Empezó a llover al llegar a la esquina de Mercer St. con Spring St. Una llovizna extraordinariamente helada, casi aguanieve. Lucía notó caer las primera gotas sobre el cabello y los hombros y, mientras sacaba del bolsillo de su chaqueta un pañuelo para protegerse, se preguntó si tendría algún significado que, justo ese día, un invierno tardío y descolocado la asaltase en una calle con nombre de primavera.
Hacía solo unas horas que se había levantado, había hecho la maleta de cualquier forma y había salido rápida y extrañamente nerviosa de la casa de los padres de César, tras un par de excusas imposibles y un abrazo fugaz, como esos que no quieres dar y te llevan a acercar el pecho pero no el corazón. Su suegra la había besado con la fuerza de la sabiduría y el entendimiento. Cuando le dijo adiós con la mano en el descansillo, la mujer tenía los ojos empapados en lágrimas sujetas. «Cuídate mucho, sabes que te quiero», pensó Lucía, e inmediatamente un nudo en la garganta las enganchó como un doble arpón. Sintieron que el amor que las apegaba arrastraba sus cuerpos a un abrazo prolongado. Estaban tan unidas y se admiraban tanto… Nadie les había explicado cómo sería una separación forzosa cuando se entregaron a esa alianza. Se quisieron con la mirada, se desearon suerte y, por fin, después de cuarenta segundos agónicos, llegó el ascensor.
Tras una noche en blanco, poco antes de recibir el aguanieve en el SoHo neoyorquino, Lucía había comenzado la cuenta atrás de un tiempo extraño en el que debía definir qué sería de su vida al menos en los próximos días. Para empezar, había trasladado sus cosas a su hotel favorito en pleno Manhattan, a un tiro de piedra de Times Square: el Grace. Como clienta habitual, habían agradecido su nueva visita con una mejora y ocupaba una de las suites del último piso. Sola, libre y triste… igual de triste en Nueva York. Al menos, en sus calles, la melancolía era obligatoriamente cinematográfica. Visitar la ciudad siempre la ponía en una situación en cierta medida irreal y ficcionada. Caminar por las avenidas, algo tan ordinario y común, podía pasar por la secuencia de un buen largometraje si en tu cabeza dominaban los pensamientos adecuados. Lucía se sentía inmersa en una cinta nostálgica y autodestructiva. «No me sirve de consuelo, pero es una buena historia…». Arropada por ese convencimiento y por una soledad deseada desde hacía meses, no hizo planes.
Sus pasos y unas buenas botas para caminar la llevaron hasta las galerías que César y ella dejaron pasar el día anterior. En una de esas naves industriales de Chelsea, una mujer japonesa extraordinariamente hermosa la invitó a conocer la obra de una artista alemana. En un silencio de cemento, cayó bajo el embrujo de ocho fotografías de gran formato iluminadas por una luz natural impropia de aquel búnker. En cada una de ellas, un buen observador podía encontrar el reflejo desvanecido de la autora: una rubia con media melena que siempre llevaba un jersey de punto y pantalones vaqueros y que escondía el óvalo completo de su cara detrás de la cámara. En un paisaje de tres ventanas multiplicadas, Lucía la halló en un jardín al fondo. En la siguiente obra, con una pared de ladrillo como escenario protagonista, el negro del objetivo delató su delgado cuerpo reflejado en el cristal de una camioneta. Podía verla, pero cayó en la cuenta de que también podía no verla si así lo deseaba. Su presencia era tan sutil que apenas era una presencia; no se imponía, solo estaba. El lugar era lo importante, quien lo habitaba, no. «En eso estoy de acuerdo contigo, seas quien seas». Lucía sintió un escalofrío de cuchillos en la espalda y supo que el dolor apenas acababa de llegar.
El taxi la dejó en Central Park, a unas manzanas del Metropolitan. Siempre caminaba un poco por el parque antes de comer en el restaurante belga de la Neue Gallerie, uno de los pequeños y más encantadores museos neoyorquinos. Le gustaba ese espacio en el que siempre parecía invierno. Aquella mañana, sentía un frío semejante al que la helaba en la cafetería de Marisol la primera vez que se refugió allí, y de la misma forma, buscó calor en esos improvisados hogares formados por una mesa, una silla y un buen menú. Le gustaba comer sola. Sabía que era una costumbre extraña. Muchas de sus amigas creían que comer sola era una última opción de todas las socialmente posibles, incluida la de comer en casa. Sin embargo, a ella le encantaba dar vueltas a la carta, cambiar de plato, pedir su bebida y comer tranquila sin leer ni tocar el móvil. Después de comer, y como ya había visitado la exposición permanente de la Neue Gallerie muchas veces, decidió acercarse andando a la Colección Frick, siempre con Central Park a su derecha.
Un grupo de chicos jugaba al béisbol en una de las explanadas del parque, lleno de rojos, blancos y amarillos. Estaba realmente precioso y romántico, a pesar de los coches de caballos que Lucía detestaba. «Enamorados en Central Park. No me gustaría ser la protagonista de esa comedia romántica». La llovizna de la mañana había dejado paso a un cielo cargado de nubes calientes, una tarde muy parecida a esa de hacía más de diez años, en su primera visita a la lujosa mansión de los magnates del acero. Había sido con César, en su segundo viaje juntos a la Gran Manzana. En su memoria, se vio caminando por los pasillos de la casa, detenida, observando los relojes que ocupaban una de las galerías que daban al jardín. Recordó a César rodeándola con el brazo y hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta.
