—Estoy preocupada por Lucía. No duermo bien. Presiento que vienen días en los que va a sufrir mucho.
—Todos sufrimos mucho, Aurora —contestó escueta Gloria, mientras barría el suelo de la habitación con las contraventanas aún entornadas. León esperaba el instante propicio para salir a tomar el sol y se enredaba en sus piernas.
—Ha vuelto a dormir en mis pies —dijo la anciana—. Parece que las pesadillas han venido con él.
—A lo mejor no se separa de ti porque quiere protegerte de ellas.
—¿También te gustan los gatos más que las personas?
—Prácticamente cualquier cosa me gusta más que una persona.
—Espero ser una excepción…
—Solo a ratos.
Ambas rieron y en su risa burbujeó un cariño más fuerte del reconocido. Aurora pensó en los presumibles traumas de aquella muchacha menuda y silenciosa de extraños comportamientos y le pareció injusto haber exagerado quizá un futuro negro que aún no había alcanzado a Lucía, cuando aquella chica que escondía tanto dolor jamás se quejaba. En cualquier caso, pesimista con razón o sin ella, estaba muy preocupada. Era madre y no podía evitar la exageración de todos los miedos, y las obsesiones más estúpidas y genéticamente más lógicas. Se despertaba sobresaltada por la noche. Soñaba a menudo con su hija en un estado de agotamiento extremo, sin apenas movilidad, imposibilitada para levantarse y poder caminar con vigor. Era tal la intensidad del sueño y la angustia que le provocaba imaginar a Lucía indefensa, que no se limitaba a verlo como un juego traicionero de su cerebro, sino que se permitía elevarlo a la categoría de premonición maternal. Lo único que aliviaba su tensión era recordar una a una todas las victorias de su hija. Sí, «su pequeña rebelde» era fuerte y decidida. Siempre había salido adelante. La muerte de su padre, su vida juntas, los primeros años de graves problemas económicos, los cambios de ciudades…
Aurora miró más allá de la ventana, hacia el chaflán del cine Doré. Le encantaba esa vista en rosa desgastado con el sol restallando en el blanco de unas balaustradas tan cursis como eternas. «Un cine de pastel», sonrió. La imagen del primer cumpleaños de Lucía se cruzó en sus pensamientos, concretamente el momento de su primera vela encendida, y no pudo soportarlo. Se deshizo del recuerdo para eliminar la emoción que más detestaba: la melancolía. Aun así, no pudo evitar que, de una forma natural, otros muchos recuerdos cayeran en cascada. Surgió entonces un repaso sereno por la vida de esa niña que la acompañó silenciosa durante mucho tiempo, con un cariño enquistado y extraño. Los niños no solían ser fríos, pero su hija lo había sido, y ahora que vivía con Gloria, entendía que Lucía no era la única niña triste del planeta. Los niños no deberían vivir la locura de los adultos y tampoco los desastres de la vida, pero aislarlos de la maldad y de la mala fortuna era, a veces, imposible.
Oyó a Gloria barrer las esquinas entre sombras, el arrastre de las cerdas del cepillo por aquel suelo antiguo de madera que chillaba como un gato herido. León huyó de la habitación iniciando un juego de caza al que Gloria no respondió. «Niñas silenciosas —pensó Aurora—, mujeres antes de tiempo». Tuvo el impulso de preguntarle a Gloria qué le había ocurrido en los dieciocho años anteriores a conocerla. Quiso ayudarla con la sabiduría y la paciencia que no pudo desarrollar con Lucía. Pero, tal y como ocurrió con su hija, no supo por dónde empezar. Aquellos años fueron duros, pero, como una tela que cede, habían acabado dando la oportunidad a Lucía de encontrar su propio mundo. Esa niña de carácter rocoso y altas capacidades había sido capaz de hallar los resquicios suficientes para armar un lugar en el que encajar, y Aurora presentía que Gloria lograría lo mismo con tiempo. Pero también imaginó que ese tiempo sería más corto si la niña que escuchaba el universo recibía el impulso necesario. Probablemente, ella podría encontrar la manera de empujar a Gloria y no dejarla a la intemperie como ocurrió con su hija.
