13

Sor Pureza fue muy explícita en sus instrucciones. Indicó a Lucía el camino por cuarta vez esa mañana.

—¿Te ha quedado claro por dónde tienes que regresar a casa?

—Ya me lo ha dicho mi madre —respondió ella airada y nerviosa.

Las indicaciones de la directora del colegio eran exactamente las que su madre le había repetido sin cesar mientras le ponía el uniforme gris y blanco del colegio:

—Entonces, ¿por qué camino debes volver hoy desde el colegio? ¿Por el de siempre o por otro distinto?

—Por otro distinto, mamá —había contestado cansada.

—¿Y ese camino es…?

—La calle del Sol hasta la plaza, y después, a casa de los primos.

—¿Por dónde no debes pasar?

—Por la catedral, ma-mááááááá… ¡Ya basta! ¡Ya te he oído!

—Sé que me has oído, pero no quiero que por inercia cojas el camino de todos los días hasta casa. Hoy es peligroso.

—Pero ¿por qué es peligroso? —Había abierto los ojos mientras agarraba con las dos manos la cara de su madre.

—No quiero que vayas y punto. Tú tienes tus secretos y yo tengo los míos. Y hoy, me obedecerás porque es muy muy importante para mí que lo hagas y porque tienes siete años y en esta casa mando yo.

—¿Vas a ponerte el jersey azul?

—¿Qué jersey azul, cariño? No tengo ningún jersey azul.

—No importa. ¿Te vas a quedar hablando por teléfono?

—Vete al colegio que llegas tarde. Me has recordado que tengo unas llamadas que hacer y te aseguro que no me apetece nada hacerlas.

Horas después, sor Pureza la acompañó a la salida del centro. Todas las niñas se alejaban de la mano de sus madres, únicamente ella iba sola. Fue la última en salir.

—Dame un abrazo, Lucía. —La niña rodeó a la monja con los brazos, extrañando el gesto.

—Eres una niña muy lista y muy fuerte. Hoy tendrás que ser más lista y más fuerte aún. Ve a casa de los primos.

Subió la cuesta de la calle del colegio temerosa por las advertencias, mientras recordaba una y otra vez el camino que debía completar sin desviarse, convirtiendo sus pasos en un recorrido mental en bucle. Rellenó con imágenes cada uno de los metros que la separaban de la casa de los primos. No era complicado —le habría costado perderse—, pero la presión había sido tal, que por nada del mundo quería coger por error la calle que no era. Llevaba más de diez minutos caminando cuando llegó a la primera plaza. De esta, partían tres calles: a la izquierda, una vía sin salida; a la derecha, la pendiente que desembocaba en el complejo catedralicio; y en el centro, la calle del Sol que tanto había oído nombrar esa mañana. Lucía ni siquiera miró a los lados; llegado el momento de escoger entre las calles, no dudó. Fijó su mirada en las palabras de su madre y aceleró el paso sin dejar de mirar a un lado y a otro, como quien recorre una callejuela tomada por francotiradores.

Una vez superado ese cruce, respiró tan aliviada como orgullosa. A fin de cuentas, ¿no había cumplido su promesa y dejado atrás todos los peligros? No era una niña pequeña. Su madre también tenía que verlo. Ya en la calle señalada, sin haberse desviado ni un metro de su GPS mental, advirtió una soledad inusual a esas alturas de la tarde. La hora de comer estaba cerca, pero no era normal que los aledaños del centro estuvieran tan tristes un día de diario. A mitad de su recorrido, Lucía frenó en seco. Una montaña de escombros dividía la calle en dos: el antes que ya había recorrido Lucía, y el después al que no podía acceder. Los restos de un edificio derribado impedían el paso: ningún niño, ningún adulto hubiera podido superar aquel montón de ladrillo roto y hierros de la altura de un primer piso. Una enorme señal de prohibido el paso situada en una hilera de vallas protegía aquel muro surgido de la nada.

Esperaría. Le preguntaría a alguien que pasara por allí cuándo iban a retirar aquello. ¿Podría salvarlo acompañada de alguna persona mayor? ¿Había alguna idea, por loca que fuese, que no se le estaba ocurriendo? Veinte minutos después no había aparecido nadie y Lucía sopesaba las opciones sentada sobre su mochila de libros. Tenía miedo a la reacción de su madre y a los peligros que la esperaban cerca de la catedral. No conocía ninguna forma de acceder a la plaza Mayor sin pasar por delante del templo. Seguro que existía un rodeo, una opción para hacer el camino en coche, pero ella no la conocía. Pensó en volver al colegio, pero enseguida cayó en la cuenta de que las puertas estarían ya cerradas y nadie la abriría. Después de media hora de breves pasos aquí y allá, la pequeña —completamente sola y con las primeras punzadas de hambre mezclándose con los nervios— tomó la decisión de desobedecer a su madre, porque necesitaba llegar a alguna parte. Mamá lo entendería. Retrocedió decidida a superar los peligros que la esperaban, excitada por un nuevo ejercicio de rebeldía, fuera o no provocado por las circunstancias.