Unos meses antes, en Madrid, había visitado la exposición de Cartier en el museo Thyssen acompañada de un buen amigo experto en joyas. Allí había conocido la historia de los relojes misteriosos de Cartier, piezas insólitas en su época porque escondían el mecanismo que daba movimiento a las agujas. En los relojes misteriosos, la ilusión óptica hacía que las manecillas giraran suspendidas en el aire, como empujadas por el propio tiempo. En realidad, estaban encastradas entre discos de cristal que giraban haciéndose imperceptibles, y el mecanismo para moverlas se ocultaba en alguna de las piezas anexas a la esfera, que, a su vez, la sujetaban en un aparente equilibrio contrario a todas las leyes de la física. Mientras recorría la distancia que iba de la 86 a la 70, pensó que dentro de ella también debía de existir algún mecanismo oculto, algo contrario a toda lógica que seguía impulsando sus pasos incluso después del descarrilamiento personal sufrido en la High Line. Lucía entró en la antigua residencia de los Frick y siguió los colores de las alfombras un pasillo tras otro, sin dudar ni mirar el mapa, hasta poder fijar su mirada en aquellas piezas que ya no deseaban medir ningún tiempo. Ante los relojes de la Colección Frick pensó en los relojes misteriosos de Cartier y decidió qué reloj quería ser. Ya no aspiraba a ser uno impecable, robusto, pesado y metálico, sino una esfera transparente, una joya de mecanismo indescifrable. En realidad, no sabía ni por asomo lo que quería ser, ni lo que sería de ella y, mucho menos, cómo conseguirlo ahora que había logrado alejarse de César, pero, afortunadamente, cada vez que flaqueaba podía escuchar una voz dentro de ella que desestimaba sus quejas: «Esto es lo que querías. Pues ahora, aguanta…».
Podía haber sido el día de las compras, pero acabó siendo el día de los museos. Como en una carrera entre los mejores turistas de la ciudad, Lucía accedió al MoMA media hora antes del cierre. Al igual que en la Colección Frick, caminó directa a la obra que la reclamaba esa tarde. Había leído en la prensa que El grito de Munch se expondría en Nueva York hasta finales de ese mes de abril. Sabía que sería imposible observarlo en soledad, pero se acercó con la esperanza de que la última hora ahuyentase a muchos. Nunca le había gustado especialmente esa pintura, pero los gritos sordos eran parte de su pasado reciente, y como nunca había viajado a Oslo, aquel momento se convertía en una oportunidad única para enfrentarse al grito agónico de otro. ¿Por qué no hacerlo? ¿No era precisamente aquello lo que ella entendía como experiencia artística? Se dejó llevar, segura de que tendría que hacer cola para admirarlo apenas unos segundos.
Al llegar a la sala, entendió rápidamente dónde estaba el cuadro. Un grupo de cabezas inquietas buscaba hueco entre los hombros de otros para captar el recuerdo absurdo de «yo estuve allí». Lucía creyó que sería imposible vivir lo que deseaba y se sentó a unos metros a respirar observando La noche estrellada de Van Gogh. Los luceros arremolinados, la vista desde la ventana del sanatorio en el que el genio ingresó por voluntad propia antes de su muerte. Esa noche profunda de estrellas tan grandes como soles. Deslizó la mirada hacia el cuadro en una especie de trance, con un nudo del tamaño de un puño en la garganta. Trató de imaginar el sonido que escuchaba Van Gogh desde su habitación en plena noche. Una brisa fría silbando sobre los árboles. Un viento atroz capaz de mover estrellas y convertirlas en remolinos a los ojos de aquel loco. Pensó en Gloria y en Aurora escuchando el universo y quiso poder oír lo que otros perciben, porque Lucía ya no escuchaba nada, ni siquiera llegaba a escucharse a sí misma. Tanto era así que no advirtió los continuos avisos de la megafonía central del museo.
De repente, los pasos de uno de los vigilantes a lo lejos la despertaron. Cuando se giró, vio El grito de Munch. Aquella obra subastada un año antes por 120 millones de dólares estaba suspendida en medio de la sala únicamente para ella. 120 millones de dólares por la recreación de la mayor de las angustias, la desesperación total. Lucía sintió el malestar que le producía aquel grito sordo. La pintura le revolvió las tripas y el corazón. Quiso gritar y arrancarse del pecho todos los remolinos que llevaba guardando meses. Pensó en César, en su suegra, de nuevo en César, en Aurora y Gloria, y en su pequeño León y cuando quiso darse cuenta, estaba de rodillas frente al cuadro, llorando reclinada hacia delante con las palmas apoyadas en el suelo.
El contacto de una mano en el hombro la hizo incorporarse súbitamente.
—Señora, ¿cómo ha llegado hasta aquí?
Lucía miró a la vigilante y deseó poder reír. El personal del MoMA tuvo que indicar al taxi la dirección de la tarjeta del hotel que encontraron en su bolsillo. A la mañana siguiente, nadie pudo explicarle cómo había llegado hasta su cama.