«Esto de las redenciones personales es otra condena más —pensó. Miró al techo y anheló estar protegida por algún tipo de creencia—. Si al menos creyera en algo…, podría dejar estas misiones en tus manos, Dios de los otros. Lástima que tuviéramos que descubrir tan pronto que eres un estafador y que nunca nos ayudarías». Fue entonces cuando cayó en la cuenta: creía en Lucía, y si creía en ella, debía creer en Gloria. Las esperanzas atrofiadas, todas las torpezas, la negación de los fracasos. Ya no le quedaban ni años ni dudas juveniles. Ahora ninguna circunstancia estúpida la excusaría de llegar a tiempo con Gloria.
A las diez de la mañana, muy puntual, Gloria regresó a la habitación de Aurora y abrió en un gesto decidido todas las ventanas. León cruzó el cuarto como un rayo y salió al balcón a tomar el sol y a oler el pescado de los puestos callejeros del Mercado de Antón Martín.
—Es la hora del aseo, viejita.
—¿Te gusta vivir aquí, Gloria?
—Pensé que te habías vuelto a dormir —respondió la chica sorprendida, agarrada aún a los tiradores.
—Voy y vengo… ¿Te gusta estar aquí?, ¿conmigo?
—Claro.
—Quiero decir, ¿te gustaría estar en algún otro lugar? —insistió Aurora—. ¿Has pensado en algún futuro que te apetezca?
—No necesito más. Aquí estoy bien.
—Ya. Lo sé. Pero pasar los días sin abandonar a una vieja pesada no es el mejor plan y, desde luego, no es en sí un plan objetivamente duradero.
—Cuando las cosas pasen, ya hablaremos de ello.
La mujer dejó escapar una carcajada corta.
—Cuando las cosas pasen, precisamente lo que no podremos es hablar de ello.
—¿Ya estás con lo de morirte? Morirse no es para tanto. El día que te mueras, te mueres y ya está. Todos tan contentos.
Gloria se acercó a la cama, le guiñó un ojo a Aurora y retiró bruscamente las sábanas. Un olor a carne vieja impregnó el aire que las rodeaba.
—Me gustaría que cuando encargues hoy la compra, pidas que nos suban flores —dijo la mujer, mientras movía el aire con el brazo.
—Vale. ¿Por qué?
—Para que las veamos y para que esta casa deje de oler a señora purgando sus pecados.
—Si purgases tus pecados, olerías mucho peor. ¿Qué flores quieres? —preguntó sin mirarle a los ojos y levantándole el camisón hasta la cintura.
—Margaritas blancas, algún lirio…
—¿Ahora quieres un jardín?
—Sí. —Levantó un poco el costado para facilitar los movimientos de Gloria—. Quiero que vivas en un lugar más bonito para que no tengas que estar siempre buscando la belleza ahí fuera.
—Creí que tú entendías que escuchase el universo y que me guste el más acá… nuestro mundo sencillo…
—… y me encanta, de verdad que sí —dijo rápido—, pero unas flores, un poco de música, algún vestido nuevo… ¿Quieres que le pida a Lucía que te traiga ropa?
—No la necesito. No me interesa lo que pasa fuera.
La chica salió del dormitorio para traer la palangana llena de agua, jabón y el tarro de agua de rosas. Lo dejó todo sobre la cómoda, al lado de una foto antigua de Lucía.
—Es cierto que muchas de las cosas que pasan fuera son horribles —concedió Aurora—, pero tendrías que hacer un esfuerzo por enamorarte un poco de la calle. Esta casa se cae, y yo también voy cayendo poco a poco. ¿Te da miedo salir?
—Eso ya lo hemos hablado. —Gloria ya no sonreía. Levantó el brazo derecho de Aurora y lo lavó con una esponja de bebé—. Soy feliz aquí. Juntas estamos bien.
—Yo también estoy feliz contigo —le pasó el otro brazo—, pero preferiría perderte un poco de vista y que me mintieras para escapar y esas cosas que deberías hacer a tu edad. Solo tienes veintiún años…
—No conozco a nadie y no quiero conocer a nadie más.
—Un mundo conmigo y Lucía es demasiado pequeño.
—Ahora se ha sumado el gato.
—¿Qué sabes de tu hermana? —preguntó Aurora haciendo caso omiso al último comentario.
—Nada y espero que siga así.
—¿Y si tiene algún problema?
