11

La madre de César preparaba las mejores mesas. Siempre utilizaba manteles de algodón blanco y les daba vida con diferentes toques de flores naturales y cortas en pequeños vasos de cristal. Las vajillas con filos dorados y motivos animales, los candelabros antiguos de plata, las cuberterías adquiridas en subastas y esas servilletas decoradas con pequeñas conchas rosa palo que Lucía llegó a pensar que heredaría en el futuro. Ahora, sin reparar en ellas ni dejarse llevar por el cansancio lógico del viaje, se mantenía despierta para aprovechar cada uno de esos minutos con su otra familia. Unos minutos que podían ser los últimos.

Ella ya presentía que su amor por aquellos maravillosos suegros no se extinguiría; sabía que romper los lazos que unían sus caminos le pesaría enormemente, pero también estaba dispuesta a renunciar a ellos —renunciar a su cariño— como parte de una apuesta personal. No sería la primera exfamilia política con la que guardaba un contacto telefónico discreto y cariñoso. Ella no abandonaba a los suyos jamás. De hecho, mantenía una relación hermosa y cuidada con algunos de sus antiguos suegros, suegras, cuñados y cuñadas. Sabía retornar sin violentar y estar cerca a pesar de los repentinos abandonos. Y aun así, qué difícil le resultaba en ese momento comportarse como si no pasase nada.

Se hallaba a medio camino entre una vida que ya no era la suya y otra que todavía no había alcanzado. Aunque, en esa mesa, únicamente ella lo sabía, estaba sola en tierra de nadie, y la melancolía fue ganando espacio mientras veía cómo los demás hablaban o se reían. Por un segundo se preguntó cuántas veces puede alguien reconstruirse por dentro una vez siente que se ha roto y si cuando al fin nos armamos de cero, siguen notándose de algún modo las junturas de esos fragmentos. En aquel almuerzo, mientras acariciaba la servilleta perfectamente planchada, miró a la madre de César y no pudo evitar un pinchazo en el pecho, una punzada nerviosa hecha de pequeños nudos de años y abrazos a tiempo. Los quería, pero ya no quería de la misma forma a su hijo.

El postre de turrón envolvió la mesa en un olor a Navidad seca que llega con varios meses de retraso. «Os juro que no he aprovechado los restos de las Navidades pasadas». La familia sonrió agradeciendo la atención de una mujer que lo envolvía todo, una mujer que era en sí misma el hogar. Su pelo se enredaba en una perfecta superposición de planos con cada una de las flores; el sol que entraba por la terraza se deslizaba por el mantel como una ola templada. Lucía había querido ser así, pero ahora sabía que nunca podría construir esa vida por falta de convicción y de tiempo. Cuando se enamoró de César, quiso todo aquello para ella: se imaginó lógicamente envejecida y bella, coherente y serena, plena. Envuelta en la recreación de un futuro ya imposible, notó cómo un rayo de sol certero le acariciaba la nuca y el tirante de su sujetador resbalaba por su hombro. Las buenas mujeres no dejaban que la luz las traspasara. Las buenas mujeres no pueden ser tan transparentes, son opacas.

La tarde de su último día juntos, César y Lucía caminaron hasta el Meatpacking District, uno de sus barrios favoritos de Nueva York. Antes de que se convirtiera en uno de los distritos de moda, años antes de la apertura del hotel Standard y la rehabilitación de la High Line, ambos planearon mil veces comprar un pisito por allí. Un refugio lo bastante acogedor como para retirarse unas semanas de tanto en tanto, pero intencionadamente pequeño para evitar el abuso de las amistades que acaban por acoplarse en la vida de todos los que tienen casa en Manhattan. No eran huraños, pero sí solitarios. La pareja les parecía más que suficiente, los envolvía y llenaba. La creatividad de ambos y su curiosidad vital hacían innecesario cualquier complemento social. Mientras hubo amor, todo les sobraba. Ahora, al menos a Lucía, todo le faltaba. El vuelo de César salía cerca de la medianoche y decidieron recorrer varias galerías de arte antes de alcanzar la High Line. Llegaron en metro, registrando cada detalle neoyorquino como si fuera la primera vez. Una primera vez dentro de una última. Eso solo puede lograrlo un lugar como la Gran Manzana.

—Ya no hacemos fotos de Nueva York, aunque la observamos como si cambiara de hora en hora —dijo César tocando la cara de Lucía. Ella notó un escalofrío: otra vez se destemplaba.

—La ciudad ha cambiado mucho. Pero nosotros hemos cambiado todavía más.

—Eso no es malo. Es lógico. El amor se transforma.

—Y se muere si no lo cuidas.