Ya en la plaza, giró a la izquierda hacia la catedral. Las calles seguían extrañamente vacías y ni siquiera llegaba a escuchar el murmullo de las familias comiendo en el interior de las casas. Un silencio de vuelo bajo de cigüeñas cubría el centro de la ciudad. La catedral se alzaba imponente sobre cuestas de piedras, jardines de naranjos, rodeada de edificios emblemáticos como el Obispado, el Seminario Mayor o los Juzgados. Sobre todos ellos, esa suerte de campanarios y naves sin terminar que dejaban aún disfrutar dos mundos: lo que la catedral fue y lo que pudo llegar a ser. Se trataba de un templo hermoso, un sueño inacabado, pero lo bastante compacto y pleno para albergar la magnificencia de un lugar de recogimiento de tal importancia. La catedral antigua y la nueva se fundían en un remate de campanarios de ladrillo y piedra y nidos de golondrina. A Lucía siempre le gustaba que su madre se detuviese a indicarle dónde empezaba una y dónde terminaba la otra, y cómo juntas, ahora, eran una.

Se paró en seco y contuvo la respiración. Desde la esquina que daba paso a la subida hacia la catedral antigua, vio por primera vez a todos sus vecinos y a cientos de desconocidos, reunidos en un mismo sitio. La gente, extremadamente silenciosa en aquel instante, abarrotaba los alrededores de la catedral y formaba un camino que despejaba la salida por la puerta de la catedral antigua. Todos vestían atuendos formales y hacían notar su tristeza. Dos coches negros avanzaron a paso de peatón entre el gentío. Lucía se aproximó despacio hasta la calle que separaba una ciudad fantasma de aquel escenario extraño que jamás había visto. Abriéndose paso entre trajes oscuros, colándose entre mujeres de gesto serio y hombres muy erguidos, se colocó de frente a la bajada de los vehículos. En el interior de los dos primeros creyó ver pasar a sus abuelos y algún primo de sus padres, de esos que venían de vez en cuando del campo a hacer la visita de rigor y a comer una buena sopa de tomate. Estaba oscuro y apenas pudo distinguir varias siluetas con el rostro entre las manos o recostadas sobre el hombro del de al lado. Detrás de ellos, el paso de un coche largo provocó un aplauso cerrado cuyo eco hizo volar a todas las aves que reposaban en las alturas de la catedral. Las manos de ellos chocaban con fuerza y rabia; las de ellas se agitaban más rápido, acompañadas por algún suspiro de dolor. Hombres y mujeres, todos adultos. No había niños. Salvo ella.

La niña vestida de uniforme componía un cuadro tétrico y absurdo al final del camino de los vehículos, que giraban al alcanzarla. De repente, una mujer se acercó a su altura y se reclinó para mirarla directamente a los ojos.

—¿Tú no eres Lucía?

Le respondió con una mirada temerosa y rebosante de lágrimas.

—No deberías estar aquí. ¿Has visto a tu madre?

Lucía negó con la cabeza mientras dejaba la mano muerta entre las palmas frías de la mujer.

—Ninguna niña debería ver esto.

Entre el gentío, la pequeña pudo distinguir a su vecina, que corría hacia ella. Intentó respirar y notó que apenas podía meter en los pulmones la mitad de aire. Un centímetro por debajo del esternón; su rígido diafragma no bajaba más: bloqueaba la entrada de aire provocándole una desagradable sensación de mareo. Pensó que podría desmayarse y notó cómo las lágrimas calientes resbalaban por sus mejillas. Pilar, la vecina del tercero, llegó a tiempo de agarrarla entre sus brazos.

—¡Lucía, Lucía! ¿Qué haces aquí? —Luego miró a la mujer que la había encontrado—. ¿Qué le has dicho? —le inquirió.

—Nada que la niña no pueda ver por sí misma.

—Vete. Déjala en paz.

Pilar cogió a Lucía de la mano y la giró dando la espalda al comité. El murmullo de los cientos de personas que abarrotaban las calles fue creciendo una vez desaparecieron los coches.

—Vamos a esperar un poco a que esto se despeje y nos vamos a casa.

—Tengo que ir a donde los primos.

—Ya lo sé, y tenías que ir por la calle del Sol.

