino de un orgasmo que Lucía presumía largo y gozoso. Cerró los ojos. Se imaginó metiéndose en la boca una generosa cucharada del mejor chocolate: ese placer caliente es el que sobrevenía al otro lado del tabique, a unos centímetros de ella. Dejó que su mano se perdiera entre las piernas. Cada vez más incisiva. Cada vez más rápido. Aún con los ojos cerrados, escuchó su propia respiración agitada y los jadeos ajenos, hasta que Alicia se estremeció en un gemido algo más profundo y más largo, y sus gritos entrecortados guiaron a Lucía por un orgasmo perfecto, lineal y ardiente.
Segundos después, no pudo oír más. Ya despierta, quiso saber quién había compartido tanto placer con su nueva vecina. Intentó adivinar la voz de Sergio, el chico del porro, o de alguno de los amigos que cargaban sillones, pero no lo logró. Solo escuchó un ronroneo desperezado y femenino.