—Eso seguro. Ella es una generadora natural de problemas.
—¿Te sigue mandando algo de dinero?
—Hace meses que no y me alegro. No tengo gastos, y ella siempre ha tenido muchos.
—Pero ¿sabes dónde está?
Ahora la respuesta tardó unos segundos. ¿A qué venía el bombardeo?
—Creo que sigue trabajando… lejos.
Gloria terminó de lavar a Aurora y quiso que ya fuera de noche para que la conversación terminara. Adoraba a esa mujer, pero su auxilio le ponía nerviosa. No lograba entender que su divorcio con el mundo que otros disfrutaban era definitivo.
—Y… ¿no hay clubs que reúnan a personas que escuchan el universo?
La joven se acercó a las ventanas para cerrarlas y miró a León. «Tú sabrás si quieres quedarte ahí». El gato entró remoloneando y se tumbó de nuevo a los pies de Aurora.
—¿Ves cómo te cuida? Es un gato protector.
—¿Hay o no hay?
—Creo que sí, pero no me gustan los clubs de frikis.
—Frikis como tú…
—Sí, exactamente, frikis como yo. —Se sentó en la cama y acarició el pelo sedoso y de color plomo de León, que entornó los ojos en señal de aprobación—. Aurora, de verdad, estoy bien, tú estás bien y Lucía no debe estar del todo bien, pero… no podemos hacer nada por los que viven fuera de estas cuatro paredes.
La mujer no se dejó convencer tan fácilmente.
—¿Por qué solo hablas conmigo, Gloria? Nadie te ha oído pronunciar más de tres frases seguidas desde que te conozco.
—No sé qué decirles. No me entienden y yo no les entiendo —admitió al fin. Luego cerró otra vez las compuertas y volvió a terreno firme—: ¿Quieres que escuchemos el universo a la hora de la siesta?
—Cómo no…
—Prepararé la comida entonces.
—¿Te he dicho alguna vez que guisas fatal?
—Me lo dices todos los días… Voy a hacer el pedido a la tienda. Duerme un poco.
Gloria apretó el tobillo de Aurora con fuerza y abandonó la habitación. El gato posó su pata en el mismo lugar e, inmediatamente, se quedó dormido.
Aurora y Gloria comieron por separado como cada día y escucharon juntas los sonidos del universo durante una larga y cálida siesta, hasta que la chica se despertó sobresaltada por el timbre de la puerta. Se levantó de la cama de un salto y dejó a la mujer con los auriculares puestos y soñando aún con galaxias lejanas y brillantes. León ya estaba en la puerta esperando el pedido. Gloria dio la vuelta a la llave y al abrir se encontró a un desconocido cargando una caja llena de frutas y verduras y con un enorme ramo de margaritas sobre todas ellas. Llevaba unos vaqueros desgastados y una camiseta azul de manga larga; era mucho más alto que ella, pelo moreno rizado, ojos negros negrísimos y una cara redonda y bonachona; uno de esos rostros que delatan a la primera la bondad de algunas personas.
—¿Quién eres? —soltó sin más—. ¿Dónde está José?
—Soy Freddy. Ahora reparto yo los pedidos.
Silencio.
Más silencio de vuelta.
—¿Y por qué no me ha avisado José por teléfono?
—No lo sé. ¿Dónde te dejo esto?
—… pasa a la cocina. Es la primera puerta a la izquierda.
Gloria le dejó pasar sin poder mirarle a los ojos.
—Bueno, ya está —dijo el chico desandando sus pasos por el pasillo—. ¿Las flores son para ti?
—No. Son para la mujer a la que cuido.
—Cuando tú quieras flores, también te las traeré. —León dejó escapar un enorme bostezo felino—. El gato es precioso.
—Sí. Es persa… creo.
—Bueno —dijo él desde el descansillo—, nos vemos…
—Claro. Gracias por traer el pedido y…
No llegó a encontrar un final adecuado para la frase y, apurada por un silencio que le pareció eterno, cerró la puerta en las narices del chico. El corazón de Gloria no supo cómo latir al registrar tantas emociones inéditas. Agitada por la vergüenza, apoyó el oído en la madera y afinó su sentido más desarrollado. Le oyó tararear algo parecido a un reggaeton mientras se marchaba escaleras abajo.