—¿Qué te ocurre, Lucía? Hoy apenas has podido mirar a los ojos a mi madre. Somos buenos amigos y has dejado de contarme lo que te pasa. Sabes que nunca te he presionado ni te presionaré, pero estoy aquí y puedes compartir lo que quieras conmigo, aunque no me guste oírlo.

—No necesitas oírlo porque ya lo sabes.

Recorrieron el andén mientras el metro enfilaba la boca negra del túnel. Se parecía a eso, se dijo ella: saltar en marcha antes de que la oscuridad la devorara, encogerse bien para frenar el golpe y cruzar los dedos. Salieron a la altura de la High Line a un ritmo muy lento para lo que la ciudad demandaba. Aprovechando la multitud para esconder la distancia. Ya en la calle, Lucía decidió recoger el guante que su amor moribundo le ofrecía.

—¿Tú sigues enamorado de mí? —le preguntó sin rodeos.

—Completamente.

—Yo no lo creo. Creo que te tranquiliza pensarlo, pero no siento ese amor del que tanto te gusta hablar y que tan pocas veces me haces sentir.

—¿Estás hablando de sexo, Lucía? No me decepciones ahora. Tú no eres tan básica. —César sonrió de medio lado en un gesto muy suyo y que a ella le sacaba de sus casillas últimamente. No sabía bien por qué. Aquello no era nuevo, llevaba años haciéndolo y hacía no tanto le encantaba, así que supuso que era parte de la grieta que se había abierto entre ambos.

—Quizás lo sea —le respondió—. Y no, no estoy hablando de sexo, aunque ya no recuerde la última vez que me hiciste el amor con rabia y pasión, la última vez que me necesitaste de verdad.

—Eso no es cierto. Te necesito siempre, pero vivimos muy estresados y te encanta hacer planes continuamente. Eres y siempre serás una insatisfecha en el mejor sentido de la palabra. Buscas la excelencia en todo y eso es imposible, Lucía. Admiro tu empeño, pero es poco real. Sabes que no comulgo con el conformismo y la pasividad, pero tú estás siempre en el extremo, porque no celebras nada de lo que te pasa y tampoco nada de lo que no te pasa. No sabes mirar y dejarte llevar como antes. Eso también tienes que reconocerlo.

¿Estaba en lo cierto? ¿Y si él la conocía mejor que ella misma? La calle estaba animada, una pareja los adelantó a paso rápido, o quizá es que ellos caminaban muy lento, como si fueran cargando con demasiado peso. En paralelo, a su derecha, discurría el agua serena del río Hudson, y más allá, las luces de Nueva Jersey.

—Puede que tengas razón —cedió al fin—. Es posible que haya perdido la ilusión y las ganas y que la culpa sea mía.

—No se trata de elegir culpables, sino de dar solución a un momento que ya entiendo que es crítico para ti. No creía que tanto.

—¿Lo ves, César? Estamos hablando de un momento crítico y lo analizas como si fuera un nuevo plan de negocio. Yo no soy una empresa que no se ha convertido en lo que esperabas. Soy… o era la mujer a la que amabas por encima de todo. Y ahora el todo es demasiado demoledor y pesado.

—¿Crees que no te cuido tanto como mereces? ¿Te parece que no me cuesta dejarte estos meses sintiéndote tan lejana y extraña? —Lucía notó en su voz una preocupación que le hizo daño. Por un segundo estuvo tentada de cogerle la mano, pero el segundo pasó y los dos siguieron andando—. Sé que piensas que no tengo corazón, pero hubo un tiempo en que esa actitud te parecía sexy y diferente. Te gustaba que yo no fuese tan empalagoso como los demás. ¿Ya no te acuerdas? Porque me da la sensación de que has olvidado mucho de lo que defendías.

—Creo que no te cuesta nada dejarme estos meses. Creo que no te cuesta dejarme y que no vivirías como un desastre perderme.

—Pues te equivocas.

—Es posible que ya dé igual si te importa o no. Puede ser que no podamos arreglarlo. No hemos estado atentos y hemos confiado demasiado en que la solución llegaría sola… pero no ha llegado, César.

Subieron las escaleras de la High Line, esa preciosa vía elevada de tren que los neoyorquinos habían recuperado como paseo sobre las calles. Un jardín seco y pajizo envolvía los bancos diseñados con traviesas de madera, y las tumbonas vacías invitaban a sentarse a pesar del frío que se resistía a abandonar Nueva York. Se detuvieron en la barandilla.

—Justo debajo de nosotros está el Morimoto, ¿te acuerdas de la primera vez que cenamos allí? —susurró César, y ella casi se echa a llorar.

—No nos hagas esto. Ya sabes que me acuerdo, pero recurrir a los buenos recuerdos no atenuará lo que está ocurriendo.