—Han tirado una casa y está cortada. Quería obedecer, pero no podía pasar, no podía pasar, lo prometo, no podía pasar…

—Tranquila, no pasa nada. Ahora vamos a casa, cuando la gente se vaya. —La miró a los ojos, preocupada—. ¿Por qué respiras así? ¿Estás bien? No me asustes.

—No me entra el aire. Mira. —Inspiró hondo y sintió de nuevo el tope.

—Respira tranquila conmigo. Mírame, Lucía. Coge aire por la nariz y suéltalo despacito por la boca.

Lucía abrió mucho la boca e intento cazar una enorme bocanada, la cabeza le dio vueltas.

—No pasa nada, cielo.

—No me entra el aire.

—Sí que te entra, estás respirando, tranquila…

—No me entra, Pilar. —Lucía gimoteó asustada aguantando las lágrimas.

—Mira, la gente ya casi se ha marchado. Ahora quiero que te agarres de mi mano y que vayamos paseando despacio hasta casa de los primos. ¿Qué tal el colegio?

—Bien, normal. —Lucía sintió un cosquilleo en las manos y una pequeña nube cegó su ojo izquierdo—. No puedo ver bien. Me pasa algo. Me mareo.

—Cierra los ojos. No pasa nada. Son nervios. No estés preocupada, tu madre no se va a enfadar. Entenderá que no has tenido más remedio. Ven aquí —dijo al tiempo que se ponía en cuclillas a su lado y la atrapaba en un abrazo enorme y carnoso. Se incorporó y la miró de nuevo a los ojos—. Vamos, Lucía. No vamos a pararnos con nadie. Dame la bolsa con los libros. Yo te la llevo.

La niña comenzó a andar con la mirada baja. Solo quería ver sus pies avanzando. Levantar la cabeza y traspasar las calles de la catedral la aterrorizaba. Caminaron hacia la catedral. Apenas llegaba a distinguir los zapatos y las pantorrillas de algunas de las personas que aún conversaban en corros en los alrededores. Advirtió que las palabras se cortaban a su paso.

—¿Es Lucía?

—Sí.

—Calla.

—Es la hija.

—¿… Lucía?

—Pobrecita, tan pequeña.

—… horrible.

—Y Aurora, ¿cómo va a salir de esta?

—Shhh.

Lucía en silencio comenzó a hablar con Dios como le habían enseñado las monjas. «Nunca más te querré —le prometió—, nunca más te querré, ya no te quiero, eres malo, muy malo, nunca te perdonaré». Ella y esa mujer dulce y maternal subieron finalmente las escaleras que dejaban atrás los templos. Ya estaban solas. La comitiva se desplazaba en sentido contrario en aquel momento. Recuperaron la ciudad dormida y el silencio de las calles.

—¡Mira, Lucía! Hoy hay muchos pájaros volando. He contado por lo menos cinco cigüeñas. ¿Te acuerdas de que siempre las contamos cuando venimos a jugar aquí con las bicis?

Lucía ni siquiera asintió. «Te odio, te lo he pedido todos los días, y no me has ayudado, eres malo, malo, malo, nunca más te querré, desde hoy nunca más…».

—¿Respiras mejor ahora, cielo? ¿Un poco mejor?

La niña no levantó la cabeza. Los rollos de piedra dibujaban un camino gris hasta la casa en la que deseaba descansar. Por primera vez en su vida, sintió el cansancio. Una sensación adulta fruto de la pena, el hartazgo y el agotamiento.

—Lucía, cariño. ¡Mira, otra cigüeña en el nido! Está arriba. Mira. Deja que te limpie la cara. —Lucía caminó un poco más sin responder—. Con lo que te gustan a ti los pájaros… Ahora vas a jugar con los primos. Vais a comer juntos y luego, una siesta… Escucha, las golondrinas. Son juguetonas, como tú…

Lucía se detuvo en seco y retiró su mano de la de la atenta y entregada vecina. Respiró agarrándose la tripa, intentando abrir los pulmones para vocalizar y no errar en la última frase que pronunciaría en los meses siguientes. Levantó la cabeza despacio. Su rostro se había transformado. Su mirada era ahora profunda y oscura. Sus mejillas parecían llenas de heridas, como si el calor de un reguero de lágrimas las hubiera abrasado. Los labios hinchados y las pestañas agrupadas en un líquido pastoso más cercano al aceite que al agua. Todo su cuerpo se había derramado sobre su rostro. Miró de frente a la mujer y apretó los dientes para que no le temblara la voz. Quería ser muy clara en su mensaje.

—Pilar… —captó la atención de la vecina, que abrió enormemente los ojos al ver el rostro ya adulto de Lucía—. No vuelvas a hablarme de pájaros el día en el que ha muerto mi padre.