—Te has empeñado tú, Lucía. Yo solo intento darle sentido a una posible salida. Ahora vamos a separarnos un tiempo, y creo que te apetece que así sea. Si quieres estar sola, puedo respetarlo; pero si quieres que regrese antes a Madrid, dilo y lo organizaré. Solo déjame que recurra a lo que quiera. No estoy ciego y tampoco soy estúpido. Llevo meses notando tu tristeza y no eres la única que está triste y preocupada. Tu egocentrismo no tiene piedad. Tú y solo tú.

No fue su intención y lo sintió al momento, pero a Lucía se le escapó una risa que no tenía nada de alegre.

—¿Que lo has notado? ¿Eres capaz de reconocerlo?

—No has intentado ocultarlo, desde luego.

—Pues no has hecho nada para aliviarlo, transformarlo… Lo has dejado evolucionar y ahora, aquí estamos. Y me da igual que el Morimoto esté aquí abajo. También está cerca la hamburguesería que tanto nos gusta y la tienda de Alexander McQueen… y la vida. —Lucía se giró y le miró a los ojos, esos ojos oscuros y profundos que había mirado tantas veces tumbada a su lado en la cama. Buscó a su César, pero no pudo encontrarlo—. La vida que ya no tenemos es la que está presente. Esa que tuvimos solo está cerca en los lugares que nos la recuerdan… No te confundas.

Él empezó a andar otra vez lentamente, como si sus tobillos arrastraran cadenas.

—Pensé que podríamos hablar tranquilamente, pero ya veo que es mejor que reflexionemos y utilicemos este tiempo para valorar todo eso que, según tú, ya no tenemos y todo eso que, para mí, seguimos teniendo.

—No quiero acompañarte a casa, César.

—No pasa nada. Les diré a mis padres que has ido a los baños de Tribeca a darte un masaje o lo que se me ocurra… Pero vuelves a dormir a casa de mis padres o ¿me tengo que inventar una urgencia?

—No es necesario. Volveré a dormir.

—¿Quieres adelantar tu regreso? Puedo llamar a la oficina para que te adelanten el vuelo.

—No —negó ella con la cabeza—. Me quedo. Son un par de días y me apetece estar en Nueva York. Les diré a tus padres que tengo varias citas y evitaré pasar mucho tiempo con ellos. Ahora no me hace bien. Es posible que hable con tu madre y me vaya al Room Mate a partir de mañana. Que duerma allí las noches que quedan. Quiero estar sola.

—Te puedo gestionar la reserva del hotel.

—¡No seas tan frío, César! —estalló al fin—. ¡No tienes que gestionar ninguna reserva! ¡Tienes simplemente que estar preocupado, desesperado, roto y dar señales de ello! ¡No me organices la semana! ¡Cómo puedes tener la cabeza para ocuparte de algo así! Ni siquiera yo lo he hecho. Lo del hotel se me acaba de ocurrir.

—Solo quería ayudarte, y aunque ahora no lo creas, sé que verme roto y desesperado te alejaría aún más de mí. —César el adulto, César al otro lado del muro racional de las palabras.

—No te gustan los débiles, Lucía. No me vendas lo que no eres. Te encanta que te cuide y que me ocupe y sé que lo valoras, pero si ahora quieres pensar que un mindundi que se arrastra detrás de cada una de tus provocaciones es lo mejor que te puede pasar, adelante. Yo no lo creo y, desde luego, ese no soy yo.

—No, no lo eres.

—Afortunadamente.

—Afortunadamente para ti.

Sin darse cuenta, habían ido levantando la voz y se miraban serios el uno al otro. Lucía se preguntó cómo era posible que ellos dos fuesen los mismos que habían recorrido aquellos pasos tantas veces antes, hablando de planes que parecían sólidos y no lo eran. Cuando él volvió a hablar, lo hizo controlado.

—Te estás comportando como una chiquilla idiota. Y así, no me gustas. Prefiero irme antes que tener que recordarte estos meses como una quinceañera histérica.

—Vete ya. Ya has conseguido que me sienta aún peor y…

César echó a caminar sin decir palabra, alejándose de pronto, sin dejar que terminara la frase. Unos cuantos metros después se giró.

—No sigas, Lucía. Esto lo has provocado tú. Me hubiera gustado besarte.

Lucía vio cómo su amor moribundo acompañaba a César bajo los pilares del hotel Standard. En un flash inesperado, recordó las cenas en el Morimoto, las pruebas en McQueen, su primer viaje a Nueva York, las caricias nuevas, las preciosas carcajadas de César… Cuando estaba a punto de perderle de vista, apretó los dientes y lloró. «Podías haberme besado… pero, maldita sea, no lo has hecho».